4. Mi secreto
Hola, me llamo Hugo y tengo diecisiete años. Me considero un joven adolescente como todos los demás, con una familia humilde y unida y los problemas típicos de un chaval de mi edad; sin embargo, sí que tengo un pequeño secreto que según mi madre, o la Reina María, como yo la llamo en ocasiones, debo conservar. En verdad, no es un gran secreto, de hecho mucha gente, en particular de mi familia, lo conoce, pero al parecer, lo que lo hace realmente especial, es que sea mi secreto.
Desde que tengo uso de conciencia, me levanto cada mañana intentando descubrir cuál es la aventura que me tocará afrontar durante el día. En ocasiones se tratará de un enorme dragón escupe fuego que pretenderá destruir todo un poblado medieval; en otras, será una princesa encarcelada que espera la llegada de su salvador en las mazmorras de un ejército de repelentes ogros; y otras veces, habrá que descubrir un valioso tesoro enterrado bajo tierra desde hace milenios. En cualquier caso, yo siempre debo estar ahí para hacer frente a cualquier adversidad, y lograr conseguir cada misión que se me proponga.
Una de las más importantes aventuras que tuve fue cuando apenas tenía ocho años, en el momento en que nos despedíamos de la Abuela-Emperadora. Ella nos decía adiós con la mano desde la enorme puerta de madera de su gigantesco castillo, una fortaleza inexpugnable para los extraños, de tres plantas de altura y con unos preciosos jardines en su interior; al mismo tiempo, nosotros cargábamos el barco con nuestros equipajes, preparados para adentrarnos en el desconocido y vasto mar rumbo a nuestro hogar.
—¿Cuánto tardaremos, mi capitán? —pregunté a mi padre, también apodado "El Rey" o Julio según la ocasión.
Ya estábamos preparados: junto a El Rey, iba La Reina; y sentada a mi lado, La Princesa, Bella.
—Dos horitas más o menos.
El trayecto, que en general apenas solía dar complicaciones, ya lo conocíamos, una ruta marítima establecida entre un pequeño pueblo pesquero de Córdoba y la gran capital de los mares, Sevilla, donde se encontraba nuestra morada, un magnífico palacio de habitaciones realmente acogedoras. Una vez todo instalado en el interior del barco, comenzamos a navegar saliendo lentamente del puerto. Cruzábamos otras embarcaciones, algunas más chicas, otras mucho más grandes y robustas. A veces, éramos acompañados por simpáticos delfines que nos perseguían mientras saltaban alegres a nuestro lado, aún en el interior del muelle y la gente que conocíamos nos saludaba desde las ventanas o las puertas de sus castillos. A mí, sin embargo, me entristecía un poco dejar aquel lugar, al que consideraba mi verdadero hogar y en el que tan buenos momentos había pasado desde mi niñez. Un pueblo mágico rodeado de naturaleza y misterios en cada uno de sus rincones que sin lugar a dudas podré describiros en otras ocasiones.
Poco a poco nos acercábamos hacia la salida del puerto para incorporarnos directamente en la gran corriente creada por la ruta marítima en dirección a Sevilla, donde nos esperarían nuestros quehaceres habituales de una vida de palacio; al entrar en ella, la embarcación aumentó su velocidad poco a poco, hasta mantenerla más o menos estable al cabo de unos segundos, lo que El Rey llamaba velocidad de crucero. El cielo, que ya había amanecido bastante nublado, se estaba encapotando algo más densamente que lo esperado. Iba a llover y, según las previsiones de nuestro capitán, lo haría con bastante intensidad. Aunque aquella amenaza no alteraba en nada a Julio, quien ya había navegado en circunstancias parecidas e incluso peores.
Yo me entretenía escuchando las canciones de música clásica con las que El Rey solía concentrarse pilotando, mientras mi hermana Bella dormía plácida a mi lado. Sin embargo, como se había predicho, poco duró aquella calma. Comenzó a llover vigorosamente, una enorme nube negra sin fin cubría todo el cielo por el este oscureciendo el día. Nos perseguía, iba a por nosotros, se le veía algo furiosa, lanzaba gritos ensordecedores y hechizos que iluminaban fugazmente el lugar, se acercaba poco a poco, acortando la distancia, sin lugar a dudas, llegaba la hora de luchar. La música clásica comenzaba a adoptar notas graves y seguidas, casi estresantes y que anunciaban al mismo tiempo la guerra que se estaba preparando. La Princesa se despertó atenta a lo que ocurría pero sin alarmarse, mientras que María, algo reacia a los viajes en alta mar, observaba concentrada hacia delante, para evitar marearse. Debíamos confiar en el capitán del barco, siempre lo habíamos hecho, pero a medida que avanzábamos en la corriente marítima las olas ganaban, por su lado, una gran altura. En pocos instantes nos vimos atrapados por la tempestad. Desde el interior del barco se escuchaba un aguacero producido por el material con el que estaba constituido y cuyo ruido llegaba incluso a competir con la música. Las olas, que en ocasiones hacían cuatro o cinco veces el tamaño de nuestro navío, amenazaban con desestabilizarnos, mientras que Julio sostenía el timón como buenamente podía concentrado en no perder la ruta establecida por la corriente, la cual nos ayudaría a evitar ser engullidos por el mar. Además, para dificultar las cosas, la visibilidad estaba reducida a unos tres o cuatro metros desde la posición de El Rey a causa del chaparrón que estaba cayendo.
Dos otras embarcaciones se acercaban peligrosamente hacia nosotros, con posibilidad desorientadas por la tempestad que teníamos encima. Seguían la ruta marítima pero se veía que no la controlaban demasiado bien. El Capitán, asiduo en su maniobra, consiguió dejarlas atrás justo antes de que chocaran entre ellas y estallaran en mil pedazos, creando una enorme bola de fuego que casi llegó a alcanzarnos.
Tuvimos miedo, mucho miedo. Bella, que ante tanto alboroto se había despertado estresada, me agarró con fuerza de las manos mientras observábamos con la boca abierta cada una de las acciones que nuestro padre realizaba por mantenernos con vida. Al mismo tiempo, mirábamos en todas direcciones y observábamos cada uno de los elementos que formaban parte de aquel viaje: los dos navíos envueltos en llamas, el terrible chubasco que estaba cayendo sobre nosotros y las enormes olas que nos amenazaban insaciablemente. Todo formaba parte de una batalla que debíamos afrontar y ganar.
No fue fácil salir de aquella guerra, pero gracias al talento del capitán del barco, la nube negra quedó atrás, siendo poco a poco derrotada por el bello cielo azul. La tempestad amainaba y las olas provocadas por la misma eran cada vez menos imponentes, el barco consiguió nuevamente la estabilidad perfecta para un trayecto relajado y la música clásica volvía a unos tonos algo más melódicos.
Al fin llegábamos a nuestro destino, los castillos comenzaban a aparecer a lo lejos mientras quitábamos la ruta marítima para penetrar en el nuevo embarcadero, bastante más grande que el de origen. Había muchos navíos que llegaban a destino como nosotros y otros que salían a alta mar, un ir y venir inagotable y mucho más importante que en el pequeño puerto del pueblo, por lo que en ocasiones debíamos esperar que nos dejaran un espacio para pasar. Tras largos minutos haciendo fila para conseguir una plaza en el muelle, que daba la impresión de tomar más tiempo que el trayecto en sí, conseguimos llegar a palacio. La sensación, como casi siempre que volvíamos del pueblo, resultaba algo melancólica. La vida de la ciudad era muy interesante, pero las aventuras que ocurrían en la naturaleza me resultaban mucho más impactantes.
Por las noches, mi madre, María, se solía tumbar conmigo en la cama hasta que me quedaba dormido. Eran momentos que yo adoraba, y aún hoy en día lo sigo haciendo, estar junto a ella, sentir su perfume y abrazar su tierna piel. Me pedía que le recordara las aventuras que habíamos vivido cada día, a pesar de que en la mayoría ella había estado presente o incluso formaba parte de los protagonistas. Al parecer le encantaba escucharme, decía que yo contaba lo que nos pasaba de una manera muy diferente a lo que ella había interpretado y que todo ello era a causa de ese secreto tan especial que formaba parte de mí. Aquel misterio hacía que mi vida estuviera llena de aventuras, era, decía, una especie de poder especial y único. Sin él, por ejemplo, los castillos y palacios no existirían, en su lugar habría simples casas y pisos; los barcos serían coches mientras que los delfines adoptarían formas de perros; la ruta marítima se llamaría autovía y las olas, colinas o montañas; no habría nubes que nos persiguieran, simplemente nos cruzaríamos en su camino, y sus gritos serían potentes truenos así como los hechizos, simples rayos; el choque entre embarcaciones haría las veces de un accidente y un puerto masificado sería un aburrido atasco.
Nunca habría pensado que la vida podía tener dos caras, La Reina siempre ha estado ahí para abrirme los ojos y hacérmelo saber. Decía, y razón tenía, que no era malo conocer las dos facetas de la realidad, porque no todo el mundo veía la misma que yo y eso podría ayudarme en un futuro para conocer mejor a la gente que me rodeaba y poder entenderla.
Mi secreto, aquel que tanto respeto le da a las personas, se llama autismo. Hoy, con diecisiete años me doy cuenta de lo importante que ha sido en mi vida, de lo que me ha ayudado a llegar a donde me encuentro en estos momentos y de que, si todo el mundo fuera consciente de ese "poder", la vida sería mucho más bella y nosotros, felices.
Pero bueno, al fin y al cabo, un secreto es algo que no todos pueden conocer.
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