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Capítulo 37: Gracias, mamá

Aunque nos desmoronemos por completo la tierra no parará de girar, así que tarde o temprano habrá que levantarse para seguir adelante, porque la vida no se detiene por nadie ni por nada.

— Anónimo

El sonido de la puerta abriéndose la despertó. No consiguió recordar el momento en el que se había dormido. Tan solo recordó haber llorado apretando la piel de animal tan fuerte como pudo. Hasta que todo se volvió oscuro. Por suerte no volvió a soñar con nada similar en lo que quedaba de noche, pero aún se sentía conmocionada por la experiencia.

— Cambio de guardia —anunció Arnol al entrar.

— Voy —respondió Ankir, levantándose de un salto y tomando la lanza al salir.

Arnol se metió en la cama sin decir nada más y procedió a dormir.

Desde que había llegado, el hombre no la había obligado a acompañar a su hijo ni tan siquiera una vez, pues era ella misma quien, voluntariamente, salía de la cabaña justo después del pequeño. Ese día se tomaría unos minutos de más para calmarse, pues en su estado actual llamaría la atención la atención, y lo último que quería era hablar del tema.

Salió al cabo de un rato y lo primero que hizo fue acercarse al agua para lavarse la cara y, de paso, intentar despejarse. Vio su reflejo distorsionado en el agua, y en su rostro halló un par de ojeras, producto del llanto nocturno. Por el momento nada de lo que preocuparse.

Alzó la mirada y encontró a Ankir practicando golpes con la lanza como si se tratase de un palo. Este la vio y la saludó animosamente moviendo la mano de un lado a otro. Ella sonrió y correspondió el gesto.

La mujer intentó que ambos volviesen a realizar las actividades de siempre, pero más pronto que tarde sucedió lo que se temía.

Mientras tiraban piedritas a un círculo para ver quien conseguía dejar una lo más cercano al centro posible, cuando Ankir se la quedó mirando durante unos segundos.

— ¿Estás bien? —preguntó de repente en tono bajo.

Aquello tomó por sorpresa a la mujer, quien lanzó mal la piedrita, haciendo que cayese al agua. Intentó obviar ese error para no hacerse notar, y se giró al chico ofreciéndole la mejor sonrisa que tenía.

— Sí, estoy bien. ¿Por qué lo dices?

— Es que te ves triste.

Eclipsa torció el gesto de una expresión de sorpresa. No esperaba que el chico lo notaste, o al menos no esperaba que fuese así de preciso con respecto su situación.

— ¿Triste?

— Sí. Hoy has tardado un poquito más en salir. Te veías cansada. Y cuando me hablabas no sonabas igual que siempre. Es como si un pajarito cantarín al que escuchas cada día hubiera parado de silbar. Como si la niebla te ocultara, porque resulta difícil verte.

Perspicaz, bastante perspicaz para ser un niño, o ella lo bastante evidente como para que Ankir se diese cuenta. El caso es que no tenía sentido intentar aparentar.

— Sí, tienes razón, Ankir, estoy un poco triste.

— ¿Por qué? ¿Qué te pasó? Anoche parecías estar bien. ¿Acaso te picaron las pulgas cuando dormías? Porque cuando a mí me pican en el trasero también me siento triste. Y con picazón.

La forma que tenía este de intentar escucharla le provocó una risita tímida.

— No, no es por eso —respondió cubriéndose la boca con la mano. Mas pronto que tarde volvió a su estado decaído, pero un poco más resuelta, ya que se sentía dispuesta a compartir lo que le había pasado—. Anoche tuve una pesadilla. Vi a alguien a quien le hice daño. Comenzó a gritarme y a decirme cosas —sopesó qué palabras usar delante de aquel pequeño— poco agradables. Y luego —recordó la imagen de aquella cosa negra acercándose a Globgor por detrás, y notó como un ligero escalofrío le recorrió la espalda— algo intentó atacar a quien había visto. Antes de que la cosa lo devorase me desperté.

— Que miedo —dijo este, abrazándose a sí mismo—. Tal vez esa cosa era el asechador del pantano. Yo también estaría asustado si soñase que el asechador se come a alguien cercano.

— Bueno, sí que me dio algo de miedo, pero la pesadilla fue peor por la pelea entre esta persona y yo. Tuvimos una discusión en la realidad, y pensar en ello me duele.

— ¿Discutieron? ¿Fue porque le hiciste daño? —Eclipsa asintió—. Pero te disculpaste, ¿no? —repitió el mismo gesto—. Entonces no está bien que te diga cosas feas. A veces yo también hago cosas que molestan a papá, pero luego me disculpo y él me perdona. Seguro que esta persona también puede perdonarte si en verdad lo sientes. Y seguro que después pueden volver a ser amigos.

La simplicidad con la que Ankir dijo aquellas palabras le hizo recordar Eclipsa cuan diferente se tomaban la vida los niños. Le provocó cierta gracia, a la vez que envidia, que la dulce inocencia del pequeño le hiciera pensar que un perdón arreglaría cualquier cosa. Pero, pese, a su ingenuidad, no podía negar que su gesto estaba cargado de bondad.

— Gracias, Ankir. Tal vez tengas razón. —Dijo aquellas palabras de forma suelta y despreocupada, pero en su corazón sentía el anhelo de creer que estas podrían hacerse realidad.

— Claro que la tengo. Tan solo tiene que darse cuenta de que lo sientes. Pero eso no es lo que me preocupa, sino el asechador. Cuando yo soñaba con algo como él, mi mamá me tranquilizaba diciéndome que me protegería.

— ¿Tu madre? —preguntó la mujer sintiendo nueva intriga al escuchar por primera vez la mención de la madre del chico.

— Sí, ella decía que no importaba que tan mala fuera la pesadilla, ella iría allí para protegerme —aseguró este mirando al agua hacia un punto perdido en aquel estanque—. Ahora ya no duerme con papá y conmigo, pero sigue aquí, cuidándonos.

Eclipsa le dedicó una sonrisa comprensiva al entender lo que ocurría allí.

— Seguro que ella aún está allí para cuidarte.

— ¿No la has visto?

— No, pero tú sí, y eso es lo importante. —Ignoraba cuánta imaginación habría de por medio para que el pequeño pudiese ver a su madre con tal de suplir su ausencia.

— Papá ya me había dicho que aparte de mí y de él nadie más vería a mamá. Así que no sé si ella también podrá protegerte. —Dubitativo, Ankir se cruzó de brazos y frunció el ceño en un gesto de la más pura reflexión infantil—. Ya sé —dijo de golpe, alzando la cabeza—. La próxima vez que tengas una pesadilla, tan solo piensa que yo iré ahí a salvarte. No sé a qué me tendré que enfrentar, pero es mejor estar junto a alguien que luchar solo.

Enternecida, Eclipsa le sonrió al pequeño. Si bien sus palabras no eran aptas para ayudar a un adulto que había sido rechazado por quien más quería, y que intentaba alejarse de la fuente de sus dolores, este había conseguido subirle los ánimos.

— Ves, ahora que has recuperado tu sonrisa tienes mejor aspecto que antes.

— ¿Tú crees? —dijo amigable.

— Puedes apostar que sí.

Compartieron risas momentáneas, mientras los grillos seguían cantando y las ranas nadaban en el agua. Allí, en aquel momento, Ankir se había convertido en un amigo para Eclipsa.

— Gracias, Ankir.

— A ti por hacer comida deliciosa. Pero no te olvides, si te encuentras en peligro o algo, búscame en tus sueños y te ayudaré.

— Eso haré —aseguró esta.

Ambos retomaron sus actividades lúdicas hasta que Arnol despertó y continuaron con la rutina habitual. El resto del día fue casi igual que los otros. Eclipsa aún se notaba afectada, pero Ankir había conseguido aligerar un poco el dolor que le había causado ver a su exmarido en sueños.

Esperó que aquella noche y el resto fuesen tan monótonas como las anteriores con tal de evitar esos sueños. No se sentía con fuerzas para tener que soportar más sus pensamientos autodestructivos.

Al día siguiente estaba caminando por las aguas sin sus botas y con los pantalones recogidos hasta las rodillas. Se estaba dando a la tarea de cazar ranas con nada más que sus manos. Junto a ella estaba Ankir, quien había atrapado a una rana excepcional.

— Mira, lo conseguí —dijo este, orgulloso con algo encerrado entre sus manos.

— Ah, ¿sí? Déjame ver —pidió esta.

El pequeño se le acercó y cuando abrió las manos la rana le saltó en la cara. Sorprendido por esa reacción, Ankir se echó hacia atrás y cayó al agua, provocando que Eclipsa se riese.

— No se vale, me tomó por sorpresa —decía Ankir con un nenúfar (hoja acuática flotante) en la cabeza.

— Creo que se te escapa la rana —señaló esta.

El pequeño giró la cabeza y vio al reptil huyendo, saltando de hoja en hoja.

— Espera, no te vayas —corrió este, persiguiendo a la rana hasta perderse entre los árboles.

Aquello no preocupó a la mujer, pues no era la primera vez que Ankir se alejaba un poco más de la cuenta y luego volvía.

De pronto, Eclipsa notó como la sombra de algo la cubrió. Extrañada se giró para ver de qué se trataba. Comprobó con horror que el trol de pelaje turquesa estaba a tan solo un metro de ella. Instintivamente dio un paso atrás y se quedó paralizada en el sitio.

— Globgor —pronunció, como si esperase que todo fuese una ilusión y que al darle palabras esta se desvaneciera.

— Así que mientras yo estoy sufriendo por el daño que me hiciste tú te pasas el día jugando con un niño a atrapar ranas. ¿Acaso no tienes vergüenza de tu propio comportamiento?

— N-no es así —tan solo de estar frente a él sintió como se le comenzó a formar un nudo en la garganta—. Yo también he sufrido.

— Oh, claro, ya lo veo que has sufrido. ¿Acaso las ranas que cazas te queman la piel hasta querer arrancártela? ¿O acaso el agua que pisas está tan fría que te hace dejar de temblar de rabia e impotencia a temblar de puro y verdadero frío?

— No. Nada de eso —quiso defenderse pese a que el corazón le golpeaba el pecho como un prisionero golpea su celda desesperado por salir—. Yo también he sufrido. También he llorado. Y si me fui no fue para huir de todo, fue para darme la oportunidad de aceptar esto, de hacerme a la idea de que ya no podré amarte. Quiero respetar tu decisión, y quiero que algún día podamos ser amigos —tragó saliva—. Siento todo el dolor que te causé. De verdad que lo siento. Y no sé cómo hacerte saber que digo la verdad, pero espero que algún día puedes perdonarme.

Un tenso silenció se produjo entre ambos. La tensión en el ambiente era tan palpable que uno podría sentir como esta se le pegaba a la piel y le apretaba como la tela de una araña.

— El perdón —repitió el trol—, ¿el perdón? —alzó la voz—. ¿De verdad eres tan engreída como para pensar que te perdonaré por lo que me hiciste? Me traicionaste como a un puto perro al que su amo le da la espalda. Yo lo di todo por ti mientras tú le hacías ojitos a otro hombre. Aunque te sangren los ojos de tanto llorar, aunque se te rompa la espalda de tanto inclinarte en señal de perdón y se te resequen los labios por besar el suelo que piso con tal de convencerme de que lo que dices es verdad, jamás conseguirás el perdón que tanto anhelas. Eso es algo que está lejos de tu alcance. Y la amistad entre nosotros no es más que el pobre desvarío de una mujer que está desesperada por hallar la absolución de sus actos. Pero no, Eclipsa, no hallarás tal absolución. Mereces sentir el dolor. Mereces sentir la desesperación de ser una traidora.

Las palabras de Globgor eran como una garra estrujándole el corazón hasta hacer que las uñas de esta se enterrasen en la carne y la hiciesen sangrar. Eclipsa cayó de rodillas y quiso pedirle que parara, pero, por más que abría la boca, las palabras no le salían.

Globgor le seguía recordando lo atroces que habían sido sus actos mientras los golpes de un tambor de forma pausada. La percusión comenzaba a ser más fuerte e impetuosa a medida que las palabras del trol aumentaban. Una sombra proveniente de lo más profundo del agua apareció del fondo y se aproximó hacia ellos. Con la imagen de dos ojos carmesís brillantes envueltos en vacío oscuro, Eclipsa quiso gritar con todas sus fuerzas para advertir al trol, pero los gritos de rabia e ira de este, sumados al sonido del tambor que no dejaba de sonar no le permitían ser escuchada, hasta que, súbitamente, aquello que estaba en el agua salió del golpe y los engulló a ambos.

Otra vez. Tenía el corazón a mil. Estaban cubierta de sudor frío, y por las marcas en su almohada se percató de que había llorado en sueños. Supo, abatida, que no se libraría tan fácil de aquellas pesadillas.

Aquel día, cuando salió al pantano para estar junto a Ankir, el pequeño se le giró con el rostro enérgico de siempre y, al verla, su expresión cambió a una de lástima.

— No me llamaste para protegerte, ¿no?

No dijo nada, tan solo negó con la cabeza, aún dolida.

El resto de días las pesadillas comenzaron a ser más frecuentes, y tan dolorosas como el primer día, o más. Esto afectaba a la mujer a nivel físico, pues la falta de sueño la volvía menos atenta y más propensa a tener ciertos desvanecimientos espontáneos. Se cortó los dedos un par de veces más, dejó trampas a medio hacer y casi se ahogó por caer en mitad del pantano.

Arnol no pasó por alto el comportamiento de la mujer.

— Será mejor que comiences a ser más consciente, o el día que aparezca el asechador del pantano harás que nos mate a los tres.

— Lo siento. Intentaré ser más atenta —decía esta, llena de culpa.

Pero no importaba lo que hacía, el tormento no cesó. Hasta que una noche algo extraño pasó.

— Vamos, deja de huir y acéptalo de una vez. Acepta que no eres más que una mentirosa, vil y rastrera arpía que se aprovecha de los demás —le decía Globgor mientras ella yacía arrodillada y encorvada con las manos cubriéndose los oídos y con los ojos cerrados.

— Por favor, para —suplicaba entre temblores.

— Tú pudiste haber parado tus propios juegos y ser sincera a tiempo, y no cuando abandoné a mi reino, a mi gente y a todo lo que tenía por ti.

— Para —rogaba, mientras las mejillas le brillaban.

— Nunca podrás librarte de tus acciones porque... —la voz del trol se desvaneció en la nada, y de pronto se hizo el silencio.

Eclipsa seguía temblando y sintió como las manos de alguien la tomaban del torso y la alzaban.

— ¿Qué pasa, hijita, tuviste una pesadilla? —pronunció una voz familiar.

Eclipsa abrió los ojos y no pudo creer lo que veía, pues delante de ella estaba la imagen de su padre. Ahora no era la adulta que todos conocían, sino una pequeña que apenas había entrado a los cinco años de edad. Pese a que ya era algo grande, su padre no había dudado en tomarla en brazos.

Se sintió tan emocionada que no dijo nada, solo se le lanzó al cuello y lo abrazó.

— Oh, veo que si fue un mal sueño. Pero tranquila, ya está bien —aseguró este, acariciándole la espalda con ternura para calmarla.

La ahora pequeña eclipsa dejó descansar la cabeza sobre el hombro de su padre, y se permitió dejarse llevar por la calidez que le transmitía. Sintió el olor a agua salada que siempre desprendía, mezclado con la colonia que utilizaba para disimular un poco el aroma del mar. Le resultaba tan nostálgico.

— ¿Qué ocurre? —dijo otra voz familiar, una voz femenina, pero muy distinta a la de las mujeres que solía escuchar, esta mostraba un tono firme y seguro, y en cierta medida, un tanto intimidante para según quien lo escuchase.

— Eclipsa ha tenido un mal sueño —dijo el hombre.

La pequeña se giró y vio a su madre, quien había entrado a la habitación.

— ¿Es eso cierto? ¿Has tenido un mal sueño? —preguntó esta, con voz firme.

Algo tímida, la niña miró a su madre y asintió dos veces.

— Pero eso es imposible —dijo, tomando a la niña en brazos—. Mi hija lleva mi sangre, y por lo tanto es alguien fuerte y tenaz. Recuérdalo, Eclipsa, eres una Butterfly, no hay nada a lo que no puedas derrotar. Tú crecerás grande y fuerte, y con un poco de entrenamiento tendrás unos brazos tan musculosos como los míos —aseguraba con una sonrisa tenaz que inspiraba confianza mientras elevaba a su hija hacia las alturas con la misma facilidad que una niña levanta a su muñeca.

El gesto provocó que la pequeña se riera. Ya no era una bebé, pero su madre no dejaba de realizar aquellos gestos. En parte porque sabía que le hacía reír, y en parte porque así no dejaba de hacer gala de su fuerza.

El hombre de barba frondosa y del mismo color que el cabello de la niña sonrió enternecido y luego se ajustó el sombrero de marinero.

— Bueno, supongo que esta es una bonita imagen con la que despedirme.

Al oír eso, Solaria bajó a Eclipsa y la dejó descansando en uno de sus fornidos brazos.

— ¿Es hora? —preguntó la mujer con una voz más suave que la de antes.

— Sí, debo irme y preparar el cargamento junto a los míos. Saldremos al amanecer.

— Papá, ¿ya te vas? —preguntó la pequeña, hablando por primera vez en esa noche.

— Sí, cariño, pero no te preocupes, papá volverá —dijo, agachándose un poco para estar a la altura del rostro de su hija.

— ¿Prometes que volverás?

— Sí, hija.

— ¿Y me llevarás a conocer el mar?

El tipo le ofreció una risilla juguetona.

— Claro que te llevaré a conocer al mar —aseguró, acariciando una de sus mejillas blancas con marca en forma de pica—. Cuando crezcas un poco más.

— De acuerdo. Te esperaré —sonrió la pequeña.

— Sé que lo harás. Y cuando vuelva te traeré un regalo —le acarició la cabeza, provocando que esta se riese un poco.

— ¿Y para mí no habrá regalo? —preguntó Solaria, con una sonrisa elocuente.

El marinero le devolvió el gesto.

— Sabes que sí lo habrá.

Este se acercó a ella y le dio un beso que duró lo mismo que una noche entera hasta ver salir el sol, o al menos así lo fue para ellos.

— Cuídate —pidió la reina.

— Lo haré —dijo este—. Haz tu lo mismo también.

— Por favor, son aquellos que están cerca de mí los que deben cuidarse.

— Sabes a lo que me refiero —pronunció con el mismo tono con el que una madre reprocha a su hijo—. Las echaré de menos, a ambas. Las quiero.

Y con aquellas palabras el marinero se fue junto a un grupo de hombres sobre un carruaje en el que llevaban varias cajas con provisiones y herramientas. Y allí, en la puerta del castillo, Solaria y Eclipsa saludaron al marinero mientras el carruaje se alejaba hasta perderse.

Ambas sufrían al estar alejadas del hombre de sus vidas, pero estaban tranquilas, porque siempre volvía con mercancías de otras tierras que enriquecían más a Mewni y que atraían a los curiosos. Sin embargo, aquella vez fue distinta.

Mientras Solaria se hallaba en el patio de prácticas usando una espada de madera para golpear a un muñeco de paja, Eclipsa hacía lo propio con una espada de su tamaño, aunque a veces la sujetaba como si fuese uno de esos laúdes modernos y lo tocaba con fuerza y estridencia.

Un mensajero se presentó en el patio y llamó a su alteza para transmitirle un comunicado.

— Reina Solaria, es sobre el rey Alphonse. Su navío se ha perdido y hace más de tres semanas que no sabemos nada de él. Las autoridades marítimas lo han dado por perdido. Lamento tener que darle tan horribles noticias.

La mujer, envuelta en sudor y respirando con pesadez, dejó caer la espada que sostenía.

Eclipsa abrió los ojos de golpe y se halló de nuevo en su cama, allí en la cabaña del pantano. Había llorado, pero esta vez se sentía algo distinta. El sueño había cambiado, y el sentimiento que tenía era de tristeza, pero ahora también estaba bañado por un matiz de nostalgia y algo de incerteza, pues no comprendía porqué había cambiado de ser una cosa a ser otra.

— Mamá —pronunció Eclipsa en un susurro tan bajo e inaudible como la respiración de un gato.

Desde aquel día, los sueños cambiaron por completo. La imagen de Globgor había desaparecido de sus pensamientos, pero ahora esta era reemplazada por otra imagen del pasado que Eclipsa creyó haber enterrado en lo más profundo de su subconsciente.

Cuando soñaba volvía a tener la piel de una infanta, y andaba por los pasillos en busca de su madre, hasta que la hallaba. Allí, sentada en el patio de prácticas, sentada en uno de los bancos de piedra, se hallaba la mujer. Tenía los brazos apoyados en las rodillas y la espalda encorvada hacia adelante con la mirada fija en el suelo. Su espada de madera reposaba junto a ella del mismo modo que un perro de caza descansa cuando su amo no señala a ninguna presa.

La pequeña sabía que su madre sentía con pesar la pérdida de su marido, pues era bien sabido que las autoridades marítimas eran ilustres en su trabajo, y si ellos no habían conseguido encontrar a papá, entonces nada lo haría.

Pese a tener sus recuerdos de adulta, pese a saber que aquello ya le había ocurrido, al igual que su madre, un gran pesar asoló el corazón de la pequeña Eclipsa. Casi tímida, se acercó a Solaria y la tomó de su vestido de batalla, tirando de él para llamar su atención. La reina giró la cabeza con desgana y la vio.

— Eclipsa —recompuso su postura un poco para hablar con ella—, ¿qué ocurre? —algo en su voz evidenciaba cierta falta de vigor, algo evidente tratándose de Solaria, una mujer enérgica y recia.

La pequeña le lanzó una mirada rápida a la espada en el banco, y luego volvió los ojos hacia la mujer.

— Mamá, practiquemos con la espada —pidió, queriendo hacer algo para estar junto a ella y hacer más ameno el pesar de ambas.

Solaria le dirigió una sonrisa melancólica y desvió la mirada al suelo.

— Lo siento hija, pero mamá está —hizo una pausa para buscar la palabra más indicada— cansada. Busca a alguien del castillo que te pueda guiar en tu entrenamiento.

— Pero mamá...

Solaria apartó la mirada, dándole la espalda a su hija, y Eclipsa vio como una gota cayó encima de la mano de la guerrera.

— Lo siento, hija —pronunció con voz quebrada.

Aquella imagen le destrozó el corazón. Ella, su madre, la gran Solaria, reina de Mewni, guerrera indómita y el terror jurado de todos los monstruos, estaba sufriendo. En la vida Eclipsa había visto a su madre de aquella forma. Siempre la había visto como alguien imperturbable e inamovible. Pero ese día la pequeña Eclipsa comprendió que nadie está exento del dolor que se oculta en el corazón.

— Mamá —pronunció esta con voz temblorosa, pues estaba al borde del llanto. Estiró la mano, buscando aferrarse a su madre, pero cuando le iba a tocar el brazo, este se deshizo como una cortina de humo, y el resto del cuerpo de la mujer hizo lo mismo—. ¿Mamá?

Abrió los ojos encontrándose nuevamente envuelta entre las pieles y apoyada sobre la cama. Aquella noche no había llorado, pero sentía cierta opresión en el pecho. Se llevó la mano donde tenía el corazón y apretó con fuerza. Tras unos segundos, decidió salir un momento a tomar el aire, pese a que a esas horas todos estuviesen durmiendo.

Salió teniendo cuidado de no hacer ruido para no despertar a Ankir. Fue recibida con el cantar de los grillos, el croar de las ranas y el chapoteo de los peses que saltaban en el agua. Como siempre, a esas horas la niebla, tan espesa como el humo, lo cubría casi todo.

Se apoyó en una roca cercana y se sentó para estar algo más cómoda. Intentó pensar en lo que significaba todo aquello. Las pesadillas con Globgor se habían esfumado para dar paso a los sueños con su madre, y la pérdida de su padre. No comprendía por qué. Quizá era su subconsciente queriendo decirle algo. Quizá quería recordarle que su madre no huyó cuando Alphonse desapareció, pues estaba sufriendo por ello. O puede que no hacer nada al respecto se considerase en sí mismo una forma de huir. Lo cual no le dejaba en claro a la mujer si aquello significaba que su madre no había sucumbido al escape, o si era que Eclipsa no había sido la única en alejarse del mundo al perder a alguien.

No sabía qué pensar. Miró al agua, como si allí pudiese hallar la respuesta, cuando algo le llamó la atención:

— ¿Qué haces despierta a estas horas? —preguntó una voz firme desde las alturas.

Eclipsa alzó la mirada y encontró a Arnol sentado en la rama de un árbol, recostado en el tronco y con la lanza descansando en su regazo.

Casi se había olvidado que aquel tipo montaba guardia por las noches mientras ella y Ankir dormían.

— Nada, solo me desperté un momento y quise salir a tomar algo de aire fresco.

— ¿Es eso? ¿O acaso querías ir detrás de un árbol?

— No, no. Tan solo quería salir un momento, solo eso. —Intentó ocultar el pequeño rubor que le produjo la interpretación que Arnol le había dado a su pequeña escapada nocturna.

— Entiendo —dijo este en tono sereno—. Entonces no tendrá nada que ver con tus pesadillas, ¿no?

Sorprendida al ver que el moreno estaba al tanto de la situación, le lanzó una mirada de incredulidad, pues dudaba en si había hablado con él sobre el tema y la falta de sueño no le dejaba recordarlo, o si Arnol era más perspicaz de lo que aparentaba.

— ¿Cómo...?

— Ankir —se adelantó a la pregunta—. Cómo te había visto algo ausente estas últimas semanas, decidí hablar con él, y me comentó lo de tus pesadillas. —El calvo se puso de pie y arrojó la lanza al suelo, clavándola en el fango y luego saltó varios metros lejos de la mujer para no salpicarla. Solo entonces se le acercó—. Quise mantenerme al margen y no preguntarte al respecto, pues no es asunto mío, pero creo que verte aquí por la noche, teniendo en cuenta que has sufrido tantos desmayos espontáneos, me obliga a tomar cartas en el asunto —se recostó en el árbol junto a la roca en la que se sentaba Eclipsa—. Dime lo que te sucede.

Tenía que ocurrir tarde o temprano, pensó ella. Ocultarlo ya no tenía caso. Incluso debería haber dicho algo en el momento en el que la falta de sueño comenzó a afectarle de forma notable.

Resignada, pero algo intrigada por escuchar la opinión del adulto, decidió compartir aquello que la atormentaba.

— ¿Qué sabes acerca de mis pesadillas?

— Poca cosa. Alguien a quien le hiciste daño, una discusión y ¿un encuentro con el asechador, tal vez?

— Sí, no estás mal informado. Pero creo que será necesario concretar un poco. Así que déjame que te explique. —Inspiró profundo y luego dejó salir el aire con calma—. La persona con la que soñé, es mi marido... mi exmarido —dispuesta a ir con la verdad de cara, Eclipsa le contó a Arnol quién era Globgor para ella. Omitió el hecho de que se trataba de un monstruo para evitar explicaciones que no llevasen al caso. Se centró más bien en dejar en claro que se trataba de un hombre al que amaba, pero que los celos y el buen trato de la mujer con Marco provocaron que el matrimonio se rompiese. No entró en detalle en cuán bien se llevaba con el humano, pero dejó en claro que había desarrollado sentimientos por él. Afirmó que aquel era el motivo por el cual había decidido adentrarse en el bosque, sola, con la esperanza de calmar su dolor. Solo entonces pasó a hablar del sueño, de cómo Globgor se le aparecía para decirle que había sido una traidora y una mentirosa, y como aquello que quería dejar atrás volvía a ella para atormentarla—. Y eso es más o menos lo que ocurrió.

— Entonces es por eso por lo que saliste esta noche a tomar el aire. Por otra pesadilla con ese tal Globgor.

— Bueno, últimamente los sueños han cambiado. Dejé de soñar con Globgor, y comencé a soñar con mi madre y la vez que mi padre desapareció en altamar. Nunca volvimos a saber de él. Pero no sé qué significa todo esto. Y la verdad —se llevó una mano al pecho— es que me gustaría poder dejar de sentirme así.

El tipo se quedó callado un momento, reflexionando sobre todo lo que se había dicho.

— Si me lo preguntas, el tema ese de los dos hombres a los que quieres es muy complicado. Yo sé que cuando quieres a alguien solo vez a asa persona y nadie más. Pero cosas más raras he visto en mis años de vida. Lo único que sé es que temas de ese estilo son un misterio para mí. Sin embargo, sé lo que es perder a alguien a quien amas. —Eclipsa se giró hacia Arnol, intrigada—. Hace no mucho perdí a mi mujer, Ladia.

Aquel era el nombre de la madre de Ankir. Ahora lo sabía, pues no había tenido el valor de preguntarle al pequeño acerca del tema.

— Había oído algo. Ankir me dijo que había perdido a su madre. Aunque preferí no preguntar mucho acerca del tema.

— Pierde cuidado conmigo, no es un tema del que evite hablar, pero no por ello se lo cuento al primero que se me cruce. Tan solo pregunta sin tapujos.

— Entiendo —respondió. Se quedó confusa un momento, pues no sabía qué preguntarle al hombre. Quería tomarle la palabra como gesto de buena fe, pero no quería preguntar algo indebido—. ¿Cómo era ella?

Por primera vez, desde que había llegado, vio al moreno sonreír. Era una sonrisa que mostraba una mezcla entre el desafío y la felicidad.

— Ladia era una mujer intrépida, aventurera y tan hermosa como una buena jarra de cerveza después de tres días sin probar gota. Le gustaba divertirse, beber y reír en las tabernas como cualquiera que se respete. Pero también era atrevida, pues me arrancaba de la silla de un tirón y me sacaba de la mesa para bailar juntos. Nos mareábamos tanto que terminábamos vomitando en el medio del lugar —comentaba como si pudiese verse a sí mismo y a su mujer en aquel momento. No hacía esfuerzos por intentar ocultar su risa, pero tampoco hizo un escándalo.

— Se oye como una mujer peculiar —le sonrió—. Parece que te agradaba mucho.

— Vaya que si me agradaba.

Movida por la curiosidad, Eclipsa se atrevió a hacer la pregunta que le rondaba la cabeza.

— ¿Qué fue lo que le ocurrió?

El momento jovial del hombre se le pasó tan rápido como la somnolencia después de mojarse en agua fría. Su expresión volvió a ser la de siempre, y se notó en el ambiente que la conversación había adquirido un tono más serio.

— Fue hace varios meses atrás, en una temporada en la que la única niebla que podías ver por la noche era el humo de la hoguera al cocinar algo en ella. El asechador del pantano apareció e intentó comernos a los tres. Intenté protegerlos, a ella y a Ankir, pero Ladia no me dejó luchar solo, y por desgracias de la vida, el asechador la alcanzó y no fui capaz de impedirlo. —Arnol apretó el puño y entornó la mirada, resignado y dolido.

— Siento oír eso —dijo Eclipsa con voz tranquilizadora.

— No te preocupes, Ankir y yo decidimos cobrarnos venganza y acabar con esa bestia de una vez y por todas.

Eclipsa respetó la idea que tenía Arnol, pero no podía evitar pensar que así solo estaba poniendo en peligro su vida y la de su hijo.

— Arnol, respeto tu venganza, ¿pero no crees que sería mejor abandonar este pantano y buscar un sitio mejor donde vivir?

— No es tan sencillo. Irme de aquí significaría dejar que el espíritu de Ladia vague por este sitio sin descanso.

— ¿El espíritu de Ladia? —preguntó, confundida.

— Sí. En estos lugares los espíritus tienen mayor fuerza, por lo que pueden ser vistos y escuchados por sus seres más cercanos. Y en ocasiones pueden llegar a presentarse ante cualquiera, pero ese no es el caso, porque no has visto a Ladia en ningún momento —se giró hacia la mewmana—, ¿verdad?

Esta negó con la cabeza.

— Entonces lo que Ankir decía era verdad. Él sigue viendo y escuchando a su madre.

— Y te aseguro que puede verse tan real como tú o como yo. Hay quienes dicen que hasta podrías llegar a tocarlos con solo estirar la mano —decía el hombre, llevando su mano adelante, como si la propia Ladia estuviese frente a él—. Pero para mí no fue así —cerró el puño con cierta rabia, y luego lo recogió.

Se podía ver a la legua el dolor que la pérdida de su mujer le había causado al tipo. Si bien este hacía un trabajo magnífico ocultando sus verdaderas emociones, en aquel momento resultaba evidente el pesar de un muerto en su conciencia.

— En verdad lo siento, Arnol.

— No tienes que disculparte por nada. El solo hecho de ayudarnos a atrapar al asechador ya me satisface.

— Pero, debo preguntar, ¿es esto lo que Ladia quiere? ¿La venganza? —preguntó, un tanto consternada por la salud del tipo y la de su hijo.

Arnol se rio por lo bajo, como si estuviese riéndose de algo que no tiene gracia alguna.

— Ladia jamás nos pediría algo así. Desde el primer momento nos dijo que nos fuésemos a otro sitio y comencemos una nueva vida —abandonó un momento el tronco y se aceró a uno de los charcos para verse allí reflejado—. ¿Pero qué clase de hombre sería si dejase al espíritu de mi mujer vagando solo por la eternidad en este pantano? —pisó el agua, provocando que la imagen de este se distorsionara y no se viese con claridad—. No, ella jamás querría que hagamos esto por ella. Pero Ankir quiso hacer esto por su madre, y yo no pude estar más orgulloso como padre al saber que no le importaba tener que vérselas con la bestia que nos arrebató a la mujer de nuestras vidas —admitió, convencido de ello, y girándose hacia la mewmana.

— Parece que has sufrido bastante con la pérdida de Ladia —decía con voz suave y comprensiva.

— No tuve tiempo para ello. No tuve tiempo ni de llorar, ni de sentirme mal por no poder proteger a mi mujer. Tenía a un monstruo rondando la zona, y un niño del que cuidar, así que tuve que dejar de sentirme mal por mí mismo y afrontar lo que estaba ocurriendo en ese entonces. Si me hubiese parado a llorar, entonces podría haber sido atacado en cualquier momento. No. Proteger a mi hijo y prepararme para matar a esa criatura era y es lo más importante para mí.

Al saber eso, a Eclipsa no le extrañó que Arnol fuese de aquella forma, tan rígido y seco, después de todo no había podido darle luto a su mujer al ser obligado a enfrentarse a lo que tenía justo delante.

— Si me lo preguntas, Eclipsa, creo que podrás empezar a vivir con tranquilidad una vez que dejes de lamentarte por lo que hiciste y continúes con tu vida. Supongo que los sueños que tienes solo son una forma de recordarte que hiciste mal, y no sirven para otra cosa que atormentarte. Lo sé, porque yo también tuve esa clase de sueños, solo que estaba demasiado ocupado como para que pudieran importarme.

— Pero, ¿y los sueños relacionados con mi madre?

— No lo sé, tal vez tenga algo que ver con el hecho de que ella también perdió a su marido, pero la verdad es que aún no lo entiendo.

Las palabras de Arnol resultaron ser duras, pero reveladoras. Sí, quizá tenía que dejar de sentir pena por sí misma, pero no sabía cómo, ni por dónde empezar. Tan solo sabía que tenía que hacer algo.

— Bueno, ya es hora de irme a la cama —anunció el tipo.

— Espera, ¿ya toca el cambio de guardia? —dijo, sorprendida al no darse cuenta del tiempo transcurrido.

— Sí. Estuvimos hablando toda la noche.

— Vaya, no me había percatado de ello.

— Puedes dormir un rato si quieres, Ankir estará bien unas horas solo.

— No, no. Estoy bien, tengo algunas cosas en las que pensar.

Arnol solo se encogió de hombros y luego abrió la puerta de la cabaña.

— Arnol —llamó esta, provocando que el tipo se girase—, gracias. Por escucharme, quiero decir.

El tipo resopló con un pequeño atisbo de sonrisa y se despidió con la mano antes de entrar a la cabaña. Tal y como ella lo había pensado, si bien Arnol parecía ser alguien seco y serio, seguía siendo una buena persona.

Aquel día Eclipsa jugó con Ankir con cierta normalidad, cocinó algo ligero y entre los tres pudieron dejar preparadas algunas trampas. Otras ya estaban terminadas, y aún había algunas a medio acabar, pero seguirían con ello otro día.

Esa misma noche, Eclipsa volvió al castillo de Mewni, siendo una niña. La situación, como cabría esperar, había empeorado. Habían pasado dos días de la noticia, y Solaria seguía recluida en su miseria. Pese a que en el reino se estaban produciendo pequeños ataques, ella no movía un solo dedo, y esto obligaba a otras autoridades ponerse en marcha para defender a los atacados.

La pequeña Eclipsa sabía que era inútil intentar hacer que se moviera o reaccionara, pues estaba sumida en su dolor. Le dolía ver así a su madre, pero también le dolía la ausencia de su padre, así que la princesa decidió armarse de valor y aventurarse en el mar para buscar ella sola a su padre. Ya había nadado en grandes lagos y ríos cercanos, así que no creyó que ese tal mar fuese tan diferente al resto de aguas.

Subió a la parte más alta del castillo para ver el camino a seguir. Y lo halló. Allí, al Este, si seguía recto, cruzando el bosque, llegaría hasta el mar en algún momento, y una vez allí buscaría a su padre.

Fue así, que después de la hora de comer, cuando gran parte de la guardia real descansaba, Eclipsa partió hacia la aventura por su propia cuenta. No sin llevar una pequeña mochila con comida, agua y su muñeca favorita.

Como había jugado al escondite con su madre, y Solaria se tomaba muy en serio sus cacerías, tenía cierta experiencia en cómo y por donde moverse para evitar ser vista o llamar la atención.

Sin mucho esfuerzo consiguió llegar hasta la salida del pueblo. Cuando los guardias que resguardaban el puente de la entrada se distrajeron, aprovechó y echó a correr como nunca hasta colocarse detrás del primer arbusto que encontró. Se sentó un momento para recuperar el aire y sonreír con satisfacción al haber traspasado a la guardia real.

Tras recuperarse siguió caminando con disimulo, pero oyó a un adulto llamarla.

— Oye, niña, ¿a dónde vas?

Debía ser uno de los guardias de la puerta que se había girado hacia ella. No lo sabía con seguridad, pero no se giraría para comprobarlo.

Huyó hacia el bosque tan rápido como le fue posible e ignoró todos los llamados de atención del tipo.

— Espera, no vayas... —dejó de escucharlo.

No dejó de moverse hasta que llegó al bosque, donde ya no escuchaba a nadie. Mientras respiraba con pesadez echó una mirada hacia atrás. Nadie. Lo había conseguido, había conseguido alejarse lo suficiente. Ahora solo restaba ir al mar.

Ya menos agitada, Eclipsa hizo ademán de dar un paso, pero el rugido de su estómago la obligó a detener un momento. Decidió parar su aventura para comer un momento y luego continuar.

Se sentó sobre el césped y abrió su mochila. Se había traído unos bollos con crema, los cuales aún seguían calientes, y algunos snookers. Tomó uno de los bollos y aspiró su dulce aroma. Con solo olerlo podía estar segura de que estaba delicioso.

A punto estuvo de llevarse el dulce a la boca, cuando escuchó algo aproximarse. Bajó el bollo y se concentró en aquella cosa que se acercaba. No sabía qué era, pero venía destrozando las ramas a su paso, así que, como mínimo, intuía que era grande. Eclipsa tragó saliva, temerosa de lo que le pasaría. Se escondió entre unos arbustos e intentó no temblar ni hacer ruido.

Al cabo de unos segundos apareció: una criatura que se movía a cuatro patas y cuya piel estaba envuelta en escamas carmesí. Su forma recordaba a la de un mewmano caminando a cuatro patas, pero las traseras eran iguales a las de un canino. El rostro recordaba al de un tigre dientes de sable, y en las patas delanteras tenía garras exageradamente largas. Si no estaba equivocada, aquel tenía que ser un desgarrador sablado.

La criatura buscaba ansiosa algo que comer, cuando halló el rastro que perseguía y caminó hacia Eclipsa. Desesperada, la chica lanzó el bollo a otro lado. El desgarrador lo siguió dando zancadas, y luego lo devoró sin contemplación.

Mientras la bestia se centraba en la comida, Eclipsa aprovechó para lanzar todos los bollos y todos los snookers a varios sitios como cebos. Tomó la muñeca de trapos y abandonó la mochila para correr directa hacia el castillo. Intentó, de todas las formas posibles no hacer ruido, mientras corría, pero los nervios jugaron en su contra. Un rugido provocó que esta volteara hacia atrás. Comprobó con horror que el desgarrador la había visto, y este se lanzó hacia ella sin piedad alguna. Eclipsa gritó y luego echó a correr tan rápido como pudo. El corazón le iba a mil, respiraba con pesadez y las casi no sentía las piernas del esfuerzo. Pero no podía parar, porque tenía aquella cosa detrás. Lo sabía, sabía que estaba ahí, pero no se atrevió a girarse para comprobarlo. Tan solo corrió y corrió.

Hasta que una sombra enorme la cubrió.

El tiempo se ralentizó. Eclipsa no podía gritar. Se giró sin dejar de mover sus piernas y vio a la bestia que estaba a punto de cernirse sobre ella. Pero había algo más: una espada roja y centelleante a punto de caer sobre la bestia.

Eclipsa se tropezó y dio varias vueltas sobre el césped. El sonido de la espada atravesando la carne de la bestia y un grito ahora de esta inundó el ambiente.

Con esfuerzo, Eclipsa se apoyó sobre sus manitas y alzó la mirada, y la vio. Allí, parada frente a ella estaba Solaria, respirando con pesadez, y con su espada clavada en el cuello del desgarrador.

— Mamá —dijo esta, levantándose llena de alegría, pero Solaria se giró y le lanzó una mirada represiva.

— ¿En qué estabas pensando al adentrarte al bosque de esa manera, Eclipsa? —pronunció en tono serio. Mas sus ojos mostraban un deje de tristeza y amenazaban con dejar escapar un par de lágrimas.

Eclipsa temblaba de la vergüenza y de la tristeza, pues siquiera había podido a cruzar el bosque para llegar al mar. Tan solo había conseguido un susto, y preocupar a su madre.

— Lo siento —decía entre temblores—. Vi que estabas triste y que no salías del castillo. Sabía que echabas de menos a papá. Así que quise ir a buscarlo porque yo también lo extraño.

De pronto, la reina cambió su expresión por una de pena, y de inmediato se acercó a ella para abrazarla.

— Lo siento, hija, es mi culpa por haberte descuidado —pronunció, dejando que las lágrimas cayeran por sus mejillas.

— Pero, mami, las dos extrañamos a papá. Él tiene que volver —decía ella, abrazada a su madre y llorando sobre su hombro.

Solaria apretó con fuerza a su hija, y se dejó llevar, hasta que consiguió calmar su propio llanto. Entonces la mujer se separó de la niña para mirarla a los ojos.

— Así es, Eclipsa, ambas extrañamos a papá, pero mamá no ha sido una mewmana responsable. He descuidado a mi gente, y les he fallado como reina. Y te he descuidado a ti, cariño, y te he fallado como madre —admitió, avergonzada y llena de resinación. Pero en su voz había algo más: resolución—. Extraño a Alphonse, pero no puedo permitirme abandonar mis tareas.

— Pero, mamá, tú estás triste.

— Sí, hija, pero hoy he aprendido una lección. Hay veces en las que uno no puede permitirse estar triste si eso significa faltar a nuestras responsabilidades. Me duele no poder darle a Alphonse el luto que se merece. Pero más me duele ver que mi reino me necesita y yo no hago nada —se agachó y se puso frente a ella—. Y más me duele ver que mi pequeña necesita de su madre y yo no me doy cuenta —se puso de pie.

Eclipsa aspiró los mocos que se le salían por llorar y se limpió las lágrimas con su brazo. Todo el paisaje a su alrededor comenzó a difuminarse, y los lugares más alejados se convirtieron en fondos blancos, y todo iba desapareciendo de forma gradual.

— Recuerda esto, hija, habrá ocasiones que en las que estarás triste, pero que no podrás permitirte llorar, porque habrá personas importantes para ti que te necesiten. Cuando un momento así llegue tendrás que ser fuerte para ayudarlos. Sé que podrás hacerlo. Después de todo eres mi hija —pronunció con orgullo—, eres una Butterfly.

Eclipsa miró a su madre, no como una niña, sino con su cuerpo y mente de adulta.

— Sí. Ahora lo entiendo —dijo con alivio en su alma—. Gracias, mamá.

Solaria le ofreció una sonrisa de despedida, y poco a poco se convirtió en humo y se esfumó con el viento. Eclipsa dio media vuelta, dispuesta a irse, y vio a Globgor a cinco metros de ella. Este mostraba un rostro serio, el mismo que le mostró todas aquellas veces que se apareció frente a ella. En otra situación, Eclipsa habría huido, y tenía ganas de hacerlo, pues tan solo verlo le producía una aprensión indeseable, pero no podía dejar que aquella angustia la gobernase. Caminó hacia él, decidida, y lo atravesó, convirtiendo la imagen del trol en un montón de humo que se desvaneció con el viento, justo como lo había hecho su madre.

El paisaje que la rodeaba ya no era más que un lienzo blanco e infinito. Los escasos colores del césped sobre el cual estaba parada estaban a punto de desaparecer. Cerró los ojos por un momento, y cuando los abrió vio que se encontraba en su cama. Se inclinó hacia adelante y se llevó la mano al pecho. Se sentía tranquila, calmada y resuelta. Había llorado, pero esta vez no era como las otras noches. Recordó una cosa, y se acercó al borde de la cama, justo en donde estaba su mochila, y rebuscó en uno de los bolsillos hasta encontrar lo que buscaba. Entre sus manos tenía la tira de cuatro fotos de ella y Marco que se habían sacado en la cabina, aquellas en las que esta tenía su aspecto de adolescente y le hacía cosquillas al humano, solo para acabar riendo entre los dos.

Sonrió para sí, y le dedicó un pensamiento: Te he abandonado cuando más me necesitabas, y lo siento. Pero no te preocupes, porque pienso volver cuanto antes.

Un fuerte estruendo en el exterior sacó a la mujer de sus pensamientos y despertó a Ankir.

— ¡Arriba todo el mundo! ¡Hoy es la noche! —Se oyó venir de fuera.

Ambos sabían de lo que se trataba.

Ankir tomó uno de los cuchillos que tenía cerca y corrió hacia el exterior.

Eclipsa se colocó las botas e hizo brillar sus manos, solo entonces salió, preparada para la lucha.

Allí, en el pantano de encontraba Arnol con la lanza manteniendo a raya a una criatura similar al desgarrador sablado, pero este era diferente. La piel de la criatura era menos acorazada que la del animal en sus sueños. Tenía aletas y branquias, y unos dientes finos y afilados. Era un desgarrador marino.

Aquella cosa era más grande que un caballo, y Arnol estaba teniendo problemas para mantenerla a raya.

Dispuesto a ayudar al adulto, Ankir se lanzó por la bestia.

— No hagas eso, idiota —le gritó su padre.

El desgarrador vio al niño y se preparó para interceptarlo, pero unos proyectiles púrpuras y tan brillantes como las estrellas impactaron en su rostro, provocando que el monstruo se desorientase y atacase a todo lo que tenía cerca.

Aquello le dio tiempo al niño para alejarse, y a Arnol para tomar distancia para arrojar su lanza. La punta de hueso le atravesó la clavícula y provocó que la criatura emitiese un gran chillido de dolor.

Se arrancó el arma de forma violenta, destrozándola, y luego clavó los ojos en todos los individuos allí presentes. Dirigió su furia contra el adulto de piel morena, y saltó hacia él.

En un segundo se produjo un torrente de ataques unilaterales por parte del asechador. Arnol tuvo que moverse como nunca, y cada esquive no era menos que un milagro, pues la bestia era rápida.

Eclipsa atacó una y otra vez con sus proyectiles mágicos para llamar la atención de la bestia, pero esta ignoraba el daño que le causaban.

— Las trampas —gritaba Arnol a duras penas—. Usen las trampas.

— Pero te podrán dar —dijo Ankir.

— Pasé decenas de tardes pensando y haciendo cada una de estas cosas —evadió un zarpazo—. Si alguna me da, entonces dejaré de ser un hombre —pasó por debajo de la criatura—. ¡Sólo háganlo!

Mujer y niño se dividieron y se colocaron justo en donde habían atado las cuerdas que activaban las trampas en los árboles. Arnol guio a la bestia hacia el lugar indicado, y Ankir cortó la primera cuerda. Una bola de estacas cayó como un péndulo del árbol y golpeó en un costado al asechador.

La bestia chilló, pero no se detuvo. No. Siguió y siguió al moreno mientras este corría a todo pulmón.

Mientras tanto los otros activaban todas las trampas posibles. Bolas de estacas, pozos, estacas clavadas en el suelo y troncos colgantes, pero nada detenía a la bestia.

Otro tronco colgante apareció de frente y Arnol se tiró de espaldas al barro y patinó, pasando por debajo de la madera. Pensaron que aquello impactaría con el asechador, pero el condenado dio un salto que lo dejó a salvo del golpe. Iba a atacar a Arnol, pero una red le cayó encima y lo atrapó. La bestia intentó liberarse con desesperación, pero no lo consiguió.

— Ahora vuelve —pronunció el moreno, sonriendo.

El tronco se balanceó devuelta hacia ellos y golpeó al animal de cara, enviándolo unos metros hacia atrás, donde cayó y dejó de moverse.

Ahora que estaba fuera de peligro, Arnol se puso en pie y comenzó a respirar con bastante brío. Estaba cansado, se le veía en el cuerpo y en la expresión de la cara.

— Bien hecho —dijo Eclipsa.

— Ustedes también —respiró—, lo hicieron bien.

— ¿Derrotamos al asechador, papá? —preguntó Ankir, emocionado.

— No. Tan solo lo hemos atontado. Rápido, dame algún cuchillo. Voy a cortarle el cuello a esa cosa antes de que —no pudo terminar la frase, pues el grito de la bestia lo interrumpió.

El asechador se puso en pie, de la forma que pudo, y comenzó a abrir la red usando los dientes.

— Chicos, ¿cuántas trampas nos quedan? —preguntó Arnol sin despegar la mirada de la bestia.

— Solo nos queda una —informó Eclipsa, también sin dejar de observar a la bestia.

— ¿Acaso es?

— Sí, es esa.

Hubo un segundo de silencio que pareció durar una eternidad.

— De acuerdo. Huiré a la cabaña, ustedes manténganse a alejados. Y más les vale estar preparados para recibir la señal. La usaremos.

El asechador de pantano se liberó, y como si nada hubiera pasado, se lanzó por Arnol.

Tal y como había dicho, el tipo se metió en la cabaña, y la bestia lo siguió sin titubeos.

Mujer y niño rodearon la cabaña mientras Arnol se escondía en su interior. El animal no dudó en lanzarse como un condenado por el humano, hasta estamparse contra el marco de la puerta, asomando la cabeza por el hueco. El moreno se mantuvo atrás, mientras que el asechador embistió una y otra vez contra el marco.

— ¿Dónde está la cuerda? —preguntó Eclipsa.

— Ahí —señaló el niño.

Atada a la rama de un árbol se podía ver la cuerda a la que Eclipsa se refería. Esta era tan gruesa como el brazo del niño.

— Necesitaré darle con fuerza si quiero cortarla —dijo esta—. Ankir, quédate cerca de tu padre, y cuando este dé la señal, me avisas.

— De acuerdo —gritó este y torció el rumbo.

Eclipsa se colocó cerca del árbol y comenzó a concentrar magia en sus manos. Ankir se situó junto a la ventana que daba a la cocina. Su padre lo vio de reojo desde dentro y le preguntó qué hacía ahí con tan solo una mirada inquisitiva. El niño apuntó a la mujer, y luego Arnol asintió.

Los golpes aumentaban, y la madera crujía, el marco ya se había torcido bastante, tanto como para tumbar todo lo que había en las estanterías. El último golpe casi rompe por completo el marco. Arnol supo que el siguiente sería el definitivo. Alzó una mano abierta y esperó.

El asechador cargó, esta vez más enfurecido que las otras, y antes de que llegase a la puerta, Arnol cerró el puño.

— Ahora —gritó el pequeño.

Eclipsa abrió los ojos, los cuales desprendieron magia, y luego lanzó un rayo que destruyó la rama, fulminó la cuerda y le hizo una marca de quemadura al árbol. De las alturas un enorme tronco con la punta tallada cayó como si fuera un péndulo.

— ¡Apártense! —gritó Eclipsa.

Ankir se quitó de en medio y se cubrió la cabeza.

En el interior de la cabaña la bestia atravesó el marco y se lanzó por el tipo. Arnol la esquivó, mas las garras de esta le arañaron el pecho. El asechador atravesó la ventana con la cabeza, y cuando vio hacia adelante, un enorme tronco en punta destruyó la ventana y se llevó consigo a la criatura. En un solo movimiento el animal fue echado de la cabaña, la cual fue medio destruida por el impacto.

Los tres se juntaron en torno al tronco que había golpeado al asechador, solo para ver como este partió a la criatura desde la cabeza hasta el torso.

Habían vencido.

Padre e hijo se abrazaron y derramaron lágrimas de felicidad.

— Lo conseguimos, papá, lo conseguimos —dijo Ankir.

— Lo sé, hijo, ahora Ladia podrá descansar en paz.

Eclipsa vio la escena con infinita ternura. Después de tanta preparación, finalmente lo habían conseguido. Un destello de luz solar iluminó al padre y al hijo, como si el propio sol les concediera un momento de tregua. Tal vez fue por la falta de sueño, o por el cansancio, pero Eclipsa creyó ver de forma muy difusa la imagen de una mujer rodeando con sus brazos a los dos varones. Por desgracia, no pudo asegurarse de ello, pues de un segundo a otro se desmayó.

Se despertó en la cama al cabo de un rato. El techo de la cabaña estaba destrozado, y todo estaba tirado por el suelo, su mochila seguía estando en buenas condiciones, y la cama también.

Para entonces ya era de día, pues la niebla había desaparecido, pero los dos varones que recordaba no estaban ahí. Se levantó para buscarlos, pero no los halló. Sin embargo, halló algo que le llamó su atención. La cabaña parecía bastante más antigua y derruida de lo que recordaba, como si el tiempo y la humedad hubiesen arruinado la madera. Algo extraño, pues hasta hace tan solo unas horas todo estaba bien. Destruido, pero bien.

Aunque eso no fue lo que más le llamó la atención, sino el cadáver del asechador. Aquello no era más que un esqueleto viejo y consumido, el cual estaba atravesado por un tronco que ya estaba envuelto en moho, y hasta le habían salido flores.

Eclipsa se sintió muy extrañada, hasta que sintió el viento pasando junto a su oreja, como si se tratase de un susurro. Entonces recordó las palabras de Arnol: Y en ocasiones pueden llegar a presentarse ante cualquiera. La mujer sonrió, y tras un rato preparando sus cosas, partió de regreso al reino trol con una mirada llena de decisión.

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Bueno, el capítulo de esta semana me quedó algo más largo de lo que esperaba, pero tal vez crea, al igual que yo, que valió la pena. Me entretuve bastante escribiendolo, y me gustó meter a los personajes de Solaria y Alphonse para entrar un poco más en el transfondo de la niñez de Eclipsa. En verdad espero que lo hayan disfrutado tanto como yo.

Sí te gustó el capítulo escríbeme un comentario, el que sea, sin importar que estés leyendo esto después de uno o dos años de su publicación, pues me encantar leer a mis lectores.

Gracias por el apoyo, y nos vemos en la próxima ocasión.

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