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赤 (r o j o)




(r o j o)

Y se percibe el correr de las puertas, el aire agitado provocado por los pasos veloces del muchacho envuelto en telas finas. Continuos suspiros calientes, los fluidos corporales que brillan en el rostro bajo la luz de la última lámpara encendida. Gemidos, aullidos ahogados, tal como la ira detenida por las bridas de la prudencia. Solo entonces, con el pulso perturbado y a solas en su alcoba, Hajime fue capaz de llorar tras la riña con el primo, en la cual admiró con gran claridad el filo de sus colmillos por vez primera. ¡Ah! Con delicadeza, utilizando las yemas de los dedos, sobaba su orgullo recién rasguñado. Tan suaves eran las caricias que observaba a los pistilos mojados asomarse. Los acomodaba, perturbado, bajo el algodón. Al mismo tiempo, tiraba de su cruel amante que constantemente gozaba besando su cuello; oh, la desilusión personificada con manos heladas. Escalofrío. Se sentía casi como una violación bajo la hojarasca otoñal; secreta, melancólica.

Recostó, adolorido, su trémulo cuerpo sobre el tatami. La piel sudada, los labios entreabiertos. Una vez más la fiebre del desengaño, de la caricia peligrosa con el primo, le arrastraba hasta el lecho enfermizo. ¿Era posible que el simple roce deslizado por las escamas de una serpiente resultara en emponzoñamiento? Con un sabor amargo en su lengua, Hajime se lo preguntaba, sin despegar la histérica vista de la puerta. Y es que aquella noche de pasos sigilosos en que concilió apenas el sueño no solo fungió como el escenario del descaro ajeno. No. Además, el joven sastre aguzó el oído y prestó atención, con el temor y el remordimiento domesticados, al llamado de la diosa. Una voz seductora, dulce y cruda cual carne fresca recién destazada.

Vio la luna carmesí entre sueños, con los ojos enloquecidos bien abiertos, y solo entonces fue incapaz de retornar a su acostumbrada automutilación. Llegado el día, cesaron los grabados en su mano, aquellos patrones como flores monstruosas producto de la fuerza en sus mandíbulas. En cambio, dirigió la sangre sobrante en sus entrañas hacia el cerebro mediante reflexiones de gran seriedad en las que ponderaba al sexo, práctica que se negaba a soltarle mediante sus cantos enigmáticos, hasta hacerlo ceder. El llamado de la higanbana lo estaba consiguiendo. El auténtico despertar; torpe, triste. Sin dolor, sin fuego, solo una húmeda ansiedad subcutánea. Solo los ojos extraviados en el atardecer.

Es decir, si en algún momento Hajime imploró al cielo azulado la pregunta: «¿Qué estoy haciendo, padre?»; redirigió entonces sus inquisiciones hacia el prado escarlata: «¿Es el placer carnal imprescindible en la vida de un hombre; uno auténtico, quiero decir? En cuanto a mi función como varón joven, ¿qué se espera de mí? ¿El soplar mi semilla sobre los campos fértiles me brinda reconocimiento? ¿Las valías viriles de Shun y Yi Feng pueden considerarse superiores a la mía solo porque ellos exhiben y lubrican sus pistilos, mas los míos yacen ocultos? ¿Son más sabios, más sensibles acaso?» Y así, dando vueltas en un laberinto teñido de rojo, era incapaz de alcanzar una conclusión certera. Se observaba al espejo despojado, se veía envuelto en hilos rojos; las piernas largas y pálidas, las costillas marcadas, el piquete de una araña cercano al ombligo.

Impulsado por los últimos eventos, por la sexualidad contagiosa que liberaban aquel par de siluetas masculinas rodeándole con sus roces indiscretos, decidió que era menester experimentar aunque fuese una sola ocasión los placeres de la carne para no ser burlado. Yacía dispuesto, por poco con coraje, a deslizar su lengua hacia afuera y saborear las gotas que escurrieran sobre ella, deseando comprender aquella misteriosa porción del mundo; solo para disipar la sensación de su hombría cada día más opaca. Podría hablarse incluso sobre una carencia de malicia... los actos de Hajime iban encaminados hacia la satisfacción de una curiosidad insertada por actantes externos. Un aguijón latente clavado en su piel hinchada.

Durante aquel lapso de cuatro o cinco días en que urdía su plan como la polilla curiosa ante el fuego, tan temeroso como anhelante por tocar la flama con sus dedos; tomó la higanbana marchita del florero y la desmembró impiadoso sobre el jardín. Incluso si se arrepentía, incluso si deshacerse de la evidencia del crepúsculo íntimo lastimaba su pasión por Shun, determinaba aquella acción como correcta. Es decir; si es que la gran tarántula, con sus hilos rojos del destino se empeñaba en enredarle, girarle y atarle a un violento despertar sexual, habría de hundirse en él por su cuenta. No requería favores ni falsas ayudas que terminarían por lastimarlo, solo la disposición de su piel frágil y desnuda que solía descubrir en las noches solitarias. Si satisfacía su curiosidad, si tan solo resultaba en decepción... podría vivir en paz, recobrar el juicio, despreciar a los demás y censurarlos por sus ambiciones banales. Seres tendientes a la animalidad, más a la barbarie que a la civilización. Él se apartaría, por supuesto.

Confiaba en ello... pero le asustaba también; porque si acaso en verdad caía en la trampa del descorazonamiento, y sus miembros se rendían ante una delicia nunca experimentada, lejana, solo arraigada en el fruto de Shun, deshacerse de su deseo le resultaría imposible... si es que con anterioridad se proclamaba de una dificultad aguda.

Balanceándose, pendiendo de un solo hilo producto de su baba, Hajime comenzó a tender su trampa durante una semana entera, mientras observaba a la tierna oruga de belleza casi silvestre revolverse entre las hojas del jardín. Ocaso tras ocaso transitaba frente a la casona donde radicaba Runa, forzada casualidad. En ocasiones, los colmillos salidos retornaban a las fauces limpios, sin humedecer, pues hallaba el porche solitario y sus intenciones fallidas. Sin embargo, cuando la luz del crepúsculo le bendecía cual alcahueta, jugaba con ella entre flores justo como la naturaleza indica a los jóvenes retozar. ¡Ah! Esas sonrisas, sus chillidos y caricias por poco imperceptibles yacían bien disimuladas. ¿Quién diría que el juego de las sombras, el de las alas a contraluz, ocultaba intenciones precoces? El profundo aroma del sudor despertaba en él algo similar al deseo; un sentimiento postizo. El hambre que provoca el único fruto pendiendo del árbol.

Guiado por aquellas impresiones, el muchachito incluso se acercó al taller del carpintero y pidió con templada amabilidad tallase la varita que sostuviera el rehilete prometido. Y así, entregado a la labor del origami, permaneció ante la mesa una noche de lluvia. El primo, serpiente que acecha sin descanso, incluso le ayudó a afinar los últimos detalles. Y ambos en comunión, con sonrisas hipócritas en los labios, dieron forma al pequeño molino de madera y papel. Shun cerró los ojos y, como ofreciendo un beso, exhaló el aliento de vida que hizo girar los pétalos de mil colores, tal como el espíritu de Hajime. Espiral. Espiral. El roce que somete incluso si se propone tan solo mimar.

Pronto, con el implacable transitar de los días, el joven sastre aspiró los aromas frescos del otoño en flor. Cerró los ojos, permitió al viento alborotar sus cabellos, columpiar las mangas de su traje. Con aquella esencia gélida en los pulmones, se dijo: «hoy es el día». Como si el instinto mismo se lo murmurara, como si fuese evidente, inevitable, natural con tan solo contemplar el cielo, Hajime decidió que durante aquel crepúsculo debía llevarse a cabo el arranque del primer pétalo. Quizás solo la necesidad comenzaba a doler. En fin, lo haría de forma clara, contundente, con los dientes de ser necesario. En secreto, huyendo de la fina esencia impregnada en el último suspiro de Shun.

Anduvo rumbo a la casona con la determinación de realizar un guiño suave y letal, una falsa declaración, acaso inclinarse sobre la belleza inconscientemente indómita y robar de ella, cuando menos, un suspiro que despertase nuevas sensibilidades. El hambre de la que Yi Feng hablaba en su relato; aquella que requiere el cuerpo ligero para emprender el vuelo.

Cuando llegó y se percató de la oruga que anhelaba desplegar unas alas de misterioso color, supo que la corazonada solo murmuraba verdades. La muchacha yacía solitaria, de pie ante la puerta de entrada al recinto, observando con atención hacia un punto indefinido sobre la madera refulgente debido a los últimos rayos solares. La niña, con su mano derecha aún de bordes infantiles, sostenía firmemente una vara; Hajime observó la tensión en la piel dorada, la hostil insistencia en sus ojos de cachorro. Extrañado, ocultando el rehilete a sus espaldas, se acercó a ella.

—Niña Runa —llamó con una actitud traviesa, dispuesta a desconcertar. Ella entonces se percató de su presencia, piel erizada.

—¡Hajime! —imploró con una mueca, una sonrisa de turbado vacilar, con el pulso víctima de la arritmia. En parte se debía a sus nervios de punta, evidentes en sus vellos cual púas, y quizás también a la gentileza de aquella larga silueta calzada en gris cuyos ojos le observaban a través de las hebras mecidas por el viento. La sonrisa misteriosa, pálida como de costumbre, anunciaba alguna ocurrencia—. Oh, Hajime... me visitas en embarazoso momento. Lo lamento tanto.

—No te preocupes por ello, que por venir de ti el gesto me parece tierno —mencionó un acechante Hajime, ligeramente balbuceante, quien la rodeaba con el apetito brillando en los ojos de forma discreta—. Sin embargo, despiertas en mí la curiosidad. ¿Qué mal, entre todos los que suelen aquejarte con constancia, te perturba en esta ocasión?

—¡Ah! No deberías considerarme, con lo conflictiva que soy. No es ya la espalda dolorida tras la caída, ni el mal sueño recurrente. Es una banalidad indigna de tus atenciones, que no merece ni siquiera ser mencionada. —Ella se excusaba avergonzada. Así, nerviosa, dejaba ver otros matices en su piel.

—Anda, Runa, que mientras más lo niegas más crece mi duda. Déjame ver.

Y si la muchacha en apuros deseaba atajarle la vista permaneciendo en aquel lugar insistentemente, la altura superior de Hajime le permitió observar una oscura criatura que yacía adherida a la puerta de madera. Pegada, insistente, era contemplada con un horror sutil por Runa, quien tragaba saliva con la piel escamada. En cuanto el sastre se percató de ello, esbozó una sonrisa franca.

—¡Ah! Con que esta pequeña es el motivo de tu desventura... una simple babosa.

—Te he dicho antes que se trata de una sandez. —La moza procuraba desviar el encuentro directo con el joven tal como rehuía a su roce, intimidada por su amable figura a contraluz. Esas manos cándidas, tan bien talladas, tan pulcras... no podía permitir que se percataran de su cobardía ni su origen innoble.

—Esta pequeña criatura... ¿te asusta? —inquirió Hajime colocándose en cuclillas. Admiraba con cercanía morbosa el trozo de carne seco adherido a la superficie. Así, paciente, le contemplaba.

—Hajime, no... no hagas eso. —Perturbada, ella suplicaba, incapaz de soportar la imagen. ¿Se atrevería acaso a tomarla? Esas manos de seda, ¿cómo podrían hacerlo?—. Más que asustarme, me revuelve el estómago —explicó—. He intentado despegarla antes para recargarme tranquilamente como de costumbre. Sin embargo, cuando comencé a hacerlo, me percaté de esa línea roja y carnosa inferior que...

—Al parecer está muerta, Runa —intervino el sastre en ademán protector, evitando que continuase profiriendo palabras tan asquerosas con sus pequeños labios—. No se mueve, incluso si la toco. Seguro las lluvias y el viento le han traído, pero no hay nada que temer. Préstame la vara.

Ella, esperanzada y un poco torpe, tendió la vara que instantes antes sostenía cobrando el valor para utilizarla. Sin embargo, en cuanto presenció cómo el otro despegaba a la criatura con gran maestría y aquella caía rígida de muerta sobre la duela, se apartó con violencia profiriendo un gritillo nervioso.

—¡Ah, Hajime! —se cubrió medio rostro, encogida y temerosa.

—No es nada, no es nada. —El varón consolaba con una amable sonrisa, sin mirarla, apartando el cadáver con su zapato hasta hacerle caer a la tierra—. ¿Ves? Se ha esfumado. La pequeña Runa se encuentra a salvo.

—Oh, Hajime... eres tan valiente, ¡gracias! —La niña anduvo hacia él realizando múltiples reverencias, con las tibias mejillas enrojecidas—. En verdad, gracias. Eres mi salvador, eres el sol... Sin embargo, esa cosa... —El ceño fruncido de angustia, la mueca graciosa de horror, hizo notar: —ha dejado un rastro de baba.

—No lo veas. —Entre risas, Hajime se atrevió a sostener con sus dedos la barbilla de Runa, apartando su vista asustadiza de la fea imagen—. Ten. —Y como el padre que mima a su nena, le entregó el rehilete de brillantes colores.

A Runa le pareció reconocer en verdad al sol personificado ante ella.

—¡Ah! ¡Cumpliste tu promesa!

El corazón pueril desbocado, con su regalo brillante en la mano derecha, y sin medir las distancias y barreras invisibles entre dos moradores de aquel pueblo tan conservador, la muchacha se entregó a sus brazos en efusivo agradecimiento. Apoyó contra el pecho viril su frente llena de mechones desaliñados que descendían desde su cabellera indomable. A Hajime le parecía que un gato ronroneaba en sus costillas. Mas ella, en algún instante en medio de la dicha, pareció recordar las buenas costumbres inculcadas por la madre y también por la señora de la casa. Asustada de sus propios impulsos, se apartó del joven y comenzó a disculparse por su bochornoso atrevimiento.

El sastre, cuyo deseo se había extinguido de los ojos como la llama que se ahoga bajo el cristal, dibujaba en sus labios una sonrisa política, mas no verdaderamente amable. En cambio, podía advertirse cierta serenidad desazonada, una decepción sobria que a pesar de su delicadeza, enterraba los colmillos hasta sangrar. Y es que la muchachita, sin proponérselo con su tierno, ingenuo actuar, consiguió herir de forma indirecta la moral incrustada bajo las entrañas de Hajime. No tenía ella la culpa, ¡por supuesto que no! ¿Cómo imputar a la pequeña oruga por sus colores vivos, por su reptar natural, a pesar de lo desagradable que podría resultar ante los ojos de un temeroso por lo rastrero? Mientras la disculpaba, mientras acomodaba sus cabellos espantados con manos paternales, notaba en forma de triste epifanía lo ruines que habían sido sus intenciones.

Es decir, si ella revoloteaba asustadiza ante una criatura tan pequeña e inofensiva como una babosa, cuya fealdad no se distinguía por grotesca notoriedad entre las alimañas, ¿cómo habría de ser su actitud, su disgusto cuando se enfrentase al miembro masculino buscando invadir su boca, sus entrañas? Probablemente solo conseguiría perturbar su espíritu de por vida, y no era eso lo que deseaba. Aborreciendo las violaciones del primo, ¿cómo podría ser él capaz de acto tan vil? Y así, con la ironía agridulce susurrando en su lóbulo, sintió piedad por su presa y la despidió como durante todos sus encuentros. Anduvo camino a casa conteniendo las ansias de la automutilación, de lo trunco, de lo inacabado e insatisfecho. Se estremecía con el viento de pronto más frío.

¿En qué pensabas, Hajime? Se decía.

¿En una doncella?

¿Para tan banales intenciones; solo para satisfacer tu morbosa curiosidad?

Hoy eres incluso más abominable que ayer.

¿No son esas las resoluciones de tu odioso amado?

¡Ah! Cada día más cercanos, cada día imitando más a un espejo.

Aquella noche, cuando se adentró a la alcoba aún impregnada del aroma otoñal para reflexionar sus penas, se vio perturbado cuando halló una espantosa irrupción en su espacio. Aquello le tomó por sorpresa y le hundió en el horror tanto como en la indignación. Era un acto de violencia silencioso, acechante; de sometimiento e insistente crueldad. Junto a su lecho, en el florero, una fresca higanbana aguardaba su llegada. En ella veía los ojos impasibles, la boca voluptuosa burlándose de él. Y aunque sin poderlo evitar un quejido brotó de su garganta, era tanto su desánimo mezclado con el cansancio, que solo le dejó estar. En silencio, se recostó entre las sábanas y decidió no dar paso a otro pensamiento más allá del rumor de los insectos.

No obstante, por supuesto, aquello en realidad era la máscara. Entre sueños sus sesos continuaron retorciéndose en torno a la desesperada necesidad que se anudaba entre las piernas y que tanto le afligía. La pobre criatura se deformaba. Pensó en ir y recostarse junto al primo; ceder, sí, y no solo eso, ¡suplicar! por la satisfacción de sus deseos. Sin embargo, ante una moral que le sostenía de los pies blanquecinos y un orgullo que inmovilizaba sus manos desnudas, ya sin vendas, solo pudo resistir e ingeniarse un camino alterno. Si la oruga no representaba la solución, seguro lo haría una mariposa de alas oscuras, ya quebradas por colmillos ajenos.

Habiendo recobrado su juicio, y como traicionándose a sí mismo con la negligencia fungiendo cual mentira blanca, dejó yacer a la nueva higanbana en el florero. Incluso, sin proponérselo, besó los pistilos antes de salir sin rumbo fijo, velero extraviado. O al menos eso se esforzaba por murmurar, como rezando con su boquita mortecina sin emitir sonido, a sus adentros. Ni Shun, ni Yuriko le vieron salir con aquel traje que disimulaba bien sus pliegues, con el pelo tan negro que brillaba añil bajo el sol contenido entre listones, y la mirada por poco oculta bajo el sombrero. Así, cual espectro, anduvo ambulando por las calles procurando no ser más que una hoja seca que, casualmente, cualquier transeúnte era capaz de hallar en su camino.

Y tras merodear los mismos senderos tres o cuatro veces con una melodía discreta reverberando en su garganta, en cuanto notó aquel callejón teñido de carmín serenarse al medio día, se decidió a cruzarlo casi por casualidad. Anduvo con pisadas sigilosas y gran seriedad en su rostro; sin embargo, las manos sudorosas y aquel nuevo escalofrío recorriendo sus vértebras le delataban. ¡Ah! Por supuesto que lo deseaba, e indiscutiblemente también le horrorizaba. Aún con todas sus implicaciones, aquella resolución parecía ser la más acertada.

Sin gran artificio, plantó sus pies en el prostíbulo.

Incluso si le avergonzaba su inexperiencia en semejantes tratos, no fue para él tan similar a la tortura como en un principio lo imaginó. En cambio, reconoció en el cuerpo de la mujer a cargo un traje confeccionado por sus propias manos. ¡Ah! Consciente de su ingenuidad, se aborrecía; ¿por qué habría de conflictuarle ver aquella tela inconfundible cubriendo una desnudez que con honradez pagó sus servicios? Y aunque la pequeña astilla clavada en su corazón deseaba sacarle de allí, en cuanto fue reconocido por los ojos astutos, le fue imposible volver.

La señora de largas uñas lo recibió con una amabilidad nauseabunda. Hajime, observando las flores que adornaban el vestíbulo, no dejaba de inquirirse por qué de todos los sitios de aquella calle tuvo que escoger el más llamativo, el teñido de bermellón. ¿No pudo conformarse acaso con la pequeña casa verde de la esquina? ¿O, tal vez, con aquella oculta pero bien conocida en el segundo piso? En cambio, se vio obligado a rechazar el té de cortesía, a exhibirse entre tres prostitutas que veían con curiosidad al nuevo cliente, tan joven y hermético. Ella le ofreció a la más bella; alta, esbelta, delicada en facciones y ademanes, siempre con la ambición de quien promueve su fruto más caro.

Sin embargo, más allá de las muchachas indiscretas, despertó su curiosidad aquella lejana que no le dirigía la mirada y que, en cambio, yacía sentada meditando hacia las hojas otoñales. Ella, la silenciosa, la de aura melancólica que tan solo con su espíritu desbordante tornaba al naranja de su kimono en un color triste, terminó por seducirle sin esfuerzo por un simple motivo: ¡Ah! ¿No era esa boca voluptuosa similar a la del primo? ¿No, de perfil, le recordaba a las sombras en desvelo?

Sin dudarlo más, febril y afligido, la pidió.

Akina era su nombre.

Los eventos se tornaron nubosos entre las gotas de ansiedad agridulce. En cuanto se vio a solas con ella en la habitación, se percató de que ni siquiera sabía tocar, o tan solo aproximarse a una mujer; de lo torpes y precipitadas que habían sido sus acciones. De pronto recordó a su madre, su pecho blanquísimo asomándose tras el descuido de la seda mientras ella, la de labios delgados y rosas, jugaba con él de niño. Lejana, melancólica, recordaba haber buscado su seno. Pronto descartó el pensamiento, perturbado por el sitio en que la evocaba*. Las paredes cubiertas por un tapiz sanguinolento, medio roído, asemejaban a un infierno de flores y madera; una caja donde ocultaría su primer secreto... o quizás un nuevo incendio. La luz a través de la ventana teñía de carmín la silueta de la muchacha, quien distraída observaba el panorama afuera. ¿Qué contemplaba precisamente? ¿Aguardaba, acaso, su roce?

Hajime se aproximó tras acomodar el sombrero a un lado, con el fleco necio que se desprendía de los listones cayendo por sus sienes. Así, a contraluz, si Akina mostraba su tímido perfil, en verdad le recordaba a aquel suave Shun que semidesnudo atendía las heridas del abdomen. Con tan sublime imagen en mente, la alcanzó. Dócilmente, le abrazó desde atrás e inhaló en el hueco de su cuello; la joven lanzó un suspiro que bien pudo ser triste, o quizás necesitado. Si él atraía las formas ajenas contra su cuerpo, notaba las diferencias respecto al amado. Los hombros se curvaban menudos, su pecho parecía más cálido bajo las manos de Hajime, más suave y voluminoso... recargando su barbilla sobre el hombro femenino, cerró los ojos y la tocó. Con los dedos deslizándose bajo el algodón, palpó los senos hinchados; escuchó un quejido ahogado.

Así permanecieron breves instantes que simularon un contacto prolongado. Él continuó el camino por las costillas, el ombligo, la cintura; atrajo las nalgas contra su creciente erección y aspiró el cabello castaño de fresco aroma. Y la boca abierta anhelaba recorrer la mandíbula, lamer la piel de quien se inquietaba con las piernas temblorosas, siendo al fin y al cabo suya durante un efímero sueño... cuando abrió los ojos y se percató de extraña situación. La muchacha sollozaba. Una lágrima cristalina rodó por la mejilla para morir en el cuello del kimono. Y solo entonces Hajime se detuvo.

—¿Qué ocurre? —inquirió de forma indirecta, sin mirarle a los ojos. Y como era de suponerse, una creciente frustración comenzó a florecer en su sexo—. ¿Es mi roce que infeliz te hace?

Ella negó con la cabeza, avergonzada, enjugándose las lágrimas.

—No es eso, querido, no importa... eres muy amable al preocuparte por mí —replicó ella, apartando las manos de Hajime con gentileza para volverse a mirarle de frente. Así, él reconocía cinco o seis años de desventaja respecto a ella—. Anda —dijo la fémina acariciando la mejilla del joven, procurando suavizar la expresión severa en los ojos mediante una sonrisa fallida, rojiza e hinchada por el llanto incontenible— tómame sin temor.

Ante la rigidez del joven, sin pudor alguno, la mujer de voz quebradiza se desnudó dejando caer el kimono. Tiró de su mano, se recostó sobre las mantas, el futón predispuesto para el encuentro. Hajime contempló la carne viva y abierta, a su merced, por vez primera. Sin poderlo evitar, admiró aquella hendidura rosa que se abría ofreciendo sus pliegues. La maraña de pelo en el rostro de Akina le recordaba a sus fantasías con el primo. Y la deseaba; mucho, sí, habiendo descubierto la belleza cruda de los muslos gruesos a comparación con el resto del cuerpo. Mas, debía confesarlo: no era en absoluto el fruto dueño de su anhelo.

—Ven —invitaba ella con una sonrisa rota—. Házmelo. ¿O debería atenderte primero? ¿Quieres que use la lengua?

Hajime, bien erecto, negó con la cabeza, se sentó a su lado y luego se recostó con un suspiro entrecortado. Los orbes grandes y oscuros se encontraron con los otros, rasgados. Serio, con la expresión imperturbable a pesar del remolino interior, mintió.

—Las mujeres que lloran no me excitan.

Y ella, por supuesto, le creyó al rostro que brillaba bajo la luz sangrienta. Así el pánico se apoderó de su alma, consciente de sus malas atenciones y las consecuencias que aquello traería a su trabajo. En el fondo, vulneraba también su ego.

—Lo siento, lo siento mucho. —La fémina se disculpaba enderezándose para montarse encima del otro y desnudarlo, entreabriendo aquellos labios acolchonados que tanta nostalgia provocaban en él—. Déjame intentarlo.

Buscaba el miembro bajo la ropa, podía sentirlo duro, pero la mano del sastre le contuvo.

—Detente —ordenó—. No creo que funcione. Permanece a mi lado, sangra ante mis ojos, que si he venido no es más que por una herida abierta. Admirar una ajena podría apaciguar mi pesar. No haré nada que no desees.

Akina, conmovida por la comprensión descalza tan difícil de hallar entre los clientes del burdel, y aquella melancolía de tonos cálidos inserta en el muchacho que antes no hubo visto debido a su egoísmo, obedeció y se tendió junto a él con gran curiosidad amorosa. Admiró sus facciones juveniles, la vista de ave nocturna y, nariz con nariz, recorrió con sus yemas las hebras brunas, colocándolas tras su oreja. Así, musitó a la boca rígida:

—Está bien si me acaricias, si me lames. Es solo que he sido abandonada recientemente por el hombre que amo, y la forma en que me abrazaste... —interrumpida la explicación casi maternal, las lágrimas escurrieron por los ojos bien abiertos— me recordó a él.

Hajime sonrió con ironía.

—¿Y si confieso que te he elegido porque tu perfil asemeja al de la persona que más deseo, pero que me es imposible obtener?

Tras aquella frase, hallándose en la misma situación, una extraña comprensión se suscitó entre ellos. Fascinación, tal vez; una complicidad morbosa. Desconocidos, era imposible amarse. Sin embargo, el placebo sensual logró adormecer aquellos cuerpos lánguidos que se buscaron sin hallarse por completo. Incluso si mutilaba, estaba bien; ella procuraba estimularle con la boca, habiendo conocido sus secretos. Él la tomaba con fuerza, como el otro. Así fue ejecutado el pacto carmesí.

Hajime no se desnudó por completo, solo lo suficiente para que ella escuchara su corazón. Se tocaron, se acariciaron cual largas eran sus extremidades. Balanceándose de pie, procurando sentados escuchar el shamisen de la habitación contigua, y tendidos también ante los últimos tonos otoñales, incluso se besaron. La lengua nueva, tímida, fue acariciada por la de aquella mariposa corrompida. Sin embargo, ¿por qué no experimentaba el candor sexual que le perforaba cuando se trataba de Shun? En cambio, el amor a medias con la desconocida le recordaba a los consuelos maternales que le embriagaban después del reciente cardenal en la rodilla.

Y aún en medio de la añoranza que poco a poco se tornó caliente, se corrió. Sí, eyaculó. Incapaz de negar su naturaleza masculina, el resbalar sus dedos por la herida ajena, un sitio mojado, cálido y estrecho que suele ocultarse con gran celo, provocó en él un placer siniestro**. Y es que tocar aquello que le rodeaba escondido día a día, que le habían dicho no debía ser tocado hasta la madurez, incluso si era incapaz de reflexionarlo de esta forma, despertaba en él un júbilo distinto a lo que imaginaba hallar en un principio. Era como si, por vez primera, conociese a una mujer. Y no dejaba de ocasionarle escalofríos cuando lo ligaba, por ejemplo, con la máxima figura femenina en la vida de un hombre.

Cuando Hajime frotaba en círculos el botón de carne inserto en la parte superior de su hendidura, ella se retorcía de placer e incluso rasguñaba la tersa piel de su acompañante. Él observaba los músculos ajenos contraerse y luego relajarse. Akina lo miraba con el ceño fruncido, suplicando por más, porque en verdad le gustaba el muchacho. Sin embargo, sus besos, disfrutarlo, inevitablemente se sentía mal... y por eso lloraba, por sus recuerdos. ¿Quién era él? ¿Por qué le perturbaba? ¿Qué ánimos existían tras aquellas pupilas cuando le exploraban como si se tratase de una nueva especie de papilio? Pidió olerla. También dejó un lengüetazo y saboreó. ¿Por qué? Él debía ser un niño.

Al final, insatisfechos e incapaces de ceder, descansaron bajo el crepúsculo de un rojo triste. Él permaneció algunos instantes con la cabeza apoyada en donde debería ocultarse el útero. Después, aburrido, habiendo tomado todo lo que ella estaba dispuesta a ofrecer, volvió a colocarse sus ropas y dejó las monedas correspondientes. Pensaba con ironía cómo ella había gozado más que él, cómo tuvo que encargarse de su propio placer, y que aun así debía pagar. Pudo haberla violado, pero no lo hizo. De alguna forma, aquello le situaba por encima de otros hombres... incluso sobre Shun, reconocía con soberbia.

Aturdido, con el aroma de la mujer adherido a su piel, anduvo camino a casa recordando la última imagen. Akina, ofreciéndole una sonrisa amable, agradeció sus atenciones con el incendio de la ventana asomándose a la habitación. Le invitó a regresar. Él sabía que no lo haría, por lo que la admiró por última vez. En su abdomen había un cardenal trazado por él. Y con una vorágine de pétalos a su alrededor, nuevas sensaciones e imágenes, supo que no estaba decepcionado. Pero tampoco satisfecho.




Artista: Kitagawa Utamaro




*Segunda leve referencia a La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawabata.

**Nota: Comprender lo siniestro desde Freud.

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