愛 (a m o r)
Los amantes se encontraron inmersos en una caja de ruedas majestuosas. El cuerpo de Hajime yacía tan débil, tan agotado, que sus pulmones apenas se hinchaban y contraían con dificultad al respirar; la voz de seda expresaba entre murmullos y lamentos las sensaciones en sus órganos carcomidos, la languidez en sus extremidades, así como la presencia de un malestar lúgubre, casi espectral, que sumía su cuerpo entero en un frío onmiprescente. Sentados uno junto al otro, la cabeza enferma sobre el hombro huesudo, entrelazaron sus manos. Hajime miró los ojos de su amante con una expresión sumisa de animal, y sonrió tiernamente con la daga en su yugular. Shun lo acarició, procuró su bienestar limpiando el sudor frío que escurría de su frente, e incluso liberó sus cabellos de la horquilla que los apresaban con violencia.
En la misma caja, un matrimonio los contemplaba con extrañeza; la mirada asqueada de la mujer en kimono azul recorría a Hajime, desde los pies hasta la cabellera suelta y abundante. La indumentaria femenina, ridícula en él, remarcaba sus rasgos pueriles y la figura labrada con una fragilidad extraordinaria; debido a esto, a que la voz masculina volaba en el espacio, le pareció un ente repulsivo. El marido, en cambio, miraba con desdén los espasmos de su mano temblorosa. Contempló la piel amarillenta, las ojeras de cadáver, y experimentó notoria angustia al saberse encerrado con un enfermo.
Shun, que hasta entonces había mantenido una atención apasionada en el tesoro de rubíes que Hajime representaba, desvió su mirada hacia el joven matrimonio. Ambos se estremecieron ante la belleza diabólica de su porte; aquella reverencia digna de la realeza dirigida a ellos. Devolvieron su saludo con gran respeto, inquietos. Ninguno de los dos volvió a fijarse en Hajime durante todo el trayecto, incluso si los accesos de tos imitaban los bramidos de un animal extraño.
~ * ~
Al medio día, después de una larga noche entre infusiones, fiebre y alucinaciones, Yi Feng se levantó y fue recibido por las manos cuidadosas de su hermana. El muchacho pálido, en su traje gris, se asomó por la ventana y miró con nostalgia la luz primaveral. Acto seguido, la niña de facciones similares a las suyas le entregó una caja llevada por correspondencia, extrañamente, durante la noche. El artista se hincó sobre sus rodillas magulladas, y abrió el paquete con curiosidad. Cuando vio la flor esqueleto marchita sobre una carta y un traje de la más fina seda, su estómago se hizo nudos; su pulso se tornó errático, las arcadas de nerviosismo y mal presentimiento acompañaron a la expresión de angustia en su rostro de porcelana.
Leyó la carta. Lágrimas gruesas se derramaron por sus mejillas. ¡Hajime! Recordaba haberlo visto una semana antes, en la tienda, con sus eternos hilos rojos y mirada ausente. Incluso si acudía en busca de material a aquella jaula que apresaba al colibrí de su anhelo, fugaz, intocable; en realidad eran las esperanzas en su corazón las que lo impulsaban a salir en su búsqueda con todo y la fiebre adquirida desde aquel aterdecer invernal, entre la nieve, durante su cumpleaños.
—No cumpliste tu promesa —murmuró, levantándose en el vuelo de sus ropas grisáceas y su cabellera negra—. ¡Olvidaste nuestra promesa!
Yi Feng corrió a vestirse ante la confusión de su hermana, quien en vano inquiría sus motivos y suplicaba se quedase a reposar un día más. En cambio, el joven artista, ataviado con una elegancia blanca y serena, ajena a la de Arimura Shun, que radicaba en su suciedad; o a la de Yamada Hajime, que moraba más bien en la naturalidad de sus movimientos, salió con paso decidido hacia la casa de los Arimura.
Tras el tintineo de la puerta, contempló a Yuriko, más azul que nunca, sentada en el sitio de Hajime. Los codos sobre la mesa, las manos sosteniendo de las sienes la cabeza.
—¿En dónde está Hajime? —inquirió con su acostumbrada, amable insolencia; la desesperación subyacente.
—No sé —respondió la mujer en un murmullo ausente—. Habrá ido a dar un paseo con mi hijo. Son tan buenos, casi como hermanos...
Ante el rostro enfermo, casi desfigurado, Yi Feng frunció el ceño. Algo no andaba bien. Se inclinó, confesó a Yuriko, quien de un momento a otro hizo llover sus sentimientos en las manos del más joven. Él, incluso si dolía, llevó a cabo lo que consideraba correcto.
—Hajime me ha dejado esta carta. —Y colocó la hoja sobre la mesa—. En ella confiesa su huida con Arimura Shun-san, y sugiere que no posee la certeza de regresar. —Acto seguido, contempló a Yuriko leer la carta—. Me temo que será necesario iniciar una expedición en su búsqueda, si deseamos hacerlos retornar...
—Yi Feng —dijo la mujer con halo sombrío—. ¿Tú estabas involucrado en esto? ¿Tú veías a Hajime como se ve a un amante?
El muchacho tragó saliva, nervioso, y replicó con la mayor elocuencia que le fue posible. Sin embargo, Yuriko negó con la cabeza y devolvió la carta a su dueño, deslizándola sobre la madera.
—Vete —dijo sin reparo—. No deseo verte nunca más en mi vida.
—Pero, Yuriko-san, yo solo quiero ayudar...
Mas ella parecía haberse encerrado en su capullo una vez más, impenetrable. Recostó la cabeza sobre la mesa, como una niña atemorizada, y comenzó a murmurar para sí galimatías de culpa. Se mecía, balbuceaba, lacrimosa. Yi Feng negó con la cabeza ante semejante escena de enloquecidos, y salió una vez más a las calles. Miró a la gente pasar, las carretas, todo continuando su curso, sin que la desaparición de Hajime representase un evento cuanto menos significativo. Miró en todas direcciones, sintiéndose extraviado por primera vez en aquellas aceras tan concurridas. Apenas consciente de su dirección, inició su marcha por segunda vez, a cada paso con una rabia superior. Arrugó la carta. Limpió sus lágrimas con la manga de su traje.
~ * ~
Me gusta desnudar tu cuerpo, pero más tu alma.
Hajime recordaría a menudo aquellas palabras, el sonido de la voz en su oído izquierdo, tan profundamente como los colores del cielo durante su primera tarde en la posada. Si volvía hacia la puerta que daba a un jardín ajeno, miraba por la tenue rendija los árboles a contraluz que eran arañas, o acaso oscuros fuegos artificiales sobre un lienzo de pétalos. Y sí, yacía ahí, desnudo una vez más, hincado sobre el regazo de quien tanto anhelara. Sentía su boca en su cuello, el cuerpo sucio, la piel pegajosa. Y no sabía si era la saliva espesa que Shun había dejado tras lamerle entero o si era el sudor de su fiebre que ardía cual desollado. Como fuera, se miraba al espejo, las marcas rojas, las manos que se apropiaban de él demandantes, tan dispuesto, tan vulnerable, totalmente invadido por él... y cerraba los ojos, recostando su mejilla en el cuero cabelludo del otro. Sus manos recorrían la espalda ajena, escuálida, apenas húmeda, ¿sólo él estaba completamente mojado? Sentía vergüenza por los cabellos pegados a su frente, a su nuca, que incluso goteaban y escurrían por los omóplatos.
La boca que tanto quería besaba su cuello sin asco, caliente como el infierno, y le reconfortaba aspirar el aroma de su pelo, como de animal joven. Delirante, se creía inmerso en el amable sueño de una última noche en agonía, rendido a la fiebre como dulce, consolante muerte. Después de todo el amado era así, el sueño de un moribundo, y acariciaba su cabello con una veneración egoísta. Se abrazaron, frotaron sus pieles completas, Shun tomaba la cara bonita de Hajime y la llenaba de besos, pegaba su mejilla, acariciaba la nariz con la suya como aquel ocaso junto al río... y el más joven era tan, tan feliz, incluso si dolía, si era difícil mantenerse enderezado. Se miraron a los ojos, sonrieron, volvieron a besarse, Hajime reconocía la boca ajena hinchada, roja por el esfuerzo. Una última lamida y sintió en su lengua dos dedos que demandaban su saliva, una felación que el otro contemplaba atento, fascinado.
Si sentía aquella humedad invadiendo sus entrañas, pensaba "¿esto en verdad está ocurriendo? ¿de verdad lo estoy viviendo?" Pronto el sexo se hallaba adentro, el dolor, el placer. Permaneció un instante así, para que ambos asimilaran la sensación tan deseada. Cerró los ojos una vez más... por fin lo tenía en él, dentro, por fin daba muerte a su yo incompleto y era uno solo con el otro, y lo poseía todo, se sentía muy bien, como florecer, como un cielo terrenal. Dolía, sí. Era un pene grueso. Entonces se quejaba con suavidad, como en un susurro por cada esfuerzo al cabalgar. Cuando el amado lo tomó de la cintura y lo volcó contra la sábana, fue capaz de sentir las embestidas más fuertes, más profundas y armoniosas. Se masturbaron, se besaron obscenos, rodaron por el tatami intercambiando posiciones que fuesen cómodas y placenteras. Aquella era su noche de bodas ¿verdad? Estaba bien prolongarla por siempre, en espiral.
La primera vez que Hajime sintió a Shun eyacular en su interior, se pasó las manos por el vientre. Su corazón yacía afuera, su alma, pensamientos, pasiones, todo... Hajime creyó haber sido partido como un fruto o una colmena. Y se dejó besar una vez más, incrédulo ante aquella sensación desbordante.
De alguna forma... deseaba más.
~ * ~
Yi Feng acudió incluso a la carnicería, por más aversión que le causara aquel sitio desde pequeño. Miró con desprecio las vísceras, las moscas, incluso tres cabezas de cerdos apiladas una junto a la otra. Contuvo un par de arcadas. Yacer de pie sobre el agua sucia de la banqueta, aquella que salía del local era igualmente insoportable, en especial en ese momento de su vida: triste, enfermo, desesperado. A pesar de todo, amarró sus agallas y se acercó a la mujer encargada. Inquirió lo mismo que en todas las tiendas, casas de citas y moradas particulares: ¿Tiene idea de adónde pudo marcharse Arimura Shun? ¿Alguna vez le comentó de un sitio al que huiría de ser necesario? Su presencia poco me interesa, estoy en busca de su acompañante, Yamada Hajime, el joven sastre ¿lo recuerda? Se lo ruego, cualquier confidencia, por mínima que sea es valiosa para mí...
Mas la angustia en sus ojos poco importaba. La última mujer en la lista, su última esperanza de manos sucias, también negó conocimiento alguno, incluso con desdén. Yi Feng se dio la vuelta, caminó despacio, sin rumbo una vez más.
Miró al cielo y se preguntó:
Hajime... ahora mismo ¿en dónde estás?
~ * ~
Sus ojos se habían acostumbrado ya a las luces y sombras de la alcoba, escenario tan preciado como la habitación de las flores rojas. Era como si el tiempo se hubiese congelado, como si los días y las noches se prolongaran para luego esfumarse en un abrir y cerrar de ojos. Shun yacía tumbado bocarriba, el yukata negro a medio poner. Tarareaba una canción de su koto abandonado y contemplaba a su acompañante como si la melodía fuese un poema dedicado al arco de su pie, a las clavículas que se marcaban a media luz. Comenzó a deslizarse por el tatami con desenfado, moviendo la cadera arriba y abajo, suave, provocativo. El rastro de su cabello se dibujaba en la sábana, el antebrazo pálido, los ojos de miel, los huesos evidentes.
Hajime se levantó, tranquila sonrisa. Caminó hacia su amante y se inclinó ante él.
—Cómeme, por favor.
Hincado, se apoyó en sus manos, abrió la boca, lengua húmeda. Shun separó las piernas.
Todo. Lo era todo.
~ * ~
La flor transparente con la lluvia yacía pálida, expectante con sus ojeras de muerto aguardando la respuesta de la décima o vigésima persona que leyese la carta dejada por Yamada Hajime. Se hallaba en morada ajena, recién bañado, con el pelo húmedo y ataviado de blanco. Miraba con incomodidad la madera lujosa, las sedas que probablemente valían más que su propia vida, las lámparas refulgentes en la oscuridad, mientras aguardaba a Matsumoto-sensei, quien leyera con expresión severa los caracteres en las hojas. En cuanto terminó, dirigió su vista al más joven. Acto seguido bufó, se rio.
—¿Y bien? —inquirió Feng, aferrándose a la risa ajena—. ¿Hay algo que pueda hacerse? ¿Cree que pueda apoyarme?
—Yi Feng... esta carta marca tu derrota ¿no puedes verlo? Hajime no quiere volver. Arimura Shun es su prioridad como siempre lo ha sido. ¿Estás ciego o por qué no puedes reflexionarlo por tu cuenta cuando es tan evidente?
El muchacho negó con la cabeza una y otra vez, el dolor en el pecho acrecentado. Tomó la carta casi arrebatándola de las manos largas y la arrugó contra su corazón como el objeto más preciado.
—Hajime no podrá soportarlo, Hajime es muy frágil, enfermizo, él me necesita... a Shun no le interesa su bienestar como a mí, yo...
—Tan solo escúchate. ¿No crees que estás describiéndote a ti mismo? —Y se levantó, dispuesto a abandonar la alcoba—. Él te ha dejado, no te ama, nunca lo hizo, olvídalo y sigue con tu vida ¿quieres? Duerme y ya verás cómo estás mejor mañana.
Contrario a las palabras de Matsumoto, la flor esqueleto permaneció llorando su rabia la noche entera, obsesionado, tan sólo suplicando a los dioses su misericordia. Hecho un ovillo, observó en silencio cómo sus pétalos crecían una vez más, tiñéndose de un carmín más difícil de deslavar por cada vez que escurría.
~ * ~
—Vamos, esta vez penétrame tú.
Hajime observaba los ojos rasgados, la boca ensalivada y el cuello barnizado en sudor, tumbado completamente a su merced en la segunda alcoba que visitaban en su camino. Él obedeció. Lamió, trepó, penetró. Masturbaba suavemente a su compañero, sintiendo cada contracción suya ahorcar su propio sexo. Tan suave, tan completo, tan profundo. No obstante, Arimura no parecía satisfecho por completo.
—¿Recuerdas tus violaciones en la noche? —inquirió aquel—. Eso es lo que deseo. Viólame.
La petición con aroma a sangre fue tan tentadora, tan sublime. Hajime, el demonio, acató aquello como una orden. Las manos se enredaban en el cuello, el ritmo se volvió más violento. Y aún con ello suplicaba más. Entonces vinieron las bofetadas, los golpes, los azotes contra una piel tan frágil como la suya. Tras los orgasmos, Shun, sangrante del ano y los labios, reía a carcajadas.
~ * ~
Aquella misma madrugada, Yi Feng se levantaba presa del insomnio como en cada lapso de ausencia del sol. Con los sentimientos florecientes, la fiebre que le atormentaba tanto como al Hajime morador de sus sueños más horrendos y preciados, buscaba papel y tinta en la alcoba ajena. Se apoyaba en el suelo, lágrimas de ira escurriendo, y redactaba una carta a su agresor de mayor confianza... aquel que sabía lo recibiría con sadismo renovado si tocaba a su puerta.
A Nakamura Manabu:
Haz de mí lo que quieras.
Tortúrame, asesíname. Poco importa ahora.
Li Yi Feng
~ * ~
Transcurría una tarde calurosa en la casa de té. Era una alcoba privada, pequeña la mesa con la jarra de sake vacía, platos de carne carcomida y una que otra servilleta manchada. La geisha que entretenía a los dos comensales desviaba la mirada, veía por momentos a su shamisen, los grabados florales de la puerta, la porcelana de las vajillas relucientes en el ocaso, las cuatro lámparas que le permitían continuar su música a pesar de la creciente oscuridad. Aquello que evadía con nerviosismo velado, incluso con premura, era la escena ante ella. A decir verdad, poco conocía sobre el sexo; en alguna ocasión presenció besos, caricias acaloradas, pero nunca el acto erótico de otro que no fuese ella, rígida, un par de veces tiempo atrás... el papel de voyeur ante una actuación deliberadamente exhibicionista era agobiante, y se preguntaba hasta qué punto aquello era legal. Y además entre dos varones. O acaso fuera que el problema radicase en ella, quien se sentía violentada.
Antes había presenciado de reojo sus besos, el cómo se desvestían, a pesar de que ambos lucían en mayor o menor medida enfermos. Sudaban, respiraban con dificultad, parecían cadáveres; incluso al verlos desnudos se percató de su desgaste físico, las costillas marcadas, sobre todo del moreno, aquel que momentos antes había montado al otro de espaldas. Había tomado la mano ajena y se masturbó con ella; acto seguido se inclinó para lamer el sexo del que se hallaba tumbado, casi desfallecido, y colocó su propio miembro en su rostro, para ser atendido de la misma forma. Entonces escuchaba aquellos sonidos guturales, las arcadas, la carne que obscena era engullida por aquel par de bocas. A veces daban azotes, se manoseaban y se acomodaban para cogerse por los labios empujando su pelvis, masajeando los testículos. El ano. Y aunque no lo viese, o acaso su mirada se colase por segundos sobre las dos siluetas a media luz, sabía todo aquello... lo intuía en los gemidos, en la bola de carne y huesos que formaban los dos extraños juntos.
Pensaba en la letra de la canción, en su voz, más para abstraerse que para distraerse, cuando una tos violenta resonó en las cuatro paredes de la alcoba. La joven geisha calló de forma abrupta, y miró el rostro de aquel cuyos rugidos provenientes desde el pecho hacían pensar en un ente de ultratumba... o tan sólo en un moribundo, un hombre terriblemente grave. Le contempló con el rostro humedecido, los cabellos negros pegados a la frente, los ojos rasgados entreabiertos, la boca roja, el semen regado en su barbilla, el rostro preso entre los muslos ajenos. Y aún así, sin dejar de mirarla, comenzó a reír. Rio a carcajadas empujando al castaño, aún víctima de esa tos convulsa que amenazaba con quebrarlo en cualquier momento. Tosió y tosió hasta que, aquella noche, Yamada Hajime escupió por primera vez un rastro de sangre, justo como lo haría su padre algunas estaciones atrás.
Miró las gotas sobre la sábana, palpó el sabor a hierro en el paladar, y escuchó el shamisen que comenzaba a ejecutar por segunda ocasión la misma tonada. Creyó oír a Shun decir ¿qué miras, perra? ¡Toca! Aquello le pareció gracioso, porque la mujer lo contemplaba con un desdén transparente, entonces se lo merecía. Poco le importaba, si él vivía en aquella ilusión, una felicidad peligrosa a causa de su magnitud. Y se desbordaba.
Anda, amor, oríname.
~ * ~
El viento sopla, una flor fantasma yace en el sillón rojo cuyas manchas le impresionaran alguna vez, en la casa de las granadas. El muchachito yace desnudo, amarrado, drogado. Se siente abrazar por un demonio de cabellos largos y abundantes como la noche; es envuelto en ellos. Mira al frente. Las uñas separan los párpados y rasguñan, por poco desorbitando el ojo izquierdo. La lengua se desliza roja sobre él, globo ensalivado.
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