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12- La señorita Moreno

Llegamos por los pelos a clase. Alicia Moreno, nuestra institutriz, impartía clases los lunes, miércoles y viernes. Un chollo, pensé yo, acostumbrado a tener clases todos los días de la semana excepto los domingos en el orfanato en el que había perdido un año de mi vida.

Era una joven de unos treinta y cinco años, vestida perennemente de negro y con el pelo castaño recogido en un moño muy tirante. La primera impresión que tuve de ella fue que era más seca que un palo y según dicen, las primeras impresiones son las que cuentan. Lo era. Seca, amargada y nada divertida, con ella las clases fueron una terrible penitencia.

—Sentaos bien —fue lo primero que nos dijo —. Te llamas Álvaro ¿verdad?

—Sí, señorita.

—Mi nombre es señorita Moreno y así deberás llamarme, ¿entendido?

—Sí, señorita Moreno —miré de reojo a Mariana y ella asintió con la cabeza. No hacían falta palabras entre nosotros.

—Te haré unas cuantas preguntas de distintos temas para ver tu nivel. Primera: dime la capital de Francia.

Sonreí porque esa me la sabía.

—París, señorita Moreno.

—¿Quién descubrió la circulación de la sangre? —Volvió a preguntarme.

Era una pregunta más difícil, pero conocía la respuesta.

—Miguel Servet, señorita Moreno.

—Cuanto es doscientos cuarenta y siete menos ciento treinta y cinco.

Tardé un poco en contestar mientras hacía el cálculo mental.

—Ciento doce, señorita...

—Pongámoslo un poco más difícil —me interrumpió. Creo que esperaba verme humillado y al no conseguirlo estaba empezando a enfurecerse —. ¿Quién fue el padre de nuestro soberano Alfonso XIII?

—¿Alfonso XII? —Dije, sin tenerlas todas conmigo. De realeza sabía más bien poco. Pero por lo que vi, acerté de nuevo.

—¿Cuál es la capital de Alemania?

—Berlín.

—¿Qué es una parábola?

—Una historia con moraleja.

—¿Cuánto es cuarenta y ocho por doce?

—Quinientos setenta y seis...

—¡Basta! —Chilló la buena mujer —. Te crees muy listo, ¿verdad? Los más tontos siempre son los que se creen más listos.

—Ha contestado correctamente a todas sus preguntas, ¿no, señorita Moreno? —Me defendió mi prima —. No se merece que le trate de tonto.

—Tu a callar, Mariana —replicó la odiosa profesora —. Cuando me dirija a ti podrás hablar, mientras tanto mantén la boca cerrada.

—No me pienso callar —gritó mi prima —. Voy a hablar ahora mismo con mi padre y le explicaré su comportamiento con Álvaro. Él decidirá lo que debe hacerse.

La señorita Moreno, con una mirada de odio y la mandíbula desencajada, trató de rectificar.

—No tienes que decirle nada a tu padre, Mariana.

—Entonces, discúlpese con mi primo.

La mirada cargada de odio que me dirigió la señorita Moreno, me hizo temblar, pero tenía una gran aliada en mi prima y la soporte como pude.

—Te ruego me disculpes, Álvaro. Creo que no me he comportado correctamente.

Tener un puesto de institutriz en los tiempos que corrían y con una adinerada familia como era el caso, no era algo que ella pudiera desperdiciar. Alicia Moreno tuvo que tragarse su orgullo y agachar la cabeza. A partir de aquel día se comportó con nosotros de un modo muy distinto.

Cuando acabaron las clases dos horas más tarde y nos vimos libres de nuevo, me acerqué a mi prima y la abracé don fuerza.

—Gracias —le dije.

Ella sonriente me confesó que nunca antes había actuado así, pero que no pudo soportar tamaña injusticia conmigo.

—Estaba temblando cuando me enfrenté con ella —me confesó.

—Has estado increíble.

—La verdad es que aún no me lo creo. ¿Viste su cara?

—Ya lo creo. Si hubiera podido te habría arrancado los ojos...

—¿Sabes la conclusión a la que he llegado?

Negué con la cabeza.

—Pues que no es tan fiero el león como lo pintan.

—No, no lo es. Sobre todo, si tu padre hubiera decidido despedirla, cosa que habría hecho sin duda.

—Sí, yo también lo creo. A él tampoco le gustan las abusonas.

Nos reímos al mismo tiempo, felices por haber ganado aquella batalla y por la experiencia que podíamos sacar de ella.

Nunca hay que dejar que nadie abuse de uno mismo. Sea quien sea.

                                                                                          ◇◇◇

No habíamos olvidado nuestra cita con Fermín para explorar la misteriosa cueva de la niña, como era conocida. A las cinco y media de la tarde acudimos a buscarle junto al sendero donde nos habíamos encontrado con él esa misma mañana.

Llevábamos todos los pertrechos necesarios para nuestra exploración: Linternas, un rollo de cuerda, sin olvidar agua y comida por si tardábamos mucho en regresar.

Fermín ya nos esperaba en el lugar indicado.

—¿Todavía estáis dispuestos a entrar ahí? —Nos preguntó.

—Vamos a entrar —le dije —. Tú puedes esperar fuera o marcharte, haz lo que quieras.

Miró a Mariana que se había puesto un vestido de color burdeos algo viejo que le quedaba por encima de las rodillas, pero que aún llevaba puestos sus blancos calcetines y sus zapatos de charol y vio como la niña asentía con la cabeza.

—Os perderéis. No sabréis encontrar la salida una vez que estéis dentro.

—Eso es problema nuestro —contesté. Había algo en aquel muchacho que no acababa de convencerme. Puede que fuera la forma en que miraba a Mariana y que despertaba en mí deseos de estrangularlo.

Nos guió hasta la entrada de la cueva y una vez allí, se plantó delante de ella.

—Si os ocurre algo me echarán la culpa a mí —nos dijo.

—No va a ocurrirnos nada —repliqué —. Pero si fuera así, no tienes que decir que nos conocías.

Viendo que él no se quitaba del medio, le aparté con muy poca consideración, después procedí a encender dos linternas de queroseno. Una para mí y otra para mi prima. Me colgué la cuerda enrollada del hombro y cogí uno de los bastones de mi tío que había escamoteado.

Le di la mano a Mariana y juntos nos internamos en la aterciopelada oscuridad de la gruta. Si no hubiera sido por las linternas, la oscuridad que nos rodeaba hubiera sido aplastante, pero el haz anaranjado que desprendían nos hizo contemplar un mundo desconocido para nosotros. Formas caprichosas se dibujaban en las paredes de la cueva al acercarnos a ellas. Estalagmitas que colgaban del techo uniéndose a las que parecían nacer del suelo para formar una sola columna y ecos dormidos del gotear del agua que llegaban a nuestros oídos amplificados por las paredes de la caverna, esos eran los prodigios que pudimos observar y que nos sobrecogieron.

La cueva de la niña era inmensa y una parte de ella aún seguía estando inexplorada. Yo, que tampoco era un inconsciente, traté de no alejarme mucho de la entrada. Una cosa era la sensación de aventura que podíamos llegar a sentir y otra jugarse la vida en aquel peligroso lugar.

Cuando llevábamos recorridos unas decenas de metros y aún podíamos ver la claridad de la entrada, algo me hizo detenerme de repente.

—¿Qué sucede, Álvaro? —Me preguntó, Mariana, que iba prácticamente pegada a mí.

—¿Has oído eso?

—No, no he oído nada...

Agucé el oído y creí volver a escucharlo.

—Creo que hay alguien más ahí delante —susurré muy bajito —. Me ha parecido oír voces...

Noté como Mariana temblaba y sabía que no era de frío.

—¿Qué quieres decir?

—Digo, que no estamos solos.

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