V
La primera vez que durmieron juntos también fue su primera vez. Esto nunca se lo ha contado a nadie. Al fin y al cabo tiene prácticamente treinta años.
Sangró, desde luego, y lo escondió fingiendo que era la regla —peor puntería imposible— con una risita ronca. Él lo ignoró, le beso el mentón, y la acomodó de costado, y ella lo quiso tanto como lo iba a querer en los mejores momentos; lo amó por su dolorosa delicadeza y las cosas que elegía no ver.
Le dolió más de lo que esperaba, aunque no como había imaginado. Siempre se había figurado hombres embistiendo como arietes, una gran poda interior, un destrozo. La realidad, por supuesto, resultó parecerse mucho a lo que le habían asegurado las amigas más sinceras: inefablemente más aburrido y más gozoso; el dolor, más agudo y localizado; el crac de un huevo contra el borde de una taza.
Después, sin fumar un cigarrillo, ni hablarle ni intentar abrazarla, él se quedó dormido por una curiosa media hora y al despertarse preguntó si había roncado, hombre pálido en la habitación color carne, con largos ojos azules y un olor a hierba, edredón y algo más raro, humedad en la base de un muro. Mirándolo en aquel momento pensó en todos los hombres que habrían podido precederlo, hombres que había dejado que la llevaran al cine y el restaurante pero que no se había permitido que entraran en su apartamento. Siempre había tenido una razón, claro; un comentario estúpido o un fugaz destello de violencia, una veta de crueldad en algún lugar del cuerpo (una mano empuñadora, un abdomen oscuro y rollizo). Suficiente, fuera cual fuese la razón, para vedarles más avances, inventar excusas y tomar sola el metro a casa.
—Para ti siempre te pica algún bicho —le decían las amigas—. Con cualquier hombre que conozcas siempre hay un problema. Tú no quieres para nada un hombre; quieres un objeto. Una cosa para guardar en un cajón.
En verdad se había preguntado muchas veces si realmente el problema no era ella; si no sacaba a la luz los monstruos que tenían adentro. Por simple lógica no podían ser todos tan espantosos como parecían cuando llegaba a conocerlos; si no ¿por qué otras mujeres iban a querer casarse con ellos, tenerlos cerca? Contacto prolongado, razonaba mareada de Chardonnay, en profunda vena de autocompasión; debe ser eso. Demasiado tiempo conmigo y cambian, se vuelven peores.
La primera noche con él había prestado atención al cambio. Una variación del aspecto, un retallado de los huesos de la cara. Desde entonces esperó todas las noches el amonstruosamiento súbito, pero por el momento no ha descubierto nada. Quizás el poder que tenga está menguando. Quizás con un hombre que ama lo puede controlar.
—Mira esto.
Ella se está cepillando el pelo frente al espejo del tocador. Ancho bostezo matinal. Fuera la nieve está prensada; suave palpitación como una pugna de alas sujetas.
Todavía cara al espejo, lo ve con las manos alzadas. Alrededor de las uñas la piel tiene un tinte oscuro, como si las hubiera metido en vinagre. Mientras sigue mirando, él se frota una muñeca contra la otra, un movimiento de extraña solidez, con un repiqueteo de piedritas. En el cristal velado parece que los dedos se distinguieran muy poco. Se apretujan, rígidos, inflexibles como puñados de cubiertos.
—¿Qué es?, —pregunta ella—. ¿Se te han inflamado?
—No sé —responde él—. Puede ser. Es este tiempo.
—Tienes que abrigarte —dice ella, mordiéndose el labio mientras él le llama la atención por el espejo—. Nunca te pones medias.
—En las manos no.
—En los pies tampoco. No me es nada gracioso. Por eso siempre estás resfriado.
Él asiente, cruza la habitación para darle un beso sedante en la cabeza y le dispara al reflejo un beso que ella no devuelve. El invierno le ha puesto el pelo pajizo y le da un tirón a una maraña. Brusco ramalazo de dolor.
En la cocina pega los pedazos del bol azul con pegamento extrafuerte y mira a la señora Lumis por la ventana. La vecina está dando su habitual vuelta por el jardín, aunque en algunos lugares la nieve ya llega hasta las rodillas y además está feamente granulada. Ha sido una semana extraña, inconstante en la luz y los horarios. Largas tardes crecen de mañanas que pasan en menos de lo que se cuece un huevo, mientras por las noches cada hora dura un siglo: épocas enteras se arrastran a través de una terca vigilia y la penosa respiración de él en el lado izquierdo de la cama.
Embotado de gripe, él se ha quedado toda la semana más o menos sin proponérselo. Ella lo ha cubierto de edredones y teme que parezca tenerlo como una suerte de prisionero, aunque él ha dejado de protestar desde que perdió la sensibilidad de los pies.
—Muy Misery —bromeó débilmente en respuesta a su primer asalto al dormitorio con sopa y cerveza de jengibre, aunque desde entonces está cada vez más adormilado y menos propenso a comentar. Ella pensó en contestar con algo alegre, como que era su fan número uno, pero justo a tiempo se le ocurrió que podía sonar más amenazador de lo que pretendía.
La ciudad está tan envuelta en nieve que es imposible mover nada. No hay trabajo adonde ir —ni metro ni autobuses— y a la noche las luces son intermitentes.
De pie ante la ventana de la cocina, Marah sostiene el bol entre las manos ahuecadas para que el pegamento se seque pronto. En el jardín, la señora Lumis hace una pausa en su rotación e inspecciona una porción de nieve de aspecto poco interesante. Hoy tampoco lleva la peluca, aunque a Marah la alivia observar que al menos se ha rodeado la cabeza con un pañuelo. Las borlas de lana de las puntas cuelgan como un simulacro de pelo y ricitos de angora verde festonean la nuca. Mirándola por la ventana, Marah se encuentra pensando en una historia que solía contarle su madre sobre una anciana que había vivido en la cuadra de ellos setenta años, antes de que al fin la encontrasen disecada en la despensa; se había caído y al parecer los efluvios de una cuba de vinagre abierta que guardaba allí para hacer conservas la habían encurtido. Por su parte, a Marah siempre le había parecido un poco injusto que su madre la impulsara a una independencia feroz, mientras hacía de vivir sola un cuento de terror.
Al rato, después de dejar en el estante el bol reparado, Marah vuelve al dormitorio, se desliza bajo las cobijas y se pliega al costado de él como se ha acostumbrado a hacer, con los pies ensamblados en sus corvas. Cuando le toca las manos las siente pesadas y extrañas y lo oye murmurarle algo sobre dedos de caramelo. A la deriva dentro y fuera del sueño, ella piensa en hibernaciones, en cosas que se endurecen en crisálidas como forma de sobrevivir al frío.
La primera vez que se encontraron, él le pasó una cerveza apretando el pulgar sobre la boca de la botella para que no le cayera espuma en el vestido.
—Bueno, ¿qué pasa contigo?, —le preguntó ella—. ¿Por qué eres soltero?
Él se rio, hizo crujir reflexivamente los nudillos, y le preguntó qué le pasaba a ella.
—Es toda una lista. —Se encogió de hombros—. Bruja, arpía. Soy difícil.
—¿Eso quién lo dice?
—Principalmente yo. Mis amigas dicen que despacho a la gente.
Sus amigas le habían advertido que no se precipitara con un hombre del que no sabía nada. «No pongas todos los huevos en la misma cesta», le habían aconsejado. «Ya sabes con qué facilidad te decepcionas». Por supuesto, como eran las mismas amigas que le habían recomendado que no amara nunca a un hombre y a la vez que encontrara un hombre, que se centrara en un hombre, que esperase la perfección, que no diese más vueltas y cambiara de tema, al cabo las había ignorado a todas y se había zambullido en él de todos modos.
La primera vez que él se había quedado a dormir, la señora Lumis había emergido del sótano en la escasa mañana azul cuando Marah bajaba a buscar los diarios.
—Nuevo hombre —había dicho, ladeada, con su peluca blancorrubia, y la había sorprendido—. ¿Algún problema?
—¿Cómo? No, ningún problema. Mucho tiempo sin verla, señora Lumis. Pensé que se había ido a otra casa y me había dejado.
Sin responder a eso, la señora Lumis había tomado una expresión trágica que a Marah le había parecido algo grotesca y vuelto los ojos hacia la escalera.
—Muy difícil —había dicho, al parecer para sí misma— conservar a un hombre. Siempre es más seguro no mirarlo de frente.
Como de costumbre, la despierta una de las alarmas de él. Como de costumbre, él no se despierta.
Detrás de las cortinas la mañana está oscura todavía, una oscuridad de nieve con una costra de escarcha en los bordes. Da un mordisco glacial antes de fundirse.
—¿Cómo te sientes?
Moviéndose despacio, nublada aún de un sueño frío e intranquilo, ella aprieta las piernas contra las de él y procura calentarse los pies contra sus tobillos. Una sensación rara. Parpadea. Las cobijas están frías alrededor de él, objeto pesado envuelto en tela.
Apoyándose en un codo, le toca el hombro; trata de apartarle el pelo de los ojos y encuentra resistencia. Tintineo de porcelana. Hay mala luz, demasiado fría para alguna claridad, aunque por lo que alcanza a ver parece que le pasa algo en la cara.
Lo llama, le toca la muñeca. Siente como si apretara los dedos contra una pared. Es una piedra dura, aunque no mármol. Áspera: granito o caliza porosa. Una gravedad oscura en el lado izquierdo de la cama.
Intenta abrazarlo pero la piedra es tosca, sin tratamiento. Se le empieza a deshacer entre las manos.
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