VII. Puesta de largo
Para doña Eulalia no existía crimen más espantoso, aparte de un testamento injusto o una deuda por cobrar, que el de la impuntualidad. Cuando llegó a la fiesta de Louisa, acompañada de su marido y su prima, faltando en su reloj siete minutos para las nueve, emperifollada como nunca, con todas sus perlas sobre la pechera, en Can Estrada todavía se ultimaban los postreros retoques. El jardín estaba espléndido. De la tarima llegaban las dulces notas florales de un intermitente vals apenas tocado por los músicos, que afinaban sus instrumentos. De invitados no había rastro; de anfitriones mucho menos. Una veintena de sirvientas pululaban de las mesas a la cocina, cargadas de platos y copas. Era evidente que habían llegado demasiado pronto. Así quedaron los tres anticipados asistentes, parados en el centro del jardín, siendo mirados de reojo por las criadas. Por fin una de ellas se les acercó y, no sabiendo dónde ubicarlos, abrió unas sillas plegadas que encontró en un rincón y los colocó bajo un manzano, entre un matorral de filodendro que de inmediato se los tragó. A doña Eulalia le llevó media fiesta olvidar el insulto y relajarse; había llevado toda la tarde a la familia en un sinvivir de prisas y reproches, para que ahora, siendo los únicos puntales al evento, los dejaran como a parias en un rincón. Mientras tanto, con las ramas cosquilleándole la nariz, tronchó varios tallos y miró irritada a su marido, como si él fuese el culpable, pero se hizo hueco entre el ramaje y pudo ver la llegada de los primeros asistentes, media hora después.
Estos sí fueron recibidos por los Soler. Minutos antes habían salido al jardín para dar el visto bueno a la disposición de las mesas, aunque ellos no los pudieron ver desde su cárcel de ramas. Luego fue llegando el grueso de invitados, todos saludados en la entrada por sus anfitriones. La señora Soler estaba imponente con su vestido de seda blanco, bordado de rosas en el corpiño y la falda, y un sencillo tocado que resaltaba su esbelto perfil. Louisa se había cortado el pelo a altura de la nuca y lo llevaba suelto; el vestido de cuadros escoceses, cuello de barco y falda de vuelo, que había elegido, le daba un aspecto desenfadado, acorde con su personalidad. Junto a ellas el señor Soler, su hermano y su hijo, los tres de impecable smoking, sonreían a sus invitados.
Tras el filodendro, Ángela y su prima se miraron con preocupación. ¿Cómo iban a salir ahora de allí, de entre el forraje, como aparecidos, delante de aquella gente tan elegante que poco a poco eran acompañados hasta las mesas? Ángela, para sus adentros, culpaba a su prima de la situación, con esas ansias por llegar la primera a todas partes. La doña, por su parte, achacaba el mal a su marido, aunque no tuviese un argumento razonable que reprocharle. De todas formas, con un «este hombre siempre mete la pata» murmurado por lo bajo, dejó escurrir sobre otros hombros el peso de la culpa.
─Hay que salir de aquí ─susurró Ángela con determinación y tiró del brazo de su prima. Pero un grupo de gente se instaló al otro lado de los matorrales, formando un corro de conversaciones. Volvieron a sentarse. El alcalde no parecía preocupado y sacó un cigarro del bolsillo. Su esposa se lo quitó de un manotazo. Parecían unos furtivos a los que nadie había invitado. Ángela se desesperó y vio por primera vez a su prima como realmente era y no con la imagen irreprochable, omnipotente, que le inspirara desde niña.
La noche era calurosa y húmeda, pero de tanto en tanto recibían un golpe de refrescante brisa marina. El alcalde suspiró complacido.
─Qué bien se está aquí, qué airecito ─decía cada vez que soplaba el aire.
─Shhh ─contestaban ellas, a la desesperada.
Y Ángela miraba con curiosidad al alcalde, preguntándose si no habría un cínico oculto tras su fachada bonachona y nunca hubiese sido consciente de ello. Por fin una de las criadas se llevó al grupo hacia las mesas y pudieron salir sin ser vistos, o eso creyeron, porque una pareja de mediana edad, que se habían detenido a observar los manzanos, los vio, con asombro, surgir de las sombras.
Se impuso entonces un nuevo problema, que era la necesidad de saludar a los Soler; pero no como hubiese sido lo razonable, a la entrada de la finca, sino al revés, presentándose a ellos por la espalda. Y con una amarga sensación de ridículo deshicieron el camino que media hora antes recorrieran, para asaltar a los Soler por el cogote y ser llevados de nuevo al jardín, esta vez como dios manda.
─A la contra, vamos a la contra ─se excusaba el alcalde al cruzarse con los invitados, gesticulando con alegría, y luego se reía de su propio chiste.
Por suerte los Soler les ahorraron el bochorno, porque, acompañados de unos amigos, ya habían abandonado la entrada y subían a la casa. Se encontraron a medio camino. La doña miró y remiró el vestido de seda de Fabiola Soler; del corpiño a la falda, pasando por los tacones y vuelta para arriba hasta finalizar en el tocado.
─¡Vaya, aquí estáis! Ya pensábamos que nos habíais dado plantón ─exclamó Fabiola, aunque lo cierto era que no se había acordado de ellos hasta ese momento─. Está usted estupenda con ese traje chaqueta, debería ponérselo más, hágame caso. El corte le sienta muy bien.
Doña Eulalia se hinchó de orgullo por el elogio recibido: «¡y bien barato que me ha salido el capricho! ─pensaba mientras llegaban a las mesas, haciendo balance y calculando costes─; a un duro el metro de lino (con cuatro he tenido bastante), luego cuatro duros en la tela. Para el forro he aprovechado dos retales, que del mismo tono no son, pero oye, ¿tú te has dado cuenta? pues yo tampoco. Y con lo que me cobró la modista (que por aquello de ser clienta fija siempre me hace mi buen descuento), se me fue la cosa a siete duros: lo que yo te diga, una ganga. No como esa seda desde luego... ¿qué cuánto le habrá costado? Cien duros a poco tirar, no sé yo si no más... un dispendio, eso es seguro... ¿y de dónde sacarán estos tanto capital? ¡Es lo me gustaría saber a mí!... debe ser que él dispone de un buen patrimonio, porque si no, yo no me explico...»
El siguiente disgusto de doña Eulalia fue a causa de la disposición de las mesas:
─Pero, ¿tú has visto dónde nos han puesto? ─le dijo a su marido tras sentarse─. ¡En el mismo limbo! ¡en los arrabales! No me levanto y me voy por no montar el número, pero para irse, desde luego.
En ese aspecto Ángela salió mejor parada que su prima. La colocaron junto a Louisa, en una mesa cercana a la de los Soler, rodeada de gente de más o menos su edad. Eran doce en total, y casi todos, si no universitarios, a punto de serlo. A su lado, uno de los primos de la rama materna, de rostro serio y aires de suficiencia, menospreciaba el gusto de sus allegados por la revista La codorniz, de la que llevaban rato hablando, tachándola de vulgar y afirmando no dejar a sus hermanas menores acercarse a esos panfletos ramplones. Lo que no sabía él, es que estas llevaban años manoseando sus páginas a escondidas y entre risotadas. Ángela no tenía conocimiento de la revista y así se vio obligada a admitir cuando le preguntaron. El tal primo Javier la miró con aprobación. Ella, por su parte, deseó haber leído mil veces esa cosa de La codorniz, sintiéndose fuera de ambiente. Retiraron el segundo plato. Quiso el azar que el postre fuese piña, para alborozo de los seguidores de La codorniz:
─¡Frasco, frasco, frasco, arriba es piña! ─y pinchando la piña con el tenedor la elevaban por encima de sus cabezas, la mareaban arriba y abajo y luego se la llevaban a la boca sonriendo.
El tal Javier se removió en la silla, mirando con preocupación a sus hermanas y arrugando el bigote, porque lucía un buen mostacho. No faltaron entonces las miradas de reprensión por parte de la mesa vecina. Hubo que cambiar de tema. Se pasó a hablar de asuntos universitarios, y de nuevo Ángela se sintió desubicada. Ella todavía no había terminado el bachillerato, y no sintiendo gran devoción por los libros, ni se había planteado seguir estudiando, aunque, de todas formas, no disponía del dinero necesario para ello. Su prima le había insinuado en alguna ocasión su disconformidad por las mujeres universitarias, esperando de ella un matrimonio provechoso y decente. «Aprovecha esa amistad tuya con la Soler ─le llevaba diciendo desde que cumpliera los catorce─, aprovecha para pescar un buen partido» Quizá a esto último se debió su generosidad a la hora de confeccionar el vestido que estrenaba. Lo habían elegido entre las dos, copiado de una revista de modas traída por la costurera. La tela no era gran cosa, pero el diseño era juvenil y ella lo llevaba con gracia. Era de un azul grisáceo, con diminutos rombos dispuestos en colmenas. Una ancha faja, a la que habían pegado seis botones forrados del mismo estampado, ceñía su talle y, por último, una muy plisada falda de vuelo que, por supuesto, terminaba más allá de sus rodillas. Luego Anita le había recogido el pelo en un moño alto, según instrucciones de la doña, que se sentó muy tiesa a dirigir todo el asunto del arreglo:
─Cada día te pareces más a tu madre ─le dijo con brusquedad, como reprochándoselo─. Si bien no llegas a ser tan guapa como ella, mal del todo no has subido. Tanto mejor, porque para lo que le sirvió a tu madre tanta hermosura ─y dejando aquella hermosura en suspenso y suavizando el tono, agregó─. Pero no tienes nada que envidiar a la niña Soler, eso tenlo claro. Y si eres lista, que yo sé que lo eres, aprovecharás esa fiesta para subir un escalón. Debes saber que a tu edad yo ya le había echado el ojo a mi Tomás...
Lo cierto era que la doña le había echado el ojo, como ella decía, a su Tomás siendo mucho más joven de los diecisiete años que contaba Ángela, aunque nunca lo admitiría delante de nadie. Apenas había cumplido los quince, cuando en su mente ya lo tomó por esposo, aunque pasaría un tiempo hasta ver cumplidos sus deseos. Ocurrió una mañana de primavera, de vuelta de la huerta de su abuela, con los pájaros cantando y un plácido sol de mayo calentando su espalda. Iba la joven Eulalia cargada con sendos cestos de verduras, uno en cada mano, y quiso el destino que al pasar por las únicas fábricas por entonces abiertas en Marinet, salieran de ellas sus dueños, que no eran otros que un jovencísimo Tomás y su padre. Llevaba el futuro alcalde un fajo de papeles atados con una cuerda, la camisa arremangada y en la oreja un lápiz. Aquel lápiz, que apuntaba hacia el cielo en un sueño de fantasías contables, llenó la cabeza de Eulalia de gorgoritos. Luego, mirando de reojo hacia las fábricas y admirando sus techos de uralita, hizo un breve cálculo de aforo: «veinte trabajadores en la una; diez en la otra: ¡treinta trabajadores!... si bien podría caber alguno más, que de eso me tengo yo que enterar...pero así, a ojo...» Terminados los algoritmos se detuvo a descansar, dejando unos instantes los cestos en el suelo. Pero fue por poco tiempo, porque al momento se alzaron en manos de Tomás que, pasándole los papeles a su padre, se apresuró a ayudarla. Así recorrieron el camino hasta el pueblo, uno al lado del otro, sonriéndose mucho y hablando poco. Esa misma tarde se iniciaron las pesquisas. Eulalia se enteró de que era hijo único, de que vivía en la avenida, de que su padre era contable y que él seguía sus pasos. Le dio una vuelta al domicilio: le gustó la casa; el terreno mucho más, y qué decir de las ventanas: grandes y hermosas. Cayó entonces el cerco sobre Tomás, que se iría estrechando con el paso de los años. Tampoco fue que él se quedara a verlas venir, que hizo sus averiguaciones, también. Pero esa noche, una fiera determinación que Tomás aún desconocía se instaló en la cabeza de su futura esposa. Se acostó entre algodones de azúcar, y mientras caía dormida, en esos raros caminos que preceden a la inconsciencia, entre cataratas de espuma y dando saltitos, como esas burbujas de agua que brincan en el pavimento cuando llueve en abundancia, veía ella caer los frutos de esas fábricas soñadas: corcho-anchoa-anchoa-corcho.
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