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Capítulo 19.




—¡Jodida traidora de mierda! Sabía que no podía confiar en ti, ¡lo sabía!

Evey había pasado del abatimiento absoluto a la furia arrasadora en apenas cinco minutos. En aquel momento se encontraba fuera de sí, y se habría abalanzado a destrozar a Ikino de no ser porque Trax la mantenía presa entre sus brazos.

—¡Estate quieta, joder! ¡¿No te basta con haber matado a Aera?! —vociferó el capitán del pelotón EX:A-2 mientras sujetaba a Evey por el torso.

Aquella última frase hizo que la mujer dejase de tirar con todas sus fuerzas para deshacerse de las férreas manos de Trax. En su lugar, un gruñido invadió su garganta mientras inclinaba la cabeza hacia abajo, cubriendo así su rostro con una cortina de pelo rizado.

—No tenía que haberse puesto en medio. ¡No tenía que haberla salvado! —farfulló iracunda.

—¿Y qué pretendías? Estabas a punto de matar a un explorador, ¡a uno de los nuestros! —contraatacó el corpulento hombre.

Evey volvió a levantar la cabeza y dejó entrever unos ojos que relampaguearon de odio en la penumbra de la habitación.

—¡¡No es una exploradora!! —rugió con una mueca de profundo asco dibujada en su cara—. ¡No es de los vuestros! Es una informante, ¡es un puto androide de Sílica!

—Mientes —aseveró Sylvan.

Ciro se sentía extraño. Era como si se hubiese desdoblado y cada una de sus partes quisiese cosas opuestas. Había escuchado a la perfección la acusación de Evey, pero su cerebro no parecía ser capaz de procesar el mensaje. No quería moverse del sitio en el que se encontraba, y a pesar de ello tampoco tenía ganas de quedarse más tiempo en aquella habitación. No tenía fuerzas para levantarse del suelo; ni siquiera para respirar. Quería cerrar los ojos y hacer como si nada hubiese pasado, y sin embargo notaba una ira creciente en su interior que pedía a gritos ser liberada.

—Lo supe desde la primera vez que os vi. He sido entrenada para identificarlos.

Algo en el tono de voz empleado por Evey consiguió despertar a Ciro de aquel ensimismamiento. Notó cómo las palabras de la mujer tenían el mismo efecto sobre él que una descarga eléctrica de alta tensión. La conversación que minutos antes le había resultado ajena se convirtió en molesta e irritante. El explorador, que hasta entonces había mantenido la mirada perdida en una de las cuatro las pantallas que adornaban las paredes de la sala, giró la cabeza para contemplar a Evey. Se encontró con la silueta de la mujer y la de Trax enlazadas entre sí, ambas recortadas por la luz blanquecina del enorme monitor.

El corazón comenzó a bailar una danza demoníaca bajo las costillas del joven. Golpeaba con fuerza; avivaba a cada latido la ira de su dueño. Ciro sabía de sobra lo que su cuerpo le estaba pidiendo, y a pesar de haber estado noches enteras sin dormir, jurándose mil veces que no volvería a cometer semejante acto en su vida, no podía luchar contra aquello. No después de haber visto caer al suelo a Aera como si fuese una marioneta.

Antes de que pudiese darse cuenta, se había lanzado contra Evey y la había agarrado del cuello con una sola mano.

Sólo era cuestión de apretar.

—¡Basta, Ciro!

Iri y Sylvan aparecieron por los flancos y trataron de separar al explorador de la mujer, pero el chico se aferró al cuello de su presa hasta notar el palpitar de su sangre contra la palma de la mano. Nada ni nadie se interpondría entre él y su víctima, ni siquiera Trax, que había soltado a Evey y trataba de separar a ambos. No, nadie salvaría a aquella mujer de su castigo. Le haría pagar la muerte de Aera con la misma moneda. Apretaría hasta ver cómo su cara se ponía roja y luego azul; hasta que los ojos saliesen de sus órbitas pidiendo oxígeno.

Apretaría hasta matarla.

—Suéltala, Ciro.

El susurro proveniente de Ikino se coló por su oído derecho, acompañado de un leve gesto de la mano de la exploradora sobre su antebrazo.

—¿Por qué debería soltarla? —masculló con los dientes apretados—. Sólo nos dado problemas.

—Porque está diciendo la verdad.

Ciro dudó unos instantes y aflojó el agarre de su mano, momento que Evey aprovechó para deshacerse de ella con un tirón salvaje.

—Explícate.

La voz de Ziaya Roguez le llegó distante, como si ambos estuviesen en habitaciones diferentes. Aún con la mano crispada, Ciro hizo un gran esfuerzo por controlarse y bajó el brazo con lentitud. Sus ojos se mantuvieron fijos en los de Evey, la cual se frotaba el cuello con ambas manos tras haber tosido varias veces.

—Que se explique... ¿Es que sois imbéciles? — preguntó en un susurro ronco. El agarre de Ciro sobre su cuello había conseguido dejarla casi sin voz—. Es capaz de detectar un soldado de Sílica cuando... cuando vosotros apenas los intuís y sabe... cosas que vosotros jamás entenderíais. ¿Cómo creéis que sabía acerca de la catalepsia... de Sylvan? ¿De verdad... de verdad pensáis que una chica tan aparentemente frágil habría pasado las pruebas para formar parte de la sección de exploradores así, sin más? —La mujer tosió de nuevo antes de proseguir—. Allí donde la veis... allí donde la veis, esa pseudohumana es el doble de fuerte que cualquiera de vosotros. Incluido tú, armario —añadió, mirando por el rabillo del ojo al capitán Sleiden.

—Y eso qué puto derecho te da a matar —espetó Ciro.

Evey abrió la boca para contestar, pero terminó cerrándola al no encontrar las palabras adecuadas. La mujer pareció querer encogerse; giró la cabeza para poder ocultar de nuevo su rostro tras la espesa y rizada cascada que era su pelo. Ciro no supo descifrar aquel gesto. Tal vez fuese culpa, o tal vez le diese igual absolutamente todo. Qué más daba, como si una disculpa fuese a cambiar las cosas.

—Mi objetivo era destruir a esa cosa —contestó al cabo de unos segundos mientras señalaba a Ikino con la cabeza sin mirarla a los ojos—. Es mi misión hacerlo. No quería acabar con vuestra rubia.

Ciro profirió un gruñido al sentir que volvía a perder el control. Intentó lanzarse de nuevo contra Evey, pero esta vez los poderosos brazos de Trax lo detuvieron antes de que pudiese alcanzar el cuello de la mujer.

—¿Tu misión? —preguntó, lleno de rabia—. ¡¿Tu misión?! ¡¿Qué puta misión?! Primero nos secuestras y amenazas con matarnos a todos, nos llevas a tu mierda de caseta y te haces la importante, contándonos historias para no dormir. Y ahora matas a...

Ciro notó cómo el nombre de su amiga se le quedaba atascado en las cuerdas vocales. Cerró los ojos con fuerza y trató de luchar contra aquella sensación de malestar continuo que se había instalado en su cuerpo. Trax aflojó su agarre al sentir las tenues convulsiones del explorador. Mierda. Mierda, mierda, mierda. No quería hundirse delante de todo el mundo, no quería. No quería volver a sentirse débil y minúsculo. No quería volver a entrar en aquel bucle de sensaciones que lo anulaban por completo.

—Aera ha muerto por tu culpa. —La voz de Iri se hizo paso entre el silencio. Ciro alzó la cabeza y vio a su compañera a un metro escaso de Evey, con los brazos tensos y los puños cerrados a ambos lados de su cuerpo—. No tengas el valor de excusarte por ello, porque no tiene excusa. Dices que querías acabar con Ikino porque es una informante.

—Y lo es —contraatacó Evey.

—Hace mucho que dejé mi misión como informante.

—¡Y una mierda! —gritó la mujer. Su postura volvió a cambiar a una mucho más agresiva, aunque tras comprobar que Trax se encontraba a escasos metros de ella, decidió no moverse del sitio—. No conozco a ningún informante que haya dejado su oficio, algo que has dejado claramente demostrado cuando has activado el sensor en medio del puto desierto.

—No estoy actualizada.

—¿¡Qué coño has dicho!?

—¡No estoy actualizada! —repitió Ikino con un claro deje de súplica en la voz.

—¡¡Mentirosa!! —bramó la mujer a la vez que se abalanzaba sobre la exploradora—. ¡Maldita seas, tú y todos los humanoides de mierda!

—Basta.

La profunda voz de Ockly hizo que Evey se quedase parada a mitad de camino. Todos vieron al hombre de avanzada edad abriéndose paso entre las mesas flotantes y retroiluminadas que iban y venían de forma caótica por la estancia, desafiando la ley de la gravedad e iluminando su alrededor con una agradable luz, tenue y azulada.

El silícola se detuvo una vez tuvo a Ikino a escasos centímetros de distancia. Sin preámbulos, agarró a la chica del brazo y la forzó a ponerse de espaldas a él. Con la mano libre apartó el sedoso cabello de la espalda para así dejar visible la nuca de la exploradora. Ciro no podía ver nada desde su posición, así que esperó con el alma en vilo a que el silícola dijese algo.

—Es un modelo XT900 —informó—. Si no recuerdo mal, esta partida fue destinada a la Tierra hace más de cien años terrestres. No me extraña que no esté actualizada; lo que sí me extraña es que haya conseguido mantenerse en tan buen estado durante tanto tiempo. —Y sin decir nada más, puso el cabello del androide en su sitio.

—¿Ikino? —La capitana Roguez observaba a su subordinada con gesto impasible.

—Juro que he pisado el sensor sin querer, mi base de datos no contenía esa...

—No quiero saber cómo de actualizada estabas, exploradora —cortó Roguez—. ¿Sabías lo de Mara? ¿Sabías acerca de todo lo que nos contó Evey y nunca lo dijiste?

Para desconcierto de Ciro, Ikino comenzó a sollozar. La luz celeste de una de las mesas se reflejaba en su rostro bañado por las lágrimas, dando a la joven un aspecto inhumano. Aquella imagen arrancó del explorador un escalofrío que le recorrió el espinazo entero. Sostuvo la mirada y contempló al androide durante varios segundos, tratando de dilucidar si lo que sentía por ella era compasión, asco, un profundo odio o simple curiosidad.

—Por favor —suplicó—, no habría durado ni dos días en el Cubo si hubiese revelado mi verdadera identidad.

—¿Hay algo más que tengas que contarnos?

—Está bien, está bien. —Corto Ockly. De todos los allí presentes, el anciano fue el único que parecía dispuesto a consolar a Ikino—. ¿Dónde tienes el conector?

La informante se señaló la oreja derecha con recelo. Con gestos lentos y delicados, Ockly volvió a retirar la cortina de pelo de la joven para facilitar el acceso a su oído. Giró su cabeza en dirección a una de las mesas hasta que sus ojos se toparon con un montón de cables enredados entre sí. Tiró del más fino de todos para así dar con uno de los extremos del mismo. Sin mediar palabra, el hombre se dispuso a conectar dicho cable al oído de la informante cuando un chillido de Evey volvió a rasgar el silencio.

—¿Te has vuelto loco? ¿Vas a conectarla al sistema? ¿Y si tiene un virus? —La mujer volvía a revolverse entre los brazos de Trax con furia.

Ockly cerró los ojos y cogió aire un par de veces antes de responder en un tono cansado.

—Evey, he dicho que es un modelo XT900. Está tan desactualizado que cualquier virus que pueda tener estará más que obsoleto. Ni siquiera creo que pueda leer su memoria; el material que tengo no sé si será compatible con esta reliquia tecnológica. —El hombre suspiró mientras terminaba de conectar el cable de transmisión de datos al oído de Ikino—. Veremos qué podemos hacer con lo que tenemos.

Una vez finalizada la conexión, Ockly se dirigió a paso raudo a una de las mesas flotantes, la cual frenó su trayectoria en cuanto el silícola hubo posado la palma de su mano sobre ella. Inmediatamente después, algo que Ciro identificó como un teclado enorme apareció grabado en el tablero cristalino de la misma. Tras varios segundos tocando diversos botones del mismo, Ockly soltó un pequeño gruñido que parecía decir "victoria".

La mesa hizo desaparecer el teclado y proyectó en el ambiente una luz blanca que consiguió deslumbrar a los desprevenidos exploradores. Una vez Ciro se hubo recuperado del destello inicial, enfocó la mirada para toparse de bruces con una representación tridimensional de Ikino dando vueltas sobre sí misma. Aquella imagen no era como los hologramas que ellos solían usar en el Cubo, era mucho más realista. De hecho, tuvo que comprobar más de dos veces que la Ikino situada sobre la mesa girando como una peonza no era la misma que se encontraba a escasos metros de allí conectada a un cable y mirando con ojos tristes su imagen virtual. A la derecha de la imagen de la informante, una ristra de datos cuyos caracteres eran incomprensibles para el explorador hacían aparición de manera descontrolada.

Ockly apenas tardó un par de segundos en ordenar al sistema que tradujese aquellos símbolos al lenguaje alfanumérico conocido por los terrícolas. Fue entonces cuando Ciro pudo comenzar a leer lo que allí se mostraba:

ID: 569956309-33

MODELO: XT900

NOMBRE COMPLETO: Ikino Minami

SEXO: M

DESTINO: Vía Láctea_Brazo de Orión_Sistema solar_La Tierra

NACIONALIDAD: Japonesa

ÚLTIMA ACTUALIZACIÓN: 36.567 días terrestres (año 1942 d.C)

ÚLTIMA TRANSMISIÓN: 2.195 días terrestres (año 2038 d.C)

ESTADO: Inactivo

Ciro mantuvo sus ojos sobre la última línea de información, releyéndola una y otra vez.

—Como podéis comprobar, Ikino dice la verdad —musitó el anciano con obviedad.

—Que Ikino no miente es una afirmación relativa —declaró Iri—. La realidad es que Aera ya no está por culpa de estas dos, y yo no pienso salir de aquí con ellas en el equipo —prosiguió mientras señalaba a Evey y a la informante con desdén—. Sus disputas van a conseguir que acaben con todos nosotros.

—Vuestro avance por Sílica será mucho más seguro y rápido si ambas os acompañan. Disponen de información que vosotros desconocéis.

—¿Y de qué nos sirve esa información? El objetivo era llegar sanos y salvos hasta tu refugio, y resulta que por el camino hemos perdido a una compañera a causa de una decisión tomada por una persona que dice saber mucho de todo, pero que tiene el sentido común de un chimpancé. Avanzaremos sin ellas y tú nos ayudarás —sentenció la exploradora del pelotón EX:A-2.

—Esa decisión depende única y exclusivamente de tu capitán de pelotón. —Evey se encontraba agachada y parecía estudiar con detenimiento las botas que protegían sus pies, pero sus palabras llegaron altas y claras a los oídos de cada uno de los exploradores.

Ciro dirigió su atención a Trax, el cual aún se mantenía a una distancia prudente de Evey por si a la mujer le volvían a entrar ganas de abalanzarse contra Ikino. Al explorador le dio la sensación de que su capitán había envejecido diez años en apenas unas horas. La luz de la habitación dibujaba sombras en su rostro, acentuado el ya de por sí pronunciado fruncimiento de ceño. Las canas que hasta entonces habían hecho acto de presencia únicamente en las patillas se extendían sin permiso por todo su cabello, y sus ojos azules parecían chillar a los cuatro vientos cuán cansado estaba de todo aquello.

—Debo consultarlo con Roguez —dijo escuetamente.

La aludida asintió para a continuación salvar la distancia existente entre Ikino y ella. Tras permanecer frente a la informante varios segundos sin decir palabra ni mover un dedo, la capitana de Mara alzó la voz para que todos pudiesen escucharla.

—Nos has mentido durante dos años, Ikino —comenzó—. Nos has mentido a nosotros, tu pelotón, pero también al resto de la comunidad. Hoy nos has puesto en peligro a todos, y tu mentira ha provocado la muerte de Aera, tu compañera de sección. —La mujer tomó aire antes de proseguir—. Sin embargo, puedo decir que hasta hoy habías sido una exploradora ejemplar, siendo de especial utilidad en situaciones de alto riesgo.

—No era mi intención que ocurriese todo esto, debéis creerme. —Ikino se tapó el rostro con ambas manos mientras su voz se quebraba en medio de un llanto ahogado.

—Sé que tu intención no era delatarnos, porque de haberlo querido lo habrías hecho hace tiempo en el Cubo —continuó Ziaya sin prestar atención a la llantina de su subordinada—, pero se te ordenó una cosa y tú no la cumpliste. Creo que nos debes muchas explicaciones. ¿Por qué te desviaste de las huellas de Evey? ¿Por qué los de Sílica te desactivaron? ¿Qué haces aquí exactamente? ¿Qué es lo que sabes?

Tal era el silencio que volvió a reinar en la estancia que a Ciro le pareció estruendoso el zumbido de todas las máquinas funcionando sin cesar.

—Parte de la historia ya os la contó Evey en su momento —susurró por fin la informante—. Sílica nos mandó a la Tierra durante la Primera Guerra Mundial para que enviásemos información acerca de vuestros recursos naturales y vuestras costumbres. Estabais tan consumidos por la guerra que los silícolas rápidamente perdieron el interés en vuestra civilización y planeta, pero dejaron a un pequeño grupo de informantes con el objetivo de transmitir de manera periódica los posibles avances que lograseis.

—Y tú te encargaste de avisar a Sílica de la creación de las puertas dimensionales —intervino Evey.

Ikino negó con la cabeza un par de veces, consiguiendo que su flequillo se moviese con gracia hacia ambos lados.

—Yo formaba parte de aquel grupo, y transmití información hasta que alcanzasteis un punto de inflexión en vuestro desarrollo tecnológico, allá por el 2038. Os enfrentabais a problemas de sostenibilidad muy serios y la ciencia no avanzaba lo suficientemente rápido como para resolver todas vuestras incógnitas. Fue entonces cuando me desactivaron, y como, digamos, recompensa a mis largos años de servicio, me dejaron vivir en la Tierra sin opciones de regresar a Sílica. —La joven oriental pestañeó un par de veces, tratando de contener las lágrimas—. Era obvio que nunca podría forjar grandes amistades dada mi imposibilidad de envejecer, y encontrar trabajo era algo casi incompatible con mi aspecto de niña recién graduada... Así que mi día a día se basaba en recorrer de punta a punta las calles de diferentes ciudades junto a mis congéneres, aprendiendo de aquí y de allá, y pensando que algún día podría regresar a nuestro planeta de origen.

—Ya, claro. Qué bonito todo.

—No todos los informantes fueron desactivados como yo —añadió cambiando de tercio—, algunos mantuvieron un flujo más o menos constante de datos, sólo por seguridad. De hecho, fueron ellos los que avisaron a Sílica de vuestra demostración de la hipótesis de los Universos Paralelos, y fue debido a ellos que Sílica decidió bombardear el planeta entero sin importarles nuestra presencia allí.

—Por supuesto que no les importó una mierda vuestra presencia allí, sois máquinas, no humanos —interrumpió Evey, incapaz de mantenerse callada—. Habéis sido creados por personas de manera artificial.

Tal vez en otra ocasión Ciro hubiese desdeñado el punto de vista de Evey, pero en aquel momento no podía hacer otra cosa salvo pensar que aquella mujer, a pesar de tener ganas de asesinarla con sus propias manos, tenía toda la razón del mundo.

—¿Qué diferencia hay entre lo que soy yo y una persona que se implanta una memoria adicional o unos ojos mejorados? —El chico vio cómo el labio inferior de la exploradora temblaba de rabia contenida—. ¿En qué momento un humano pasa a ser un pseudohumano? ¿Necesitáis ver lo que hay debajo de mi piel artificial para sentiros mejor con vosotros mismos? ¿Para poder destrozarme sin remordimiento de conciencia? ¿Y qué pasaría si os digo que tengo músculos y huesos como vosotros?—Ikino se giró con brusquedad para dirigirse a Ciro—. ¿Cambió tu percepción de Mara cuando la rescataste de la Tierra con aquel amasijo de carne reventada y quemada en su pierna?

«No».

El explorador apretó los puños, contrariado. No, por supuesto que su percepción no había cambiado, pero no era comparable, ¿no? Ikino procedía de Sílica; ella y los suyos habían proporcionado información a los silícolas para que éstos pudiesen arrasar con todo lo que había considerado suyo en algún momento, y lo que era peor, el androide había conseguido escapar de su castigo y se había infiltrado en la comunidad del Cubo, poniendo en peligro a todos sus residentes. Por culpa de Ikino había perdido a Aera, ¿o había sido culpa de Evey por disparar a bocajarro sin cuestionarse nada?

—Nosotros sentimos al igual que vosotros —prosiguió la informante—. Tenemos nuestra propia conciencia y podemos distinguir lo que está bien de lo que no. Si nos pinchamos, nos duele. Si nos engañan, nos molesta. ¿Qué les da derecho a usarnos de esa manera para luego asesinarnos sin pestañear? ¡Somos silícolas, igual que ellos! No nos pueden apagar cuando les dé la gana y dejarnos almacenados en un cuarto sucio, no somos meros robots. Tengo tantas ganas de vengarme de ellos como vosotros, creedme. Ellos acabaron con vuestra civilización, pero también acabaron con lo poco que yo tenía y nunca tuvieron intención de tratarme como igual. ¿Vosotros os sentís engañados? Yo también. Al menos ya tenemos algo en común.

—No te atrevas a hacer comparaciones, informante. Claro que eres un simple robot, ¿debo explicarte cómo se genera la vida entre seres humanos para que entiendas la principal diferencia entre nosotros y tú? —Evey alzaba el tono de voz a cada palabra que decía—. La legislación de tu planeta es muy concisa al respecto: no eres un ser vivo porque eres incapaz de reproducirte.

La contundencia con la que Evey había escupido la última frase consiguió despertar en Ciro un ligero sentimiento de repulsión hacia la situación que estaba teniendo lugar, un sentimiento superfluo pero lo suficientemente potente como para hacerle razonar sobre ello de una manera menos visceral.

En la Tierra había sido frecuente el uso de biorobots como animales de compañía, y nadie había dudado en deshacerse de uno si dejaba de funcionar. Sólo los niños obviaban la diferencia entre éstos y los animales reales, y alguna que otra vez los padres habían tenido que aguantar la llantina del crío durante varios días al quedarse sin su mascota que sin preámbulos había acabado en el cubo de la basura.

El caso de los androides era ligeramente distinto. La sociedad había llegado a sentir verdadero miedo por el desarrollo de la robótica y la inteligencia artificial, así que las compañías habían sido algo reticentes a otorgar a las máquinas una apariencia humana real por miedo al rechazo de sus clientes. No era algo fuera de lo común, de hecho era un sentimiento muy habitual en la población terrícola. Ya por el año 1970, el profesor Masahiro Mori acuñó el término "valle inquietante" para definir la repulsión que sentía el hombre ante la presencia de un robot con aspecto humano. A nadie le apetecía tener un robot-persona en su casa, observándolo desde la esquina de la habitación, del salón o de la cocina, a la espera de órdenes. Era más fácil tener un robot de piezas metálicas visibles al ojo humano, que le recordase al dueño que aquello no era más que una máquina a su servicio y que en cualquier momento podía deshacerse de ella sin demasiados quebraderos de cabeza.

Ikino era un claro ejemplo de lo que las compañías no habrían hecho en la vida. Hasta aquel momento Ciro no había dudado ni por un instante de que se trataba de una humana con cualidades superiores al resto. Estaba perfectamente diseñada; era una mujer de pies a cabeza y ni siquiera los análisis realizados a su ingreso en el Cubo habían conseguido despertar sospechas acerca de su procedencia. Entonces, ¿cuál era realmente la diferencia entre ella y un humano? ¿Sólo su composición química y biológica? ¿Sólo el hecho de no poder reproducirse?

Joder, no estaba preparado para ese tipo de cuestiones filosóficas y existenciales, y no tenía ganas de ponerse a pensar en ello. Por una vez en su vida dejaría gustoso que Trax y Ziaya decidiesen por él, y acataría sin rechistar la decisión que tomasen ambos.

Sí, eso es lo que haría.

Chasqueando la lengua, giró sobre sus talones y abrió la puerta de la habitación, dispuesto a distanciarse de todo lo que ocurriría dentro de aquel lugar a partir de ese momento.

No tomaría partido en aquel debate moral.

No le importaba lo que ocurriese con Ikino o con Evey. Lo cierto era que, pensándolo mejor, no le importaba en absoluto.

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