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I


No hay forma de querer a un hombre. No una buena forma, o mejor dicho no correcta.


Marah lo sabe y de todos modos lo quiere, vasta estupidez del amor que una parte de ella observa con una dolorosa suerte de ironía. Claro que lo quieres, tonta, pedazo de estúpida. Hay que ser imbécil para hacer algo así.

Sus amigas son enfermeras, obstetras, fisioterapeutas. Enfocan el tema clínicamente, acompañando la discusión con vino afrutado y bocadillos. Los hombres, dicen, no están hechos para aguantar las mismas presiones internas. Eso se nota en las caderas, en cómo respiran después de correr. Tienen escasa resistencia anatómica. Desde un punto de vista puramente físico, es difícil querer a un hombre sin destrozarlo.

Sus amigas tienen marido, hablan con autoridad. Ella está llegando tarde a la fiesta; va a cumplir treinta.

—Es un defecto de diseño —le dicen sirviéndole más vino, novicia como es en el colectivo—. No exactamente culpa de ellos. No quiere decir que no puedas quererlos, basta que lo hagas con cuidado.

Muestran fotos en los celulares: hombres sonrientes, comunes, en tonos tostados y ropa mañanera. Los hombres con que se casaron llevan marca y están reservados para ellas. Así vistos, ninguno tiene nada de malo: todos usan remeras con logo, a todos les gusta posar junto a la barbacoa, a todos parece cegarlos un poco el sol. Sin embargo, sus amigas tocan las pantallas para ampliar las gargantas y los ángulos de los párpados, recordándole que amar a un hombre es vigilar su derrumbe. Ella se va borracha, caminando en zig zag, enganchándose los tacones en el ascensor del metro. Más tarde las amigas le mandan mensajes para asegurarse de que ha llegado bien a casa, recordándole que se mueva con cuidado.

Qué bueno que estés contenta, Marah. Mensajes como piedras lanzadas al agua, insinceros y fáciles de desechar.

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