Capítulo 2
Me había acostumbrado a no pensar demasiado en el futuro. Si lo analizo a fondo, aunque suene triste, yo ya no quería uno, no le hallaba una razón. Sabía que las cosas estaban mal, pero creía que era normal. En esa etapa yo consideraba que sentirse así era normal. ¿Se dan cuenta de lo peligroso que es eso? Me acostumbré a esperar el final del libro, a seguir pasando páginas por obligación... Entonces el autor decidió darle un giro argumental que me revolvió hasta el estómago.
Atraso en el programa social.
Eso podría ser el título perfecto para una película de terror.
—Hay problemas con el sistema, tendrá que esperar algunos días para que se restablezca.
Escuché eso al menos unas cincuenta veces y seguí preguntándome lo mismo en cada una de ellas. Excusas se convirtieron en respuestas. ¿Acaso los dueños de los supermercados, de los servicios básicos o médicos se sentarían a esperar? Si yo repetía esa oración no tardarían en echarme fuera en menos de un minuto. No, yo no podía esperar que el dinero les sobrara para seguir el curso... Bien, sí podía, porque no me quedaba de otra, pero eso no significa que me gustara la idea.
Los pagos se acumularon rápido, mis ahorros se me escaparon como arena de las manos y cuando menos lo esperaba ya tenía la soga en el cuello, sin matar pero amenazando a cortarme la respiración.
¿No les pasa que cuando todo está mal y piensas que nada puede ir peor descubres que sí se puede?
—Debe desalojar la casa.
Recuerdo aún el escalofrío que recorrió mi espalda al escucharlo de la boca de Juana, la dueña de la casa que rentaba. Las piezas de mi vida, que eran pocas y tabaleaban, comenzaron a venirse a abajo y siendo sincera no tenía fuerzas para soportar el impacto al sentirlas caer sobre mí. Le rogué un plazo para ponerme al corriente, si perdía la casa lo perdía todo. Estaba asustada, mucho más de lo que me gustaría reconocer. No era sólo cemento y muebles, era mi refugio, seguridad y paz. No quería enfrentarme al mundo de allá fuera sin tener a dónde ir.
—Lo lamento mucho, ya le perdoné un mes —me explicó—. No puedo hacer nada por usted.
Existía la posibilidad que sus palabras fueran ciertas, pero yo necesitaba creer que siempre se podía hacer más por las personas.
—Le juro que le pagaré pronto...
—¿Y cómo lo hará? —cuestionó deseosa de una respuesta, una que no tenía.
¿De dónde sacaría dinero si la ayuda gubernamental no llegaba? Intenté encontrarle lógica a varias opciones. Estudié cada una tan rápido como aparecieron en mi mente.
Pedir un préstamo sonaba bien, pero no sabía si los bancos los otorgaban sabiendo que una persona no tenía ingresos fijos, yo no contaba con una garantía además de mi palabra. Trabajar era la otra idea, esa no me molestaba en absoluto, sólo tenía que encontrar un oficio apropiado. Cuando era joven todos mis empleos dependían de fuerza, y era frustrante carecer de ella a mi edad. Todo jugaba en mi contra.
No recuerdo con exactitud que inventé, pero sé que Juana me dio una prórroga de un mes para ponerme al corriente. Un corto, pero bendito mes. Me gusta pensar que fue porque creé una gran excusa que logró impresionarla y no por haberme puesto a llorar sin poder evitarlo. Me sentí mal por hacerlo, débil y vulnerable, odiaba que las personas vieran esa parte de mí, esa que les permite tener poder sobre ti. Y ella lo tenía, lo supe cuando me dijo que necesitaba firmar un compromiso de pago, uno que le aseguraría cumpliría mi promesa. El problema no era el papel, había firmado muchos documentos en mi vida, era el poder que un nombre tiene. Me resultaba impactante que esas cuatro palabras, las únicas que sabía escribir, valieran tanto.
Juana me dejó en paz cuando obtuvo lo que deseo, pero eso no significa que yo me quedara tranquila, todo lo contrario. Algo, dentro de mí había cambiado. Ese pequeño derrumbe había traído consecuencias en mi manera de ver el mundo. Comencé a preguntarme muchas cosas. ¿Por qué estaba en filo del abismo? ¿Qué me había llegado hasta ahí? Cuando era niña, mi madre decía que debía casarme para tener una familia, una que me cuidara de vieja... Encerrada en ese cuarto con la radio apagada y la oscuridad de única acompañante me di cuenta de que jamás tuve herramientas para poder ser feliz sin necesitar a los demás. Ni siquiera podía llenar una solicitud de empleo por mí misma. Jamás me importó porque no pensé en envejecer, por muy obvio que parezca, creí que siempre las cosas jugarían a mi favor, que mis buenas intenciones bastarían.
O quizás sí lo había pensado porque la tarjeta de la trabajadora social descansaba al lado de mi cama, y aunque me costaba reconocerlo una pequeña llama se había encendido en mi interior pese a mi negación. Era divertido imaginarme comprendiendo los panorámicos, los títulos de las novelas o los periódicos. Sé que no era mucho, pero estaba segura que si lo lograba me sentiría la mujer más poderosa del mundo, y también la más feliz.
¿Tenía tiempo yo aún para serlo?
🔹🔸🔸
—No puedo creerlo —exclamó Imelda, una vecina que había venido a visitarme la mañana siguiente y que estaba al tanto de todo el chisme del posible desalojo—. Juana debió ser más comprensiva, eso de meterse con usted que podría ser su abuela.
¿Gracias?
Me acomodé en mi asiento mientras mis manos temblorosas vertían el contenido de la jarra en una taza de plástico, fue una suerte no derramar el líquido en el mantel porque estaba más torpe que nunca.
—Si usted se va la colonia estaría tan triste —continuó con pesar. Yo no pensaba irme, ya se me ocurriría algo antes de que me echaran—. Pensar que acabe en un asilo.
—¿Un asilo? —repetí sorprendida. Era la primera vez que esa palabra se escuchaba en esa casa, frente a mí.
—Sí, pero es sólo un decir no piense que me gustaría una cosa así —se adelantó ante mi gesto de desconcierto.
—Hoy llamaré de nuevo para preguntar por mi cheque, sino hay noticias alentadores buscaré un trabajo —dije para cambiar de tema porque el otro me causaba una punzada de dolor en el pecho.
—¿Un trabajo? —se sorprendió sin disimulo—. ¿No es algo muy arriesgado?
—No será algo descabellado, algo sencillo, venderé cosas en el mercado.
Eso último me lo había inventado ahí mismo para demostrarle que sí podía, no me gustaba que las personas dudaran de mi capacidad, ya suficiente tenía conmigo misma poniéndome trabas.
—Tiene razón, es algo de acuerdo con sus posibilidades. Usted es muy cuerda, no lo dudo, lo dije porque conocí a una mujer medio loca que la supera en edad y quería entrar en una empresa a trabajar en recursos humanos. ¿Se lo imagina? —se burló—. Ya debería darles oportunidad a los jóvenes y aceptar que su tiempo pasó.
—¿Su tiempo? —susurré entre dientes, creo que mi rostro hasta se había comenzado a pintar de rojo.
Imelda rondaba los treinta, pensaba que eso era una ventaja sobre mí y muchas personas del barrio que pisaban los cincuenta. Siempre reñíamos por sus comentarios fuera de lugar.
—Bueno, lo decía porque las personas jóvenes están más capacitadas.
—¿De qué sirve tener veinte si cada vez que abren la boca suelta puras incoherencias? Yo también lo hago, pero no por tener setenta —la contradije—. Aquí entre nos, las dos nos pisamos los talones en ese tema.
Quizás me lo tomé muy personal, pero esa manera querer opacar un logro me sacaba de mis casillas. ¿Por qué siempre le hallamos lo malo a los logros de los demás? ¿Qué lograba cuestionando lo que la otra mujer se proponía?
En el fondo la indirecta me había golpeado como una pelota de béisbol y estaba aún recobrando el sentido cuando solté una tontería sólo para callarla.
—Yo también me inscribiré en unos cursos. Aprenderé a escribir.
Su cara fue digna de un cuadro, pero la mía después de analizar lo que había soltado debió ser épica. Creo que hasta se me atoró el pan en la garganta al notarlo.
—Pues la felicito, confío que será la primera en su clase.
No sé si fue sincera, lo que sí les aseguro es que no me dejó mentir tan fácil. Me cuestionó los detalles tratando de encontrar un rastro de mentira. Le conté de la trabajadora social, que aún no me comunicaba con ella pero pensaba hacerlo en los próximos días para organizarnos, sin embargo su interés creció tanto que me motivó a llamarla ahí mismo.
—¿Para qué esperar? Puedo prestarle mi teléfono si gusta —propuso con una sonrisa.
¿Qué?
No, no, no.
—Luego, un día más un día menos... —traté de zafarme de su ayuda, pero ella no se dio por vencida.
—Vamos, me hará pensar que se echó para atrás de último momento.
Tocó mi punto sensible, ese que me metía en bastantes líos. Así era nuestra relación, un constante choque que consistía en retar a la otra terminando sin ganador. No deseaba perder ese round por lo que acepté su ofrecimiento y fui testigo de cómo ella misma marcaba los números pintados en la tarjeta.
Hice un esfuerzo por mantener tranquila cuando me entregó ese aparatito que llevaba consigo a todas partes y el clásico sonido de espera se hizo presente por la bocina.
—¿Qué nombre está escrito en la tarjeta? —le pregunté de repente, no sabía ni por quién por preguntar, se me pasó ese detalle—. Creo que se llamaba Francisca o algo así...
—Natalia —me corrigió en voz baja—. Natalia Espinosa.
Repetí ese nombre un par de veces para no equivocarme. Después de unos segundos sin respuesta me dispuse a celebrar, al final convertiría eso en mi excusa y nadie podría decir que no lo intenté.
—¿Bueno? —Escuché del otro lado con una voz que llevaba semanas sin oír y apenas recordaba.
¡Dios mío, se me enredó hasta la lengua de los nervios! ¿Qué decía? Me sentí entre la espada y la pared, por un lado Imelda, por otro la muchacha que no se callaba. Mis nervios me jugaron una mala broma así que presa del pánico hice lo más listo que se me ocurrió, colgar.
La emoción del momento se había terminado, olvidando la tonta competencia que tenía con la morena. Mi miedo y yo peleábamos una batalla a muerte que olía a derrota.
—Creo que se acabó tu saldo —mentí antes de entregarle el teléfono deprisa, me puse de pie y comencé a ordenar la mesa para que entendiera que debía marcharse ya.
—Acabo de hacer una recarga, es imposible...
—Entonces me confundí, la niña tiene voz de telefonista. Lo mejor será que no la moleste más y la llame más tarde...
Pero a Imelda le valió un comino mi sugerencia, casi me lanzó el teléfono cuando volvió a presionar el número. Demonios, quise romperle la taza en la cabeza por ser tan entrometida.
—¿Bueno? Si es una de esas bromas estúpidas le advierto que...
De nuevo esa voz, ahora con menos paciencia me puso a pensar. Estaba tardando mucho en inventar una excusa digna para solicitar su ayuda, recé para que su buena voluntad me empujara a dar el primer paso y me regalará, sin ser su obligación, un poco de confianza.
—No, no, yo... Hace unas semanas usted me entregó su tarjeta para que la llamara en caso de que necesitara su ayuda... —comenté casi en un susurro—. Espero esté su oferta en pie.
—¿En qué puedo ayudarla? Trabajo con muchas personas y no relaciono bien su caso —me explicó con un toque de desconfianza.
—Es sobre... Sobre la ayuda a los adultos mayores, estoy teniendo algunos problemas... —le dije con torpeza.
—Ya veo. Diario me llegan quejas al respecto. No es mi departamento, pero conozco a la encargada, si me deja sus datos puedo tratar de hacer algo por usted —propuso más amable.
Perfecto, me emocionó su disposición así que contesté a todas sus preguntas esperanzada que lograra más que mis intentos. Tal vez las cosas se arreglarían y mi preocupación dejara de darme dolores de cabeza.
Tenía vocación, lo descubrí cuando no mostró desesperación al equivocarme en unos datos que se me enredaron en la cabeza. ¿Pueden creer que hasta se rio conmigo, no de mí, ante mi confusión? Me convenció de su gentileza, tanto así que no temí por preguntarle cuánto, según su experiencia, tardaría una mujer como yo a aprender lo más básico respecto a las letras.
—Depende, no hay un tiempo fijo, puede variar de acuerdo a la disposición de la persona, su capacidad para retener información, tiempo... Pero todos los logran, estoy segura de que no será la excepción. Debería animarse, conozco de primera mano los beneficios. ¿Qué dice?
—Bueno...
—¿Qué puede perder? Yo puedo orientarla, soy voluntaria en el INEA desde hace diez años. Conozco todos los centros de coordinación, los requisitos, la inscripción, los libros...
—Sí, pero...
—Mi abuela cursó la secundaria en esos centros, yo la llevaba todas las tardes hasta que sacó el certificado —continuó parloteando sin cansarse, impidiéndome hablar—. Debió ver el cambio de actitud que tuvo, amaba ir a estudiar, se sentía realizada.
Realizada.
Una palabra, una sola me separaban de esa sensación, de la diferencia de acostarse con una sonrisa esperando un nuevo mañana o de mi situación actual...
Si contestaba que no dejaba ir una posibilidad, ganaría el monstruo que dormía tranquilo en mi cabeza, viviría de nuevo con la cadenas robándome la libertad que nunca tuve.
Si aceptaba... ¿Qué pasaba?
—Lo haré —solté al final convencida, con la ilusión naciendo en mi interior—. ¿Qué documentos necesito para empezar?
🔸🔹🔸🔹
*INEA: Instituto Nacional de Educación para Adultos, es un organismo que desarrolla modelos educativos para el aprendizaje de los adultos.
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¡Hola!
Estoy muy agradecida por la oportunidad que le regalan a esta historia :). Es todo un reto, pero estoy muy feliz de haberlo tomado. Un enorme abrazo lleno de agradecimiento para todos los que están apoyándonos, a Margarita y a mí, en este viaje.
Los quiero mucho.
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