VIII. Swing
La orquesta tocaba un bolero cuando en la mesa de Ángela todavía imperaba la cháchara universitaria. A esas alturas de la cena, Louisa, que días antes decía no querer ver un libro en mucho tiempo y que tras terminar el bachillerato se dedicaría a viajar, ahora afirmaba haberse matriculado en magisterio, carrera que una prima allí presente estaba a punto de concluir. Cómo a Ángela aún le quedaba un año para terminar sus estudios, nadie se interesó demasiado por sus planes. Aparecieron las sirvientas para retirar los platos y muchos de los invitados se dirigieron a la carpa. La orquesta se animó con un foxtrot y varias parejas salieron a bailar: el mar rugiendo tras los músicos, sobre ellos las estrellas. Louisa se levantó de pronto:
─¿No debería yo abrir el baile? ¡Es mi fiesta!
─Eso ya no se estila ─contestó un amigo de su hermano, cuyo nombre no viene al caso.
─No sé, me hacía ilusión.
El chico se levantó y la tomó del brazo. El resto de la mesa marchó tras ellos hacia la carpa. Ángela se vio entonces acompañada por el primo Javier, que la invitó a bailar cuando llegaron a la orquesta. ¡Cuán diferente estaba resultando ser todo a cómo días antes había imaginado! Allí estaba ella, bailando con un torpe y serio bigotudo, diametralmente opuesto a lo soñado. Siempre rodeados de mayores, siempre vigilados. Pensó que su compañero de baile, aquel tipo que, a distancia prudencial y con respeto, se movía en secos círculos junto a ella, era la definición hecha carne de lo que doña Eulalia llamaría un buen partido del círculo Soler y que, si la estaba observando ─pensaba que sería lo más probable─, dando un codazo a su marido sonreiría satisfecha.
Pero no era doña Eulalia quien la observaba, sino aquella pareja de mediana edad que, horas antes, al inicio de la fiesta, los sorprendiera saliendo de entre el forraje. De inexplicable manera, ambos tenían los ojos clavados en Ángela: él con melancolía; ella con enfermiza fascinación. De cuando en cuando intercambiaban alguna frase entre ellos, la mujer aferrada al brazo del marido, como si se encontrase indispuesta o no tuviese fuerzas para sujetarse sola. Estaban rígidos, ajenos a la música; ningún miembro de su cuerpo se dejaba seducir por el ritmo y, si uno se paraba a mirarlos, resultaban incongruentes en medio de la fiesta. Sus ropas parecían de medio luto: él camisa blanca, corbata, traje negro y barba; ella un vestido gris de impecable corte, aunque algo desgastado. A su lado, los Soler parecían estar pendientes de ellos; estos, por su parte, no se relacionaban con nadie más que con los anfitriones; no sabría decir si por indiferencia o timidez.
Mientras tanto, Ángela y su pareja habían dejado de bailar, quedando a un lado de la orquesta. La razón era el swing que empezaba a sonar, poco del agrado de Javier:
─¡Americanadas! ─decía a propósito del ritmo─. Un pasodoble, una copla... algo español, que se entienda. Pero estos Soler siempre fueron demasiado...
─¿Demasiado?
─Es parte francesa que tienen ─dijo, como si aquello lo explicara todo─. Disculpa, voy a ver que hacen mis hermanas. No te muevas de aquí, enseguida vuelvo.
Una vez sola, Ángela observó a los bailarines. Las parejas se unían y se separaban, siempre cogidas de una mano; sus briosos y rápidos pasos tenían un no sé qué de modernidad, de descaro, aun en aquella fiesta bañada de respetabilidad. Entre el semicírculo de gente que rodeaba a los bailarines, distinguió al sonriente matrimonio Soler, siguiendo el ritmo con el cuerpo y susurrándose algo al oído; no había visto a tío Eduardo desde que terminara la cena; lo imaginó ya instalado en su torre, bailando si a acaso con sus libracos. Allí estaba también la abuela de Louisa, la Pompadour, con su eterno cigarro alargado, sus pantalones anchos y su peinado de tres pisos, dando golpes de bastón al son de la música, como si dirigiera el cotarro. No vio a doña Eulalia ni al alcalde; sí a Louisa. Su pareja la tenía cogida de una mano y le daba vueltas justo en el centro del baile; ella echaba la cabeza hacia atrás y se reía a carcajadas. Pensó que tanto si se dedicaba a viajar, como si ingresaba en la universidad, pronto sus vidas tomarían rumbos diferentes, por no decir abismales. Empezaba a ser consciente de que su amistad, que mientras fueran niñas habían envuelto en una falsa sensación de igualdad, habría de cambiar, sin remedio, al adquirir cierta madurez. Veía, de manera clara, que los amplios horizontes que se abrían ante su amiga para ella solo eran sombras chinas, mundos inabarcables, espejismos. Si no se casaba, como deseaba doña Eulalia, tendría que buscarse un empleo, si no allí, en Marinet, en cualquier otro sitio. Por lo menos había tenido la suerte de disfrutar de una buena educación, muy por encima de los niños del pueblo y eso, en sí mismo, era una ventaja poco desdeñable. Pero pronto ella y Louisa tendrían intereses distantes; sus charlas tratarían sobre temas ajenos para ambas. Quizá se enviarían alguna que otra postal en navidades, o se llamarían por teléfono en los cumpleaños, pero, de manera evidente, nada volvería como antes.
En todo eso estaba pensando cuando una mano tiró de ella. De repente se vio rodeada de bailarines, envuelta por la música de la orquesta. No logró recordar el nombre del chico que la había arrastrado hasta allí, tampoco le importó demasiado, porque trombones y saxos resonaban ahora en su cabeza, mientras su compañero de baile le guiaba, mostrándole los pasos. El frenético ritmo inundó sus sentidos, y girando bajo las estrellas, con la falda arremolinándose en las piernas y la brisa nocturna golpeando sus mejillas, se olvidó del futuro, de su prima, de Louisa... nada importaba, solo ella, la música y la noche, y esa sensación de libertad que por primera vez experimentara.
Cuando más estaba disfrutando, sintió que a su espalda alguien la reclamaba. Era Louisa que, dándole unos toques en el hombro, le susurró al oído:
─Mamá te busca. Quiere presentarte a alguien.
─¿Tiene que ser ahora?
─Sí, ¡qué fastidio!
Salieron del barullo y se dirigieron a una zona más tranquila, donde algunos invitados charlaban en torno de unas mesas de cóctel. Louisa, molesta por la interrupción, respondió parca a las preguntas de Ángela.
─No sé, unos amigos de Banyoles.
Allí les esperaba Fabiola. Junto a ella, sentados en un banco de piedra, estaban el hombre y la mujer que tanto la observaran una hora antes, mientras bailaba el foxtrot; y eran, también, los mismos que Alfonsa viera semanas antes frente la tumba de Ramón, la que, si hubiese asistido a la fiesta ─que no era caso─ los habría señalado acusadora, exclamando con euforia: «¡Ajajá! ¡Ahí están esos ingleses llora-tumbas!»
Se levantaron cuando las vieron llegar. La señora Soler inició las presentaciones.
─El señor y la señora Sagnier, antiguos amigos de Banyoles.
Al estrechar la mano del señor Sagnier, al mirarlo a la cara, hubo algo en sus espesas cejas, o en su barba medio cana (no supo dilucidar con certeza), que le resultó conocido y lejano, como una de esas melodías que, no logrando recordar del todo, afloran de pronto a la punta de la lengua para diluirse al instante, marchando misteriosas, quién sabe hacia qué regiones ya, y para siempre, inaccesibles. Los llora-tumbas, por su parte, se mostraban obsequiosos, solícitos hasta rozar el ridículo. La señora Sagnier, restregándose las manos, le sonreía amistosa; su marido se mantenía algo más contenido, no por ello menos emocionado, y hasta Louisa, que esperaba el fin de aquel fastidio para volver a la orquesta, arrugó la frente, extrañada. Se impuso entonces un silencio incómodo que nadie supo cómo rellenar. La señora Soler salió de inmediato al rescate de sus invitados.
─Te preguntarás, querida Ángela, a que viene todo esto y por qué esta pesada te ha sacado del baile...
Ángela miró con curiosidad a los Sagnier, que se apresuraron a excusarse. El hombre tomó la palabra:
─Marchamos en diez minutos y deseábamos saludarte antes de abandonar la casa... veo que te extraña y no es para menos. Quizá en otra ocasión podamos hablar con más tranquilidad... la cuestión es que conocía ─miró incómodo a su esposa, dudando─, conocí muy bien a tu madre... de eso hace muchos años, antes de que tu nacieras. Y también a tu abuelo... no sabía, no su-supe ─tartamudeó nervioso─ de su muerte hasta hace poco... lo si-siento tanto...
En este punto el señor Sagnier se calló, incapaz de continuar. Había algo en él, en su azoramiento, que causaba entre incomodidad y lástima. Ángela sintió deseos de consolarlo, pero su educación se lo impidió. Sonrió a ambos con amabilidad.
─Les agradezco mucho su interés por mí y que se tomaran la molestia de saludarme. No conocí a mi madre y cualquier noticia suya, como comprenderán, me supone un valioso tesoro. Les ruego me expliquen dónde se conocieron. No creo recordar que visitara Banyoles, o por lo menos mi abuelo nunca me contó...
─¡Ah, no, no, por supuesto no fue en Banyoles! ─exclamó el hombre─. Fue aquí mismo, en Marinet, donde conocí a ambos. Yo viví aquí un tiempo, en mi juventud... a-antes de la guerra.
Ángela los observó con expectación, esperando alguna cosa más que arrojara luz sobre el extraño encuentro. Pero la mujer, sonrojándose y sin decir palabra, se acercó a ella y, dándole un beso en la frente ─que Ángela recibió con sorpresa─, se despidió:
─Me temo, querida niña, que debemos marchar. No te molestamos más. Vuelve al baile y disfruta de la fiesta. Ya habrá tiempo de charlas.
Luego se echó un chal por encima de los hombros y, tomando el brazo de su esposo, se internaron ambos en el camino de piedra que bajaba a la entrada. La señora Soler miró con inquietud a Ángela, pero no dijo nada más y partió tras ellos. Louisa arrugó la boca:
─¡Qué extraño!
─¿Qué podrían querer de mí, Louisa? No me explico...
Su amiga quedó pensativa, luego dijo:
─Siempre me han parecido algo raros, si te digo la verdad. Ella y mi madre fueron inseparables de niñas, como nosotras, aunque luego se distanciaron. Dice mamá que ella ha cambiado mucho, que antes no era así... pese a todo aún la quiere mucho. Eso no nos pasará a nosotras ¿verdad?
Ángela pensó entonces: «lo dice por decir, sabe que sí nos pasará» y dijo:
─¡Por supuesto que no! Seremos siempre amigas sinceras, pase lo que pase, y siempre nos diremos la verdad. Lo juramos con sangre ¿te acuerdas?
─Vaya si no, me costó una semana convencerte de que te hicieras un corte en el dedo.
Y cogidas del brazo se dirigieron a la mesa de las bebidas. Allí Louisa volvió a referirse a los Sagnier:
─En realidad no los esperábamos, no después de lo que pasó... mamá ni siquiera los incluyó en la lista. Fue una sorpresa que se presentaran en casa a principio de mes, no salen mucho...
─¿A qué te refieres «con lo que pasó»?
─Bueno, su hija pequeña murió el año pasado, creo que antes de navidad. Yo apenas la conocía de dos visitas a Banyolas y no fui al entierro; mis padres sí, por supuesto. Dicen que estaban destrozados, en especial Yago, el hijo mayor.
El tono de misterio que utilizó extrañó a Ángela.
─¡Pobrecilla! ¿Y era muy joven? ─indagó.
─Sí que lo era. Dos años menor que yo... debía tener unos quince o dieciséis. Sé que no está bien hablar de los muertos, pero te diré que era una chica muy rara, muy... no sé decirte... sigilosa; dice mamá que es por el lago, que aturde a las personas. Y ellos viven pegando al lago, en invierno no hay quién encuentre la casa, con esa niebla...
─¿No se ahogaría...?
─¡No! ¡Qué horror! Aunque se guardaron mucho de dar una explicación clara de su muerte ─bajó la voz─. Una vez escuché decir a papá... pero no está bien andar con murmuraciones...
Ángela esperó paciente unos segundos.
─Está bien, te lo diré ─continuó─, pero no debes contarlo a nadie. Pues bien, lo que oí decir a papá ─la miró con intensidad─ es... que fue ella misma quien lo hizo...
─¿Hacer qué?
─¡Quitarse la vida!
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