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IV. Los Soler


Terminada la guerra se volvieron a abrir las puertas de la iglesia. Con su apertura llegó un nuevo cura, un forastero venido de Gerona. Hasta el golpe de julio había sido don Anselmo el párroco, pero la llegada de un camión de milicianos al principio de la guerra, precipitó su marcha. Había dejado el bueno de don Anselmo el altar a salvo de incendios, cubierto de un tabique que algunos pescadores habían ayudado a levantar, y las reliquias más valiosas bajo llave, a cargo de un par de beatas. Se tiró el tabique y se volvieron a colocar santos y estampitas, a encender velas llenas de ruegos, a oficiar misas dominicales y de pascuas, ya libres de republicanos.

Todos los domingos Conchita aparecía de buena mañana por la casa, muy madrugadora: levantaba a Angelita, la aseaba hasta dejarle la piel como un pimiento, planchaba el vestido que ella misma le había cosido con restos de tiempos mejores y se lo ponía con mucho esmero. Le peinaba cien veces el pelo y luego le hacía un recogido tan tirante, que se le quedaban los ojos como a los orientales. Después de contemplar su obra la dejaba sentada en una silla «ni te muevas, ni te manches» le decía muy bajito. Aquel «no te muevas» se lo tomaba la pequeña muy en serio y allí se quedaba esperando, hasta que volvía su amiga; mirándose las puntas de los zapatos donde asomaba un dedito. Cuando Ramón veía a su nieta sentada en la silla, con sus grandes ojos solemnes que parecían entenderlo todo y sin embargo nada sabían, la miraba de reojo mascullando un «hum», pero no decía nada más, ni a favor ni en contra. A pesar de no gustarle nada las iglesias, y mucho menos los curas, bien poco le gustaban los curas. Por supuesto nunca las acompañaba, veía como marchaban, apoyado en la puerta, atusándose la barba y sin un adiós.

Para llegar a la iglesia, había que subir una empinada cuesta con casitas a ambos lados. Conchita iba saludando a la gente que encontraban, hablando con unas y con otras, dando así un respiro a la niña para descansar. Cuando daba por terminada cada conversación tiraba de la mano de Ángela y reprendían la marcha con energía. Ya estaban llegando cuando sonaron las campanas anunciando misa. Un corrillo de mujeres obstaculizaba las escaleras, al parecer sin prisa por entrar. Apenas las vieron, una de ellas llamó a Conchita gesticulando con los brazos. Ella trató de ignorarla ─faltaría más que llegaran tarde a misa─, pero la insistencia de esta se hizo tan evidente, que no hubo otro remedio que detenerse, no hubiese pasado algo importante y ella sin saberlo.

─Han vuelto los señoritos ─les dijo apenas se acercaron, con la cara llena de misterio─. Ahí se han colocado ya, en primerísima fila... y han abierto la casa. Esta mañana he visto cómo Julián subía colina arriba... cargadito de todo ─. Ese «cargadito de todo» vino acompañado por un ligero temblor de barbilla, como el guardián que sujeta un fortín pugnando por salir. Conchita asintió sin hacer comentario alguno, y tras un «vamos, mi niña» subieron a la entrada.

La iglesia, igual que las casas, estaba encalada en blanco. Una gran puerta en arco de punto redondo daba paso a su interior, bajo un enorme rosetón, que a Ángela le parecía un ojo benévolo que las observaba al pasar. Después de santiguarse en la pila, tomaron asiento en un banco de la cuarta fila, quedando la niña en un extremo, al lado del pasillo. Dentro hacía fresquito y reinaba el silencio, solo roto por sonidos de pasos y alguna que otra tos. Un olor a cirios consumidos y olvidados en el tiempo espesaba el aire y lo agravaba. Mientras el cura leía los evangelios, Ángela paseaba la mirada por los santos que se sucedían, unos tras otros, en los diferentes arcos laterales. A su derecha, Jesús, en una urna de cristal y recubierto de una pátina de brillo, las piernas flexionadas y los ojos cerrados, como embalsamado, reposaba inmóvil. Mientras lo observaba, una rara desazón le atravesó como una lanza y miró hacia otro lado: una virgen, suspendida sobre un fondo azul intenso y estrellado, serenó su conciencia y allí se entretuvo contando astros. En el altar el párroco continuaba la misa, bajo cuatro columnas ornamentadas. Todo aquel dorado y aquellas palabras en latín, que no entendía, le parecían algo lejano y tan fuera de su alcance, que no se atrevía apenas a detenerse en ello, no fuera a incumplir alguno de los mandamientos sin darse cuenta. Pero hubo otra cosa que retuvo aquel domingo su atención: algo terrenal, mundanal y vivo. Al otro lado del pasillo, unas personas que nunca había visto, de repente ocupaban el banco de la primera fila. No podía dejar de mirarlos, tan diferentes le parecían. Especialmente le fascinaba la manera que tenían de tomar asiento, sin dejarse caer en el banco, con la espalda envarada y despreciando el respaldo. La señora tenía el cabello dorado en ondas, sin apenas rozarle los hombros, tocado con un pequeño sombrero negro ladeado del que salía un velo que ensombrecía su rostro. A su derecha había un niño y una niña. La niña era algo mayor que Ángela, y parecía una versión en diminutivo de su madre, sólo que a esta le habían recogido el pelo en una trenza que le rodeaba la cabeza. El niño tenía el pelo mucho más claro, casi blanco, y era de su misma edad. Una cuarta persona, no tan idílica, pero igual de bien vestida, les acompañaba. Un señor robusto, de frente despejada y potente quijada. Después de observarlos asombrada durante más de quince minutos, se miró su propio pie, donde asomaba un dedito, y rápidamente lo escondió debajo del banquillo, para no volverlo a sacar hasta que terminó la misa. Fue entonces, cuando, su todavía conciencia infantil empezó a intuir ─de una manera vaga y abstracta─, aquel mundo nuevo y extraño al suyo, donde no se comían mondaduras fritas, ni se jugaba a las cartas, y mucho menos se remendaban redes. Sintió un respeto reverencial por aquellos seres tocados por la varita de la suerte, y un anhelo loco pasó fugaz por su mente infantil.

Pronto se acostumbró a verlos todos los domingos en la iglesia, y dejaron de representar una novedad. Aunque nunca dejó de asombrarse ante su aspecto y maneras. Con la llegada de los señores Soler, Conchita empezó a recibir encargos de Can Estrada, así se llamaba la casa donde vivían estos. A Ángela le gustaba sentarse en el suelo mientras su amiga cosía con dedos hábiles. Cuando daba por terminada una prenda, la doblaba con mucho cuidado para dejarla encima de una pila, que ella admiraba con fervor. Confundía los uniformes del servicio, con la ropa de la señora Soler; los trapos para la limpieza, que Conchita remataba con un dobladillo, con pañuelos para los niños; y los manteles de diario, con colchas que ella imaginaba extendidas, sin una sola arruga, sobre grandes lechos de plumas.

─Cuando tengas unos años más ─decía Conchita sin detenerse a mirarla, entre puntada y puntada─, te enseñaré a coser, para que puedas ganarte la vida de mayor ¿te gustaría, mi niña?

Ángela asentía con la cabeza, ya que todo lo que le decía Conchita eran para ella verdades absolutas e indiscutibles.

─Pongamos qué dentro de dos años, cuando tengas seis y seas una niña mayor y hermosa ─continuaba Conchita, doblando una prenda y poniendo luego el dedal en uno de sus deditos. El gesto le hacía tanta gracia, que reía durante cinco minutos seguidos, hasta que Conchita se lo quitaba disimulando una sonrisa.

Cuando no estaba en casa de Conchita, mirando cómo zurcía prenda tras prenda, Ángela solía pasar largas horas en la playa. Tenía la afición de recoger conchas y caracolas, para engordar su colección particular, guardada en un bote de hojalata en casa de su abuelo. Decía que las conchas eran estrellas caídas del cielo. Otras veces proclamaba que eran regalos de sirenas, traídos del fondo del mar, donde aquellas pasaban las horas tocando instrumentos marinos, hechos de algas y restos de naufragios. Y sin dejar de recoger conchas miraba hacia el horizonte, esperando ver aparecer sobre aquella línea divisoria la vela de Aurora, con su abuelo a bordo. Sin saber cómo ya tenía la niña, a su corta edad, esa angustia propia de los que viven del mar, ese respeto innato por tamaña inmensidad azul. Que tanto les proporcionaba el sustento como podía, un día u otro y con la mayor indiferencia, engullirlos entre sus frías fauces.

La tarde en que conoció a Mario llevaba recogidas media docena de conchas, bien guardadas en las faldas de su vestido. El cielo nublado formaba extraños reflejos sobre el mar, dándole un aspecto mágico: parecía un manto lleno de pequeñas luces inquietas, como si lo habitaran luciérnagas marinas. Entre la media docena había una caracola insólita, llena de pequeños pinchos, que Ángela miraba y remiraba dándole vueltas en la palma de su mano, sentada en la orilla del mar, descalza, con la música marina como única acompañante.


Concentrada como estaba, no notó la presencia del niño que se acercaba por la orilla. Parecía muy decido, avanzando a grandes zancadas, salpicando agua y arena a su alrededor. Se detuvo ante el obstáculo que le cortaba el paso. Pensó en dar un rodeo y continuar su camino, pero se quedó unos instantes parado, con la cabeza ladeada, intentando entrever lo que Ángela guardaba entre sus manos, hasta que ella levantó la mirada.

─¿Qué miras tanto? ─dijo sacudiéndose la arena de las piernas.

Ángela lo observó, el niño continuó sacudiéndose la arena, llevaba un pantalón remangado a media pierna y el pecho desnudo. Flaco como un mástil y larguirucho para su edad. Lo reconoció, era el hijo de un pescador que hablaba a veces con el abuelo.

─La caracola, tiene pinchos, mira ─contestó enseñándole su hallazgo.

─Ah, era eso ─dijo el niño─, solo una caracola.

Ella le explico indignada que no era una caracola cualquiera, que se la habían regalado las sirenas. Él se echó a reír a carcajadas, llevándose la mano a la tripa y doblando el tronco hacia atrás, en un gesto teatral. Ángela se levantó entonces, dejando todas aquellas conchas esparcidas por la arena. El pequeño recogió la caracola, y la puso al trasluz mirándola con los ojos entrecerrados. No viendo nada especial en ella, se encogió de hombros. Estaba ya ante la puerta de su casa, cuando el niño alcanzándola se la entregó:

─Anda toma, no la pierdas, niña o como te llames.

─Me llamo Ángela ─dijo ceñuda.

─Yo me llamo MarioBagurGarcía ─dijo de carrerilla y sin aliento─. Pero mejor llámame Mario, que es más corto. Bueno, ya llegó mi padre, adiós niña caracola.

Y salió corriendo hacía la orilla, donde su padre trajinaba con los aparejos de la barca. Ángela miró el horizonte y en esos momentos asomó la vela de Aurora. Sonriendo levantó ambas manos para saludar a la barca que poco a poco se acercaba. Distinguió la barba del abuelo, destacando sobre la luz anaranjada del ocaso. Bajando los brazos suspiró feliz: su abuelo también regresaba.

Por la noche, cuando Ramón se sentó en la puerta con una pipa colgándole de la boca, Ángela le explicó a su manera el encuentro con Mario.

─Ah, un chico inquieto ese Mario, su padre es un buen hombre, un buen pescador.

─¿Y tiene mamá? ─preguntó ella.

─Sí, la tiene. Pero ni la mitad de guapa que era la tuya, Angelita.

─Y mi papá ¿También es pescador? ¿Cuándo va a volver del mar, abuelo?

Al abuelo se le nubló el rostro, una sombra de incertidumbre le oprimió como si le echaran una tonelada de arena encima.

─Volverá, ya verás. El día menos pensado lo veremos aparecer por la puerta.

Ángela sonrió y a los diez minutos ya no se acordaba de su padre; su abuelo le explicaba una de sus historias. Era la leyenda de la encajera: una muchacha a la que un marinero juró amor eterno antes de embarcarse, y al que ella, día tras día, esperaba sentada en la orilla del mar, haciendo bolillos. Cada vez que aparecía un barco en el horizonte dejaba la costura para ver llegar a su amor, pero este no llegaba, y volvía a tejer y a tejer, esperando el barco que nunca llegaba. Hasta hacerse vieja, con las manos arrugadas y los dedos agarrotados de tanto bolillo.


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