Capítulo 18.
Evey no recordaba haber sentido tanto calor la última vez que pisó Sílica, a pesar de que el traje reflector aislaba de manera razonable su cuerpo de la temperatura exterior. Aparecieron en medio de un desierto formado por infinidad de dunas de una tierra de color negro brillante, todas ellas ordenadas sin ton ni son. Un sol enorme y rojizo partido por la línea del horizonte amenazaba con abrasarles de un momento a otro, y no parecía divisarse nada vivo en kilómetros a la redonda. Así era Sílica: negro, ardiente e inhóspito.
Era obvio que la persona que hubo bautizado al planeta con ese nombre no se había roto demasiado la cabeza. El 76% de su composición era silicio, y aunque la gran mayoría se concentraba en zonas como en la que acababan de aparecer, el resto de la gigante esfera contaba con cantidades ingentes del mismo elemento.
Aquel día estaban de suerte. Al igual que venía sucediendo en las zonas desérticas de la Tierra en los últimos años previos a la invasión, las tormentas de arena en Sílica ocurrían con mucha frecuencia. La diferencia fundamental radicaba en que las áreas de desiertos y páramos en este último eran mil veces mayores a las del globo terráqueo, por lo que dichas tormentas podían desplazarse miles de kilómetros y abarcar enormes extensiones de terreno. Evey sabía muy bien cómo de peligrosos podían llegar a resultar aquel tipo de fenómenos, por lo que hizo especial hincapié en cuadrar los días para poder llegar al refugio de Ockly sin perder a ningún explorador por el camino.
Evaluó a su grupo con ojos críticos a través de su casco y cuando consideró que todos se hallaban en condiciones de comenzar a andar, se puso en marcha mientras les recordaba por enésima vez lo atentos que debían permanecer.
—Quiero que tengáis cuatro ojos vigilando los alrededores —murmuró a través del pinganillo—. Los sistemas de seguridad tardarán unos minutos en detectar el uso no permitido de la puerta dimensional, y de no ser por la captura de Mara pensarían que se trata de un simple error. Esta vez es bastante probable que ahonden en el asunto hasta dar con el origen de la alarma, y para cuando lo hayan averiguado nosotros deberemos estar con Ockly a buen recaudo. Si por algún casual activamos algún que otro sensor en el camino estaremos jodidos, porque les será muy fácil seguirnos el rastro y acotar el perímetro de búsqueda.
Se había permitido realizar algunas modificaciones en el orden de marcha que seguirían durante las próximas horas. Posicionándose ella en primer lugar, había decidido poner a la tozuda Liria tras ella para poder vigilarla de cerca. Justo detrás caminaba su capitana de pelotón Ziaya Roguez, seguida por el samurái sin espadas engatusado por Mara; el recién descubierto esmirense Varik, la rubia tocapelotas y su recompuesto novio, la preguntona de Iri, el armario de doble puerta llamado Trax y finalmente Ikino. No es que se fiase demasiado de la oriental, pero la necesitaba en último lugar por cuestiones prácticas.
Evey era consciente de que sólo ella podría indicarles la ruta a seguir. Se había cuidado mucho de no proporcionarles ningún tipo de mapa digital; ni siquiera les había transferido una base de datos básica sobre Sílica para que pudiesen echar mano de ella cuando quisieran. Les había explicado lo justo verbalmente, impidiendo así correr el riesgo de sufrir una fuga de información severa si alguno de ellos era capturado. Su sistema, al igual que el de los exploradores, era capaz de borrar todos los archivos en caso de emergencia, pero el protocolo de prevención del F.M.A prohibía la transferencia de información más allá de sus propios miembros. Eso excluía a TESYS y a toda su comunidad.
La compañía sueca que años atrás lideraba el mercado tecnológico terrestre había sabido aprovechar la ocasión, para bien o para mal. Si bien sus intenciones iniciales fueron muy lícitas, Evey no estaba tan segura de que ahora éstas fuesen igual de decorosas. Cuando tuvo entre sus manos el primer informe acerca de los trajes asesinos para exploradores, supo que algo se había roto en aquel reducto humano. Desde entonces, algo parecido a un movimiento radical había comenzado a forjarse en las entrañas de la sección de mando; movimiento que había ganado terreno tras la captura de Mara y el cual no podía seguir desde que hubo perdido su contacto dentro del Cubo. Debía poner remedio a eso cuanto antes.
Nunca había sido partidaria del hecho de que TESYS liderase lo poco que quedaba de la civilización terrestre, pero comprendía que era la vía más fácil y acertada. La empresa había sido la única capaz de poner un poco de orden en aquel caos de supervivientes, y sin duda se había ganado a pulso el derecho a gobernar, a pesar de que sus miembros no tenían ni la más remota idea de política. Además, los terrícolas no admitirían un gobierno impuesto por un organismo externo, y menos aún cuando ellos mismos tenían control absoluto sobre el universo paralelo que habían descubierto. ¿Por qué iban a dejar decidir a unos forasteros por ellos? No, Evey conocía muy bien la mentalidad terrícola. Mas valía lo malo conocido que lo bueno por conocer.
Al igual que conocía aquel refrán, conocía aquella historia. Se trataba de un proceso cíclico, repetitivo, que surgía de la nada por generación espontánea pero que acababa ramificándose e infectando todo lo que se encontraba a su alrededor. Era un déjà vu constante arraigado a toda civilización: un grupo organizado se hacía con el poder sin ánimo de lucro y acababa corrompido y desgastado por las mentiras. Tal vez fuese por la forma de ser de los humanos, por encontrarse en la punta de la pirámide evolutiva, por ser inquietos y curiosos o por querer ser más que el resto. Era esa avaricia sin remedio lo que a Evey le ponía enferma, aunque tampoco se le iba la vida en ello; a fin de cuentas, ese tipo de problemas eran los que le daban de comer.
Clic.
La mujer abrió los ojos y forzó al murmullo de pensamientos a quedarse arrinconado en una de las esquinas de su cerebro. Lo había oído con perfecta claridad. Frenando en seco, Evey giró sobre sus talones y contempló alarmada al pelotón que la seguía.
—¡Joder! —farfulló Aera al chocarse contra Varik—. ¿Qué cojones haces?
—Eh, tranquila.
¿Quién había sido? Todos parecían seguir su trayectoria sin desviaciones. ¿Todos? No, todos no. Había alguien que se había movido demasiado a la izquierda.
—Tío, ¿tú lo ves normal pararse así, de repente?
Demasiado a la izquierda.
—Me paro porque todos nos hemos parado, pero tú debías ir mirando a las musarañas y no te has enterado.
A la izquierda.
Ikino.
La exploradora apenas se había separado medio metro de las huellas de sus compañeros, lo suficiente para activar uno de los millones de sensores existentes en aquel océano de dunas de carburo de silicio.
La rabia sacudió los cimientos de Evey como si de un huracán tocando tierra se tratase. Lo sabía, en el fondo lo sabía. Lo había sabido desde el primer día que la vio en aquel salón abandonado, con su largo y lustroso pelo provocando por fuera del casco. Tenía que haber cortado por lo sano en ese momento; ahora era demasiado tarde. Si anteriormente había una mínima posibilidad de despistar a los soldados con el uso de una puerta dimensional no autorizada, ésta había quedado reducida a la nada tras la activación del sensor a escasos kilómetros del lugar. Sólo les quedaba correr hasta alcanzar el refugio de Ockly antes de que los soldados diesen con ellos.
—¿Musarañas? Tío, iba mirando el suelo para no cagarla. ¿Te mueves, o qué?
Lo sabía y se había dejado llevar por las emociones y no por la razón. ¿Qué la había ocurrido? ¿Estaría haciéndose vieja? Sacó la pistola de plasma de su cinturón y la cargó al máximo. Aquella arma de última generación era capaz de hacer un agujero de varios centímetros de profundidad en casi cualquier superficie, y tan sólo necesitaba un par de segundos de carga.
Ayudándose de su otra mano para no fallar, Evey apuntó a la cabeza de Ikino.
—Traidora —siseó.
—¡No! ¡¡Espera!! —chilló alguno de los exploradores, pero Evey no escuchaba nada salvo su agitada respiración y un pitido que amenazaba con hacerle explotar el cerebro de un momento a otro. Era el sonido de la calma que precedía a la tormenta; el sonido del silencio. Sólo estaban Ikino, ella y su pistola.
Soltó el botón de carga y presionó el gatillo. El chorro morado de plasma iluminó el lugar y atravesó el espacio existente entre su objetivo y ella.
Y después, sólo silencio.
El cuerpo cayó abatido, pero sus oídos no captaron el ruido sordo que provocó al impactar contra el suelo. Evey no oía nada, ni siquiera escuchaba ya su propia respiración. Era como si se hubiese quedado sorda por completo; como si sus tímpanos hubiesen sido destrozados.
Pero sus ojos sí que veían. Sus pupilas se mantuvieron fijas en el mismo punto, enviando pulsos de información contradictoria a su cerebro. El rayo había salido de la pistola y había impactado contra la exploradora. ¿Por qué seguía en pie?
«Joder».
Sintió que le faltaba el aire dentro de aquel casco. Sintió una terrible ola de calor apoderándose de su cuerpo, haciéndola transpirar de manera incontrolable. Pestañeó un par de veces para tratar de quitarse las gotas de sudor que en apenas unos segundos habían bajado por su frente hasta instalarse en sus cejas y párpados.
—¡Responde, vamos!
Evey volvió en sí, recuperando la audición al compás de una letanía que se repetía una y otra vez. Se trataba de la voz de un hombre que se elevaba por encima de aquel pitido enloquecedor que volvía para destrozar su entereza.
Abrumada, dirigió su mirada a la escena que estaba teniendo lugar: la fila que tantas veces había ordenado formar se había deshecho en su totalidad. Una figura se encontraba arrodillada junto al cuerpo inerte de un explorador, tratando de reanimarle. Su voz era ronca, fuertemente marcada por la desesperación. Era Ciro, sin lugar a dudas. Su larga y oscura melena recogida en una trenza asomaba por el cogote, justo donde el casco terminaba. Creía recordar que les había dicho que mantuviesen el pelo recogido bajo las protecciones, ¿por qué no hacían caso a sus órdenes?
Ikino se había dejado caer sobre sus rodillas, incapaces de sostener el peso del resto de su cuerpo. Si seguía viva, ¿por qué no disparaba de nuevo? Apuntó en la dirección de la oriental, pero su dedo índice era incapaz de apretar el gatillo. Su cerebro se había desconectado del resto de su cuerpo.
—Suelta el arma —logró escuchar por encima del pitido que aún tronaba en su cabeza.
Evey no procesó la orden. Mantuvo la pistola alzada mientras seguía contemplando el cuadro que se pintaba ante sus ojos. No se sentía parte de aquello. Era como si ella fuese una mera espectadora y el resto fuesen monigotes mal distribuidos en el encuadre de una película. Reconoció a Sylvan al lado de quien supuso que era Aera, o tal vez Iri. La joven que no conseguía identificar también se había arrodillado junto a Ciro, gimoteando con la misma desesperación que su compañero.
—¡He dicho que bajes el arma! —La voz sonó más imperiosa que antes, suficiente para que Evey comprendiese el mensaje.
Bajó la pistola sin separar el dedo índice del gatillo. Seguía sin comprender por qué era incapaz de apretarlo. En realidad, no comprendía nada de lo que estaba sucediendo.
Tres exploradores se mantenían alejados del pequeño grupo que atendía a la persona abatida. No pudo identificarlos; era complicado distinguirlos cuando todos llevaban el mismo uniforme. Los tres apuntaban sus pistolas de plasma en su dirección, pero ninguno parecía decidirse a disparar. Tal vez ellos tampoco pudiesen apretar el gatillo.
—¡Despierta! —sollozó la voz de mujer.
Los ojos de Evey se posaron entonces en el cuerpo que Ciro sostenía entre sus brazos. Algo no cuadraba en aquella escena, tal vez fuese la pose tan grotesca de la figura: ambas piernas descansaban en el suelo formando un ángulo recto entre las pantorrillas y los gemelos, y los brazos sin vida caían cruzados sobre su torso. Logró distinguir un mechón de pelo rubio que parecía haberse escapado de un moño, un moño torpemente escondido tras el casco en un intento de cumplir las órdenes que ella misma les había dado.
Era ella, era Aera.
Había matado a Aera.
La conexión entre su cabeza y su cuerpo pareció restablecerse de nuevo. Notó cómo un enorme tajo se abría paso en sus entrañas, haciéndose hueco entre el resto de heridas mal cerradas que había sufrido a lo largo de su vida. Una voz en su interior le recordó que aquella no era la primera vez que cometía un fallo; mucho menos sería la última.
La información que sus ojos habían captado previamente fue entonces asimilada por su cerebro: la imagen del cuerpo de Aera interceptando el rayo y acto seguido cayendo al suelo se reprodujo en su cabeza de manera incesante, como una grabación.
Una piedra enorme y pesada se asentó en la base de su estómago, impidiéndola siquiera respirar. En apenas unos segundos aquella sensación se esparció por el resto de su cuerpo, matando su raciocinio y su capacidad de reacción. Había matado a Aera. Había matado a Aera. A Aera, no a Ikino, joder.
Aún atónita y con el nombre de la exploradora aguijoneándola el cerebro sin piedad, desvió la mirada hacia el sensor que se había puesto en marcha hacía casi un minuto, activado por la pisada de Ikino. Se trataba de un delgadísimo pivote del mismo color negruzco que la tierra, el cual había emergido del suelo hasta una altura considerable y había puesto en marcha un escáner para analizar el perímetro. Cuando apenas quedaban unos centímetros para que la delgada línea azul de éste tocase el hombro izquierdo de Ikino, Evey recuperó las riendas de su cuerpo.
Era un identificador corporal. Si el escáner llegaba a tocar alguna parte de la exploradora, estarían perdidos del todo.
El pitido que se había instalado en su cabeza amainó, permitiéndola poner en marcha de nuevo los engranajes de su cerebro. Sin perder tiempo, volvió a cargar la pistola de plasma y aún a sabiendas de que varios exploradores estaban apuntándola, disparó con la máxima potencia configurable. Así se aseguraría de haberlo inutilizado por completo, aunque la señal de activación habría saltado ya en la central.
—Vámonos de aquí. Ahora —murmuró, y sin esperar contestación alguna, se puso a correr.
Nunca volvió la vista atrás para ver si el resto de exploradores seguía sus pasos.
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