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Capítulo 36: Asechada

A veces, lo mejor que podemos hacer para seguir adelante es olvidar.

— Anónimo

Amaneció sintiendo el frescor de la mañana en las mejillas y la humedad del rocío en los muslos. Como había pasado el resto de la madrugada del día anterior caminando por el bosque hasta el amanecer no había tenido que soportar el clima. Solo se había limitado a andar de un lado a otro y comer lo que traía consigo. Sin embargo, esa mañana Eclipsa sintió el frescor de las primeras horas del día, minutos antes de que el sol saliera. Por suerte, se había llevado consigo una piel de animal que la cubría bastante bien del frío, exceptuando el rostro y las partes que tocaban el suelo.

Sacó las manos del ovillo que había formado con la piel del animal y se frotó las mejillas para calentarlas un poco. Se puso de pie y luego se palpó el coxis. Tendría que encender un fuego para secarse la ropa luego. También tendría que conseguir comida y, a ser posible, un lugar que habitar.

Enrolló la piel hasta y luego la ató. Solo entonces echó a andar en busca de agua y comida. No pasó mucho hasta que encontró un pequeño estanque de agua limpia con la que rellenar la cantimplora. En cambio, para encontrar algo que comer pasaron un par de horas hasta que dio con un manzano. Se le iluminó el rostro al ver aquellos frutos carmesís y no pudo evitar sonreír al degustar uno de ellos. Se guardó unos cuantos para el resto del viaje. Se permitió sentarse a descansar y comer con tranquilidad, pues ya se le habían secado los muslos.

Mientras descansaba pensaba en lo que haría después. Se percató de que eso la estaba ayudando a distraerse, pues como tenía que pensar sola y únicamente en su supervivencia no tenía mucho tiempo de pensar en otras cosas.

Pasó el resto del día buscando un refugio en el cual pasar la noche, y quizá hacer del mismo su lugar de hospedaje hasta que decidiera volver al reino trol. Sin darse cuenta, la noche la alcanzó y cubrió el bosque de un manto oscuro. A medida que avanzaba se iba adentrando en una zona nebulosa, pues se comenzaba a hacer más difícil ver nada. Aquello podía ser peligroso, pero por el momento había conseguido evitar a las bestias hostiles de los alrededores y continuar su viaje sin mayor problema, así que optó por seguir haciendo lo mismo, pese a la niebla.

A cada paso que daba notaba que aquel sitio estaba envuelto en un aura extraña y misteriosa. De pronto ya no escuchaba los sonidos de los animales, tan solo el viento susurrando entre las ramas, casi se podía llegar a escuchar palabras de este, cosa que inquietó un poco a la mujer.

Chasqueó los dedos y un orbe de luz apareció sobre su mano. La colocó delante y la usó a modo de faro. Ya comenzaba a sentirse cansada de tanto caminar, pero aún tenía la esperanza de encontrar algún sitio en donde hospedarse.

Se detuvo en seco un momento porque comenzó a escuchar sonidos de ramas rompiéndose. Algo estaba corriendo por los alrededores, y fuera lo que fuera, se estaba acercando. Eclipsa mantuvo la luz en una mano mientras que en la otra preparó un hechizo para atacar a lo que intentase atacarla a ella.

No llegaba a ver nada por la niebla, pero sabía que estaba cerca.

— Papá —escuchó a lo lejos. Eso confundió un poco a la mujer, quien no pudo evitar bajar un poco la guardia—. Papá —se volvió a escuchar, esta vez más cerca—. ¡Papá! —gritó un niño que salió de entre los arbustos.

Este iba descalzo con nada más que un taparrabos de piel como vestimenta. Su pelo era oscura o desbarajustado, y tenía toda la piel llena de barro y tierra. No tendría más de ocho primaveras.

Al verla, se quedó quieto, como si no esperase verla a ella.

— ¿Estás bien? —preguntó Eclipsa, eliminando el hechizo de ataque.

El chico miró hacia atrás con desesperación y luego la miró a ella. Dudó por unos instantes, pero luego corrió hacia esta.

— Apaga eso. Apágalo —dijo con notable preocupación, moviendo las manos de un lado a otro para apagar la luz como si se tratase de una fogata.

Al final el chico consiguió disipar la luminosidad que Eclipsa había creado y luego volvió a mirar hacia atrás.

— Tranquilo. ¿Qué ocurre? —preguntó esta, queriendo calmar de alguna forma al pequeño.

— No hay tiempo, hay que escondernos antes de que nos encuentre —tomó a la mujer de la mano y tiró de ella—. Ven, sígueme.

El pequeño miró a varios sitios y luego se movió con decisión, llevándose a la mujer consigo. El terreno comenzaba a ser húmedo, pero el chico se movía con decisión.

— Aquí, salta —indicó, y no le dio tiempo a la mujer de pensárselo, porque al saltar se la llevó consigo.

Al caer, el chico tiró de ella y la llevó hacia atrás, cubriéndose bajo un pequeño saliente de tierra que no mediría más de metro y medio. La tierra de allí estaba húmeda y se veía varias raíces sobresaliendo de la tierra que tenían sobre sus cabezas.

— No hagas ruido, o nos encontrará —advirtió el niño en voz baja.

— ¿Quién nos encontrará? —quiso saber ella, imitando el tono de este.

Él se la quedó mirando un momento y luego dijo:

— El asechador del pantano.

Tras soltar aquellas palabras, los dos oyeron como algo se les acercaba. El sonido de las pisadas y la respiración de aquella criatura le indicó a la mujer que esta debía tener un tamaño considerable.

Eclipsa sintió como el niño a su lado se aferraba a su brazo con fuerza, cosa que le provocó un encogimiento del corazón.

— Tranquilo. Quizá entre toda esta humedad no nos pueda oler —intentó calmarlo.

— No, no puede oler bien, pero puede ver las fuentes de calor. Me lo dijo mi padre —explicó este.

El sonido se hizo mucho más próximo, como si el asechador estuviese justo encima de ellos. Pese a su cercanía con los monstruos no pudo evitar que el corazón se le acelerase y su cuerpo entrase en calor. El niño junto a ella se le pegó aún más y cerró los ojos.

Un movimiento hizo que algo de tierra cayera sobre sus cabezas. Por el borde de la tierra, justo arriba, Eclipsa vio las garras de la criatura, sujetándose con firmeza al único sitio que los separaba.

Tenía que hacer algo.

Cerró la mano y luego creó otra esfera de luz como la de antes. Aquello hizo que el chico abriese un poco los ojos para después ponerlos como platos.

— ¿Qué haces? Nos verá —dijo, alarmado, pero tan bajo que hasta un gato sería más ruidoso que él.

— Tengo una idea —aseguró ella.

Eclipsa movió la esfera de luz hacia aún lado y luego la lanzó hacia el contrario, haciendo que esta se metiera entre la niebla. Al instante de alejarse, aquella cosa que los asechaba salió disparada tras la luz mágica.

Tanto la mujer como el niño asomaron la cabeza y comprobaron que la bestia se había ido bien lejos. Solo entonces se relajaron un poco y se permitieron respirar una vez más.

— Que truco tan genial —comentó el pequeño—. ¿Cómo lo hiciste?

Eclipsa le obsequió una sonrisa juguetona y luego respondió:

— Magia.

— Oh, así que puedes hacer magia —dijo con los ojos brillantes de la ilusión—. A lo mejor tú nos puedas ayudar a papá y a mí. Ven, te llevaré a mi casa para que papá te conozca.

La actitud enérgica del pequeño casi se le contagió. Sonrió con gusto y luego se puso de pie.

— De acuerdo, iré contigo. Por cierto, ¿cuál es tu nombre?

— Ankir —respondió tan animado y cantarín como el silbido de un pájaro.

— Mucho gusto, Ankir. Yo me llamo Eclipsa.

— Nunca había escuchado ese nombre. ¿De dónde vienes muchos se llaman así?

— Bueno, no. Pero hay nombres similares e igual de extravagantes que los míos.

— Genial.

Durante el trayecto, Ankir le fue contando a Eclipsa que él y su padre perseguían al asechador del pantano para acabar con él. Le explicó que él y su padre vivían en una cabaña en el pantano, y que hacía un tiempo el asechador había aparecido para perturbar su paz, y ahora estaban pendientes día y noche por si este volvía para atacarlos.

A medida que Ankir hablaba, Eclipsa se percató de que la zona comenzaba a estar repleta de barro, charcos y estanques. También veía árboles que sobresalían del agua y cuyas hojas recordaban al aspecto de la ropa mojada al secarse, pues, más que crecer de las ramas, parecían que colgaban de estas.

Cuando se quiso dar cuenta tenían a unos cincuenta metros una cabaña situada en un montículo de tierra rodeado por aquellos cuerpos de agua. Frente a ella estaba parado un hombre de piel tostada, cabeza rapada, cicatrices en el pecho y tatuajes en los brazos. Tan solo vestía con unos pantalones de cuero raídos en los extremos, y portaba una lanza con punta de hueso que sostenía con firmeza mientras miraba a su alrededor, cual vigilante.

— Mira, ahí está mi papá —dijo Ankir, señalando al hombre de aspecto intimidante—. Vamos —animó este, dando dos pequeños saltitos antes de correr hacia él—. No pises el agua, o te podrás caer dentro.

Eclipsa sonrió y siguió los pasos del muchacho.

— Papá —exclamó el pequeño.

El tipo que se mantenía de pie giró la cabeza y vio al niño correr hacia él. Cuando se situó delante de suyo, inclinó una rodilla para estar a su altura. Lo miró con severidad.

— Ankir, te dije que no te fueras solo, o el asechador podría atraparte —le dijo con seriedad.

— Lo sé. Lo siento. Pero el asechador no me atrapó.

— Espera, ¿acaso te estuvo persiguiendo? —inquirió, acentuando más su expresión de enfado.

— Sí, pero ella me ayudó a burlar al asechador —señaló a Eclipsa, quien ya casi estaba por llegar hasta ellos.

El adulto clavó la mirada en la mujer, se puso de pie y colocó a Ankir a su espalda.

— Hola —dijo alegre la mujer.

— ¿Quién eres y qué haces en este pantano? —preguntó con cierta rigidez.

— Oh, perdón, no me presenté. Me llamo Eclipsa, y estaba paseando por el bosque cuando me encontré con tu hijo. Lo estaba persiguiendo el asechador del pantano.

El hombre echó una pequeña mirada hacia atrás, desde donde el pequeño miraba a Eclipsa.

— Así que viste a la bestia que nos asecha —comentó—. Ankir dice que lo ayudaste a escapar de él. ¿Qué fue lo que hiciste para burlar a una cosa así?

La mujer creo una esfera de luz frente a ella y provocó que el tipo de la lanza abriera los ojos, intrigado.

— Utilicé esto para alejarlo de nosotros como si se tratase de un perro persiguiendo a una pelota.

— Te lo dije, ella puede ayudarnos a atrapar al asechador —comentó Ankir.

Las palabras del niño ayudaron a convencerlo, pero no faltó una última mirada estudiosa que evaluó a la mujer.

— De acuerdo, Ankir, dejaremos que nos ayude —al oír sus palabras el niño saltó en un festejo de alegría y jolgorio, cosa que provocó una ligera sonrisa en el rostro del hombre. Luego tornó a su expresión seria y clavó la mirada en Eclipsa—. Entiendo por tu situación que buscas un lugar donde dormir.

— Así es.

— Puedes quedarte con nosotros —señaló a la cabaña con la cabeza—. Ven.

Este dio media vuelta y abrió la puerta. Ankir pasó por debajo de él y corrió al interior. Luego lo siguió su padre, y luego Eclipsa.

Aquel sitio no era mucha cosa. Consistía en dos camas, una más grande y ancha que la otra, una cocina de piedra que hacía a su vez de chimenea y que tenía una fogata calentando el lugar, y un mueble con frascos y cuencos varios con algunas vayas, plantas y pescados. Además de algún recambio de ropa y armas varias hechas con madera y roca o hueso. No era un sitio muy grande, pero era mejor que dormir a la intemperie.

— Dormirás en la cama de Ankir —le dijo, señalando a la cama más pequeña de ambas. La mujer sola cabía a la perfección, así que no iba a quejarse, y aunque no fuese de su tamaño tampoco se habría quejado—. Ankir, tú dormirás en la mía —dijo con firmeza, cosa que alegró al pequeño—. Mañana te explicaré el modo en el que trabajamos aquí —se dirigió a Eclipsa—. Por lo pronto, solo necesitas saber que, si en algún momento te despierto, debes estar lista para enfrentarte a lo peor.

— ¿Tú no dormirás? —preguntó, intrigada.

El moreno negó con la cabeza.

— Yo hago las guardias por las noches. Mañana, después de la hora de comer, te lo explicaré todo.

— De acuerdo —dijo la mujer, dejando la mochila a un lado y tomando lugar en la cama que se le dispuso—. Gracias por la hospitalidad. Espero no ser de mucha molestia.

El tipo le quitó importancia con un gesto de la cabeza y se dispuso a salir.

— Espera, ¿cómo te llamas? —preguntó ella, provocando que el hombre se girase.

— Arnol —soltó sin más—. Descansen.

Arnol se fue por la puerta y cerró tras de sí.

Sin mucho esfuerzo, Eclipsa consiguió dormirse en cuestión de segundos, a pesar de que Ankir seguía hablándole de algunos de los insectos con los que jugaba en el pantano, y como se los llevaba a los sapos que vivían debajo de las raíces de los árboles.

A la mañana siguiente Arnol los despertó dando un par de golpes en una piedra de suelo con el extremo opuesto de su lanza.

Ankir se apoyó sobre sus manos y sacudió la cabeza, luego salió de la cama de un salto, y tomó la lanza de su padre antes de salir.

Aquella reacción le hizo preguntarse a Eclipsa de dónde conseguía el chico sacar tanta energía.

Arnol se acostó en su cama sin decir nada, dando la impresión de que, con solo apoyar la cabeza en aquellos trozos de tela, fue capaz de conciliar el sueño.

Como nadie le había dicho nada, Eclipsa no sabía si tenía que hacer algo o si tenía que hacerle compañía al niño.

— Puedes seguir durmiendo si estás cansada. Si no, acompaña a Ankir y asegúrate de que no se meta en líos —dijo el tipo sin girar la cabeza.

— De acuerdo. Yo me encargo —respondió para no ser grosera.

El tipo no le contestó, pero Eclipsa no esperaba respuesta, pues sabía que seguramente estaría cansado, así que lo dejó tranquilo.

Al salir vio el pantano de una forma muy distinta a como lo había visto anoche. Los rayos del sol iluminaban las aguas del lugar y le otorgaban a la zona un aire más agradable y acogedor. La niebla que anoche todo lo cubría se había esfumado por completo. Y la temperatura resultaba agradable. Era como si aquel fuese otro sitio.

Vio al niño corriendo en el barro de un lado a otro. Cuando se giró y la vio corrió hacia ella. La tomó de la mano y se la llevó consigo para mostrarle sus lugares favoritos, los cuales consistían en piedras en donde se ocultaban insectos y gusanos, y las raíces húmedas en donde habitaban las ranas y sapos del lugar. Al menos los que estaban cerca de la cabaña, pues en ningún momento el pequeño se alejó más de la cuenta. Pese a su actitud infantil, este nunca soltaba la lanza de su padre, y cada tanto giraba la cabeza para comprobar que nada extraño le pasaba a la cabaña, como un paranoico que vigila sus cosas para que nadie se las robe. Aquello le dio al chico un contraste contrario al que Eclipsa había interpretado la primera vez.

Se pasaron el resto de la mañana jugando y pescando, hasta que el padre se despertó poco después del mediodía. Por la expresión en su rostro daba la impresión de estar tan fresco como anoche cuando lo vio, pero las bolsas debajo de sus ojos decían lo contrario.

— ¿No ha ocurrido nada fuera de lo usual? —preguntó a su hijo.

— No, papá —respondió este, entregándole la lanza.

— Muy bien.

Eclipsa se fijó en el aire de respeto y severidad que se respiraba en el ambiente cuando Arnol se mostraba. Pese a que Ankir seguía siendo tan enérgico como siempre, se notaba a la legua que este seguía todas y cada una de las indicaciones de su padre.

El tipo se giró un momento y se percató de que lo estaba mirando. Así que le dedicó una sonrisa agradable y luego lo saludó.

— Buenos días.

En el rostro del tipo se podía percibir la imagen de la extrañeza, pero al cabo de unos segundos respondió.

— Hola. —Y luego volvió la mirada hacia adelante—. Tenemos que salir a buscar algo de comida. Tenemos un poco en casa, pero no podemos quedarnos sin provisiones —miró a Eclipsa—. ¿Sabes cocinar?

— Emmm, sí —respondió un tanto dubitativa. Carraspeó su voz y luego intentó reafirmarse—. Sí, sí que sé. No mucho, pero algo sé.

— Perfecto, si vas a estar en nuestra casa entonces nos vendrá bien que la cuides mientras buscamos comida. Si algo ocurre toma todo lo que se pueda usar como arma y espéranos bajo aquel árbol de allí —señaló al árbol más grande del pantano—. Si no llegamos para cuando la comida esté lista, no nos esperes, tan solo déjanos lo suficiente para matar el hambre.

— Claro, haré lo que pueda —aseguró esta, extrañada por la actitud tan firme y a la vez tan despreocupada de Arnol. Si bien se le notaba ser una persona taciturna y concienzuda, la forma en la que se comportaba con ella, tan natural y tan suelta, la hacía sentirse confundida, pues seguía siendo una completa extraña para ellos.

— Ankir, vamos. A ver si conseguimos algún pescado.

— Llevaré el cuchillo para sacarles las tripas y usarlas de cebo. Adiós, Eclipsa —saludó este con rostro animado.

Ambos muchachos se fueron, dejando sola a la mujer.

Se metió en la casa y comenzó a buscar cosas con las que preparar algo sencillo, a ser posible.

Entre los muebles encontró algunos hongos, imaginaba que comestibles, pescado colgado y alguna roca de sal. Pero, aparte de eso no encontró mucho más. Alguna que otra hoja que serviría para hacer té, quizá. Aunque nada que le ayudase mucho.

Mientras rebuscada dio con un collar sencillo hecho con un hilo de cuero dos colmillos y una concha en medio de estos. No parecía propio de ninguno de los dos varones que vivían allí llevar un accesorio como aquel. ¿Acaso había alguien más allí? ¿Una mujer, tal vez?

Sintió que se estaba metiendo en asuntos que no le correspondían, así que dejó de lado aquel objeto y volvió a su labor culinaria.

Se decidió por hacer un estofado de hongos y pescado. Le echaría sal y algunas hojas para darle sabor. Y le dejaría una manzana cada uno. Aún le quedaban cuatro, así que ya vería qué hacer con la que sobrase.

Tomó algo del agua que había en un cubo junto a la cocina y la vertió en una olla que tenían, la única, a parte de un sartén. Dejó calentando el líquido mientras cortaba algunos hongos.

Aquella situación, después de todo lo ocurrido hasta ahora le parecía un tanto surrealista. Estar haciendo algo tan sencillo y común como cocinar. Tanta conmoción, tantas cosas importantes sucediendo en esos tiempos, pero ella había conseguido escapar un momento de todo ello para calmar su dolor.

Detuvo el cuchillo que estaba a punto de cortar un hongo, y volvió a su mente en recuerdo doloroso de su ruptura. Una de las cosas que le hubiese gustado hacer una vez con Globgor era cocinar algo juntos, no le importaba el qué, tan solo quería vivir la experiencia de compartir algo tan común y tan sencillo como estar los dos juntos en la cocina.

Le hubiese encantado... si tan solo los acontecimientos hubieran sido otros.

Aunque nunca llegó a saber si a Globgor le gustaba cocinar. En cambio, a Marco se le daba bastante bien, pues recordó aquella vez que le hizo nachos caseros. Estaban bastante buenos.

Dibujó una sonrisa pequeña y melancólica, casi imperceptible. Se preguntó cómo estaría Marco ahora mismo.

Una súbita descarga de dolor la hizo volver a la realidad y dejar de lado esos pensamientos. Se había cortado. Al instante se llevó el dedo a la boca y se chupó la sangre.

Tenía que despejar la mente y dejar de pensar en esas cosas. Al fin y al cabo, para eso se había ido al bosque, para no pensar en su reciente dolor. Decidió que dedicaría todo su tiempo a realizar tareas o actividades, fuesen las que fuesen, con tal de mantener su mente ocupada y distraída.

Después de un buen rato los muchachos llegaron y Eclipsa ya tenía la comida lista para servir. Casualmente había hallado tres cuencos en donde verter el caldo, y los había dejado listos para cuando los hombres volvieran.

— ¡Estamos en casa! —anunció Ankir extendiendo los brazos al entrar.

— Me alegro de que estén bien. ¿Consiguieron comida...? —Eclipsa calló cuando se fijó en la apariencia del pequeño, este tenía una gran cantidad de larvas que se arrastraban y estiraban a lo largo y ancho de su cuerpo—. ¿Qué son esos insectos?

— Comida para otro día —respondió Arnol dejando cuatro peces en uno de los ganchos de la cabaña. Luego tomó un frasco y un cuchillo—. Ven, Ankir, trae las larvas —indicó este con el cuchillo a punto y el frasco destapado.

Utilizando la parte sin filo de la hoja fue quitando, una por una, las larvas del chico y las guio hacia el frasco. Ankir intentaba no moverse mucho, pues el roce de la hoja le producía cosquillas y lo hacía temblar todo el rato.

— Bueno, supongo que han de ser similares a los caramelos gomosos que hay en el reino —dijo la mujer.

— ¿Los qué? —preguntó el pequeño.

— Nada —hizo un gesto con la mano para quitarle importancia—. Hice estofado de hongos y pescado con algunas hierbas.

Arnol le echó un vistazo rápido sin descuidar la piel de su hijo.

— Hay bastante. Sobrará para la noche. Eso nos ahorrará trabajo. Bien hecho —sentenció sin más.

A pesar de que el gesto del moreno resultase insípido, Eclipsa pensó que lo decía con toda la buena fe que podía dar.

— Espero que les guste. Iré sirviendo —dijo, tomando uno de los cuencos y vertiendo un poco del caldo en ellos.

El pequeño se quedó mirando los cuencos por un momento con expresión indescifrable.

— Papá —señaló a la cubertería de madera.

— Está bien, Ankir —aseguró Arnol.

— ¿Pasa algo? —preguntó la mujer.

— No es nada. —Le quitó la última larva y cerró el frasco utilizando una tela, solo para dejarlo en uno de los muebles—. Comamos.

El estofado resultó agradable, no era lo mejor que había probado en su vida, pero al menos el sabor no era insípido.

Después de comer, los tres se sentaron cerca de la cabaña. Arnol le había dicho a la mujer que le explicaría la forma en la que se organizarían. Mientras que lo hacían, cada uno le sacaba punta a un palo.

— Es simple, cada día trabajaremos de la misma forma. Ustedes dormirán por la noche y yo lo haré por la mañana. Cuando los tres estemos despiertos dedicaremos el tiempo a recolectar alimentos suficientes para un par de días. El resto del tiempo lo dedicaremos a preparar trampas para atrapar al asechador. Eclipsa, ¿sabes preparar trampas?

— Hace tiempo que no lo hago, pero mi madre me enseñó un par de cosas hace mucho tiempo.

— De acuerdo. Sea el caso que sea, haremos las trampas entre todos. Aun así, no podemos confiar en que las trampas nos salvarán —dejó un palo que ahora era más bien una estaca a un lado y se puso de pie—. ¿Puedes defenderte sola?

Eclipsa sonrió, dejó el cuchillo y su estaca a un lado y se puso de pie. Apuntó con su mano a una roca que estaba a unos diez metros y luego disparó una descarga purpura y luminosa que estalló al impactar contra la roca, dejando una marca similar a la que habría dejado una explosión pequeña. No destruyó ni agrietó el mineral, pero sin duda era un arma a tener en cuenta.

Ankir abrió los ojos como platos y dejó caer lo que tenía en la mano. Arnol alzó una ceja y dio un silbido que duró cinco segundos hasta decaer y apagarse.

— Desde luego puede hacer algo más que crear unas simples luces.

Eclipsa rio de forma moderada, llevándose una mano a los labios.

— Tengo mis trucos.

— Hazlo otra vez —pidió el pequeño lleno de emoción.

Aquella reacción alegró a la mujer, que estuvo dispuesta a realizar la petición del niño, pero cuando volvió colocar la mano para disparar, Arnol apoyó la suya sobre la muñeca de la mujer, indicándole que la bajara.

— No, Ankir, eso no es para jugar, es para defenderse, igual que la lanza.

— Oh, de acuerdo —dijo Ankir con voz desilusionada, y volvió con las estacas.

— Está bien, no me importa disparar un misil mágico otra vez —aseguró esta.

— Evita usarlo a menos que sea necesario. Con verlo una sola vez me basta para saber que podemos tenerte en cuenta para luchar.

Eclipsa sopesó las palabras del moreno. Si bien su actitud le resultó un tanto, sobre protectora, respetaba la forma en la que criaba a su hijo, pues no parecía que lo tratase mal.

— De acuerdo.

El hombre asintió y luego se sentó en el mismo sitio que había ocupado antes para seguir afilando aquellas puntas.

Después de aquella charla, el resto de días transcurrieron de forma similar a aquel. Por la noche, cuando la niebla y el frío gobernaban el pantano, Arnol se quedaba fuera y hacía guardia. Y por las mañanas Eclipsa y Ankir se encargaban de cubrirlo. Cuando Arnol se levantaba iba a buscar comida con su hijo, ya fuese fruta, insectos o pescados. Los días que no recolectaban comida se dedicaba a buscar rocas, madera y corteza de árbol en tiras, con las cuales luego confeccionaban cuerdas por la tarde.

Pasase lo que pasase, siempre había alguien cuidando la cabaña, pues nunca se despegaban de ella.

Los ratos en los que Eclipsa se quedaba con Ankir siempre resultaban entretenidos, pues este hacía todo con tanta alegría y entusiasmo que animaría a los muertos a levantase de sus tumbas para jugar con él.

A veces hacían competencias de carreras de sapos, otras lanzaban piedritas para tirar un panal que habían encontrado, cosa que no terminó bien, y otras jugaban a atrapar al grillo. Poco a poco la mujer se hizo una agradable amistad con el pequeño, quien se divertía mucho con ella. Esta también lo hacía, pero, además, se sentía agradecida porque todo aquello le ayudaba a no pensar en lo dolida que estaba.

En cambio, con Arnol su relación era muy diferente. La actitud del hombre lo hacía una persona con la que resultaba difícil entablar una conversación que no estuviera relacionada con algo que hacer en ese momento, o alguna tarea que estuviese pendiente por acabar. Sus conversaciones se limitaban a respuestas cortas y escuetas, como saludos o indicaciones.

Si bien no era alguien malo ni desagradable, no se podía negar que su actitud resultaba áspera por momentos. Pero Eclipsa estaba convencida de que tan solo era porque él era de esa forma, y no porque tuviera algo en su contra.

Durante ese tiempo no tuvieron ningún encuentro con el asechador del pantano. Tampoco hubo avistamiento alguno del mismo, pero aquello no hacía menguar el afán de Arnol por prepararse para cuando la criatura apareciese.

Sin darse cuenta, pasó una semana y media, y Eclipsa pensaba que estaba consiguiendo dejar atrás lo sucedido.

Sin embargo, una noche, mientras dormía, escuchó algo que la hizo abrir los ojos. Había algo fuera, no sabía el qué, pero había algo.

Se levantó de la cama y se percató de que Ankir no se encontraba en la cabaña. Un tanto extrañada, se puso las botas y decidió salir a investigar. Al encontrarse fuera buscó al pequeño con la mirada, pero no lo halló, tampoco halló a Arnol, quien se suponía que debía de estar haciendo guardia.

— ¿Ankir? —preguntó, alzando la voz, pero no obtuvo respuesta—. ¿Arnol? —Nada, tampoco hubo respuesta.

Comenzó a rodear la cabaña en busca de los dos varones, pero no encontró nada.

— ¿Eclipsa? —dijo una voz detrás suya, sobresaltándola.

Esta se giró y el corazón le dio un vuelco cuando vio quien había preguntado por ella.

— ¿G-Globgor? —preguntó al ver al trol a tan solo unos pocos metros de ella.

— ¿Qué haces aquí? ¿Acaso me estás siguiendo? —preguntó, frunciendo el ceño.

— ¿Q-qué? No, no. No te estoy siguiendo —respondió. Mas le temblaba la voz.

No tenía idea de cómo la había encontrado, ni de cómo había llegado hasta allí. Aquello no podía estar pasando.

— Si no me estás siguiendo, entonces ¿qué haces aquí? —alzó la voz.

— Y-yo...

— ¿Es que no me escuchaste cuando te dije que me dejaras solo? ¿O es que acaso no puedes superarlo y dejarlo atrás? ¿No te bastó con engañarme que ahora además quieres que te vea allí a donde vaya?

— Por favor, déjame explicarte.

— Sí, ¿al igual que me explicaste lo tuyo con ese humano? —Mientras este gritaba, una sombra enorme con aspecto de animal salvaje y ojos rojos apareció a varios metros detrás del trol, cosa que llamó la atención de la mujer, pese a estar con el corazón en las manos en aquella situación.

— G-Globgor... —quiso avisarle

— ¡No! Nada de Globgor, ni de cariño, ni nada —La criatura se acercó a ellos.

— Por favor, escucha...

— Yo, ya he oído bastante de ti, no quiero saber nada —Estaba a punto de echársele encima.

— Globgor...

— ¡No! He dicho —La bestia le saltó encima y abrió sus enormes fauces, tan grandes como para cubrir por completo al trol.

— ¡Cuidado!

El trol se giró de golpe, pero ya era tarde, porque la mandíbula de la criatura se cerró sobre él.

Eclipsa se levantó de golpe, agitada y con el corazón a mil. Miró a su alrededor: estaba en la cabaña, y Ankir estaba ahí también, dormido. Se miró las manos. Estaba temblando. Un par de gotas se derramaron encima de sus palmas y se dio cuenta de que estaba llorando. Se tapó con la piel con la que dormía, enterró el rostro en su petate y lloró en silencio para no despertar al niño.

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Tengo sueño...

Sí te gustó el capítulo escríbeme un comentario, el que sea, sin importar que estés leyendo esto después de uno o dos años de su publicación, pues me encantar leer a mis lectores.

Gracias por el apoyo, y nos vemos en la próxima ocasión.

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