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IV


Después de cenar miran la tele y ella se pone los pies de él sobre la falda. En la oscuridad la piel tiene un tinte azul, como si hubiera estado en el lavarropas con un par de vaqueros nuevos. Ella le masajea el tobillo con el pulgar, en círculos, y la textura la hace fruncir el ceño. Bajo los dedos la piel está reseca; la sensación es de cera, de muñeca rota.

Claro que es fácil olvidar que lo ama. En los días entre arrebatos, cuando deja huellas de barro en el linóleo de la cocina, cuando chifla entre dientes. Nadie es capaz de amar todo el tiempo, está segura, sin interrupciones ni respiros. De vez en cuando hay días en que él huele mal, en que cree detectarle algo diferente, y si entonces intenta besarla lo aparta de un empujón y se limpia la boca con el dorso de la mano.

A veces fantasea que él ha muerto. En un desastre cinematográfico; atropellado por una moto; por una embolia pulmonar. Se imagina yendo al funeral con un mantón español y después se muda a un lugar lejano donde llueve. La fantasía es detallada pero variable. Consigue un trabajo en un bar, aprende a cocinar pollo al horno. Unas veces se hace tatuar el nombre de él en el tobillo, otras se hace piercings en las orejas. Al final se va a vivir con un buen mozo del lugar sin pasiones ni intereses, que besa bien y no necesita que lo amen. Viven en la desmemoriada mesura de esta ciudad, sin compartir nada de sí mismos, totalmente felices.

La culminación de estas fantasías siempre la asusta y se encuentra llamándolo a su casa nada más que para oírlo medio dormido e irritado a una hora prescindible de la noche.

—Solo llamé para decir que te amo —le dirá, y él le responderá que pare de citar música pop de los ochenta y que vuelva a llamarlo a las nueve.

Las amigas se impacientan con sus inconsistencias, le advierten que está buscando excusas.

—Tienes lo que querías. ¿Ahora vas a buscarle los defectos?

Ella trata de explicarles que no quiso decir eso. Agria de bocadillos y tozuda, tal como se ve, tercamente incomprendida. Se inclina adelante apoyada en las rodillas y repite que es feliz con él, no es eso lo que está en cuestión, pero las amigas le alejan el vino y le recuerdan cómo era antes de que apareciese él.

—Tal vez estuviste sola tanto tiempo que ahora te cuesta, Marah, pero no es excusa.

Estas lecciones le hacen sentirse una farisea, injustamente reprobada. De regreso a casa con los labios viscosos de vino y discusión, rezongará para iniciar una noche solitaria de jolgorio, mirando televisión, ignorando los mensajes de las amigas, con comida calentada en el microondas. Canonizará su soledad de otro tiempo con un toque de autocompasión, fingirá regocijarse en el silencio restablecido, usará el sillón y el control remoto como quiera. Antes de él se había preguntado a menudo si la soledad era una habilidad que se podía perder, como el latín de la escuela, o un talento adquirido, como andar en bicicleta, que no se olvidaba nunca. Ahora, desde luego, conoce mejor sus propios límites. Hacia el final de una simple velada sola suele estar harta. Lo llama para preguntarle qué plan tiene y si no preferiría ir a estar con ella.

La señora Lumis está en la escalera del sótano sin su peluca, especie de mofeta, en un batón medio pelado. Marah intenta pasar sin comentarios, pero la señora Lumis nunca emerge a menos que tenga algo que decir.

—Tu visita volvió a las andadas. Toda la noche a los tropezones y los portazos. Una lluvia de rocas en el techo. No pude pegar un ojo.

—De verdad que él no fue, señora Lumis. —Marah está cansada y la comida china que lleva la está quemando a través de la camisa—. Nos acostamos a las nueve y media. Él no se levanta de noche.

La señora menea la cabeza y Marah se siente culpablemente petrificada por la curva de su cráneo de huevera. Piensa en la caja de pelucas con que una vez su madre la había alentado a jugar a los disfraces; se imagina colocando pelo de poliéster en la cabeza de la vecina; la inclinada peluca roja, la elegante Elvira.

—Mejor despacharlo, qué tanta alboroto —continúa la señora Lumis—. Aquí no encaja. Mejor despacharlo.

Marah está en otro lado, ansiosa por subir.

—Si usted está oyendo ruidos, señora Lumis, puedo jurarle que no es él. Tal vez tenemos un fantasma. —O tal vez sea un invento suyo, no llega a decir, y se sube la bolsa de comida china hasta el pecho.

La señora Lumis menea la cabeza.

—Ningún fantasma, querida. Tú, yo y él nada más.

Ella huye sin protocolo, señalando la comida a modo de excusa, tambaleándose hacia atrás por los escalones. Lo encuentra a él en la cocina, recogiendo torpemente los pedazos de un bol que por lo visto acaba de caérsele.

—Y yo le dije a la señora Lumis que quien hacía ruido no eras tú —suspira. Deja la comida china y se agacha para ayudarlo, barriendo sus disculpas con un ademán de intrascendencia. El bol es de cerámica esmaltada, compra turística de una semana en Stoke, y él lo recompone con una tierna precisión y promete encontrar un pegamento. Ella le separa las manos, ya riendo, aunque los dedos le causan tal shock que la sonrisa decae. Está frío, aun para un anochecer de temperatura baja, y ella se apura a hacerlo abrir los potes de plástico de chow mien de carne.

A insistencia de ella, hace un par de semanas que él no trabaja. El tobillo ha empeorado, lo frustra y el resfrío no parece mejorar. De noche tiene la respiración pesada, un desmenuzamiento de pintura que se descascara. Él se encoge de hombros y le cuenta que de chico tuvo pulmonía y simplemente es más susceptible a los resfríos y la gripe, aunque los hombros levantan un fragor de crujidos tan turbador que ella no logra responder.

—No deberías trabajar al aire libre —le dice más tarde, mientras comen fideos de sésamo en el sofá, trazándole distraídos círculos en la pierna. Tiene los pies apoyados en la mesa ratona, blancos, tiesos, y en las rodillas una pulsación peculiar—. En todo caso no en la nieve. No con este tiempo.

—Tengo que ganarme el pan, chinga —contesta él, sacándole adrede la mano de la pierna—. Ofrecerte la clase de vida a que estás acostumbrada.

Lo dice en broma, aunque cansado, y en el medio bosteza de una manera que vuelve el tono incierto. Recostándose en los hombros —otro tumulto de añicos— se desliza más abajo en el sofá. De pronto se oye un estruendo, como si hubiera caños pugnando por atravesar el suelo, y Marah tarda varios minutos en darse cuenta de que la señora Lumis está golpeando su cielorraso con un palo de escoba o algo así. Un imperativo rítmico: fuera de aquí.

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