III
A nada le costó tanto adaptarse como a las mañanas; compañía después de tres décadas de despertarse sola. Siempre se ha considerado de esas personas que causan el mejor efecto después de las cuatro de la tarde, cuando el día se ha consumido y le ha atenuado las fallas. Tener alguien con ella desde el comienzo la priva de espacio para ensayar, de tiempo para depositarse en una versión más maleable de la criatura que es.
—A la mañana me gusta el silencio —le ha dicho una vez, tapándole la boca antes de que él tuviera plena conciencia, de modo que él se despertó parpadeando, creyendo que lo atacaban.
No bien la pudo entender, él empezó a actuar como le había pedido, a vestirse mordiéndose la lengua, y entonces ella se descubrió hablándole de todos modos. Le mostró dos camisas preguntándole cuál ponerse, le buscó la mirada en el espejo, llena de culpa, mientras él fingía incapacidad, una boca cosida de muñeco vudú.
—Puedes hablar —había dicho ella al fin—. Lo siento.
Le quitó de los labios los puntos invisibles y extrajo la voz como si la hubiera atrapado una red.
Él parte más temprano, con su campera encerada y su mochila, demasiado alto para ella descalza. Ella lo oye dar los buenos días a su vecina la señora Lumis, una mujer mayor que ocupa el departamento del sótano y se ha acostumbrado a merodear por el pasillo para decirle que no le conviene meterse con niñas solitarias.
—No creas que no te veo, jovencito. Tú te piensas que puedes andar por ahí sin que me dé cuenta, pero yo te veo. Fíjate bien cómo caminas. Pisa con cuidado.
—Voy a fijarme, señora Lumis. Tengo puestas las botas de montaña.
Durante quince minutos después de que él parta, el alivio de espacio se encoge ante el alivio mayor de extrañarlo. Marah se doma el pelo con pasadores, se pinta los labios. Al salir hacia el trabajo encuentra a la señora Lumis, que sigue en el pasillo esperando para clavarle una mirada herida y llamarla «Margaret», que no es su nombre de pila.
—Marah —señora Lumis—.Mi nombre es Marah. No es un hipocorístico. Hace dos años que somos vecinas.
La señora Lumis se queda mirándola, figura espectral, como si una turbulencia hubiera dado breve corporalidad al polvo acumulado en los rincones del pasillo. Es una mujer doliente, resueltamente translucida, con una peluca sobre la cabeza calva que Marah ha vislumbrado de vez en cuando, una cosa pálida entre los barrotes del sótano.
—Tu visita da portazos —dice con una voz que parece haber atravesado un vidrio—. Toda la noche ese ruido. Portazos y pisadas. Me despierta a cada rato.
—Lo siento —responde Marah, inexplicablemente deprimida por las mustias muñecas de la señora Lumis, la raja de cáscara de huevo entre la nariz y el labio de arriba. En las semanas recientes los ojos de la señora Lumis han empezado a perder color en el centro. Marah imagina las legañas matutinas de sus párpados como partículas que desgranan los iris durante la noche—. Ahora tengo que irme al trabajo, pero voy a hablar con él.
—Eso no hace falta. —La señora Lumis habla rápido, con el miedo críptico de que la pudieran agarrar mintiendo—. Basta con que no lo traigas más. Así no va a haber puertas que golpear.
—No me parece...
—Mejor para todos —gatilla la señora Lumis, asentando la cara en una intención desagradable—, a la larga. Mejor para él no estar aquí.
Marah la mira, observa los restregados rincones de su cuerpo solitario, y experimenta cierto horror punzante. Una intuición agitada, quemante. Todo el camino al trabajo la siente: agujas en los arcos de los pies.
Cielo matinal, bocanada de púrpura, como la zona oscura al fondo de la garganta. El día como un trago. Promesa de nieve.
Un frío trecho de suelo. Cruza descalza la cocina para buscar el café y croissant calentados en el horno. Junta en una bandeja leche, cuchillos de untar, manteca, miel y mermelada de albaricoque. Lo piensa un segundo y, forzando la escarchada ventana de la cocina, atrae una rociada de ciclámenes de la maceta de afuera. Los compone en un vaso con agua al lado de la cafetera y da un ansioso paso atrás para evaluar el efecto. En un arranque, saca las flores del vaso y se las pone detrás de la oreja. Vuelve a pensarlo y las devuelve al vaso.
—Tienes una oreja mojada —dice él cuando ella lleva la bandeja.
Hoy tiene mal la voz, con ripios de resfrío, y cuando ella trepa a su lado gira la cara para estornudar. Ella siente un raro impulso de besarlo, de absorber los gérmenes o lo que sea el problema en una larga inhalación. Una forma de perversión repugnante, amor.
El dormitorio es cálido; en la silla del tocador, calzas de rey rata. Los zapatos de él están secándose boca abajo en el radiador. El día anterior se torció el tobillo en un embaldosado de pizarra. Alrededor del hueso ya se extiende por la piel un derrame azul y gris oscuro.
—Mejor que este fin de semana no te levantes —dijo ella, moviendo las cejas para hacerlo reír. Las palmas de él, que había robado el árnica del armario del baño para activar la magulladura, huelen a antiséptico.
Luego del café y los croissant él la aprieta contra el colchón. En la dulcificada habitación color carne él le sujeta las muñecas y le muerde el cuello. Peso de roca, aliento que tranquiliza.
Más tarde ella vuelve a la cocina a lavar. Cuando echa una mirada al jardín compartido, ve a la señora Lumis arrastrando los pies por la primera nieve. Es una visión extraña, espectral en la mañana, como si la muerte anduviera en busca de su gato perdido.
La clave, le han enseñado los libros que lee, es amar a un hombre levemente menos de lo que él la ama a una. Así en cierto sentido te mantienes inalcanzable. Tres centímetros por encima del suelo.
Lo que hace esto imposible es la forma de su boca. La cresta pecosa de su espalda. Duerme como asesinado, como hundido en cemento, plano e inmóvil. Una de las primeras noches que durmieron juntos programó siete alarmas para que sonaran cada tres minutos y las pasó de largo todas. Ella quedó allí, azorada, con un muerto en la cama. Comprendió que no había forma juiciosa de amar a un hombre si cada día empezaba con el alivio de descubrir que seguía vivo.
Sus amigas lo llaman «el hombre maravilla». A veces se lo dicen a él, como si se dirigieran a un perro. «¿Y cómo está hoy el hombre maravilla?». Después de conocerlo parecen haber olvidado en grupo que alguna vez la acusaron de quisquillosa. «Valió la pena la espera», le dicen, suficientes, como si se lo hubieran aconsejado ellas. «Ese hombre es un dechado. Ahora, por Dios, no vayas a cagarla».
La nieve cuaja. La ciudad, prensada en cerámica. Se siente el desconcierto, cómo se tensan cosas antes fluidas. Hielo en las ventanas de los coches. Respiración trabajosa.
A él le ha seguido molestando el tobillo y la irritación dura toda la semana. El miércoles se arremanga la pierna del pantalón y ella ve que el moretón se ha vuelto más indistinto, más extraño, más gris; una truculencia inesperada que la hace morderse el labio.
—¿Duele?, —pregunta, mirándolo renguear por la cocina, pero él solo sacude la cabeza, pica cebolla, agarra la sal.
—No tanto. Más que nada es un fastidio.
Le cuenta que cuando tenía trece años creció veintidós centímetros en un verano y casi no podía caminar.
—Mi madre lo llama «el mal verano» —dice, señalándose la cadera—. Crecía tan rápido que los huesos de las piernas se me salían de las cuencas. Cuenta que me caía por la escalera porque no daba con mis medidas y ella encontraba esa pila de huesos por toda la casa. Como si el cuerpo se me estuviera rompiendo o algo intentara escaparse. Suena brutal, pero francamente hoy apenas lo recuerdo.
A ella le encantan esas historias, le encanta retribuir describiéndole su propia infancia, su raudo descenso por la escalera. Encontrar correspondencias es una fascinación interminable: el olor de los diarios matutinos, pequeñas supersticiones que tendieron puentes entre sus vidas tempranas; cada semejanza se carga de un significado excesivo, y ella lo sabe. La verdad, por supuesto, es que hay escasa correlación. Él creció mucho más al norte; una casa grande, una antología de primos, una familia dinástica de perros. La infancia de ella más restringida. Patito feo, los dientes enjaulados en frenillos. Con apenas metro y medio a los quince años, en el colegio la segregaban de los equipos de voleibol; se arreglaba el pelo para cubrir la cara. Cuando se licenció en la universidad, la madre, una mujer resolutiva, le dijo que con esa cara de tristeza nadie se iba a casar con ella.
Le gusta contarle a él cosas así y ver cómo arruga la frente tratando de imaginarlas y fracasa. De este modo toma conciencia de la curiosa historia del mundo, de los vastos abismos de experiencia que puede haber entre amantes.
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