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VI. Una visita inesperada

El hombre se removió incómodo en el asiento, volviendo a mirar su reloj: casi las once. Tendría que haber llegado a la estación hacía por lo menos media hora, pero tanto mostrar la documentación, tanta pregunta y tanta mirada sospechosa por parte de las autoridades, ralentizaba al más osado. Por fin se detuvo el tren en la estación. Por fin bajó del vagón atestado.

Paseando por el andén estiró sus músculos agarrotados, antes de colocarse la bolsa al hombro. Y sin más dilación emprendió la marcha, todavía le quedaba un buen trecho por recorrer y ya empezaba a oscurecer temprano.

Se trataba de un hombre de mediana edad, esmirriado, con dos profundas marcas a ambos lados de la boca, de un mirar fatigado y una sombra bajo los ojos. Caminaba decidido, sin detenerse, y parecía tener prisa por llegar a su destino. Solo interrumpía la marcha unos momentos para recolocar la bolsa que llevaba sobre los hombros y continuaba su andar apresurado.

Supo que llegaba a su pueblo natal cuando una salada brisa, traída por el viento, le transportó a su niñez. Todavía no podía ver el mar, pero lo sabía oculto tras las colinas, pobladas de olivares. Unos minutos más tarde, después de una curva, apareció aquel azul ya casi olvidado y le saludó como si nunca se hubiese marchado. «Es hermoso», pensó y aceleró el paso, pese a tener las piernas deshechas de tanto caminar, animado por la visión del mar.

Encontró el pueblo igual que el día que se fue. Parecía que ni la guerra podía cambiarlo, demasiado pequeño para despertar miradas airadas, demasiado oculto entre colinas, sin embargo, deseoso de fundirse con el mar, dando la espalda a la tierra, con aquellas rocas saliendo de la orilla como puños de gigante. Saludó a una señora que venía del pozo con un cántaro en la cabeza, pero, o no lo reconoció, o no venía con ganas de saludos, ya que aparte de mirarlo con desconfianza no abrió la boca y siguió su camino apresurada. También siguió su camino el viajero hasta detenerse en una de las casitas de pescadores. La puerta estaba entreabierta, aquello tampoco había cambiado: siempre dejaban las puertas abiertas en Marinet, a diferencia de la ciudad, donde era una temeridad hacerlo. Abrió la puerta y entró con paso cauteloso: el mismo arco seguía separando la sala de la cocina; el mismo suelo rústico, de un rojo amarronado. Todo seguía allí: eterno e inmóvil. Al fondo se veía la cocina, alicatada con unas curiosas baldosas floreadas en azul y blanco, donde una alacena soportaba algunos platos decorados, acompañados de jarros blancos de cerámica en varios tamaños. En la esquina había un pequeño hogar de ladrillo, que servía tanto para cocinar como para calentarse, en el que apenas ardían unos leños, ya convertidos en cenizas. Y en el centro de la estancia se encontraba lo que venía buscando: su madre, tal como la recordaba siempre, afanada en su costura, con la mesa llena de ropa y un cesto de labores en las rodillas. Conchita levantó la vista, quedando muda unos instantes:

─¡Hijo! ─dijo levantándose como un resorte, dejando caer la cesta; abrazándolo hasta hacerlo desaparecer, porque el hijo le había salido al marido, delgadito.

─Basta madre, que vengo molido y me terminarás de romper ─dijo él con una sonrisa desganada, cayendo agotado en una silla─. Dame algo de comer, lo que sea. Sabes que con nada me conformo.

Se calentó el caldo. Se aliñó el pescado. Y sin dejar de darle a la lengua, Conchita retrasaba a propósito las explicaciones que su hijo intentaba darle, intuyendo que la visita no era de cortesía.

Hasta que no sirvió el caldo, tuvo frito el pescado y vio a su hijo tomar la cuchara, no quiso escuchar nada:

─No me traes buenas noticias, ¿verdad?

─No, madre. Me gustaría traerlas buenas, pero no las traigo ─respondió paseando la mirada entre los muebles, que su madre conservaba impecables.

Conchita apartó el caldero de la mesa, se sentó, y con un gesto lo invitó a hablar.

─Es Marta, madre, que la tengo muy enferma ─dijo e hizo una pausa para pasarse la mano sobre el rostro─. Lleva así más de tres meses, y no tenemos muchas esperanzas... por no decir ninguna...

─¡Mi niño! Y ahora vienes a decírmelo... ¡tres meses!

─No quise preocuparte. Y no empieces con tus regañinas, que bastante tengo con lo mío... lo cierto es que no pensé que la cosa fuera tan grave como ha resultado ser al fin. Tonto de mí por pensar que esas cosas no le pasan a uno. Pero la desgracia es caprichosa y se detiene en cualquier puerta. Y ahora tengo una sombra en mi casa, con la parca de la mano. Ay, mi pobre Marta, tan joven ¡en esa cama! Lo que no mata la guerra lo mata la desgracia, madre, la misma desgracia. ─confesó su hijo, apartando el plato a un lado, como si la vista de alimento de repente le pareciera insultante.

─A la parca hay que encararla sin miedo. No te crie yo para que te dejes vencer por ninguna sombra. Pero dime, ¿Qué dicen los médicos? ¡Y no me vengas con cuentos de desgracias!

─Dicen poco y hacen menos. Y si dicen es para dejarlo a uno igual que a un muñeco viejo. Ella ya no conoce a nadie, y casi no habla. Y cuando habla parece que lo haga desde el otro mundo...

─¿Y los niños? ¿y mis angelitos?

Le explicó entonces que los niños estaban todo el día en casa de una vecina, que por la noche los iba a buscar y los acostaba no sin antes llevarlos a darle un beso a su madre. Que la vecina tenía a su vez dos niños y no podía abusar más de ella. Con el caldo frío en la mesa, le explicó su hijo aquellas cosas y alguna más. Se volvió a calentar el caldo y Conchita instó a su hijo a que comiera, que las cosas se enfrentan mucho mejor con un buen caldo en el estómago. Quedó Conchita largo tiempo en silencio, observando a su Juan llevarse la cuchara a la boca, pendiente de cada mínimo gesto de su rostro. Hasta que su hijo admitió al fin, para lo que ella ya se venía preparando:

─Vengo a llevarte conmigo a Barcelona ─dijo soltando la cuchara, con el rostro serio─, sé que no te gusta salir de Marinet, he esperado todo lo que he podido, con la esperanza de una mejoría de Marta, pero te necesito en casa... no puedo abusar más de las vecinas. Te necesito, madre.

─Y yo iré contigo donde sea que me necesites, hijo ─dijo Conchita con una falsa firmeza, sintiendo como se partía en dos pedazos: abandonar Marinet, abandonar a su Ángela, a su pequeña.

Fue dicho y hecho. Una vez tomada la decisión de marchar, no se demoró Conchita en sentimentalismos y en pocos días tuvo sus cosas preparadas para partir; de nada servían las lamentaciones, prefería actuar a pensar y cuanto antes se actuara, mejor. Le explicó a la niña sus motivos sin derramar una lágrima, con el alma por los suelos pero con entereza. Ángela la escuchaba incrédula; era como si le dijesen que mañana no saldría el sol, o que se iba a convertir el mar en barro. Pensaba la niña que aquello no sucedería, que en el último momento cambiaría de opinión, o pasaría alguna cosa impidiendo su marcha. Pero el día de la partida llegó y no había sucedido nada extraordinario. El hijo de Conchita consiguió un carro con una mula, prestado por un payés, cargado con las cosas que se llevaba su madre a la ciudad. La vista de aquel carro lleno de bultos, en la puerta de Conchita, sacó a la niña de su engaño y rompió a llorar desesperada. Sentía el mundo entero concentrado en aquellos bultos, el mundo entero que se le iba, dejándola desamparada. Hizo llorar también a Conchita, que se había mantenido entera hasta la fecha. El hijo de esta intentó consolarlas, con promesas de visitas, no bien recibidas por parte de Ángela, que lo miró con expresión huraña.

─No llores más Angelita, ¡ya vale de lloros! ─dijo Conchita mirando a la niña─, ya tienes diez años, eres mayorcita para tanto lloro. Y yo te quiero fuerte, porque tú eres una niña fuerte ¿o no? ¿o eres una llorona como la hija del lechero?

─¡No soy como esa tonta! ─dijo Ángela

─Lo sé, lo sé, mi niña, claro que no. Mira ─dijo entregándole un papel doblado─, estas son mis señas. Si algún día me necesitas, aquí estaré. Si no me vuelvo antes... porque no te pienses que me voy para toda la vida, (aquí miró de reojo a Ramón, que las observaba desde la puerta) tan pronto como mi nuera mejore, yo me vuelvo... ¡vaya si me vuelvo!

─Rezaré todas las noches para que se ponga buena, Conchita. Rezaré mucho y cuando vuelvas ya verás, ya verás...

─¡Eso! Tú reza mucho, y se muy buena ─y bajando la voz agregó─. Y cuida del abuelo, aunque no hagas mucho caso de esos cuentos que explica.

Aquello hizo reír a Ángela, aligerando el tono melodramático que estaba tomando la despedida, poco al gusto de Conchita. Juan la miró desde arriba, ya subido al carro, con las riendas en la mano:

─Vamos, madre, que el tren no espera.

─Voy, voy ─dijo Conchita sin dejar de mirar a la niña─, adiós mi niña. No, no vayas a llorar otra vez y escúchame con esas orejitas que tienes: nada de tristezas, que te veo de lejos. Adiós, pequeña mía, dame un abrazo, así, bien fuerte. Y sonríe, sonríe mucho, siempre mi niña. ¡Adiós, adiós!

Con Conchita ya instalada en el carro, arreó su hijo a la mula y partieron a su trote, con lentitud. Ángela los siguió hasta que salieron del pueblo, el rostro bañado en lágrimas, sin dejar de agitar la mano. Se internó el carro en las colinas, dejando atrás a la niña que, en el último momento, susurró hacia dentro de sí misma un «no te vayas, Conchita», que nadie escuchó. Ajena a esa súplica, su amiga se mantenía serena, mirando hacia delante, porque no era ella muy amiga de melancolías y sí de mirar a las cosas cara a cara. Sin embargo, al dejar atrás las colinas, ya llegando a la estación, negando con la cabeza dijo:

─No me voy tranquila, hijo, nada tranquila.

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