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VII - Llegó la hora

Renata se sienta frente a mi escritorio. Su mirada parece vacía.

—¿Le has dado mi nota? —cuestiono con autoridad.

Ella asiente.

—¿Y bien?

—Está aterrado. Hoy intentó convencerla de que ya no volviéramos aquí —de pronto su rostro se contorsiona en una mueca de pánico—. Pero eso no sucederá, ¿verdad? Yo no puedo vivir si no te veo, si no me proteges. ¿Qué sería de mí?

Sonrío. Sus ojos lucen vehementes, necesitados. Me complace notar los matices que colorean sus ojos verdes.

—Tranquila, querida. Nadie podrá separarte de mí, jamás lo permitiría.

Me levanto y me aproximo a ella para estampar un dulce beso en su cabecita. Renata sonríe de modo espontáneo y, antes de que intente abrazarme, despego mis manos de sus hombros y me alejo. Ella se mantiene tranquila, impávida mientras me observa abriendo la gaveta de mi escritorio, de la cual saco una navaja negra y un revólver.

—¿Estás lista?

—Completamente.

—¿Sabes ya lo que debes hacer?

—Sí, mamá.


***

Siento un regocijo como nunca antes en la vida. Un cosquilleo extraño parte de mis entrañas, haciéndose cada vez más grande. Sé que cualquiera habría perecido ante los horrores que yo había tenido que pasar en mi niñez, que habrían enloquecido, pero los recuerdos me sirven para retomar fuerzas.

No tiene más de media hora que llamé a la madre de Renata contándole que yo misma la llevaría a casa. La mujer ni siquiera puso la menor resistencia y lo permitió, de tal manera que ahora nos encontramos de camino a la casa de los Lisboa.

Renata me franquea la entrada a la residencia en donde el aroma de leños quemados y el calor de la hoguera me abraza el cuerpo. Cierro los ojos y suspiro.

En seguida la madre baja de las escaleras con una enorme sonrisa en el rostro, no obstante, mis deseos de comenzar lo antes posible me obligan a elevar el revólver y disparar. El tiro, gracias a mi antiguo entrenamiento, es más certero de lo que había esperado, considerando el tiempo que había pasado sin detonar un arma de fuego.

Renata se cubre los ojos al ver el cuerpo de su madre rodando por las escaleras, retorciéndose cual muñeco de trapo al tiempo que la sangre salpica los cuadros familiares que reposan colgados de la pared.

Me acerco a ella y la abrazo con fuerzas. Pateo el cuerpo de la mujer para que Renatita pueda subir tranquila y al oído le susurro:

—Guíame.

Ella se apresura a cumplir la orden y, como si el cadáver de la mujer no significara nada para ella, me toma de la mano y me conduce en silencio hacia la habitación matrimonial desde la que los gritos de un hombre rompen con el silencio y la calma del hogar.

Al entrar, los ojos de la criatura se clavaron en los suyos y, como un rayo, el hombre tendido en la cama comprendió que esa joven ya no era su hija.

—Aaron, nos volvemos a encontrar.


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