Cap. IX Encuentro
Todos lo vimos, aunque era algo de suponer, en realidad, nunca creí que pudiera pasar. No sé cómo explicarlo, es una de esas cosas que, consideras, pueden ocurrir, esperando equivocarte. Cuando descubres que tenías razón, te sientes abrumado, confuso y hasta atemorizado. Resultó increíble, la forma en que afectó la muerte de una sola persona a todo el asunto de María y los Elevadores Espirituales. Con la desaparición física de Ganid, se esfumó también la euforia, la fiebre espiritual exhibida en todo el planeta. Lo normal era que el descenso de interés en el tema fuese de manera paulatina. Que poco a poco el mundo se desentendiera, pero no así: de un solo golpe mortal.
Las especulaciones no se hicieron esperar. Luego de asistir al funeral de Ganid, el mundo enterró todo deseo de progreso espiritual. Yo lo sabía, toda esa devoción, ese ardoroso impulso de bien, no estaba sustentado por bases sólidas. Mucha bulla, mucha fiesta, todo era demasiado bueno para ser cierto. Todo aquel ímpetu filosófico, manifestado días antes, cuando todos se hallaban inspirados por el comienzo de una nueva etapa dentro de la evolución humana, se había esfumado. El mundo había adquirido esperanza, no tanto por el hecho de tener un orientador lleno de carisma, quien parecía poseer el don de conducir el confundido rebaño fuera del caos presentado en los sistemas de fe, resultado de la caída de todas aquellas profecías institucionalizadas. No sólo por haber sido escogida a una persona sencilla como precursora, en la delicada tarea de incentivar a una generación entera para que se acercasen a Dios por sí mismos y a manera de búsqueda personal. No, no sólo era por eso. Creo que el principal aliciente que nos estimulaba era el simple hecho de: el Cielo, Dios, Jesús y demás subordinados celestes, parecían tomarnos en cuenta y se preocupaban de hacer algo palpable por nosotros. Todo eso se perdió porque quizás nunca había existido. Mucho más allá quedaban las consideraciones de la supuesta segunda venida de Jesús. La confirmación del cristianismo como religión representativa de los designios de Yahvé, Jehová, Dios o en su defecto la creación de una nueva doctrina que unificara los deseos de la variada y heterogénea raza humana. La formación de nuevos líderes y maestros espirituales, pare usted de contar. Reflexiones, pensamientos y esperanza que, muchos guardaban en sus corazones, el Cielo les recompensara por continuar firmes en las tradiciones y enseñara a todos esos modernistas que sus reformas no eran las adecuadas o, en caso contrario, que les premiaran por permanecer en la lucha pos del progreso y mostrara a todos esos conservadores que sus costumbres y rituales ya no son adecuados. Cada quien, y cada cual aguardaba el respaldo a su creencia, una confirmación oficial para que no quedase duda de la aprobación y que mejor forma de recibir ese apoyo que el de una supuesta mensajera humana entrenada de forma directa por entes celestiales. Como niños buscaban preferencias y honores para sí mismos, ignorando el carácter universal y supra institucional de la capacitación de María de los Ángeles como Elevador Espiritual. Ahora veían como sus ilusiones de reconocimiento divino morían con Ganid. Ya que, para ellos, su muerte significaba que todo había sido mentira, el sueño paranoico de un visionario y la desaparición misteriosa de una chica común y corriente. Hechos unidos por la casualidad para hacernos creer en semejante utopía.
De manera irónica, algunos sectores de la iglesia católica fueron los únicos, dentro del cristianismo institucionalizado, firmes en la idea de que el plan no se iba a detener por la muerte de su principal promotor. Los designios de Dios no mueren con el hombre ni mucho menos se interrumpen por la fragilidad del ser humano. Nadie les tomó en cuenta dada la poca fuerza y la decadencia religiosa vivida por ese organismo. Yo mismo pensé que era otra maniobra más, intentando recuperar la vigencia de antaño. Hoy día rectifico tales pensamientos, quizás pudo haber sinceridad en sus palabras, ¿por qué no? De todas maneras, tal manifestación de fe en el adiestramiento fracasó. Las bajas jerarquías, dentro de la misma iglesia, no reiteraron su apoyo. Expresando desacuerdo con tal creencia. Siendo ellos los que mantenían el contacto directo con el pueblo creyente. Arrastraron las incrédulas y susceptibles masas hacia una postura contraria.
En cuantos, a mis amigos, parientes y yo, las opiniones se encontraban divididas; aunque inclinadas a desacreditar la veracidad del suceso. Mis familiares no creían en ello y se compadecían de mí. Creyendo que la desaparición me había trastornado, de tal manera que buscaba cualquier excusa o idea para aferrarme a una vana esperanza. Aconsejándome no ilusionar mí ya maltratado corazón, en una fantasía hecha pedazos. Quizá al principio parecía ser cierta, resultando destruida por la muerte de Ganid. Si todo fuese autentico, me decían ellos, él no hubiese fallecido y Dios lo fuera salvado mediante un milagro o algo por el estilo. Entre mis inmediatas amistades las opciones no variaron mucho. Dos o tres pensaban como yo, pero con dudas al respecto y Jonathan, luego de un periodo de depresión y confusión, volvió a ser el mismo incondicional de siempre. Yo, en cambio, no varié mi posición. Tenía total certeza del asunto, mi mente se podía equivocar, mi corazón no y él me decía que todo era verdad. Me preocupaba de la desaparición física de Ganid era: saber cuándo, cómo, y dónde iba a regresar Mariángeles. Sin él, el proceso se veía extraviado en un oscuro laberinto, produciendo miedo de doblar una esquina o escoger un pasadizo erróneo que condujera a un callejón sin salida. Estaba claro que él dirigía y conducía el evento, ahora nadie iba al volante y el destino de tal hecho se tornaba incierto.
Sólo mi amor por ella, la obsesión de verle otra vez, me mantuvo firme. Pues más de una ocasión pensé en claudicar y abandonarme a la desesperanza y la muerte. Como les sucedió a otras personas.
La verdad es que cuando él me expresó su deseo de entablar conmigo, una larga y sería conversación acerca de María de los Ángeles, su esposa, sentí temor y a punto estuve de no aceptar. Sin embargo, la angustia reflejada en su rostro a través del teléfono me hizo acceder a sus deseos. Tarde para arrepentimientos, me dirigí al sitio convenido, un parque público, con el alma en la mano, divagando sobre el poderoso porqué de nuestra entrevista.
Le encontré cabizbajo y esquivo, sentado en un banco, cobijado bajo la sombra de un gran árbol. La gente le veía a lo lejos, sabían quién era, le habían visto en una multitud de programas de Televisión y en miles de páginas web. Esa cara de pocos amigos mantenía a raya a cualquier posible curioso o fanático. Además: ya nadie creía en la certeza de tales hechos, incluido él mismo.
Al verme se levantó de su asiento, siguiendo mis pasos desde donde se encontraba. Yo, al llegar a él, pude ver reflejada mi mirada en sus ojos: una tristeza profunda. Sólo que, en él, era la desolación de alguien que no entendía nada de lo que estaba pasando, sin lograr asimilar nada del grandioso evento acontecido frente a sus narices. Quizás en el fondo nos parecíamos más de lo que pensábamos, no en vano amábamos a la misma mujer.
Sin saber qué cosa decir primero, me acerqué a él, estrechando su mano, dejándole la iniciativa en el dialogo.
—Me alegro que hayas venido, la verdad es que temí que no aceptaras verte conmigo. Necesito aclarar ciertas cosas y tú eres la única persona que puede despejar las dudas que asaltan mi mente —expresó de manera directa.
Yo, si antes me encontraba nervioso, con semejante introducción, me puse peor.
—Bueno... bueno tú dirás. Aunque no estoy seguro de poder contestar de manera satisfactoria tus preguntas.
—Por el bien de ambos, espero que sí puedas.
Parecía una respuesta agresiva y, no lo niego, tragué grueso.
—Pues... habla... di ¿sobre qué quieres discutir? —inquirí con torpeza.
Era evidente sobre qué o quién quería hablar.
Su sonrisa irónica y triste fue el único reproche que recibí; bien merecido, por cierto.
—¿Estabas enamorado de Mariángeles?
—¿Yo?... ¿De quién? De... no... Si... bueno yo...
Con semejante interrogante cualquiera se vuelve tartamudo.
—Tú la amas, no lo niegues. Es algo que necesito saber —afirmó, interesado.
—No lo niego, si la quiero. Sin embargo, como podrás darte cuenta, no es algo que yo te pueda decir así de fácil: “oye amigo, sabes, estoy absolutamente enamorado de tu mujer” —respondí un tanto agitado.
Él rio de nuevo con el desconsuelo marcado en sus labios. El silencio rompió en nuestras gargantas, enmudeciendo todo sentido de comunicación entre ambos, escuchando los mensajes filtrados y ocultos en el ambiente boscoso que nos rodeaba. Ella estaba allí, con nosotros, el alma María de los Ángeles acompañaba a esos dos pequeños seres que se sentían desvalidos ante su aparente perdida. La brisa matutina apenas alcanzaba mover una que otra hojita, esquivando los inmóviles cuerpos en su camino. Incluyéndonos en esa lista de entidades inactivas. Por un momento escondió sus ojos de los míos, pensé que algún tipo de basurita, se había alojado en su globo ocular. La realidad era otra: aquel hombre temblaba de pies a cabeza y por más que intentó disimular, las lágrimas se fugaron de entre sus manos. Estaba llorando.
Yo entendía muy bien las razones de su llanto y le compadecí. A punto estuve, de contagiarme con su aflicción, que al fin y al cabo era la misma que yo padecía. Sin embargo, un extraño valor se apoderó de mi alma y pude reprimir los deseos de sollozar mis propias penas.
Cuando logró calmarse, se sentó y sin mirarme a la cara, quizás con algo de vergüenza de su lamento anterior, me preguntó si yo de verdad creía en todo lo de los Elevadores Espirituales y de la supuesta escogencia de María.
—No tengo dudas acerca de eso, ella... ella es, o será, la primera en.… bueno, tú sabes... lo de los Elevadores y todo el bagaje conceptual que traerá como consecuencia —respondí de una manera no muy acertada.
Volvió a reír, con tristeza, por supuesto.
—Yo no, no creo en nada de eso —dijo molesto.
Lo presentía, él no comprendía qué estaba ocurriendo.
—¿Por qué no?
—No lo sé, no tengo fe en esas cosas extrañas, profecías, vaticinios mensajes y mensajeros celestiales. Mucho menos creo en el tal Ganid, míralo: se murió de una forma desdichada y tragicómica ¿no te parece suficientemente ridículo? Ya nadie tiene esperanza en semejante locura, la alharaca terminó y eso significa que mi esposa no está en ninguna misión divina sino huyendo de mí, con otro hombre o está muerta, secuestrada, amnésica o qué sé yo dónde rayos se encuentre. Ignoro sus condiciones actuales, no obstante, dudo mucho hallarla con vida, sana y salva. Eso en el supuesto caso de que aparezca. No te ofendas, pero es una estupidez pensar que Mariángeles va volver envuelta de gloria ¡ni siquiera era virgen!
Fue una respuesta ajustada al pensamiento vigente en la mayoría del planeta. No podía esperar más de él que de otras personas sólo por el hecho de ser el esposo de María.
—Lamento que tengas esas ideas, especialmente siendo quien eres.
—¡Bah! Eso es basura, ni tú mismo te lo crees.
—No es cuestión de creer sino de sentir.
—Pues si es así, yo no siento nada.
—Bueno, peor para ti entonces —le dije un poco irritado —yo no necesito persuadirte de nada, las cosas no están claras para nadie, sin embargo, tengo plena seguridad de que es de la forma que te digo. El hecho de que tú y el resto de la humanidad no les dé la gana de confiar o siquiera escuchar las voces de su corazón no quiere decir que todo es mentira.
Había ocurrido algo que intentaba evitar, ambos nos estábamos alterando más de lo debido.
—Okey, señor espiritual, convénceme con verdaderas razones y no con ese lenguaje milagroso, inverosímil, por no llamarlo ridículo —me desafió con ironía —dame pruebas de lo que afirmas.
Seguro que pensó tenerme en sus manos.
—Recuerdas lo dicho por la gente, que me vieron caminando solo cerca de tu casa...
—Esa casa no es mía —afirmó, interrumpiéndome.
No tengo idea que pensó, quizás había ocurrido algo antes para que él se ofendiera con tal aseveración. Una discusión con María o con su madre; existían muchas teorías plausibles.
—Bueno eso no importa, la cuestión es que yo no caminaba solo, yo estaba con Mariángeles, lo que pasa es que nadie le veía; solamente yo.
—Sí, cómo no —comentó sarcástico.
—Ya sé, ya sé, se escucha ilógico. Es la verdad. Nadie lo sabe, yo fui la última persona que habló con María de los Ángeles antes de que se la llevarán o, mejor dicho, en el momento en que se iba.
—Sí, te felicito. Se puede saber qué te dijo, digo, si es que se puede saber.
Otra ironía, una más y llegaba a los límites de mi paciencia.
—Me manifestó sus deseos de terminar con la relación habida entre ustedes. Intercambiamos ideas acerca del asunto de las “profecías” y Ganid, bromeamos un poco; nada del otro mundo.
—No convencerás a nadie con argumentos tan tontos.
Tenía razón.
—Dime: ¿ustedes eran amantes? —preguntó con tristeza.
Era una interrogante obligada. Yo por supuesto negué cualquier vinculación sexual entre nosotros.
—¿Por qué debo creerte?
—Porque es la verdad, yo jamás tuve nada con ella, ni siquiera un mísero beso.
—¿Y entonces por qué la seguías amando?
—No lo sé, quizá por estúpido, por... qué sé yo. Simplemente la amaba y como tal siempre deseé lo mejor para ella, si María eligió estar contigo yo lo respetaba y nunca hice nada por destruir o dañar la relación habida entre ustedes.
—¿Desde cuándo?
—¿Desde cuándo qué?
—¿Hace cuánto que la quieres?
—Unos cinco años.
—O sea antes de conocernos ella y yo.
—Exactamente un año y medio.
—Eso es mucho tiempo.
—Estoy de acuerdo contigo en eso. Sobre los sentimientos uno no tiene muchas veces el control. Míranos ahora, tú obtuviste su compañía y su cariño y lo desperdiciaste. Yo no conté con el precioso tesoro de su corazón y sin embargo creo en su empresa y tú no. La vida es irónica y siniestra en sus parábolas, ambos la amamos, pero no la tenemos; tú la perdiste, yo sólo la vi partir; resultado: un gran nada.
—Yo pensaba que necesitaba un psiquiatra urgente, pero tú estás peor, sí que estas mucho peor —completó, mirándome como se puede contemplar a un loco que afirma ser Napoleón Bonaparte.
La verdad es que la conversación era insubstancial, no me aportaba nada, regresaría con las manos vacías. Otra vez pasaba por loco ante el mundo, una pequeña prueba de lo que pudiera pasar si me fuera ocurrido abrir mi boca en ese momento y decir todas las cosas que sabía. Sin embargo, algo dentro de mí me decía que la última palabra debía ser mía y que no se fuese con la impresión de que poseía la razón.
—¿Ella no se despidió de ti? ¿No es así? ¿Se fue sin decirte adiós; ¿verdad?
Su silencio fue la mejor respuesta.
—Pues, de mí sí.
Me miró no con muy buenos ojos, como pensando “dame una buena razón para no partirte la cara, chiflado infeliz”. Hizo un ademán, intentando responder mi cuestión. No dijo nada, dio media vuelta y me dejó solo. Ambos escogimos caminos diferentes y esa fue la última vez que le vi en persona. De haber sabido lo que ocurriría después talvez no fuese sido tan duro con él.
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