VII. La sirena
En verano era la temporada del langostino y en casa de Ángela se levantaban muy temprano, de madrugada. El día anterior habían dejado cuatro piedras en la entrada, como era costumbre en Marinet. Así el sereno sabía a qué hora tenía que despertarlos. Se escucharon dos golpes en la puerta, acompañados por la habitual retahíla: «alabado sea Dios, las cuatro han dado, sereno, nublado o lloviendo.»
Ángela se levantó bostezando y, sin apenas abrir los ojos, se puso por la cabeza el desgastado vestido de algodón que usaba a diario. Solo tenía dos, y uno de ellos lo reservaba para los domingos y días de fiesta. La ausencia de Conchita había repercutido, entre otras muchas cosas, en el estado de su ropa. Ya no era la niña que siempre iba aseada y sin un roto en las faldas, ni ya nadie se preocupaba de que asistiera a misa con el cabello recogido en una pulcra trenza. Bajó apresurada las estrechas escaleras que terminaban en la sala, alumbrada por un candil. La luz creaba extrañas sombras entre los muebles y las artes de pesca de su abuelo, que siempre andaban molestando. Parecía la casa un bazar pesquero y no se podían dar dos pasos seguidos sin tropezar con algún cesto de mimbre, una red o un chubasquero, dejado de cualquier manera en cualquier lugar. Lo único que permanecía siempre ordenado y limpio era el armario rinconero, típico en Marinet, que todo pescador que se preciara de serlo tenía, y el que exhibían con orgullo a las visitas. Este era de madera, pintado en azul marino, y encajaba en la esquina como si siempre hubiese estado allí, formando parte de las entrañas de la casa. Las puertas eran de cristal, divididas en cuatro partes, y en su interior guardaba los tesoros que tanto Ramón, como su padre y abuelo, habían traído allende de los mares. Había juegos de café de un gusto finísimo y cerámicas doradas; jarros de cristal pintados en vivos colores, acompañados por delicadas vajillas cuya estampa evocaba paisajes lejanos y exóticos. Sobre la mesa había varias cuerdas, una aguja y un arpón de hierro, que ella apartó a un lado para hacer sitio al desayuno. Cortó unas rebanadas del pan negro de las cartillas y las aliñó con sal y ajo, luego dispuso un cuenco con las anchoas secas que ellos mismos elaboraban y un jarro de agua. Canturreando una canción se aseó en la cocina, disfrutando del frescor del agua; las noches estaban siendo calurosas y húmedas ese verano. Al poco apareció su abuelo, saludándola con un brusco beso en la cabeza; la gorra ya puesta, porque era lo primero que hacía por las mañanas, mientras inspeccionaba los aparejos que pensaba llevarse. Antes de tomar asiento, como era su costumbre, abrió los postigos de la pequeña ventana que había frente a la mesa, para ver el estado de la mar.
─Tramontana ─afirmó tras escudriñar en la oscuridad.
─¿Cómo lo sabes, abuelo? Yo solo veo negro nada más...
─Tonterías de viejos, Angelita. Siéntate y come conmigo. ¡Ah, anchoas! ─y se dispuso a dar cuenta del pan, sin dejar de mirar por la ventana. Tenía Ramón un ojo infalible para pronosticar el tiempo, con solo una mirada hacia la costa.
─¿Y es buena la tramontana?
─Ni es buena ni es mala, pero deja trabajar. No como el Levante y el Mistral, vientos endemoniados los dos.
─¡Ay! Pero si los vientos son vientos. No pueden llevar demonios, ni nada...
─¿Qué no? No conoces tú esos vientos ─repuso cargando la pipa─. Demonios y ánimas: eso llevan. Y maldito si te pillan desprevenido. Cuando uno sale a la mar, no sabe nunca lo que le aguarda. Puedes salir con ella como un espejo y de repente venirte un nubarrón, sin entender de dónde rayos ha salido. En el mar hay misterios que no conocen ni los estudiosos, esos chupatintas que vienen preguntando con sus cuadernillos ─hizo una pausa para chupar la pipa, mirando distraído por la ventana─. Mucho secreto tiene la mar, demonios si lo tiene... ¿te conté del misterio de la gamba? No, no te conté. Pues verás, no hay criatura más extraña que la gamba. Nadie sabe cuándo cría, cuándo está y cuándo no está. Puedes encontrarlas una mañana a decenas, ¡qué digo! ¡a cientos!... y luego vas al día siguiente y ¡rayos! ya no hay ni una sombra de ellas... ¿a dónde van? qué sé yo. Así puedes estar años sin volver a verlas ni en sueños, hasta que de repente un día ¡zas!, aparecen otra vez las condenadas... me moriré y no sabré nunca qué ocurre con esos bichos...
Se entreabrió entonces la puerta, asomando en el umbral una cabeza de cabellos desgreñados, oscuros como un misterio. El dueño de esa cabeza lucía una sonrisa triunfal y unos ojos chispeantes que irradiaban vida, abiertos y expectantes. Miraba los aparejos de pesca con anhelo y no parecía seguro de la bienvenida que le podían brindar en aquella casa, pues permanecía en el quicio sin entrar. Ángela lo miró con simpatía:
─¡Mario! Cómo te vea tu madre se va a enfadar. Abuelo, su madre siempre está enfadada con él, dice que es malo, muy malo. Y de verdad que lo es.
─¡Bah! ─exclamó Mario e hizo el gesto de escupir.
─Entra, muchacho, no que quedes ahí pasmado. Míralo Angelita, qué cara nos trae. Juraría que hoy sale con su padre al langostino. ¿Eh qué sí?
A Mario se le demudó la cara.
─Madre no quiere ─respondió el niño─, siempre lo estropea todo. Dice que hoy no, que mañana a lo mejor. Pero yo pienso ir, no hay cosa en el mundo que desee más... ¿puedo ir con usted? nadie se enterará, lo juro ─se besó el pulgar y el índice─. Sé tirar de la red, sé hacer muchas cosas, mi padre me ha enseñado...
─No, muchacho. Que no quiero líos con mujeres. ¿Ha salido ya tu padre?
─Acaba de salir, señor. Todavía se ve la vela. ¿Entonces no me va llevar? ¿Tiene miedo de mi madre? ¡bah! ─y salió corriendo hacia su casa, antes de que a Ramón le diese tiempo a levantarse.
─¡Niño del demonio! Miedo de su madre... ¡cómo te coja te despellejo! ¿Me oyes, granuja? ─gritó asomándose a la puerta, donde las sombras de la noche ya se despejaban y unos tímidos rayos de sol escapaban de una prisión de nubes, tiñendo las aguas de rojo.
─No lo cogerás, abuelo. Corre mucho ─dijo Ángela riendo desde la mesa. Conocía bien a Mario de la escuela, ya que todos los niños estudiaban en la misma aula, aunque fuesen de diferentes edades. La mayoría de ellos apenas sabían leer, y no había mucha diferencia de nivel entre pequeños y grandes.
En los meses de verano hacían vacaciones y se cerraba el colegio. Ahora tenían un nuevo maestro, Don Pedro, o tío leñes, como le llamaban los niños, porque siempre andaba diciendo «leñes esto, o leñes aquello» Pero durante los meses estivales tío leñes desaparecía. Según las matronas iba a Barcelona a ver a su querida, porque era un solterón austero y avinagrado, y a ellas les gustaba inventarle historias de amoríos veraniegos, de tardes de cines y noches de paseos. En realidad, tío leñes pasaba los veranos con su madre; jugando a las cartas en lugar de ir al cine, y como paseos nocturnos si acaso los de sus sueños, porque a las diez ya estaban madre e hijo acostados.
Aquellos días de verano, soleados y eternos, los pasaban los niños en la playa. Con sus rostros tostados por el sol, la arena instalada entre sus dedos, y el cabello mojado durante horas. Solo había un niño en pueblo que no disfrutaba de esa libertad estival, y ese niño era Mario. Su madre se había empeñado en que fuese cura y no pescador. Por eso todas las mañanas lo mandaba donde el párroco, para que aprendiese los evangelios y todo lo que este tuviese a bien enseñarle.
De igual manera que Mercedes se empecinaba en que su hijo se dedicara a la vida contemplativa, el padre Braulio tenía como meta ganarse la confianza de todos ellos. Allí todo el que venía de fuera despertaba instintivamente la desconfianza: «nosotros con nosotros» solían decir «y el resto: forasteros todos.» Así, pues, el bueno de Braulio toleraba casi todo lo que le demandaban, Mario incluido. Esos días de enseñanza católica se convirtieron en un calvario tanto para Mario, como para el párroco, que ya no sabía cómo despertar el interés religioso del niño que le habían confiado. Se pasaba Mario las mañanas mirando por la ventana, con la frente sudorosa, rabiando y haciendo rabiar al padre con sus desplantes. El párroco, desesperado y también sudoroso, no veía la hora de que el niño marchase para su casa. La madre de Mario solía aparecer por allí a media mañana, para llevar pescado en salazón, con ánimo de engatusar al padre. Se presentó ese día con un paquete de sardinas, envueltas en papel de periódico. El padre la recibió en la entrada trasera de la iglesia, donde tenía sus habitaciones personales. Se accedía a ellas a través de un pequeño huerto, que cuidaba personalmente, rodeado de árboles frutales, entre los que destacaba un limonero, orgullo del padre, que el sol radiante iluminaba en amarillos. Era un hombre enjuto, de mejillas flácidas y unos párpados inclinados hacia abajo que le daban un aire de tristeza y desamparo. Llevaba una sotana negra, cerrada en toda su longitud por pequeños botones de nácar, sujeta por una correa, y en lugar del habitual bonete una boina negra como las de los aldeanos.
─Pero bueno, no hace falta que traigas nada, mujer ─dijo el padre, tomando el paquetito apenas ella lo mostró, dándole las gracias.
─No hay de qué, padre. La mar está generosa en verano, ya lo sabe usted.
El padre se preparó entonces para lanzar el discurso que tenía planeado y, tras un carraspeo, dijo:
─Mercedes... vamos a ver, ¿tú estás segura que tu hijo vale para esto? Que la iglesia es vocacional, o te gusta o no te gusta... sí, sí, ya sé que te lo he dicho antes, y te lo vuelvo a repetir. No veo a tu hijo por la labor, quizá si...
─Paciencia, padre, paciencia... ya le gustará.
Así fracasó el primer intento de persuasión por parte del padre Braulio, y se inició una especie de guerra fría entre ambos, donde sardinas, anchoas, mejillones y gambas desfilaban por la cocina parroquial, mientras el padre se devanaba los sesos en hallar la manera de librarse del compromiso, planes que Mercedes esquivaba airosa, con dulzura y mucho pescado. Esa noche, antes de acostarse, Mercedes rezó una oración a la virgen de la esperanza y sonrió satisfecha, imaginando a su hijo mayor con un alzacuello almidonado y el rostro lustroso, a salvo de mareas y temporales. A Mario, en cambio, se le cerraron los ojos pensando en grandes travesías, océanos azules y tierras lejanas. Mientras, en casa de Ángela, ya oscurecido el cielo y a la luz de un candil de aceite, con la puerta abierta para refrescar la sala, Ramón explicaba una de sus leyendas a su nieta. Trataba sobre un pescador al que sus vecinos llamaban el loco, porque todas las noches se sentaba en la playa a cantarle canciones de amor a la mar, como si esta fuese una mujer y él su pretendiente. Una noche, en medio de la oscuridad, le pareció ver una sirena entre las olas y, sin pensarlo, cogió un farol, cogió su guitarra; empujó su barca y se adentró en la mar. Cuando creía alcanzar a la sirena esta desaparecía para volver a aparecer más allá, mucho más lejos, asomando el reflejo de su cola entre las aguas. Entonces el pescador continuaba remando y remando, a veces guiado por un destello en plata, a veces por un chapoteo. Cuanto más remaba el pescador, más se alejaba la sirena. Así pasó toda la noche, avanzando febril, persiguiendo sombras. A la mañana siguiente encontraron su cuerpo frío tirado en la orilla, agarrando todavía el farol. Unos metros más allá estaba su barca, partida por la mitad, golpeando tercamente contra las rocas. De la guitarra no había rastro. «La mar ha robado sus canciones ─dijeron los pescadores─ y luego lo ha matado.» Y cuando volvían de pescar juraban por sus vidas haber oído el canto de una guitarra que, quebrándose en lamentos, resonaba entre las olas, en notas lentas y desafinadas.
El cuento produjo a la niña una sensación de desconcierto, como si allí hubiese algo escurridizo y molesto que no podía aprehender y sin embargo presentía en su interior. Quedaron ambos ensimismados, escuchando el rumor de las olas lamiendo la orilla, recibiendo con agrado los golpes de brisa que de cuando en cuando llegaban, hasta que Ángela salió del trance.
─Pero las sirenas no existen.
─¡Rayos, no! ─contestó su abuelo─. Y si existen yo no las he visto nunca. Delfines sí, de esos he visto unos cuantos. Les gusta perseguir a las barcas y como lleves a una mujer no te los quitas de encima.
Ángela se levantó a encender la llama del candil, que un golpe de aire había apagado. En la mesa todavía estaban los platos de la cena y los recogió acordándose de pronto de Conchita.
─No digo que el cuento sea feo, abuelo, a Mario le hubiese gustado. Pero yo ya soy mayor y no creo en sirenas, y ese pescador de tu cuento estaba muy loco. ¡Bien que le estuvo ahogarse!
─¡Demonios! ¿Eres tú quién habla o es esa entrometida amiga tuya?
La niña se acercó dónde estaba su abuelo y, sentándose en el suelo, apoyó la cabeza en la pared.
─¿Recuerdas el día que subimos a los acantilados y me tuve que sentar en la rocas porque me dio un mareo?
─¡Ajá!
─Pues así son tus cuentos, igualitos que ese acantilado de las liebres.
─¡Mareos!
─Siendo hija de pescadores casi parece un pecado...
─¡Hacerse a la mar en un día ventoso! ¡Así me quité yo los mareos cuando no levantaba más de cinco palmos del suelo!
─Llévame, entonces, llévame a esa mar que tanto quieres.
─¿No me digas te vas a hacer marinera, Angelita mía? ¡Ja! Estaría bueno. ¿Y sabes qué? Nos llevaremos a ese niño del demonio, verás qué día de sepias vamos a pasar.
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