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Capítulo 1

Todas las historias tienen un buen inicio, de esos que enganchan y te obligan a pasar de página... Mi vida no tiene ese toque que logra enamorar al lector, así que empezaré por el que yo consideraba mi final, ese mismo que es el principio de todo esto.

La mañana pintaba como todas, lo único que podría destacar es que el café se estaba terminando, lo supe al escuchar el choque de la cucharilla que rascaba el frasco para lograr sacar el contenido del fondo. Hice una lista mental de todas las cosas que faltaban en la alacena y que podía permitirme comprar, el listado se achicó con la segunda condición.

Escuché el inicio del noticiero con montones de desgracias que entristecían mucho más el ambiente. Cada vez los espacios informativos se llenaban de más notas que arrugaban mi viejo corazón, y como yo ya no estaba para estarlo planchando decidí tomar la bolsa de tela que descansaba en un rincón e ir a hacer las compras al mercado más temprano que de costumbre.

No estaba lejos, pero tardaba un buen rato en llegar porque cuidaba mucho cada paso que daba. A mi edad los golpes no son tan bien recibidos, de hecho ya muchas cosas merecían mi atención y cuidado.

Cuando era más joven mi madre decía que parecía una liebre porque nunca me quedaba quieta, si me viera ahora sé que me compararía con una pequeña oruga.

Sonreí al recordarla mientras observaba el paso veloz de las personas que recorrían las calles de México. Vivía en un barrio al sur de la capital, demasiado abandonado por la suerte. Mi casa se hallaba al fondo de la calle, era pequeña pero cómoda, lo único que no me gustaba era que al estar en una esquina se convertía en un cuadro urbano, cada cierto tiempo aparecía un nuevo mensaje pintado en la pared. Así que mi hogar era como una cueva por los mensajes que decoraban el exterior, el de esa semana era un corazón con un montón de letras que, según mi vecina, formaban un nombre. Me molesté tanto que deseé con todo mi corazón que Rosita le dijera que no a ese tal Arturo.

Crucé la calle cuando el semáforo se pintó de rojo, admiré a las personas que caminaban a mi lado. Me dio pena ser testigo de cómo vivimos sin ni siquiera admirar lo que tenemos frente a nosotros. Todos siendo esclavos de las obligaciones, de la rutina y los avances que parecen rebasarlos. Sin embargo, no puedo juzgar a nadie, yo también fui joven, igual dejé que me eclipsaran cosas que en ese momento me parecían novedosas. Evidentemente eran cosas diferentes. En mis tiempos no andábamos con tonterías de celulares y computadoras.

El mercado estaba casi vacío por lo que tuve tiempo para elegir a gusto mis verduras. Las personas decían que perdía mucho tiempo en esa actividad, pero a mí me gustaba cuidar lo que preparaba en la cocina. Sumemos que los precios se dispararon al cielo por lo que necesitaba sacarle el máximo provecho a los pocos centavos que tenía.

Se harán una idea que no trabajaba, vivía únicamente de la ayuda del gobierno. Prácticamente vivía de puro milagro. Le doy gracias al cielo que mi padre era bueno para administrar y me enseñó unos truquitos para sobrevivir. Ojalá me hubiera enseñado más cosas, por desgracia la muerte se lo llevó antes de lo imaginado y nada pudimos hacer.

—Buenas Margarita. ¿Comprando verduras? —me saludó María sacándome de mis sueños.

Ella era la dueña del negocio, buenísima para las matemáticas y ganar clientes. A mí que me gustaba aprender de todo me encantaba estudiar cómo lo hacía, y no era fácil, María tenía una capacidad única para hacer que las personas apostaran por sus productos.

—Sí, todo está muy caro —comenté con sinceridad, lamentándome que antes llevaba cuatro y ahora debía conformarme con sólo dos piezas.

—Ni me lo diga, los precios están por las nubes...

—¡Ahí vienen! 

La voz de Chuy, uno de sus ayudantes retumbó como un trueno. Quise preguntarle a María de qué hablaba, pero no tuve oportunidad. La oí maldecir y resoplar molesta mientras colocaba sus manos en su cintura. Aquello me preocupó porque su  semblante amigable pocas veces se transformaba. Entonces en la entrada aparecieron dos jóvenes y entendí más o menos de lo que se trataba. Vestían con camisetas blancas y pantalones formales, como si fuera un uniforme, con algo bordado en una esquina. Traían entre las manos un cúmulo de hojas y carpetas que pasaban de un lado a otro como si les pesaran.

—Ya les dije un millón de veces que agradezco sus atenciones, pero mi hijo está bien. No es necesario que nos visite tan seguido —se quejó María antes de que alguno de los dos hablara.

Era una de esas visitas que odiaba, solían interrogarla y revisar todo a fondo buscando algún error para hacerle ver que no era la madre perfecta. Para la sociedad ella debía serlo, para el gobierno era una obligación. Juan, su niño, también era beneficiario de un programa social por lo que su vida se estudiaba con detalle. María no contaba con margen de error, tenía que demostrar su capacidad para ser reflector y faro al mismo tiempo.

Decidí no meterme, en los líos del gobierno lo mejor era no acercarse demasiado. Revisé que no me faltara nada y comencé a contar mis monedas para calcular si alcanzaba lo que deseaba llevarme. Era lenta para eso por lo que esperé terminara el lío para formarme. La voz de uno de los muchachos disculpándose me llamó la atención. Sé que dije que no me metería, pero me gusta el chisme. ¿Para qué lo niego? Sentí pena por él, después de todo sólo estaba cumpliendo con su trabajo.

—Buenas tardes, señora. ¿Ya conoce las actividades que tiene el DIF para los adultos mayores?

La chica que lo acompañaba había decidido apartarse un poco de la tormenta y fijar su atención en mi dirección. La observé de pies a cabeza. ¿Me hablaba a mí? Sí, claro que sí.

—Seguro encuentra algo que le guste. Manualidades, cocina, tejidos y muchas otras actividades. Le dejo este folleto para que pueda revisar los horarios y talleres —me animó con una enorme sonrisa.

De su carpeta sacó un trozo de papel de colores y me lo entregó. Le di un vistazo rápido, había un dibujo de un ancianito con una sonrisa y muchas letras. Muchas, pero muchas letras. Asentí despacio tratando de concentrarme de nuevo en la realidad y lo eché en la bolsa junto con la fruta.

—¿No le llamó alguna? —insistió a causa de mi silencio—. Tengo otro calendario para niños, si gusta puedo dárselo. ¿Tiene nietos? Quizás podría mostrarle algún festejo para su marido y usted... También puedo ofrecerle...

—Niña, calma esa lengua un segundo. Eres muy amable de verdad. Estoy segura todo lo que planean será grandioso —le aseguré con calma tratando de seguir mi camino a la caja, ya conocía a este tipo de personas, no te dejan vivir hasta que dices que sí. Traté de rodearla, pero no pareció darse cuenta. 

—Bueno... El folleto... ¿Tiene alguna recomendación que podría hacerme respecto a él? Ya sabe, lo botó así como así... No es una queja, es sólo que me gustaría saber cómo mejorarlo. Yo lo diseñé.

Oh, es eso.
Reí por su cara de preocupación. Acomodé la bolsa y saqué el dichoso papelito que se amontonaba con el resto de las cosas. Fingí estudiarlo y en mi actuación no encontré nada de que quejarme. Se veía bonito.

—Buen trabajo, niña, sigue así —la felicité para quitármela de encima. Supuse que si le daba la razón se calmaría, pero no.

—Tal vez son las letras, sí, eso debe ser —dijo más para ella que para mí tratando de encontrar el defecto—. ¿Son muy pequeñas, no? Dios mío, en qué estaría pensando cuando lo imprimí.

Sus ojos cafés recorrieron las líneas un montón de veces mientras se reprendía.

—¿Usted no las alcanza a leer, verdad?

—Sí las alcanzo, pero no las entiendo —le expliqué con paciencia, gracias al cielo podía presumir de una buena vista a mi avanzada edad, incluso mejor que muchos jóvenes.

Ella me miró extrañada como si necesitara traducir esas palabras al español. Yo esperé que se le prendiera la bombilla rápido. Vamos, no era muy difícil deducirlo. Si alguien no entiende algo tan básico es por dos posibilidades: no sabes leer o desconoces el idioma. Y siendo sinceros yo estaba muy lejos de parecer rusa.

—Natalia, vámonos —la llamó el otro que ya había terminado de hablar con María que estaba colorada. Por la expresión de ambos pude hacerme una idea de que nadie había ganado.

—¿Le gustaría aprender? —preguntó la muchacha, ignorándolo, y recuperando aquella sonrisa entusiasta del principio.

¿Qué?

Su pregunta lanzó mi confianza por la borda en un segundo.

—Hay una campaña nacional de alfabetización vigente. ¿Le gustaría aprender? —volvió a preguntarme sin perder la paciencia—. Podría terminar sus estudios e incluso cursar alguna carrera. Yo podría guiarla.

Demasiada información. Es decir, la muchacha estaba tan entusiasmada que lograba contagiarme, pero siendo sincera ya estaba vieja para meterme en semejantes apuros. ¿Se lo imaginan, yo a mis setenta años en un colegio? Una locura. Mentiría si dijera que jamás había pasado por mi cabeza, muchas veces a decir verdad. Esa idea aparecía en los momentos más inciertos, en los que la angustia de vivir sin saber algo tan básico me atemorizaba. ¿Saben lo difícil que es existir en esta ciudad cuando titubeas para escribir tu nombre? Todas las puertas se cerraban para alguien como yo.

Sin embargo, siempre hubo algo que me impidió aprender. Primero mi familia que consideraba innecesario que una mujer lo hiciera, luego el trabajo que no me daba tiempo ni para dormir, después la indiferencia, al final el miedo. Si logré vivir así por qué debería considerarlo a final de camino. ¿Ya para qué?

—¿Tiene muchas ocupaciones en casa?

Sí, una infinidad. Levantarme, desayunar, limpiar un poco la casa, ver televisión, hacer pagos y dormir.

—Algo —mentí para que no siguiera, pero la mujer era perseverante. Aprendí en ese momento que no se marcharía tan rápido.

—Hay cursos semanales... ¿No tiene quién la acompañe? ¿No sabe cómo llegar? ¿Le preocupa el precio? Son gratis —me explicó.

—No sé cómo llegar. Sí, eso. Me pierdo muy rápido.

En esto tampoco dije la verdad. Había aprendido a moverme bien en el camión a pesar de que tenía su grado de dificultad. Simplemente no quería ir... Lo que no sabía era la razón.

—Yo puedo llevarla —propuso.

—Natalia, eso no está en nuestro contrato —intervino su compañero que ya se había unido a la plática.

—Lo sé.

—¿Por qué tanto interés? —traté de voltear la situación, fingir que desconfiaba de ella. Pero no lo hacía, los años me habían enseñado de quién fiarme. Sabía que la joven tenía buenas intenciones pero esto simulaba una batalla, una se daría por vencida primero, y no sería yo.

—Soy trabajadora social, señora. Mi trabajo es ayudar a las personas... Ahora quiero ayudarla a usted.

—No necesito ayuda. Gracias, niña.

—¿En serio?

—Estoy completamente segura —mantuve mi semblante firme, pero no quise sonar grosera así que le di una palmada en la espalda como señal de agradecimiento—. Ahora que lo pienso si puedes ayudarme en algo, habla con tus superiores y diles que está atrasado mi cheque, y lo necesito de verdad.

Sus mejillas se sonrojaron por la vergüenza del reclamo. Consideré más importante que se ocuparan de cumplir sus compromisos antes de hacer nuevos.

Traté de abrirme paso entre los dos pero ella me detuvo para entregarme otro papel más pequeño. ¿Ahora qué?  

—Ese es mi teléfono, si algún día cambia de opinión puede pedirle a alguien de confianza que me localice. Estaré a su servicio.

Cuando la vi marcharse estaba segura que ni siquiera consideraría esa locura, no pensaba meterme en líos a estas alturas del partido. La verdad es que aunque no me gustaba mi vida, temía que si daba un paso en lugar de avanzar terminara tropezando. Prefería seguir así, al ritmo que me llevara la rutina, esa que era mi único acompañante.

Sin embargo, esos minutos cambiarían mi vida con la misma fuerza que una tormenta inesperada, de golpe y sin preguntar.

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