発熱 (f i e b r e)
発熱 (f i e b r e)
Tras el último suspiro solar, los cuerpos lechosos fueron cubiertos de nueva cuenta con hipocresía. Lejana caricia, beso final. Entre susurros como la miel, corrieron tomados de la mano hacia el jardín. Ambos huían del anochecer que capturaría a la dama sin permitirle llegar a su morada de permanecer más tiempo enredados. Los largos cabellos expuestos a la brisa precedieron a la evanescencia definitiva de ambas siluetas.
Solo entonces, en el rumor solitario de las cigarras, Hajime pudo dejarse caer a la duela entre los tropezones erráticos de sus débiles tobillos. Cayó, pues, de bruces, como una tercera flor sobre el tatami. Era una sombra trágica, lacrimosa, enredada aún en la telaraña de prendas ajenas. Hinchaba los pulmones, consternado, aturdido, y lo único que podía inhalar era ese necio aroma a sexo estival. De ser posible, hubiese hundido su esqueleto en un estanque. Aquella mancha vergonzosa en sus ropas lo atormentaba. ¿La brisa podría borrar todos aquellos susurros, las imágenes, el atroz acto de amor cometido?
De pronto el anochecer parecía tan nostálgico; un cuadro irreal, quizás onírico.
No deseaba reflexionar al respecto, no hasta que abandonara victorioso aquel escenario. Se apresuró a doblar lo que restaba; no importaba ya el orden, la limpieza. La profanación mutua y silenciosa no ofrecía ningún tipo de redención, Hajime lo sentía en la sangre regada por todo su cuerpo. La mancha permanecería, sí, por siempre, por siempre... Tras azotar la puertezuela que culminaba su cometido, moviendo la cabeza en negación, huyó de la alcoba que entre penumbras le parecía sombría; no podía observarla sin sentir el corazón arder. En medio del horror, tampoco llevó consigo prenda alguna del primo; la idea de aquel regalo comenzaba a vacilar. Arrastró velozmente los pies por el pasillo, agobiado por el chirriar maléfico de los insectos y se encerró en su propia alcoba.
Allí, sin poderlo evitar, las lágrimas fluyeron vertiginosas hasta su barbilla una vez más. ¿Qué era eso que conflictuaba su corazón? ¿No acababa de vivir una de esas anécdotas que se narran entre risas durante una borrachera? Entonces, ¿por qué parecía una daga mutilando sus entrañas? Revuelto en el tatami, pensaba. En primer lugar, de forma superficial, le consternaba el hecho de saber a su primo en un amasiato fuera del matrimonio. Y si es que mantenía relaciones sensuales con aquella mujer, ¿por qué no podía simplemente formalizarlo? En sus ojos briosos, distintos a los zafiros taciturnos que creía conocer, había encontrado la intención del vicioso, del que se esconde. Aquella escena ocurrió en lo que se suponía debía ser un secreto. ¿Qué actos se cometen en turbio silencio? ¡Aquellos de inminente suciedad! ¿Acaso algo impedía su amor? No, no existía justificación. ¡Parecían tan desinhibidos, como dos serpientes!
Y pensó en los rumores escuchados entre los labios de Yi Feng. ¿Acaso aquel día sanguinolento le había censurado en un arranque de ignorancia? ¿La cicatriz de la pierna era merecida? Oh, la higanbana entonces y ahora... No lo concebía, no comprendía cómo un espacio como el de la madre, la familia, podía ser mancillado de forma tan ruin por aquella figura que veneraba como a un príncipe, como al propio sol. Él traía la flor roja, las habladurías. Y aun si fuese cierto, ¿en qué le incumbía a él? ¿Por qué aquellas nociones ardían en el abdomen, en las vísceras? ¡Ah, y los pensamientos que había expresado respecto a él! ¿Podía considerarlo una ofensa? ¿Qué esperaba escuchar? ¿Qué palabras le hubiesen hecho feliz?
Demasiado conflictuado, sin que lo viese venir, una luz recorrió el pasillo y pronto la puerta de la alcoba se vio abierta.
—¿Hajime? —El amable rostro de Yuriko, tan oportuno como doloroso, se asomó—. Hajime ¿qué haces? ¿Estás bien?
La de manos maternales se adentró despacio y se inclinó ante el muchacho. Él negaba con la cabeza, sin dejar de mirar los labios arrugados teñidos de un rubicundo natural. Expresó su malestar entrecortado, en su garganta un nudo amenazaba con asfixiarlo. La lámpara proyectaba aquella larga sombra que le hablaba e inquiría sobre la oscuridad en que la morada yacía sumida, y también por la ausencia del primo Shun. Pero el jovencito, bañado en sudor helado, no podía responder más que con balbuceos. Ante su malestar, la mujer palpó las mejillas solo para percatarse de que era atormentado por una creciente febrícula.
—Hajime, tienes fiebre. —Yuriko se levantó de inmediato—. Iré a prepararte algo, aguarda.
Y mientras ella encendía otra lámpara para dejarla en el cuarto, hablaba sobre las posibles causas de su infección y preparaba algún brebaje, él solo podía reparar en que su mal devenía del alma. Sí, para un hombre con el corazón perturbado la enfermedad resulta ineludible. Hajime miraba al techo, las sombras, las figuras... los belfos de Shun, si se les miraba de cerca, lucían curiosos. Dos suaves hendiduras en el labio superior daban la impresión de ser muy acolchonados. Su sombra de perfil en aquellos amaneceres silenciosos parecía querer dar un beso, uno voluptuoso y tronador. Si cerraba los ojos ¿podría sentirlo en su propia boca?
Entonces la imagen del pecho blanco con rastros sanguinolentos aparecía. Aquella lengua había lamido tan rudamente, los dientes absorbieron con tanto vigor, que lastimaron a la hembra expuesta. Y aún así, parecía sentirse bien. Esas gotas lucían como las primeras que su padre había escupido durante una tarde igual de calurosa... Lo recordaba con claridad. La sensación pegajosa del sudor era la misma. Aquel hombre tan benigno, ¿podría consolarlo con sus palabras y compasiva mano?
Si él permaneciera, no se encontraría preso ante semejante situación.
Y reía. En el delirio, Hajime dejaba de engañarse con estupideces sobre el matrimonio ajeno. En cambio, admitía con fatal resignación qué tipo de ponzoña bañaba la lanceta que le había atravesado: era el deseo incestuoso y homosexual por su primo, que desde el primer día había dormido a su lado aguardando el momento oportuno para florecer. ¿Acaso era víctima de una primavera prolongada, o quizás anticipada? Acariciándose, pensaba en que su pecho carecía de suave seno. Entre sus piernas, un miembro reposaba donde la mujer celaría una grieta carnosa. ¿Y cómo si no? Su anatomía era casi idéntica a la de Shun ¿entonces por qué esa sensación tan caliente, tan vital ante su recuerdo? Se asqueaba de sí mismo, se desconocía. Probablemente, su padre también le hubiese repudiado.
Y volvía a reír con amargura, al borde del llanto.
Si durante el asalto no pudo dejar de mirar a la fémina, fue por la terrible identificación que experimentaba con ella, no por nada más.
Un suspiro.
De pronto, la voz masculina retornaba a la morada; un murmullo opaco, profundo, más allá del papel. Hajime se retorcía en duelo contra los primeros brotes que le cundían como insectos muy dentro de sí. Aguardaba lo ineludible. Sí. Pronto ella, la tortura encarnada, se adentró a la habitación y se arrodilló a su lado por mandatos de Yuriko. Hajime no pudo evitar el estremecimiento. La corporeidad ajena parecía no ser la misma; aquellas piernas largas y ocultas, el cabello que solo entonces notaba crecido, la boca rosa y los ojos de belleza nostálgica, habían sido cargados de una significación más que se desplegaba en forma de dolor. Oh, dolor almibarado del roce en su mejilla; ardor cuando le colocó con ademanes de frágil cuidado un paño húmedo en la frente.
Shun parecía querer mencionar algo, pero solo se dedicaba a limpiar con su manga los rastros de sudor en la piel de Hajime. Lo acariciaba, tortuoso, con aquellas manos que minutos antes habían... Sin reflexionarlo, Hajime apartó de un manotazo los dedos de Shun, mostrando evidente molestia en su semblante. Aquel acto fue tan impropio que el mismo primo le miró con suave sorpresa, quizás herido en el fondo.
—Hajime —pronunció—. ¿Qué te ha ocurrido? En la mañana lucías tan bien, y ahora...
Ante un simple resoplido como respuesta, insistió.
—Oye, ¿quieres continuar la última lectura que dejamos a la mitad? Podría alegrar tu corazón, podría hacerte sentir mejor...
—No —dijo por fin, con sabor amargo en la boca—. No quiero verte.
Sin poderlo contener, había soltado aquello con la ponzoña concentrada en sus grandes y expresivos ojos. Shun le replicaba con la inocencia de quien se entera de un crimen jamás cometido. Aquello era injusto ¿qué sabría la criatura de los incendios que causaba en aquel cuerpo tumbado? ¿Cómo se percataría de ser la causa de aquella fiebre? Hajime sintió el remordimiento estrujarle las venas, por lo que se apresuró a agregar.
—Disculpa, quiero decir... preferiría yacer en penumbras, descansar unos momentos. Estoy mal. —Una mueca que pretendía ser amable terminó luciendo angustiada—. Ahora mismo no brindaría el cuidado necesario a tus finas atenciones. Creo que será después.
Un poco más relajado, con la sonrisa franca, Shun asintió. Lo comprendía.
—Bien.
Y Hajime notó en la figura felina intenciones de levantarse, una posición sugerente en cuclillas... mas tras algún oculto pensamiento, retornó a la postura inicial.
—Hajime —habló sin mirarle, con un rubor apenas perceptible—. Tú... estuviste aquí toda la tarde ¿cierto?
Entonces las cosas eran así. Shun de pronto se angustiaba por el posible testigo de sus actos. ¡Si tan solo se enterara! Hajime, que no era del todo ingenuo y sabía lo que el otro deseaba escuchar, en pálida resignación decidió tejer una mentira suave con dobles intenciones. Se enderezó y, mirando directo al rostro del primo, le dijo:
—Sí, estuve aquí. Dormí la tarde entera.
Las miradas se dijeron todo. Había una filosa e íntima complicidad que los unía. Sombra entre sombras. El hilo rojo, el abrazo de aquella noche.
—Entiendo, Hajime. Gracias.
Una vez solo, volvió a tumbarse presa del rubor. Oh, ¿qué haría con aquellas imágenes desplegadas cual abanicos entre sueños? Y si lo narraba, ¿quién podría darle un consejo? Nadie, nadie, estaba solo, todo aquello era inconfesable... y debía tragarse sus emociones, aunque aquello le carcomiera poco a poco.
Entre quimeras, escuchaba dos murmullos discutir.
Artista: Okada Yoshio
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