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CAPÍTULO 16

'La revelación'

Tercera persona.

3 de septiembre de 1861.

A las 04:58 de la madrugada del tres de septiembre de mil ochocientos sesenta y uno exactamente, la hija mayor de los Diphron a sus quince años se puso de parto y salió seguida de la ama de llaves, Gilda, y Lander Oasis hacia el hospital.

Isaac Diphron se despertó poco después y partió hacia el hospital con el objetivo de terminar con la vida de ese bebé, así estuviera recién nacido.

Le costó muchas horas de mentalización y sufrimiento interno: no se sentía lo suficientemente malo como para terminar con la vida de un recién nacido, a sabiendas de que no lo mataría, al menos no directamente; esa misión pertenecía a Johannes Avik, que salió detrás del rey constituyente de Guiena con el coche a las 05:11 de la madrugada.

-Mario Marconi está ocupado del parto con su equipo, -dijo el rey mientras el consejero arrancaba- el parto está bajo el nombre de María Cornuells, hay que borrarlo del registro.

Llegaron al nosocomio a los diez minutos, aproximadamente veinticinco minutos antes que la joven Diphron.

Postrada en la cama, Ebrah Diphron se hallaba sudando y soportando el asfixiante dolor que se llevaba el aire al clavarle la aguja y liberar la epidural.

Tiritaba como si se encontrase en la Antártida apretando la mano de Gilda. La dilatación comenzó bastante rápido y le faltaban tres centímetros para comenzar con el empuje, en ese momento, su cabeza decididió rememorar todo lo pasado.

Su mente le juega una mala pasada mientras Marconi trata de dilatar su zona con algo de pudor. Los recuerdos la atacaron en ese momento y decidió tratar de calmarse. El Día de Los Reinos, el momento en el que dejó el zumo, ese maldito zumo que ahora la tenía dando a luz, ese maldito que la violó sin compasión alguna, ¡ni siquiera recordaba su cara! Era horrible, no tenía ni el más mínimo recuerdo por más que lo evoque.

De tanta mención, su cerebro logro encontrar un mínimo -casi ínfimo- recuerdo de esa noche. Él (ni siquiera recordaba su maldita cara, ni siquiera de antes del momento) encima de ella, removiéndose como podía, con los pantalones bajados y ella tirada sobre la cama con su vestido por encima de los muslos, sin ejercer ningún tipo de movimiento; más bien en una nube, dónde no sentía ni padecía. Las luces rojas LED era lo poco que lograba ver y al instante reconoció la habitación: era dónde despertó al día siguiente.

Las lágrimas inundaron sus ojos y notó un latigazo de dolor recorriendo toda su anatomía. Una lágrima se deslizó por su mejilla y entonces salió del trance en el que le había metido su mente y miró a Marconi.

-Faltan dos centímetros. -anunció Marconi mientras la Princesa de Wardrobe seguía pujando.

Esos dos centímetros costaron casi toda la madrugada, a las 05:37 había dilatado dos milimetros, esos dos centímetros finales estaban costando tanto...

Lo logró a las 06:29. El resto, fue bastante rápido. Pujo cerca de seis veces, en esas, el niño salió, pero Ebrah deseó no tomarlo en brazos. No quería verlo. La hacia evocar el recuerdo de aquel hombre sobre ella, clavándola con sus asquerosos sonidos y eso le provocaba arcadas.

La dejaron cerca, revisando los signos vitales del niño, sacando la placenta del vientre de la princesa. Se quedó dormida al instante.

Isaac y Johannes llevaban esperando en la sala de espera de la planta de obstetricia de la clínica desde las cinco y cuarto, se habían quedado ambos dormidos hasta que, después de que Ebrah se quedase dormida, Gilda apareció.

Se sorprendió gratamente al verlos.

-Su majestad, -despertó a Isaac, que se sobresaltó pero se calmó al ver a la ama de llaves- se ha quedado dormido esperando. ¡Han venido!

-Mmm, ¡oh, sí! -musitó él, dándose cuenta que debía mentir frente a su verdadero objetivo. -¿Cómo ha ido el parto?

-Esplendidámente, su majestad. -contestó la ama de llaves. -Cansado, pero cómo todos y muy bien a pesar de la corta edad de la princesa... -Johannes despertó. -Está rendida, yo aprovecho que está en los brazos de Morfeo para ir a buscar algo de comer, señor.

-Me parece fantástico. Ahora entraremos a verla.

Ella dió una asentimiento leve de cabeza; la pobre Gilda no era consciente del mal que querían ejercer y su inocencia no le permitió pensar en su verdadero objetivo con el recién nacido.

La mujer se largó de la sala en busca de la cafetería e Isaac le hizo un gesto a Johannes antes de musitar en voz baja:

-Entras tú vestido de enfermero, -indicó- llevátelo y déjalo en un contenedor.

-¿En un contenedor? -musitó el anciano, con el claro dolor en su voz.

-Claro. ¿No vas a ser capaz? ¿Te vas a poner a llorar?

-Isaac, es un recién nacido.

El rey se irguió antes de contestar serio.

-Su majestad para ti y sí, lo sé. Pero es para salvarnos el pellejo.

-¿Y sí se lo doy a una madre que haya perdido a su hijo?

La idea pareció no disgustarle al monarca de Guiena.

-Tienes que asegurarte de que no diga nada, entonces, Johannes. -accedió después de unos segundos en silencio.

Se levantaron de las sillas y andaron hasta la sala dónde la Princesa de Wardrobe se hallaba en un profundo sueño, atrapada en los Brazos de Morfeo y sin poder salir; el parto la había dejado exhausta, su pequeño cuerpo había resistido de milagro y ahora necesitaba un profundo sueño, del cuál, costaría despertarla.

El rey y su consejero entraron a la habitación de puntillas. El segundo se encargó de cojer una bata de la sala de al lado, la cuál, estaba vacía. Entraron a la habitación de Lady Eb, que dormía en plena fase REM, ni los llantos de su bebé al lado la despertaban.

Su padre se fijó en que su cara destilaba paz; sus pestañas, con una quietud impoluta, descansaban sobre sus ojos mientras que su pecho se movía suavemente de arriba hacia abajo en un leve compás.

¿La quería? Sí, era obvio que la quería, era su hija. Simplemente prefería salvar su reputación, la reputación de la monarquía y la calma de los conservadores que si se alteraban, Isaac sabía que podia desencadenar a algo peor.

¿Era injusto? Tal vez, pero la vida no era para justos y bondadosos, a veces había que tener mano dura y ser de armas tomar.

Sobó su mejilla con sus nudillos, observando la paz en la que estaba sumida.

A la vez, Johannes se acercaba al bebé, que aunque no dejaba de lloriquear, Ebrah no despertaba.

Fue entonces cuando el anciano consejero agarró al bebé, poniéndolo contra su pecho para evitar que sus llantos rezumbasen por el cuarto; era tan pequeño...

En ese instante, mientras Johannes Avik acomodaba al pequeño envuelto en una toalla en su pecho y Isaac acariciaba -por primera vez en años- a Lady Eb, Gilda entró al cuarto con un café con leche y un cruasán en la mano.

La ama de llaves sintió sus piernas flaquear, dejo el cruasán y el café en la mesa más cercana.

-¿Qué demonios hace? -preguntó al supuesto doctor dado la vuelta. -Isaac...

El rey se dió la vuelta lentamente, a la vez que Gilda se acercó hasta Johannes, expresando su sorpresa al reconecer al consejero.

-Johannes... ¿qué estáis haciendo?

-Gilda... -musitó él, pero no sabía que decir.

Ebrah se removió incómodo y el nivel de volumen del llanto del bebé aumentó.

-Johannes, deja ahí al niño. -dió un paso hacia adelante, tratando de tomar al bebé. Sin embargo, Avik se echó hacia un lado evitando a la mujer. -Johannes, dámelo, por favor.

-Gilda, no te metas en esto. -intervinó el monarca levantándose hacia ella.

-¡Tú no eres así! -le gritó al consejero. Señaló a Isaac. -¡No cometas las fechorías que este te quiere mandar a hacer!

-Bájale a tu tono, no se te olvide ni la posición ni el rango de cada uno aquí que tú no eres más que mi subordinada, recúerdalo.

Sus comentarios parecieron afectar a la ama de llaves, pero lo disimuló.

-Me da igual si eres mi puto jefe o cómo si eres mi padre. -escupió mirándolo. -Este niño se queda aquí, si te lo quieres llevar es por encima de mi cadáver.

Isaac se apresuró a cerrar la puerta y poner las cortinas cuando Gilda se fue contra Johannes, el cual, la evadía con cuidado de no dañar al bebé. Ella lo acorrala contra una mesa y logra arrebatar al bebé, dándole una patada en el abdomen la cual lo deja sin respiración. Gilda coje al niño con cuidado y comienza a mimarlo para calmarlo. Ebrah se remueve en la cama, cómo huyendo de alguien en una pesadilla. Fue entonces cuando Isaac sacó el revólver que pegó a la frente de la ama de llaves.

-No me hagas arrancar el bebé de tus dedos reumaticos sin vida, Gilda. -quitó el seguro del arma y eso hizo estremecer a la ama de llaves aunque no quisiese.

-Hazlo. -musitó ella. -Pégame un tiro y despierta todas las alarmas del hospital, Isaac. ¡Hazlo y que sepan que mierda de persona es su puto rey! -gritó ella y fue cuándo la culata del arma del monarca golpeó la mandíbula de la ama de llaves, que cayó el suelo justo antes de que Johannes le quitase al bebé envuelto en la toalla, el cuál, cada vez gritaba más.

-Corre, vete. -le dijo al consejero, el cuál sale apresurado de la habitación. -¡Vete!

El sonido de la mujer cayendo el suelo y ella siendo atrapada en sus pesadillas fueron lo que despertó a la Princesa de Wardrobe.

Gilda se levanta del suelo sin heridas aparentes y la princesa se extraña.

-¿Qué... qué hacéis? -preguntó al despertarse y ver a ellos dos removiendo las cosas en su cuarto. Alzó la cabeza, encontrándose con la mirada de su padre. -¿Dónde está mi hijo?

<<¡No es tu hijo!>> Gritó la mente de su padre.

-Ese no es tu hijo. -contestó él, enfadado. -Es un niño cualquiera, al menos ya ahora.

Algo se rompió dentro de la Princesa de Wardrobe en ese momento, que siempre recordó a su niño perdido, catorce años antes de tener a su segundo -y esta vez, sí consentido- hijo Puntresh Diphron.

En ese momento, Johannes Avik corría con el niño en brazos. Vió que un reloj marcaba las siete y cincuenta y nueve. Andó por la planta de obstetricia buscando una habitación, necesitaba una madre que su hijo hubiese fallecido; él no era capaz de dejar a un niño en un contenedor.

Pasó con las orejas pegadas a las puertas, tratando de oír algún llanto o indicio de qué en esa habitación La Parca había visitado a un recién nacido.

Encontró una, la habitación 544. En ella, la muerte y su guadaña habían ido a buscar a un bebé recién nacido pero un ángel de la guardia, como podía ser Johannes, había ido a darles una nueva oportunidad.

Dentro, oyó llantos; la terrible agonía que una madre debía sufrir al perder a su hijo. No sólo por el tiempo perdido, si no por el dolor de haber perdido al pequeño ser que había salido de sus entrañas. Su engendro, su hijo; el niño que había tenido dentro de ella durante meses, cuidándolo con amor y regocijo para, en el último esfuerzo, perderlo para no poder volver a verlo más.

Tocó la puerta con los nudillos, interrumpiendo un silencio marital entre la pareja destrozada.

-Hola... -murmuró él con la toalla entre brazos. -¿Cómo están?

-¿Qué hace con ese niño? -preguntó el hombre, levantándose de la cama.

-Emmm, ustedes han...

-Responda a mi pregunta.

La mujer no dijo nada, sólo observaba la escena. Por su mente pasaban mil cosas.

-Tomen. -deja el niño sobre el regazo de la mujer, que empieza a llorar. -No pregunten, ¡me tengo que ir!

-¡Oiga! -gritó él. -¡Espere!

Johannes huyó y bajó tres pisos por las escaleras de emergencia. Él saliendo corriendo por el pasillo, cerrando la puerta de la habitación antes que el marido de la paciente lo alcanzase. Ella comenzó a llorar sin tocar al bebé, aún envuelto en la toalla. Si la vida le estaba dando una nueva oportunidad, ella no la quería. Deseaba a su hijo, anhelaba tener esa parte de sus entrañas con ella pero no otro niño. No lo quería.

-Quítamelo. -lloró cuando su marido volvió a la sala después de correr tras el hombre disfrazado. -¡Quítamelo, por favor, no lo quiero ver! ¡No quiero verlo!

Comenzó a tironear de su pelo y a mover la cabeza de adelante hacia atrás. Removía sus piernas como si quisiera correr, sus ojos hinchados de tanto llanto no dejaba de expulsar mares de agua salada. No quería verlo, es más; sintió que lo odiaba. No quería tenerlo cerca, su mente había brotado y no era capaz de estar cerca de él y mucho menos de ponerse para una crianza. Empezó a arañar su mejillas con fuerza, tiraba de su pelo y golpeaba su cabeza contra el cabecero; su marido se asustó y agarró al niño. Sus gritos no dejaban de resonar por la habitación y el hombre temió que dañase al crío, así que se lo llevó de la habitación.

Encontró una cesta de mimbre vacía en la cafetería, así que dejó bien tapado al niño antes de salir del lugar. Con un bolígrafo para comandas que había en la barra, pintó la palabra Male en la etiqueta de la cesta de mimbre.

No sabía qué hacer con el bebé, así que bajó todo el hospital, tratando de acallar los llantos del bebé. Fue entonces cuando llegó al vertedero detrás del hospital, el que estaba a una manzana de la empresa periodista de Bahía Blanca, dónde los turnos de seis horas que habían empezado a las dos de la mañana estaban cerca de terminar.

Dejó al bebé dentro y no le importó; su mente perdió cordura al ver morir a su bebe y al ver el sufrimiento al que se enfrentaba su mujer. Él también lo odiaba.

08:52.

Aquel hombre andaba por las calles solitarias de la temprana noche, casi ya día, acababa de salir de su turno de trabajo nocturno en la empresa periodista de Bahía Blanca.

Maldición, tipear en la máquina de escribir durante tantas horas le había dejado callos en las manos. Odiaba a su jefe, definitivamente. ¿Acaso no podía ponerle mejores condiciones?

En conclusión, pasaba de él. Era una completa tontería.

La noche le confundía; maldita sea, odiaba salir tan tarde de trabajar. Empezar a las dos de la mañana para mandar las noticias urgentes era completamente agotador. Apenas había amanecido, se veía la luz de fondo en el cielo y era precioso aunque extraño a la vez.

Pasó por al lado de un callejón con contenedores. Entonces, oyó algo parecido a un...

¡Waaaaa!

¿Había un bebé llorando?

Siguió andando, pero se echó hacia atrás y decidió devolverse. ¡No podía dejar ahí a un bebé! Sentir que ese bebe, o igual cachorro o lo que sea. Le dolía en el alma, aún siendo ruso y con el estigma de ser fríos encima, el alma y la conciencia dolían.

Así que se metió al callejón oscuro.

Edificios altos y de ladrillos sucios, detrás de la oficina de periodistas de Bahía, hacían muy oscura la calle enana y estrecha.

Se acerco a los contenedores dónde había oído aquel lloro. Se acercó y empezó a oír cosas moviéndose dentro.

-черт! -maldijo en su idioma natal.

Se alejo abruptamente del contenedor, que también olía mal.

Pero otro sonido igual le hizo acercarse de nuevo.

¡Waa! ¡Waa!

Se oyó otro ruido brusco dentro del contenedor y se asustó. Así que aunque una rata le saltara a la cara y le comiera los sesos, decidió arriesgarse por el ser recién nacido que había dentro.

Había dentro una cesta de mimbre, con una manta rosita encima y con un pequeño lazo. Dios mío.

черт: Maldición.

Con rapidez, sacó la cesta del contenedor. Abrió el recipiente y lo que vieron sus ojos fue realmente sorprendente. ¡Era un bebé!

Pero Dios mío, qué salvajidad. ¡Acababa de nacer, era un recién nacido!

Su corazón latía errático. Joder, se estaba poniendo nervioso.

Agarró la cesta en una mano y enganchó su maletín a su espalda, saliendo hasta la calle pegada a la carretera.

-¡Taxi! -grito al coche que se apareció al final de la calle. -¡Pare!

La cesta de mimbre tenía un olor pero no era demasiado fuerte, ya que debía de haber estado poco tiempo ahí.

El taxista paró.

-Hola, buenos días.

Él se sentó atrás, junto a la cesta. El taxista se giró y lo miró, extrañado.

-¿Qué es eso? ¡Apesta!

-Por favor, señor, lléveme al Hospital Carlos Galán. -murmuró, temblando por los nervios de que al niño le pasará algo. -Es... es un bebé... ¡por favor, vamos!

El taxista se gira rápidamente y sale disparado hacia el hospital.

En el trayecto, él miró dentro de la cesta. El bebé lloraba, parecía no tener nada físico pero igual estar ahí dentro lo había podrido por dentro. Tenía... una etiqueta, pegada al pie.

Ponía <<Male>>.

<<Era un niño.>>

Llegaron al Hospital de Guiena, Carlos Galán. Era el mejor que había en toda la ciudad, y debían ayudarle allí en las mejores condiciones.

-¡Mil gracias! -tiro tres billetes de dos mil de oro, a pesar de que el precio que el taxímetro marcaba era cinco mil ciento setenta cinco y mil de oro. -¡Quédese con el cambio!

Cogió la cesta de mimbre y salió corriendo hacia la entrada. Esquivando gente, traspasó la entrada y se acercó hasta el mostrador.

-Necesito ayuda, porfavor. -titubeó, nervioso. Había tenido suerte de que no había nadie. -Me he encontrado este... este niño recién nacido en una cesta en un contenedor, igual necesita atención médica.

La muchacha se levantó de inmediato.

-Venga conmigo.

Asentí y fuimos por dentro del mostrador. Allí, todo era un mundo aparte. Había un lugar lleno de salas de plástico y con puertas correderas.

-¿Nombre del niño? ¿Sabe algo de él? -me miró.

No tenía nombre, no sabía nada. Se sintió con el privilegio de poder ponerle un nombre. Sí hubiese tenido niños, un hijo varón, concretamente, le hubiese puesto ese nombre.

Eligió el nombre que siempre le hubiese gustado para sus hijos.

-Faraday. -dijo, en un murmuro. -Se llama Faraday.

-Bien. -dijo la muchacha, andando y abriendo la puerta de uno de los cubículos. -Déjelo aquí, estará en observación. -obedeció y dejó al niño dentro de la cuna. La muchacha tomó la cesta de mimbre. -La lavaré.

-Bien.

Se quedó mirando al bebé durante unos segundos.

-Oiga, ¿cuál es su nombre?

-No, no, lo siento... es que sí tengo hijos quisiera tenerlos por mí mismo, no me interesa la adopción...

-No, tranquilo. -sonrió la joven. -Es para el informe, no dirá nada sobre usted. -sacó una pequeña libreta. -¿Cómo se llama, señor?

Carraspeó.

-Me... Me llamo Darko Sarkozy, señorita.

La muchacha rellenó una hojita de la libreta y se la entregó, la pegó al jersey. Darko la miró desde arriba. Decía 'Nombre del bebé: Faraday. Nombre del acompañante: Darko Sarkozy. Posible intoxicación.'

Darko sabía que guardaría eso como recuerdo desde el día de hoy hasta el día de su muerte, como recuerdo del niño al que le salvó la vida y probablemente jamás volvería a saber de él.

26 de enero de 1856: 02:22.

Tercera Persona.

La sala llena de gritos del hospital St. George's de East Plate encendía las luces de manera intermitente según los fusibles funcionaban.

Maria Antoinette de Diphron se hallaba en posición de parto sobre la cama; los gritos desgarraban su garganta, sentía la sangre fluir y manchar las sábanas de una camilla de hospital que ya no sería usada de nuevo, nunca, pues allí moriría horas después la reina consorte de Guiena.

Eso es lo que nos han contado. ¿No? <<La reina consorte muere en el parto de su segundo hijo.>> <<¡Fallece la reina consorte con 26 años al tener a su segundo hijo diez años después del primero!>> <<¿Qué fue lo que salió mal en el parto de la reina consorte?>>

Todas esas preguntas inundaron los periódicos desde el veintiséis de enero de 1856 hasta al menos, unos meses después, donde los verdaderos culpables ya podían descansar en paz, libres de la culpabilidad de sus fechorías.

Vamos a trasladarnos unos meses antes, a noviembre del año pasado, donde los titulares se hartaban de escribir el nombre 'Maria Antoinette Revaille de Diphron'.

Su primer acto benéfico, que vino seguido de tres más, su buena relación con Ebrah, su primera hija, de la cual, apenas dotaba su padre; visitas a orfanatos y casas de menores, repatriación con posibilidad de entrada y facilitación de papeles para miles de inmigrantes, adoptación de miles de niños, destrucción masiva en Guiena de las minas antipersonas...

Todo eso en apenas dos meses, de octubre a diciembre de 1855. Esto causó revuelo en la Casa Real. Discusiones maritales, gritos, insultos... La relación de Isaac Diphron y Maria Antoinette estaba herida de muerte, y eso había sido a causa de su creciente fama. Tanto así, que en una encuesta navideña el 27 de diciembre del 55, miles de personas habían escrito como deseo para la Natividad fue <<Que Maria Antoinette sea reina de Guiena>> <<Deseo a Maria Antoinette de reina>>.

La ira de Isaac Diphron bullía con esos comentarios; tanto así, que como su fama no decreció, el 11 de enero de 1856, tuvo una charla con la ya conocida sicaria a sueldo del M14, Scarpie Ragnarersson.

-Scarpie. -la saludó cuando entró por la puerta de su despacho. -Buenos días.

-Buenos días su majestad. -la agente del servicio secreto guiénes se sentó en una silla frente a él. -¿Para qué soy necesitada?

-Necesito un favor. Pero es un secreto. -se acercó a ella, chocando su torso a la altura de su diafragma en la mesa. -Tan secreto que sí me enteró de que lo cuentas, te mato yo a ti. ¿Vale?

-Sabe usted que para secretos es que soy buena, mi rey. -musitó la asesina con ironía. -¿Para qué necesita mis servicios?

-Es de alto secreto.

-Ya le he entendido, señor. -contestó molesta.

-Bien. -suspiró preparándose para la orden que tenía que dar. -Necesito que te deshagas de mi mujer.

La mujer ladeó la cabeza.

-¿Ya se ha cansado de que sea el centro de atención y no tú?

-A mí no me tutees. -bufó el rey. -Que no se te olvide que soy tu rey y tú mi subordinada.

La asesina alzó las manos a la altura de su pecho, encongiendo los hombros.

-Lo que usted diga. ¿Cuándo quiere la tarea hecha?

-El 28 de enero tiene el parto programado. -informó el monarca. -Para ese día, la quiero en el otro mundo.

Scarpie Ragarersson asintió.

El parto se adelantó dos días. Isaac tuvo que llamar a Scarpie acelerado y ella tuvo que salir corriendo de las oficinas del M14 apurada, al grito de <<¡Maldición, Isaac, estaba ocupada!>>

A las 05:55, Jason Diphron había llegado al mundo y su madre estaba cerca de abandonarlo. Scarpie Ragarersson se había disfrazado de enfermera, lista para entrar en acción y completar su cometido. Él estaba en la sala de espera, nervioso por entrar y ver a su mujer ya muerta; Ebrah estaba en casa y Johannes junto al rey, informado de todo lo que iba a suceder.

Maria Antoinette se había quedado en un profundo sueño, su hijo estaba en perfecto estado en una cuna aledaña. La asesina se coló en la planta de obstetricia, entró al cuarto de Maria Antoinette. Se remangó las manos de la bata de doctora y miró la relajada cara de la reina consorte. Se hallaba en paz, descansando la mente por fin y Scarpie decidió no darle más vueltas.

Tomó la almohada, se la puso en la cara. Mientras la asfixiaba, dió un pequeño corte en su muslo interno para fingir el desangramiento. Pequeño, pero profundo. Se removió incómoda mientras la almohada le quitaba el aire, pero decidió seguir, apretando, quitándole el aire, hasta que, por orden de su propio marido, Maria Antoinette Revaille de Diphron, el 26 de enero de 1956, dejó de respirar bajo las manos de Scarpie Ragnarersson.

Nunca nadie se dió cuenta, Scarpie huyó, salió por la puerta trasera del hospital y todos, incluida la prensa, creyeron que Maria Antoinette había muerto desangrada.

Esta es toda la verdad, Jason. A pesar de tu infinita maldad, siempre estarás en mi corazón.

Johannes Avik.

Jason.

Estrujo la carta entre mis manos y la ira me corroe las venas. Las lágrimas se me tratan de contener pero se me hace casi imposible. El papel se hace trizas entre mis manos en lo que salgo del castillo. Este señor se ha ido del castillo, no me ha dado ninguna explicación y me ha abandonado para irse quién sabe a dónde.

-¡Mierda!

<<Mi padre mandó a matar a mi madre>>. <<La mandó matar con la misma asesina que mató a Puntresh y Drake>>

Continúo zapateando por el jardín, dirigiéndome hacia el maúsoleo subterráneo dónde se encuentra el rey.

No me dejo conocer a mi madre, prefirió matarla a tratar de trabajar con ella, como un equipo, como lo que se supone que es un matrimonio.

Rabioso, tomo mis llaves abriendo la entrada en cuesta abajo hacia el maúsoleo. Cruzo las salas y llego donde está enterrado.

Allí, observo su urna.

'Aquí yace el cadáver del rey desde el año 1846 hasta el año de su muerte, Isaac Diphron: R.I.P., 1829-1882. Dios salve al gran rey. Amor y bondad'

-¡Maldito! -grito enfadado. Tomo un palo lanzándolo contra la urna. Rebota sin romperse. -¡Amor y bondad! ¡Mentira, todo mentira, completamente mentira! ¡Maldito! ¡Asesino, hijo de puta!

Lanzo miles de cosas sin mirar el qué; piedras, palos, incluso corro hasta la urna y trato de golpearla con mis manos en un ataque de ira. Pero nada lo rompe.

-Espero que te pudras en el infierno. -digo iracundo sin despegar los ojos de la inscripción. -Espero que estés sufriendo todos los males habidos y por haber. -me late el corazón frenético. -Espero que estés pagando por todos los males que has hecho en vida, papá.

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