Capitulo 18- El tribunal de la noche (Parte 1)
Eva se preguntó alguna vez con qué soñarían los vampiros. De nuevo, su interés por estas criaturas siempre fue puntual, pero la curiosidad por ciertos aspectos suyos la llamaban a hacerse semejantes interrogantes. Ahora que era uno de ellos, la respuesta no podría ser más chocante. Quizás, nunca deseó saberlo.
El mar de sangre la llamaba....
Poderoso e indómito, se agitaba mientras su poderoso canto la atraía hacia una eterna promesa....
....una de saciar su sed de sangre por siempre....
Mientras dormía, en esos momentos, sus sueños no tenían nada de interesante o perturbador, ni siquiera se podía decir que tuvieran algo de contenido. Lo único que veía era el mar de sangre, tan rojo e inmenso, agitándose por etéreas fuerzas aéreas que no parecían percibirse. A esas alturas, eso era todo lo que contemplaba al cerrar sus ojos.
La sentía. Si bien no la veía, podía notar su presencia....
Aquella quien la convirtió...su Progenitora...
Bajo las escarlatas aguas, podía adivinar su figura....
Siguió con su mente perdida en aquel mundo de hemoglobina infinita cuando un fuerte traqueteo hizo que despertara sobrecogida. Sintió otro fuerte temblor y casi creyó que iba a caerse del colchón. Confusa, miró a un lado y a otro, dándose cuenta de que se encontraba en el interior de un camión. Dejó salir un resoplido mientras escuchaba de fondo el ruido del motor y el chirrido de las ruedas sobre el asfalto. Al final, dejó caer la cabeza sobre la mullida almohada, tratando de recobrar un poco de su sueño cuando sintió como alguien la apretaba por la cintura.
—¿Qué tal has dormido? —dijo una dulce voz a su espalda.
En ese mismo instante, sintió como mordisqueaban su hombro izquierdo, notando unos colmillos clavándose en su piel, cosa que la estremeció bastante. Sintió como recorrían su superficie, rozándose con intención de rasgar, pero sin llegar a hacerlo. Acto seguido, esos afilados dientes fueron sustituidos por unos esponjosos labios que la besaron con suavidad y cuidado. Para ella, fue un alivio sentirlos, pues la relajaron bastante.
—Um, veo que pareces animada —habló con sensualidad la voz.
Una mano se posó sobre el vientre de Eva, poniendo sus nervios a flor de piel. Dejó salir una fuerte bocanada de aire mientras notaba todas las suaves caricias que le prodigaba en esa zona. Un leve cosquilleo la estremecía, sabiendo que, poco a poco, iba descendiendo a ese lugar tan sensible y grato que la llenaba de mucho gusto. Tenía tantas ganas de que fuera ahí. Mientras, los besos en su cuello no cesaban y no tardó en sentir como una correosa lengua lamía su piel.
—Lucila —musitó la nocturna pelirroja mientras sentía aquellos delicados tocamientos sobre su cuerpo.
La mano llegó por fin a donde tanto deseaba que arribase y, sin más premura, comenzó a acariciarla. Los dedos se perdían entre los húmedos pliegues de su sexo y los manipulaban a conciencia para proporcionarle el mayor placer imaginable. Sin ninguna duda, Lucila se notaba que era toda una experta. Notó como, mientras la masturbaba, su jefa se pegó más a ella, sintiendo como sus pechos se aplastaban contra su espalda.
Eva dejó escapar un súbito gemido cuando Lucila comenzó a frotar su clítoris, ese lugar donde dijo que se le podía proporcionar tanto placer a una mujer. Lo cierto era que a ella se lo estaba dando con bastante fruición. En solo unos segundos, sintió su interior palpitar con fuerza mientras su cuerpo entero temblaba inquieto.
—Joder —dijo entre dientes mientras degustaba semejante goce.
—¿Tan rápido? —cuestionó divertida Lucila.
No le dio tregua. Con su dedo índice y corazón, comenzó a marcar círculos alrededor de ese prominente botón, haciendo que todo se acelerase. Eva comenzó a respirar de manera entrecortada mientras su pulsación aumentaba. Su pecho se erguía ante tanta excitación. Lucila no paró y aprovechó para darle otro pequeño mordisco en el cuello, cosa que fue la guinda para la pelirroja.
—¿Te vas a correr, Eva? —preguntó incitante Lucila— ¿Lo vas a hacer?
La abrazó con fuerza, rodeando sus pechos y dejándola bien atrapada bajo su presencia. Eva contoneaba sus caderas, respirando con dificultad y cerrando sus ojos mientras se acercaba el inevitable fin. Se retorcía desesperada, deseando estallar de una maldita vez. Incapaz de contenerse, apretó con fuerza sus dientes.
—¡Lucila! —gritó en pleno orgasmo.
Todo su cuerpo se revolvía mientras sentía la explosión de humedad en su entrepierna. Dejó salir todo el aire que había en su interior mientras sentía su sexo contraerse varias veces y gritó como si no hubiera un mañana. Cuando todo acabó, terminó desfallecida.
Lucila la sostuvo entre sus brazos mientras aspiraba aire con fuerza, derrotada por el poderoso estallido. Aún notó un par de contracciones más en su vagina, dando buena cuenta del arrollador orgasmo que acababa de tener. Suspiró agotada, pero también muy satisfecha. No todos los encuentros sexuales que había tenido hasta ahora, este había sido uno de los mejores con diferencia.
—¿Satisfecha? —preguntó Lucila mientras le atusaba el pelo.
—Ha sido genial —contestó Eva maravillada.
—Pues es mi turno ahora —le reclamó su jefa.
Se volvió hacia ella y pudo mirarla con detenimiento. Incluso recien levantada se la veía radiante con esa piel tan clara contrastando con el pelo largo y oscuro, además de esos refulgentes ojos violetas que parecían conferirle un poder sobrenatural. Se acercó y, sin dudarlo, le dio un suave beso en los labios. Al apartarse, notó como una sonrisa se dibujaba en su rostro llena de júbilo. Eso la alegró bastante, pero la dejó muy descuidada, pues ni se vio venir como Lucila se lanzaba para besarla de nuevo.
Atrapadas en una irrefrenable pasión, parecía que aquella sesión de sexo no tuviera fin para ambas nocturnas. Sin embargo, un súbito frenazo cortó en seco el apasionado encuentro. Las dos se revolvieron sobre la cama y se miraron llenas de sorpresa. El camión se había detenido.
—Bueno, me temo que deberemos continuar en otro momento —comentó chistosa Lucila.
No pudo evitar que una sonrisa se le enmarcara en el rostro. Eva vio cómo su jefa se levantaba, estirando un poco su cuerpo al tiempo que se dirigía a una de las maletas que había para buscar ropa. Observó su prístina figura, tan pálida como hermosa, delineada por unas perfectas curvas que la tenían hipnotizada.
—Venga, es hora de vestirnos —le dijo mientras se volvía hacia ella—. Nos esperan.
—Erm, si —comentó la pelirroja mientras se incorporaba.
Fue a su lado y, al tiempo que se ponía su ropa, no dejó de pensar en donde se hallaba ahora metida.
Cinco días atrás, tras descubrir quién los había delatado a los cazadores de vampiros, Lucila envió un mensaje al resto de administradores que dirigían todo el territorio controlado por la Sociedad. El asunto era urgente, se hallaban en guerra y debían reunirse lo más rápido posible para saber cómo afrontar aquella nueva crisis. Para eso se organizaba el Tribunal de la noche y se llevaría a cabo en la Capital. Sin embargo, las respuestas tardaron un poco en llegar y no fueron demasiado satisfactorias.
Mientras veía a su jefa ponerse un largo vestido verde, bastante más discreto que su habitual indumentaria, recordó la agresiva conversación que mantuvo con Ernesto Clavijo. El administrador de la Capital se mantenía férreo en su postura sobre no ceder ante la idea de reunir al Tribunal de la noche. Por lo que a él le concernía, el ataque durante la fiesta contra Lucila no involucraba al resto y no creía que corriesen peligro alguno. A ella no le pudo gustar menos esas palabras. Al final, tras cuatro largas horas de conversación, Clavijo cedió, aunque no tenía claro cómo logró convencerlo. Aún había muchos chanchullos de la Sociedad que desconocía.
—Eva, termina de vestirte —le señaló su jefa, quien se encontraba ya con la ropa puesta. Ella tan solo se había puesto los pantalones—. Nos esperan fuera.
Le hizo caso y se puso lo que le quedaba de ropa al tiempo que observaba como Lucila se adecentaba delante de un espejo, colocándose bien un chaleco de pelo marrón oscuro que cubría sus desnudos hombros, lo único que el vestido verde no ocultaba. Le sorprendía que la nocturna tuviera este inesperado pudor de repente. Todo el tiempo que la vio siempre iba con ropa ligera que dejaba entrever su cuerpo, sin avergonzarse en revelar sus atributos, pero ahora era como si sintiera una vergüenza apremiante a querer mostrarse así ante sus congéneres administradores. ¿Acaso quería dar una imagen más seria de la que solía tener? Había tantas cosas que desconocí en esos momentos del trato entre los vampiros que casi le daba miedo querer saber ciertas cosas.
Unos golpes en el costado del vehículo hicieron que saliera de su ensimismamiento.
—¿Están ya listas? —preguntaron.
—Sí, ya podéis abrir —respondió Lucila tras echarle un último vistazo a Eva.
Notó la cercanía de su jefa, cosa que la inquietó. Desde lo que vio aquella noche, cuando Lucila asesinó sin ningún miramiento a Patricia por traicionarla, no sabía que pensar de su jefa. Habían compartido varios días juntas, teniendo sexo por la noche y durmiendo juntas durante el día. La nocturna era una amante incesante y, pese a no tener demasiada experiencia, le hizo vivir momentos increíbles. Fue dejándose llevar por aquella pasión y empezó a creer que entre las dos se estaba desarrollando un fuerte vínculo. Sin embargo, todavía no sabía si confiar en ella.
Las puertas del remolque del camión se abrieron. Luego, se escuchó como comenzaban a retirar columnas de las cajas que las habían ocultado. Ese tiempo lo terminó de aprovechar Lucila para terminar de arreglarse. Se echó un poco de perfume alrededor del cuello y se pasó algo de rímel por los ojos. Cuando las cajas terminaron de retirarse, Bernardo, el camionero que llevó a Eva hasta el Litoral, apareció en escena.
—Ya está —anunció sin más—. Tenéis vía libre.
Eva no pudo evitar una sonrisa al verlo de nuevo y levantó la mano en señal de saludo. Bernardo respondió igual. Se le veía un poco sudoroso y fatigado. Era obvio que retirar las cajas con prisa lo había dejado un poco cansado.
—¿Qué le falta? —preguntó el hombre ansioso.
—No mucho —contestó Eva.
Mirando de refilón, vio que Lucila estaba pasándose el pintalabios por la boca. Era de un intenso brillo rojo, parecido al de su pelo. La nocturna hizo un pequeño gesto como si fuera a dar un beso y, viéndose lista, se volvió hacia ellos.
—Podemos irnos —comentó enérgica.
Bernardo se hizo a un lado para dejar paso a Lucila. Eva iba detrás. Salieron a la plataforma que daba al aparcamiento donde estacionaban todos los camiones. El lugar donde se hallaban era otro almacén desde donde se transportaban mercancías, muy parecido desde el que partió Eva mientras huía. Acordarse de eso, hizo que un escalofrío recorriera su cuerpo. Había regresado a su antiguo hogar, al que se suponía que no debía volver.
—Os esperan dentro del edificio —les informó Bernardo mientras cerraba las puertas del remolque.
—Gracias, humano —habló con agrado Lucila—. Se te recompensará como es debido por tu trabajo.
Aquello último lo dijo con un desdén que no gustó ni un pelo al camionero. El rostro lleno de seriedad que se le formó daba buena cuenta de ello. Cuando miró a Eva, se acordó de aquella advertencia que le dio cuando se conocieron. Era evidente que no le hizo caso.
—Cuídate, chupasangre —le dijo Bernardo mordaz—. Y cuídala a ella, que me tiene que pagar.
Asintió con una pequeña sonrisa enmarcada en sus labios y el hombre le respondió con el mismo gesto. Estaba claro que había un buen entendimiento entre ambos a pesar de solo haberse visto un par de veces.
Las dos nocturnas entraron en el almacén, lleno de cajas y polvo, cosa que no gusto ni un pelo a Lucila, quien emitió un resoplido de desagrado por hallarse en un lugar tan sucio. Agarró a Eva por el brazo y juntas caminaron por el sucio suelo. La pelirroja iba normal, pero su jefa avanzaba con paso indeciso, clavando cada tacón con más duda que otra cosa. Siguieron con ese avance discordante hasta llegar a la entrada, donde las esperaba Eric Pierce con dos de sus hombres.
—Señora, me alegro de verla —habló con un encantado tono raro en él—. El coche espera afuera.
No le hacía ninguna gracia ver a aquel tipo allí. Él y sus hombres habían sido escogidos expresamente por Lucila para que las escoltaran a la Capital. Mientras que ellas dos iban en el camión, los mercenarios viajaron en coches, cosa que le resultó extraña, si tenía en cuenta que viajaron tanto de noche como de día. ¿Cómo hicieron para que el Sol no los matase?
Mientras Lucila y ella salían del edificio, lanzó una mirada al tipo y a sus secuaces. Seguía percibiendo en ellos algo que no era normal, no al menos para los estándares de unos vampiros, aunque lo que más le preocupaba era tener que tratar con ellos y sobre todo, con el jefe. Después de lo ocurrido durante su primer encuentro, temía que fueran a tomar represalias de algún modo. Por ahora, se habían mantenido en su sitio. Esperaba que así siguiesen.
Bajaron las escaleras y llegaron hasta el coche, un sedán negro bastante grande para lo que esperaba. Se notaba que Lucila deseaba impresionar a sus compañeros del Tribunal. Ellas dos se metieron en los asientos traseros mientras que Pierce y uno de sus hombres se colocaron en el asiento del piloto y copiloto respectivamente.
—Abróchense los cinturones —habló divertido el mercenario a la vez que encendía el motor—. Es hora de movernos.
Se pusieron en marcha y, a través de la ventana, Eva se fijó en todo lo que había alrededor. Había regresado a la Capital, su antiguo hogar. Pensó que jamás volvería aquí, que lo habría abandonado para siempre, pero de nuevo, se hallaba en sus calles, más pronto de lo que imaginaba. En ese mismo instante, sintió como alguien agarraba su mano. Se volvió y notó como Lucila la miraba con cierta preocupación.
—Ey, ¿estás bien?
—Sí, no te preocupes —respondió mientras aumentaba el apretón en la mano.
Le sorprendía verla así, aunque tampoco tenía de que extrañarse. Entre ellas dos había surgido un fuerte vínculo después de que salvara a Lucila de aquel intento de asesinato. Ahora, su jefa no quería que se separara de su lado bajo ningún concepto. Casi daba miedo verla tan posesiva, pese a que lo comprendía. Era la única persona en quien podía depositar su confianza por completo.
—Cualquier cosa que te preocupe, tan solo dímelo —le dijo con una calidez que resultaba asombrosa.
Aquel sentimiento de posesión llegó a tal punto que, cuando tuvo que viajar a la Capital por la reunión con el Tribunal de la noche, Lucila insistió en que Eva era la única que podía acompañarla. Esto no le gusto en absoluto a Gabriel, quien tuvo que quedarse a cargo de todo en el Litoral, desde continuar buscando a los cazadores a proteger el Santuario Carmesí y los otros negocios. Resultaba muy irónico y divertido ver como las tornas habían cambiado tanto entre ella y su jefe. No podría estar disfrutando más con ello.
—¿Va todo bien ahí atrás? —preguntó Pierce con alevosía mientras las miraba por el espejo de retrovisor.
Bueno, se había deshecho del pesado de Gabriel, pero todavía tenía que aguantar al impresentable mercenario. Maravilloso.
El coche las llevó por el centro de la ciudad, recorriendo las enormes avenidas principales, atestadas de vehículos y peatones. Ver todo ese bullicio allí fuera le dejó un cierto regusto nostálgico a Eva. Este era el lugar donde vivió por muchos años y ahora, lo tenía que ver desde la lejanía, sin poder acercase jamás a él de nuevo. Fue en ese momento cuando recordó a su familia y el sentimiento se volvió mucho peor.
—Llegaremos en cinco minutos —les informó el peculiar chofer.
Apretó con mayor fuerza la mano de su jefa. El agobio era cada vez mayor para Eva. La nocturna se debió dar cuenta, pues le dio un suave beso en la mejilla. Al notar esos suaves labios posándose con tanta gracilidad en su piel, se volvió llena de sorpresa, chocando con aquellos ojazos violetas que tanto la paralizaban. No dejaba de sorprenderse con la calidez que exudaba la nocturna. Desde luego, no era algo normal, sobre todo, al recordar lo brutal que podía llegar a ser.
—Muy bien, sigue avanzando —dijo Lucila a Pierce mientras no dejaba de mirarla—. Procura que no lleguemos tarde.
—Si el trafico nos deja, prometo que seremos puntuales —bromeó el mercenario.
Apenas le hicieron caso, pues enseguida, Lucila besó a Eva con una pasión irrefrenable. Casi se podría decir que eran por completo amantes.
—Quieres no mirar —le llamó la atención Pierce a su hombre—. No nos pagan para que actúes como un pervertido.
Cuando se separaron, Eva se hallaba cohibida, sin palabras para expresar como se hallaba. Lucila la miraba con una aprensión casi agobiante, como si se fuera a abalanzar sobre ella para follársela otra vez. Y, lo más probable, fuera eso lo que tuviera en mente.
—Tranquila, sabes que me tienes aquí —le habló con suma calma—. Y te necesito lo más despejada posible.
Asintió con claridad ante lo que acababa de decirle. Respiró hondo y se recostó un poco hacia atrás, tratando de vaciar su mente de todo pensamiento relacionado con su pasado. Ya no era esa Eva.
Viajaron por la ciudad hasta llegar al norte. A las afueras, se hallaba la abandonada zona industrial, un lugar repleto de viejas factorías donde antes se producía de todo, pero ahora, solo quedaba los restos de un mundo olvidado. Las enormes edificaciones de tejados angulosos y paredes metálicas ahora se veían oxidados y desgastados, muchos de ellos a punto de colapsar por su propio peso. Otros todavía se erigían magníficos, como si pretendieran demostrar que aún quedaba grandeza en ellos, pero ya nadie los recordaba cómo debía.
Eva observó todo aquel lugar con cierta fascinación y tuvo claro por qué se había decidido que el Tribunal de la noche se reuniera allí. No había ni un alma, nadie transitando por aquellas fantasmagóricas calles. Era perfecto. Ninguna persona molestaría a los nocturnos en su importante reunión.
—Bueno, pues ya hemos llegado —anunció Pierce.
Todos los ocupantes del coche miraron a un lado y a otro bastante confusos. No veían ninguna señal que les señalara que este fuera el lugar de la reunión.
—¿Seguro que es aquí? —preguntó extrañado el mercenario sentado en el sitio del copiloto— Yo no veo a nadie.
—Klaus, por favor, no digas gilipolleces —respondió exasperado su jefe.
—No, solo digo que aquí no se ve a nadie —señaló lleno de confusión el tal Klaus—. No tiene pinta de que sea en este sitio.
—Claro que es aquí —le rebatió Pierce—. No puede ser en otro sitio.
—Quizás lo han cambiado —teorizó su hombre.
Mientras esos dos discutían, Lucila permanecía callada. Eva la miraba sin entender muy bien lo que le ocurría, pero le preocupó verla en ese estado. La pareja de delante seguía discutiendo, aunque a su jefa le daba lo mismo. Se limitaba a ver por el cristal de la ventana de su lado derecho de vez en cuando. Eva concluyó que debía estar esperando.
—Allí están —dijo de repente.
Al volverse todos hacia donde decía, pudieron contemplar como desde la puerta de un pequeño edificio salía una nocturna. La mujer era de estatura media, tez morena, con el cuerpo delgado, pero en buena forma. Llevaba un impoluto traje de color verde oscuro y sus ojos marrones claros brillaban de manera poderosa bajo la oscuridad de la noche. Llevaba su pelo negro recogido en una sencilla coleta, pero el aro que colgaba de su labio superior la hacía ver más agresiva que informal. Cuando llegó al lado del coche, Lucila bajó la ventanilla.
—Buenas noches, señora Lucila —la recibió—. Vayan hacia la derecha por esa calle y encontraran la entrada al aparcamiento subterráneo. Disculpen que no hayamos dejado a nadie para indicarlo, pero tras lo que le ha ocurrido, cualquier precaución es poca.
—Gracias Tania —habló encantada Lucila—. Por cierto, te veo fantástica.
—Lo mismo usted. Se la ve resplandeciente —contestó complacida la nocturna antes de otorgarle una cálida sonrisa.
La tal Tania se retiró y el coche se puso en marcha. Eva vio que se metía por la puerta y justo entonces, se fijó que en el muro de al lado había una inscripción en letras negras mal escrita. "VANPIROS ESISTEN", se podía leer. No podría ser más oportuna.
—Ya sabéis por donde ir —les dijo Lucila—. Espero que no os volváis a comportar como imbéciles, ¿entendido?
—Claro, señora —se limitó a decir Pierce mientras conducía.
Le sorprendía que con lo socarrón que llegaba a ser el mercenario, luego atajara las ordenes sin poner objeción alguna. Era obvio que le pagaban, así que lo mejor era hacer caso y punto.
Tomaron la siguiente calle hacia la derecha y no tardaron en ver la entrada, una rampa que los llevó a un aparcamiento subterráneo. Eva no tenía muy claro si aquello era obra de los propios nocturnos o cosa del edificio. Probablemente fuera lo segundo y sirviera para que los trabajadores de las fábricas aparcaran allí sus vehículos. Todo era pura especulación, pero no lo tenía muy claro.
Una vez el coche se detuvo, se bajaron. Desde la distancia, Eva vio venir el otro vehículo con el resto de la escolta de Lucila, todo ellos, hombres de Eric Pierce. Y no había ninguna mujer entre ellos. Cuanto menos, curioso para la pelirroja.
—Bueno, en marcha —dijo sin más Lucila.
Pierce y su otro hombre fueron delante, mientras otros cuatro se colocaron detrás de Eva y Lucila, creando una perfecta escolta. Todos portaban sus subfusiles y sus personalidades psicópatas para enfrentarse a lo que se les pusieran por delante. No tenía ninguna duda de que gozarían matando sin miramientos.
Siguieron su avance hasta que se detuvieron de repente.
—¿Qué ocurre? —preguntó extrañada Lucila.
—Tenemos un inesperado recibimiento aquí —contestó Pierce.
Sin más, el mercenario y su hombre se apartaron. A Eva casi se le salió el alma por la boca cuando la vio.
Delante, tenía a la mujer que la estuvo buscando por toda la Capital cuando huía junto a Corso, aquella que casi los pilló en aquella perfumería donde tuvieron que recurrir a la estratagema de un beso para ocultarse y que le metió su siniestra sonrisa literalmente en la cabeza. Era la secuaz de Ernesto Clavijo y, si estaba allí, sabía cuál era la razón.
—Muy buenas noches, señora Lucila —habló con total serenidad, pese a que dejaba entrever una clara desconfianza en su voz—. Es una gran alegría que haya venido por fin.
A cada lado, la mujer tenía a un nocturno que Eva no tardó en identificar como el de la coleta y otro con pelo pincho, los mismos que la persiguieron durante su huida. Respiró desacompasada al contemplarlos.
—Yo me alegro de que me hayáis esperado, Lidia —habló complacida su jefa—. Sería una lástima que empezarais sin mí, siendo quien ha pedido esta reunión.
—Desde luego que lo sería —comentó Lidia con entusiasmo—, pero antes de nada, hay algo que tengo que pedirle.
Lucila quedó sorprendida por las inesperadas palabras de la nocturna y Eva la miró nerviosa.
—¿De qué se trata? —preguntó llena de intriga y extrañeza.
De repente, el dedo índice de la mano derecha de Lidia apuntó hacia Eva.
—Por orden del señor Clavijo, el administrador de este territorio, debe entregarnos a su acompañante de forma inmediata —habló con la peor intención del mundo—. De no hacerlo, las represalias serán terribles, sobre todo, para ella.
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Lamento haber tardado en publicar. Entre el temporal que hemos tenido y algunos compromisos importantes, no me he encontrado con los ánimos para escribir. En fin, aquí tenéis la primera parte de un capitulo que va a ser la mar de interesante. Espero que así os lo parezca.
Trataré de tener la siguiente parte muy pronto. Un saludo.
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