毒 (v e n e n o)
毒 (v e n e n o)
Continuaba la nieve, permanecían los pies helados. Dos amantes yacían sentados sobre el tatami de una alcoba concurrida muchos ocasos antes; tan cálida y carmesí. Hajime, de piel dorada ante los quinqués, permanecía recostado sobre el hombro ajeno. Contemplaba la cortina de cuentas rojas con una fascinación felina, delirante; algún atributo lejano a una emoción netamente humana. Sus ojos brillaban como si en cualquier momento, tras ondular una cola larga y negra oculta bajo la seda, fuese a brincar sobre el ornamento que apenas otorgaba una privacidad ilusoria. A su lado, tal como a Nakamura Manabu le hubo ocurrido una vez, yacía una flor adornada con sus galas más finas, en el momento y lugar equivocados. Li Yi Feng vestía un traje elegantísimo, traído desde China por su padre tras el viaje. El pantalón, negro, recto y de un brillo satinado, simulaba la piel de una pantera; la camisa, de un rojo vivo, escandaloso, resultaba en pleno invierno tan impertinente como el trinar de un pajarito durante la guerra.
Feng jugaba con los botones dorados de sus mangas y luchaba contra la irritación que el cuello alto le ocasionaba. Los cabellos caían sobre sus hombros con las puntas serpenteantes. El rostro pálido, fino, contemplaba con su boquita fruncida y manchada por cardenales el lecho que, por algún extraño motivo, comenzaba a tornarse siniestro. Creía ver su propia silueta acompañada, oír las risas, sentir la tinta, los ojos rasgados profundamente hermosos... y suspiraba. Vestido así, incluso se sentía avergonzado. Afuera caían tenues copos de nieve y era su cumpleaños número dieciocho. Había planeado cómo responder ante los halagos que seguramente su amante proferiría al verle; acudía a aquel cuarto con la esperanza de volver a casa, al pecho anhelado, y celebrar con una danza entre luces y sombras la primavera de su edad. Sin embargo, Hajime parecía haberlo olvidado. Le había apartado de la tienda entre reclamos y chillidos, como a una garrapata de la carne, y tras reflexionarlo a fondo, comenzaba a arrepentirse. Con esa enfermedad suya tan constante, tan molesta, el sastre parecía un muerto viviente de nariz irritada y ojos extraviados. Compartir la alcoba con un adicto al opio hubiese sido más reconfortante que hacerlo con un cuerpo inerte que dice ser el amado en ruinas.
Yi Feng sentía sus ojos arder. Resistía con fuerzas las ganas de llorar, el dolor agudo que provocaban los colmillos de la viuda negra en sus entrañas. Aquel paisaje tan triste no era lo que él deseaba. Los copos de nieve que resbalaban por los tejados solo teñían más profundamente el azul de su melancolía. Mientras pensaba, mientras contenía las lágrimas de cristal, una mano pálida se deslizó sobre su muslo tibio; éste se erizó ante el contacto helado. Se dieron un beso. Pudo sentir la calidez de una lengua tan añorada, deslizar su mano por los hombros desnudos, mas aquello que tanto deseaba, por más que luchaba por verle florecer, parecía infértil. Flores del infierno ¿para qué las necesitaba? Cansadas, volvieron a soltarse y sumirse en un silencio fúnebre.
—Pronto mi familia y yo celebraremos el año nuevo —dijo Feng más para sí que para su acompañante.
—Ah, es así. ¿Viajarás?
—No.
Otro largo silencio. Las lágrimas resbalaron por las mejillas transparentes. Era inevitable. Incluso si se esforzaba por pensar en la comida deliciosa, en la música, en su familia, en los fuegos artificiales, en la danza de dragones coloridos y gigantes, y los brillantes atuendos que todos usarían... otro tipo de imágenes se interponían en su fantasía. Una araña de rubíes escalaba por sus piernas lánguidas. Un pequeño cristal resbaló por su boquita purpúrea.
—La última vez colgué de un techo reluciente. No sabía hacia dónde mirar... si hacia el suelo, a mi silueta en la pared, o a los árboles de granadas dibujados a través de la ventana... —suspiró—. Por cierto, ahora conozco el lecho de Matsumoto-sensei.
—¿Lo hiciste con él?
—Sí.
—¿Y no me lo vas a narrar?
Suavemente, conteniendo una creciente ira, Yi Feng negó con la cabeza. De pronto sentía un dolor punzante en las sienes. Su piel parecía tan sensible... incluso el roce de su traje lo magullaba. Al parecer, cual flor esqueleto, resentía en sus pétalos el invierno. Miró a Hajime con rencor, acarició su mejilla, desdeñoso, y volvió a suspirar.
—Más vale que me vaya.
—¿Tan pronto? ¿A dónde irás?
—He dicho en casa que saldría con amigos... entonces habrás de imaginar que no puedo volver. Supongo que caminaré, pensaré. La nieve, el paisaje blanco... propician este tipo de actividad, ¿no es verdad?
Y mientras pronunciaba sus últimas palabras, sin verlo venir, Hajime arrancó con sus pequeñas garras el botón de oro que cerraba el elegante cuello de su camisa.
—¿Qué...? ¡Hajime! —Feng abrió bien los ojos, asustado, inhalando un halo de violenta ilusión. Con sus manos de papel, sintió la ausencia del botón.
Contempló, con las lágrimas calientes empapándole el rostro, la belleza del nirvana.
—¡Hajime! —imploró desesperado, enamorado, a la silueta dorada que corría seductora.
Comenzó a perseguirla por la alcoba, en busca del tacto de la seda sobre las yemas de sus dedos. El muchachito de pies descalzos le miraba desde la cortina roja y después desde la ventana con una sonrisa pueril, perversa, que le recordaba aquellos primeros encuentros entintados. Hajime corría y provocaba, se esfumaba como la quimera de una felicidad alguna vez soñada. El botón dorado cayó al suelo, e incluso rodó sobre el tatami. Sin embargo, Yi Feng lo esquivó en su ceguera, pues el fruto motivo de sus ansias consistía en el beso maldito de una ilusión arraigada desde la infancia.
Cuando la alcanzó, incluso retener los huesos que forcejeaban entre risas fue complicado. Tomó a Hajime y llenó de besos su boca, su cuello que olía a ungüentos de enfermo. Era tan bello, tan suave, que la codicia propia de los hombres enloquecidos por amor asaltó sus pensamientos. Deshizo el amarre, apresó al muchacho contra la pared, lo despojó de sus ropas procurando su placer con manos y boca. Descendía, descendía, embriagado, enloquecido.
—Hajime —murmuró enfermizo, escuchando los latidos de aquel corazón mancillado; en momentos como ese, anhelaba su sangre, beberla; anhelaba poseer cada palpitación que la existencia tan frágil de su dulce amante representaba—. ¡Hajime! —Fue incapaz de guardar más silencio; bajó hacia su abdomen, acarició su cintura, sus piernas, la erección que tanto le complacía—. Respóndeme, por favor. —Y alzó la vista, solo para encontrarse con los labios rosas, la barbilla fina, tan opuestos a aquellos ojos negros que lo miraban con dura lascivia; como si se burlaran, como si ocultasen un secreto amargo y les placiera contemplar al mundo tan torpe en su ignorancia. Solo entonces lo supo. Yi Feng fue capaz de leer un triunfo no confesado—. Hajime... —temeroso, volvió a llamarlo—. En todo este tiempo ¿no has sospechado, ni siquiera un solo segundo, el haberte enamorado de mí? ¿Nunca, mientras lo hacemos, has dejado de pensar en Shun?
Hajime negó inmerso en una tranquilidad aberrante, con su mano dulce y elegante que se enredaba entre los cabellos de Yi Feng. Los muslos separados, el sexo hinchado, reclamaban los besos ajenos con siniestra ternura. El muchacho hincado, sollozó con desesperación sobre el vientre ajeno, presintiendo el abismo de una inevitable derrota.
—Yi Feng —llamó la voz de inocencia extraviada, las uñas largas que acariciaban unas mejillas bañadas en llanto—. Yo no puedo... yo no debería yacer contigo ahora mismo, tengo un dueño enfermo que aguarda mi llegada en casa; y, sin embargo, he decidido venir contigo para hacerlo por última vez.
—No digas eso, Hajime, no...
—Hoy lo haré contigo, pensando en nadie más, lo prometo. —La mariposa ojerosa se dejó caer con su seda volátil, colocándose así cara a cara con el triste amante—. Así que no dejes de mirarme, no dejes de besarme. Escúchame gritar tu nombre. ¿Está bien?
Yi Feng cayó en los brazos de Hajime, negando aquello desde el fondo de su corazón. Su invierno número dieciocho parecía ser el más crudo, el más negro de todos. Sostenía las heridas sangrantes en su débil y pálido cuerpo con valor. Se hundía, se hundía en la melancolía de quien es incapaz de causar celos o acaso otro tipo de pasión en su amante. Acarició la nuca frágil, se refugió en el pecho amado... y recordó a Shun, su rechazo, sus golpes y confesiones de desviación. Colocándose de pie, mientras Hajime deslizaba las manos bajo su camisa, pensó en su miseria, en la humillación que significaba yacer a expensas de una criatura emparentada con la abyección en persona; le vio por vez primera como una cruel alimaña que solo parecía buscarle cuando necesitaba alimentarse de su incesante amor. Frunció el ceño, y comenzó a aborrecer con roja ira todo aquello que Hajime representaba; las noches compartidas, su risa, la silueta como un sol que todo lo llena ante la luz de las lámparas... las espinas, las caricias, los pasos sincronizados y la ternura de sus murmullos asustados. Todo aquello, todo lo que alguna vez había hecho amarle... lo despreciaba.
—¡Al diablo contigo, Hajime! —Gritó al fin, en un arranque de ira, y empujó al muchacho que antes lo besaba—. ¡Al diablo con tus migajas, con tus locuras, con tus sucios amores!
Hajime, con un desconcierto sereno en sus ojos ocultos bajo el flequillo, lo miraba en silencio.
—¡¿Qué miras?! ¿Te divierte? ¿Te excita la ruina a la que me has arrastrado?
Hajime, sin poderlo evitar, sonrió con dulzura. Aquello fue para Yi Feng la expresión máxima del ultraje y la humillación, por lo que, sin meditarlo, en medio de chillidos y galimatías dolorosas; convulso y lacrimoso; arremetió contra su amante quien apenas se dignó a retroceder. Con sus manos de artista, abofeteó a Hajime mientras profería los más dolidos insultos; después cerró los puños y continuó golpeando, hasta que la sangre comenzó a brotar de los labios y la nariz ajenos. A pesar de esto, Hajime mantenía una calma y una pasividad tan exasperantes, que el extranjero comenzó a empujarlo cada vez con más y más fuerza sobre los hombros, sobre el pecho, para lastimarlo y obligarlo a quejarse, a experimentar el dolor que él padecía. La cara bonita y sangrante se ocultaba tras su cascada negra, silenciosa, enfureciendo más a la flor esqueleto que, bajo la tormenta, se tornaba tan transparente como el agua. Ambos recorrieron la alcoba entre gritos y lágrimas.
Pronto Hajime cayó derrumbado cual pétalo sobre el tatami, inevitablemente. Acariciaba sus heridas, contemplando una vez más el líquido rojo entre sus dedos con fascinación. Yi Feng se le montó encima, con desesperación renovada.
—¿Por qué no te quejas? ¿Por qué no sufres lo que yo? —dijo tomándolo de los hombros, azotando así su cabeza contra la duela—. ¡¿Tienes idea del infierno que he pasado por ti?! ¡¿Tienes idea de lo que ese diablo de Manabu me hizo la última vez a cambio de las malditas porquerías que me pediste?!
—¿Las has traído entonces, Yi Feng? —murmuró el otro, con la nuca adolorida a causa de los constantes golpes.
Siendo aquello lo único que había sido capaz de pronunciar en medio de su violencia, llevó las manos pálidas a su cuello como lo hacía con el amante de los rubíes. Pensó en asfixiarlo, asesinarlo de inmediato, infligir en un solo instante todo el dolor sufrido. Asió sus dedos con fuerza alrededor de la garganta ajena, contemplando al fin un hilo de horror en los ojos de Hajime. Sus cabellos se tornaron abundantes, larguísimos, rojos como la sangre; sus garras crecidas se afilaron, de su frente brotaron dos cuernos dorados, tan retorcidos. Y, sin embargo, ¿por qué si su víctima lo miraba desde abajo se sentía como si lo mirase desde arriba, poderoso? Notó la carne de Hajime enrojecerse, los primeros espasmos del cuerpo que se defendía ante la muerte. Cuando descubrió los párpados morados y la mano derecha que lo acariciaba con dulzura, incluso si los pies convulsionaban, se detuvo. Soltó a Hajime víctima de un hondo terror que moraba en sus dedos lastimados; había estado a punto de asesinarlo, ¡de matarlo con sus propias manos!
En la habitación roja, creyó enloquecer. Cuando se gira en una espiral de telarañas, de sadismo y demencias pasionales ¿cómo distinguir lo que es correcto y lo que no? Avergonzado ante sus propios actos, llorando con aún más fuerza, se levantó y contempló a un Hajime semidesnudo, que tosía desde el suelo con las marcas de sus dedos en el cuello. Veía su erección obscena asomándose, más palpitante, más viva, como si la hubiese bañado en saliva. Aquella imagen le llenó de repugnancia. El amante, apenas capaz de hablar, imploró:
—Feng... ¡he visto a la diosa! —tosía convulso, desfigurado, procurando sentarse sobre el tatami—. ¡Me ha visitado una vez más a través de ti! —Y los ojos negros le miraron seducidos—. Era tan bella...
La flor esqueleto supo que aquello había sido suficiente. De su camisa como el fuego sacó una bolsita confeccionada con tela negra que se transparentaba, brillante. Junto a ella, una carta doblada. En ademán despectivo, lanzó ambas sobre la madera, al lado de Hajime.
—He traído las flores malditas que me pediste. Nakamura Manabu quedó tan embelesado con tu historia retorcida, que te respondió la carta. Ustedes son iguales, ¡son un par de monstruos, demonios, asquerosos desviados! —Y se dio la vuelta para tomar su abrigo que descansaba sobre el perchero de la entrada, antes de mirar adolorido al motivo de sus heridas—. No vuelvas a buscarme nunca más ¿entiendes? Esta es la última vez que te complazco, a ti y a tu idiota familia ¡loco!
La silueta elegante caminó descalza por los pasillos de madera, lacrimosa. Pagó la alcoba. Se colocó un par de zapatos igualmente lustrosos, tomó su sombrilla y salió hacia las calles teñidas de blanco. Mientras sentía el viento helado quemar la piel de su rostro, aguardó un instante. Caminó despacio, como anhelando un evento impronunciable. Cuando llegó a la esquina, se volvió. Un suspiro de nieve cubría sus cabellos como la noche, la nariz rojiza. Efectivamente, Hajime no lo seguía. Y volvió a molestarse por su ingenuidad, por las vanas esperanzas que el más descarriado amor puede construir. Caminó con el mango del paraguas sobre el hombro, hacia una blanca melancolía.
Mientras tanto, Hajime, quien leía la carta con su mirada opiácea, se percató del botón dorado triste y solitario sobre el tatami. Se arrastró como animal, lo tomó y contempló el brillo del oro auténtico a contraluz. Algo en su corazón putrefacto se estremeció. De alguna forma, pensó en un traje de soberbia belleza; imaginó las medidas, las capas, las telas. Y se prometió confeccionar el ropaje más hermoso que hubiese elaborado jamás, digno de un auténtico príncipe, no, de un auténtico emperador, para su amante más leal. Lo comprendía. Incluso si era incapaz de corresponder a sus sentimientos, su violencia lo conmovía.
Nunca nadie le había profesado una adoración tan absoluta como aquel inocente muchacho. Lo sabía, lo sentía en su piel porque había intentado asesinarlo, y pensó que aquella debía ser la máxima expresión del amor... sincera, honda y desesperada.
Cuando llegó a su morada, lo primero que hizo fue buscar una seda teñida de melancolía.
~ * ~
Una noche de luna, después de la débil tormenta, los ojos que eran el hogar de cien peces negros contemplaron los senderos recurridos con frecuencia durante el invierno. Aquella representaba su penumbra final, la última vez que abandonaría al amado despertando en él su desconfianza. Lo prometía con el carmín de su sangre. Revivía la memoria espectral del amante que reía ante las heridas que los pétalos transparentes, de cristal, habían marcado en su piel tras la ruptura. Y lo amaba.
Pronto divisó a la oruga que temblaba en espera del alba, helada. La jovencita adormilada, de cabellos asustados y pequeñas manos, aguardaba la llegada de un falso príncipe. Hajime, sin vacilar, acudió a su encuentro. Conversaron, acaso bailaron, sin que la niña enamorada se percatase de que compartía instantes más dulces que la miel con un demonio. Al final, tendida sobre la madera, con su larga y espesa trenza de doncella que la embellecía, recibió el beso tan anhelado. Hajime tomó con delicadeza la barbilla, y acarició el pecho que se estremecía ante una sensación desconocida; incluso cerró los ojos, lisonjero. No perturbaba más a su consciencia mancillar la virginidad de una flor; de hecho, la hubiese destrozado de ser necesario, de haberlo ordenado el dueño de su vida. Sin embargo, aquella noche, la corrupción de la muchacha consistía en un movimiento de abanicos diferente.
Después del amor, cuando en los ojos femeninos se albergaba la dulce ceguera del deseo, Hajime tomó de entre sus capas una bolsita confeccionada con tela negra, brillante, que se transparentaba y revelaba pequeños pétalos y hojas en su interior. Entonces murmuró:
—¿Lo harás por mí? ¿Lo prometes?
—Si es lo que Hajime-san desea, no dudaré en hacerlo.
—Gracias, Runa. Después de esto, no volveré a pedirte nunca nada más.
—¡Hajime!
—Eres tan bella, tan bella...
En la noche de plata, la crisálida vio complacida cómo sus alas a medio terminar, se descascaraban en las fauces de una amable, hermosa tarántula.
~ * ~
Hajime se adentró con el cuerpo suelto, los cabellos negligentes. En los labios magullados podía leerse una risa perversa. Yuriko, que ocupaba su lugar en la tienda, lo contempló atenta. El muchacho traía en sus manos una gaceta abierta, y la colocó ante los ojos de la mujer con un ademán que incluso habría podido leerse como seductor. Apoyó las manos sobre la mesa, y se reclinó sobre la tía aguardando su reacción. Ella leía estupefacta el encabezado de la última noticia local.
—Muchacha fallece intoxicada después de largas noches de agonía... —guardó silencio, como procurando comprender lo que aquello significaba— Hajime, esta mujer... esta mujer fue quien...
Y el joven, con una mueca en su boquita roja, asintió triunfante.
—Su voluntad ha sido complacida, honorable tía —en sus palabras brillaba como la plata un dejo de ironía—. Me parece que ya he cumplido con mi deber.
La mujer permaneció contemplando las manos del sastre en silencio, extraviada, impávida y envejecida, antes de comenzar a sollozar en medio de un repentino estremecimiento. En un ademán lento, convulso, tomó los dedos pálidos con vergonzosa devoción, miró al joven de largos cabellos negros como si de su segundo hijo se tratase, y se llevó a los labios la piel mortecina de verdugo tan lindo.
—Gracias, Hajime, gracias... ¿qué puedo hacer para pagártelo? ¿Qué debería hacer para compensar todo este sufrimiento, para lavar tus manos de seda?
Y el muchacho, viendo cercana la primavera, realizó su petición.
Sin artista especificado
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