II
Él es alto para la cocinita de ella, otoñal en su ropa de tareas. Trabaja en horticultura, en diseño de jardines para propiedades históricas, y su cuerpo es un objeto denso, de aire libre. Frío vigoroso, penetrante olor a piedra y mineral, y una fogata de dulzura cuando lo besa en la mejilla.
En el trabajo piensa en él todo el día; responde las llamadas con la voz de él atrapada en la entonación. Picando compulsivamente sus cutículas, garabatea su nombre en formularios de reclamos que después rompe para que nadie los vea. Una vez se olvida, llena una hoja entera con su nombre, apellido, dirección y número de teléfono y la despacha como correo interno, de modo que a los dos días él empieza a recibir llamadas sobre un reclamo de seguro inexistente y ella debe explicarse con los de servicios al cliente.
—Error de empleada —les dice, y los imagina viendo su desorden mental, aunque en realidad solo le piden que se deje de hacer chapuzas y no dificulte más el trabajo de todos.
Camino a casa compra vino de supermercado y canapés idiotas: mousse de langostinos en conchas de vieira, chips de alcaucil de Jerusalén. Normalmente él cocina la cena pero a ella le gusta aportar alguna cosa, pasársela en un plato y mirarlo comer. La vuelta a casa se ha transformado en un lujo sorprendente. En el metro las bolsas de compras le chocan contra los tobillos; apretujadas, diminuto desborde de música ajena; pero todo esto es parte de un panorama mayor. Cambios de línea, codazos, puertas que por poco no le agarran las mangas; y sin embargo la expectativa como una prenda gastada cubriendo los hombros, impermeable a todo malestar.
En su departamento, el encanto de los pies desnudos de él sobre las tablas del piso. Se inclina para besarla, alejando las manos de sus caderas.
—No me toques, Marah. Estoy cubierto de ajo.
—No lo iba a hacer. ¿Por qué iba a tocarte? No sé dónde has estado.
Ella lo besa de la misma forma, imitando cómo apartó las manos; el esbozo de un juego para más tarde. Él le guiña un ojo; ella retrocede y sirve dos copas de vino.
Él hace la cena, porque cocina mejor. Sabe qué sabores combinan, calcular el tiempo para que nada se queme. Ella oculta su comparativa inutilidad con payasadas, sirve sus canapés comprados con un floreo exagerado: los blinis en círculos concéntricos, los dátiles cortados a lo largo y mezclados con queso azul.
—Imagínate si supiera cocinar de veras —dice, ofreciendo un huevo al picante con los dedos fruncidos—, qué buen partido sería.
—Triple amenaza —concuerda él—. Canto, baile, cordon bleu.
—Probablemente es mejor que tenga un defecto —asiente ella, mirándolo sacar del fuego una cacerola fragante, dejando el soplo oscuro de su aliento bajo el tubo de luz—. Me hace más humana, ¿no crees?
Durante la cena él le cuenta la discusión que tuvo con un cliente, dueño de ocho hectáreas de jardines, que para reducir gastos quería que la pieza central de una fuente escultural se la hicieran en granito de baja calidad y no en mármol. Más tarde se friega las manos para librarlas del ajo y la atrae hacia él con los dedos todavía húmedos, con las puntas duras y extrañamente ásperas.
Se conocieron en la fiesta de cumpleaños de un hombre con quien sus amigas tenían la esperanza de que se casara. Un día de esos estúpidos, hipócritamente soleado. Ella se había sentado en los escalones del patio y mirado a gente que no conocía comer tomates rellenos con muzzarella y carne, pollo envuelto en panceta, donas espolvoreadas de azúcar y peras Comice. Dos de la tarde y «Round Midnight» por Thelonious Monk sonando en unos parlantes.
De la persona que la habían arrastrado a conocer le impresionó sobre todo que fuese de lo más estridente y cordial y ella no viese la hora de que se alejara. Le había mostrado la colección de vasitos shot de marca que había reunido en su viaje por Norteamérica y ella había asentido y terminado su bebida demasiado rápido, derramándose un burbujeo de agua tónica en las muñecas.
En otro tiempo sus amigas la habían acusado de quisquillosa, puesto los ojos en blanco por su incapacidad para pasar por alto una camisa barata, preguntado amablemente si se creía tan perfecta.
—Para qué hacerse ilusiones —decían ellas, cansadas cuando a ella un hombre le resultaba insulso o difícil—. Tal vez estés mejor sin nadie.
Ella estaba de acuerdo, por supuesto: feminista de convicción, feliz con su trabajo y sus hobbies, cómoda en su piel soltera. En privado, no obstante, tenía otra idea. Se conocía tal como era: un gran fracaso en materia de soledad. Consumiéndose a lo largo de la veintena iluminada por el mero resplandor de la televisión, para descubrir a los veintinueve que había deseado divertirse y ser deseada. Una vida desfalleciente. Comiendo albaricoques, volviéndose piel y huesos, olvidando cómo hablar con los otros. La soledad como un sabor en la piel.
Él había llegado a la fiesta tarde; tan alto para el umbral del patio que se había golpeado la cabeza en el dintel. El suave toque de su mano. Un alivio lo bastante grande para cambiar la música de los parlantes: Thelonious Monk en bicicleta a través de «Werewolves of London» de Warren Zevon. Quienquiera había hecho la playlist no había pensado mucho en la importancia de la transición.
El departamento de ella venía con muebles y está empapelado de color ternera —recocida y levemente enfermiza—, el mismo color que se ha filtrado en la alfombra, las cortinas y el cubrecama. Por las mañanas el muslo derecho de él hace un clic de hueso que encaja en la cavidad. Deja escapar un gruñido de penosa satisfacción. Alza los brazos por encima de la cabeza y ajusta los hombros con un chasquido.
De chico, le cuenta a ella, su madre insistía en que hacer crujir los nudillos iba a provocarle artrosis. Cuando le leía Mary Poppins ponía especial énfasis en el personaje de la señora Corry, la mujer con dedos de caramelo que se los quebraba para convidar a la gente.
—La historia encerraba alguna lección para mí —reflexiona él—, aunque sobre todo me hacía comerme las uñas.
Nublado de amanecer, su cuerpo es un curioso rompecabezas. Ella le toma los dedos, los besa y finge darle un mordisquito a la punta de un pulgar.
Ella suele ducharse antes de ir a la cama y durante la noche el pelo se le seca en curvas ridículas de un rubio pálido, hinchado por la estática de las sábanas de percal. Bromea con que su pelo tiene vida propia; él prueba tirárselo y aparta la mano como asustado.
—¡Ay, me mordió!
—Qué gracioso.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro