啓示 (r e v e l a c i ó n)
啓示 (r e v e l a c i ó n)
Dar la zancada dentro del sitio y profanarlo así, fue el acto más difícil y excitante de concretar. Una oleada de calor resopló sobre su piel ansiosa. La luz vespertina que se colaba y alumbraba la casa en tonos amarillentos anunciaba a Hajime una extraña corazonada más allá del granizo... o quizás solo fuese el aura de pueril nerviosismo que los mismos sentidos del joven se empeñaban en percibir. Oh, la conciencia es la amable enemiga del buen hombre.
Con las manos húmedas, una vez inmerso en la alcoba de Shun, admiró aquel espacio desconocido. Mientras los ojos deambulaban por los ornamentos rojos de seductora virilidad y los pulmones se colmaban del aroma a especias que inundaba el aire, sus pisadas en la duela parecían demandar con fuerza su presencia. Hajime atribuyó lo anterior a su soledad en el nirvana de madera. Aquel instante desplegaba sus alas de papilio como la mejor oportunidad para llevar a cabo su crimen: Yuriko había recibido la invitación a un convite por parte de la vecina y Shun demoraba su llegada por alguna extraña circunstancia. Designios divinos, tal vez. Entonces, en soledad, decidió deslizarse en la habitación ajena con el propósito de tomar alguna prenda del primo y robar así las medidas de su silueta sagrada, para calzarla por fin con la seda más fina que hubo encontrado entre sus tesoros: una cuyo estampado le recordaba los peces del templo.
No obstante, la palomilla Hajime, cuya curiosidad fungía como el sol, comenzó a revolotear por los estantes de donde Shun tomaba los libros de haikai. Con las manos temblorosas y aguzando el oído, se detuvo a leer un par de pasajes. El tiempo se tornó pausado para el joven, el estío en agonía eterna. Sin percatarse, dejó la tarde descender entre los aromas que ofrecía el futón, el espejo, las cuerdas del koto, y un par de lirios rojos en el florero. Aquella flor, higanbana, le pareció extraña, inquietante en un espacio tan íntimo como la alcoba, pero no por ello se atrevió a tocarla. Manjusaka, había dicho Yi Feng. Ellas, las dos arañas teñidas de carmesí, fungían como mudas e impasibles testigos que habrían de delatarlo en cualquier momento.
Al final, cuando las primeras gotas de lluvia descendían, Hajime acudió con el cuerpo tenso hacia la mayor presencia de madera: El armario. Con las ganas en las puntas de los dedos, abrió las puertezuelas y vio doblados en perfecto orden todos los trajes que Shun portaba día con día, rozando su piel, absorbiendo el sudor de su nuca. La belleza de dichos objetos hizo danzar las grullas dentro del joven. Cuando tales pensamientos se cruzaron por su mente, no pudo evitar la evocación del padre. ¿Qué diría de verlo ahí, husmeando con una actitud en contra de los principios inculcados? Por supuesto que las intenciones lo disculpaban, pero... ¿no había excedido ya su admiración? De pronto se sentía avergonzado.
Pero los debates morales se esfumaron en cuanto vislumbró entre las finas prendas aquella que el mancebo usaba durante su primer encuentro; un traje de estampado floral apenas perceptible en la oscuridad del azul concentrado, que casi tendía al negro. Sin dudarlo, lo tomó con brusquedad, ocasionando que los cuatro yukata de encima se deslizaran y cayeran desdoblados sobre la duela. Con un suspiro de resignación, Hajime comenzó a doblarlos de nueva cuenta... cuando, en su contra, escuchó la campanita de la puerta repiquetear. Tras ella, una voz queda musitó: Estoy en casa.
Solo entonces, presa de un pánico carmesí nunca experimentado, Hajime comprendió la torpeza de sus actos. Definitivamente su estancia en la alcoba ajena produciría sospechas, malentendidos, tal vez hasta su expulsión de la casa, por lo que debía evitar a toda costa ser visto siquiera cerca de aquel sitio. Se apresuró a doblar las prendas y colocarlas en su lugar, sin contar con que la violencia de sus ademanes produciría el desprendimiento de toda una montaña de ropa. La seda, que con mansa vehemencia solía deslizarse en las manos del sastre, le traicionaba en aquellos instantes debido a sus cualidades. Tratando con fuerza de tranquilizarse, el pobre Hajime peleaba contra los trajes evidentemente mal colocados. No podía ser, ¿en qué lío se había metido? Los pasos ajenos, los de su primo, reverberaban cada vez más cerca, acompañados de otros dos piececitos que le seguían con timidez.
El joven imploraba ayuda a los cielos, iluminación, algo... pero la prontitud de los eventos fue demasiada para evitar que se desbocara. Deseaba correr de un lado a otro mientras yacía congelado y tembloroso en un mismo lugar. En su mente, no restó otra opción. Torpe joven, haciéndose responsable de sus actos, con las manos trémulas tomó las prendas esparcidas en el suelo y las abrazó contra su pecho, para enseguida adentrarse al armario. Voces tras el fusuma. Se abrió paso pisoteando los demás trajes, y se obligó a entrar en un espacio extremadamente reducido para no perturbar a los que yacían en orden. Así, tiró de la puertezuela y se encerró en aquel sitio que apenas le permitía respirar. Y aunque el corazón acelerado de Hajime sospechaba los nefastos resultados que aquella acción conllevaría, no contaba con que, en efecto, acababa de concretar la más importante decisión de su vida. El lirio escarlata lo enredaba entre sus pétalos y él, obediente presa, se revolcaba en la dulce trampa.
Adentro, agitado, se dedicó a maldecir toda la concatenación de eventos estúpidos que lo habían orillado a semejante situación. ¿Es que no podía ser más falto de razón? ¿Qué haría si, por ejemplo, su primo no volvía a salir en toda la noche? ¿Y si de pronto pretendía cambiar su vestimenta? ¿Cómo reaccionaría al verlo dentro de su armario? Además, ¿qué tipo de compañía acarreaba? Hajime deseó con todas sus fuerzas morir en aquel instante. Le angustiaba el tiempo que debiera permanecer en esa posición tan dolorosa. Las telas amenazaban con desprenderse de sus dedos en cualquier momento. Debía aprender a controlar su respiración, los movimientos, y congelar aquella ansiedad que lo arrastraba al borde del alarido.
Cuando la puerta se abrió, pocos segundos después, cerró los ojos. Con nada más que la oscuridad de sus párpados, se dedicó a escuchar la conversación ajena.
—Entonces no hay nadie en casa. —Una voz femenina, dulce doncella, habló en un susurro frutal.
—No lo sé —escuchó a Shun replicar—, he visto los zapatos de Hajime en la entrada. Debe hallarse en su habitación.
—¿Y no es eso un problema, Shun?
—No lo creo. Mi primo es un muchacho tan extraño, es... lo que podría considerarse un ermitaño. —Hajime, el jovencito en apuros, al escuchar esto, pensó en que probablemente había sido pronunciado entre antipáticas risas solares—. Tal vez duerma, y en el peor de los casos, dudo sobre su atrevimiento a la protesta. Sabe acatar órdenes, y siempre le encuentro en silencio; basta con que le comente al respecto y le preste un libro. Es tan fácil complacerlo...
El ego de Hajime sufrió una suave rotura. ¿En verdad era aquella la imagen que Shun guardaba de él? ¿Era solo un torpe al cual satisfacer con nimiedades para evitar su estorbo? En el calor del armario, la cabeza comenzó a darle vueltas, demasiado agobiado como para siquiera experimentar el corazón fracturado. Por momentos perdió el hilo de la conversación al verse herido en su moral. Y, en un arrebato, abrió los ojos.
Enfocó con dificultad a la pareja que a su vez desde la puerta abierta contemplaba el jardín; un vergel que de pronto parecía haberse impregnado de fertilidad casi melancólica. El joven de espalda varonil, tan estrecha, explicaba a la mujer sobre los frutos que eran golpeados por la lluvia. Entre ellos existía un halo de intimidad que Hajime no tardó en percibir con un nudo en la garganta. Como pretendiendo ocultarse más así, los miraba con medio rostro cubierto por una seda estampada con las escamas de un dragón. Los ojos, recelosos, observaban desde la rejilla.
Ella, cubierta por un traje de flores en tonos cálidos, rozaba con insistencia el brazo del joven; recorrían los finos dedos la piel erizada. La reconocía. Sí. Se había presentado como Yoko ante su mesa, y había inquirido en un par de ocasiones los precios de sus trajes, con una curiosidad extraña respecto a la tienda. Ahora lo comprendía, si no eran las telas lo que le interesaba del sitio. Pálida, de estatura media y complexión sana, Hajime no podía evitar mirarla con disgusto. Algo en el porte le parecía sucio, insolente, rasgos que se acentuaban en la alcoba de un hombre soltero, en una casa compartida por la familia entera. El rostro era redondo, de boca menuda y ojos de profunda negrura. Su pelo largo y sedoso era recogido en la espalda con una horquilla roja. La cascada se desmayaba hasta la cintura, donde la benévola mano de su primo comenzaba a colarse.
Precipitadas ante la imagen, las sospechas del joven se confirmaron: ¡Ante él se dibujaba la estampa de dos amantes! Con inquietud observó cómo ambos susurrantes se descaraban entre sonrisas de serpiente, y ella, con el deseo brillando en su pose inclinada, aguardaba por él con la boca abierta. La lengua sonrosada afuera, y pronto la de él apareció también deslizándose hacia la cavidad mojada. Se besaron despacio, susurrando y lamiendo entre risas. Mientras tanto, con el pulso acelerado, Hajime veía en todas direcciones buscando una salida, un escape a lo que estaba a punto de acontecer. Una esquina, la mano huesuda del primo, el techo, sus cabellos cayendo por la frente, la boca roja, hinchada, de mieles escurridizas y los propios pies vacilantes sobre la seda. Adentro, la temperatura comenzaba a elevarse aún más.
En algún momento, los brunos cabellos fueron liberados como la tormenta. La pareja cayó sobre la duela, oscilante entre sus juegos, y el seno blanco de carnosos pezones erectos se abrió en flor. Hajime, joven célibe, observaba por vez primera las intimidades del cuerpo femenino expuestas en erótico paisaje. Veía las costillas frágiles, talladas con armonía y delicadeza perfectas; el pecho yacía teñido de un níveo tan puro como la leche, que era absorbido por los labios gruesos del primo. Los dedos paseaban entre las líneas, entre los pliegues y montículos, dejando a su paso un camino de saliva. Shun absorbía los senos bien formados de Yoko, mientras jugaba con la teta contraria y manoseaba la carne tibia del resto de su cuerpo atrapado en algodón.
Un gemido se desprendió cual pétalo arrancado y voló por el aire. A veces, la piel de la mujer podía ser como el papel, fácil de rasgar, de manchar; por lo que un par de gotas sanguinolentas* tintaron la superficie pálida. Ella suspiraba, extasiada, juntando mucho las piernas y entrecruzándolas, como si entre ellas guardase un fruto dulcísimo que le avergonzaba dar a probar. Él las separaba, chupando el ombligo y el bajo vientre. Debió sentirse sediento. Tomaba los muslos entre risas, mientras se arrastraban ella bocarriba y él cual reptil hacia el tatami.
Hajime negaba con la cabeza, presa de la desesperación. Cerraba los ojos, pretendiendo resistir al demonio de la tentación que se postraba ante sus pies y los acariciaba. Estaba casi seguro de que aquello no era casualidad; que era una mala jugada del destino que le obligaba a presenciar los actos abominables de su pariente promiscuo, impuro, causa de deshonra en la familia. Sin embargo, la curiosidad rabiosa separaba sus párpados y le forzaba a ver cómo ella era despojada de sus vestiduras, y cómo pronto el kimono quedaba desperdigado cual mancha rojiza sobre la superficie color hueso.
Estaba desnuda, completamente, podía ver incluso el vello oscuro de su pubis, la cintura, las clavículas, los pechos redondos e hinchados de gozo; imagen que el joven solo recordaba haber admirado en estampas, nunca de forma tan cruda. Presenció el movimiento de los músculos, el cuerpo ofreciéndose en bandeja de oro al diablo sinvergüenza de su primo. Ella incluso se atrevía a llamarlo, a provocarlo. Y es que, aunque deseaba despreciar la escena, no podía negar la belleza aún superior de ese mancebo que lamía los pies de la fémina, entre dedos y uñas. Ella hablaba de una boca caliente como los fuegos sobre su dermis, y de haberse mojado mucho mientras deslizaba su mano por el bajo vientre. Shun sonreía complacido, preguntaba si quería más, y daba chupetones escandalosos que lamían los oídos del joven fisgón. Por supuesto, él mismo comenzó a experimentar en sus pieles el placer ajeno, no sin horrorizarse de su propia reacción.
Notaba con incrédulo pavor cómo la lengua de su primo, que se deslizaba por la pierna alba y abría a su paso entre cosquillas los muslos de la joven, pareciera en realidad recorrer sus propias ingles. Ella tomaba la mano ajena y se la llevaba a la boca con desesperada insolencia. Aquello se convirtió en un extraño intercambio de chupetones con las miradas encontradas, divertidas, que se sumían en una complicidad propia de los amantes. Desde el armario, el muchacho sin experiencia veía ante sí una escena por demás erótica de cortejo animal. Era como un rito y sólo deseaba gritar.
Cuando la luz de la tarde brillaba en sus últimos rayos, Hajime observó cómo Shun se separaba de la mujer para despojarse de sus ropas. A sus adentros, suplicaba que se detuviera, que parara, porque eso solo no podía estar bien. Con los orbes por poco lacrimosos, admiró el cuerpo desnudo de quien compartiera con él las lecturas en los atardeceres idílicos. Y mordió con fuerza su propia mano, intentando acallar sus quejidos mientras la imagen se distorsionaba, se empapaba de belleza, de las gotas carmesíes. Hajime no pudo negarlo más: Bajo sus propias telas se alzaba una violenta erección. Oculto en el armario, sumido en la oscuridad, era incapaz de cesar. Las piernas le temblaban, mientras que su corazón se aceleraba cada vez más, simulando los golpes de un tambor descomunal. Aquellos latidos eran tan fuertes que casi le dejaban sordo, eran tan sonoros que temía fuesen escuchados y así le descubrieran.
Oh, si tan solo ellos supieran...
Volvió a cerrar los ojos, en vértigo. Lo último que alcanzó a ver era aquella boca que recitaba haikai en sus sueños hundida entonces en la herida naturalmente rosa de la mujer. En su vagina. Pensaba en su lengua absorbiendo, masajeando en círculos el clítoris expuesto y punzante. ¿Cómo se sentiría aquel trocito de carne mojada e hirviente en su sexo? De pronto se sentía tan sucio, tan profanado... debía estar pagando algún terrible pecado. No podía evitarlo; el cuerpo enérgico, femenino y viril al mismo tiempo, el de carnes bien torneadas, el de cuello largo y pradera de lunares, se mostraba desnudo ante él con el miembro erguido. Fijó la vista en la curvatura, en el glande, presa del morbo.
Después, fue testigo de cómo él poseía en fuertes y pausadas embestidas a la mujer que perdía el aliento en medio del placer. El frotar, el escurrir, el estremecer, el chocar, orillaron a Hajime a arrugar las prendas que aún sostenía. En medio de un espanto indescriptible, el joven se descubrió deseando a la figura masculina más que a la femenina. Hipnotizado, desesperado, con el sexo punzando, absorbió como fuente vital el aroma que desprendían las telas a su alrededor. Oh, la esencia del entonces amado. La aborrecía a ella, aborrecía el goce absoluto en que se sumía y sonrojaba las mejillas, el pecho. Un espasmo brusco provocó el sonido sordo de un golpe desde el armario. Su corazón latió tan fuerte, que la visión comenzaba a fallarle entre luces proyectadas sobre la madera. Le faltaba el aire, y aquellos dos retozando tan solo lo habían ignorado... el ser descubierto ocasionaba en su alma un pánico carnal, un miedo extremo que solo podía excitarlo más.
Comenzó a masturbarse, sí, de lo contrario enloquecería. Acarició su miembro sin desprender la vista del hombre, de su sexo y el sudor que mojaba su frente; los ojos lascivos, la boca que buscaba a la otra, la lengua de víbora; cada una de sus contracciones. Las poses de ambos, cual animales. Oh, dos máscaras. De igual forma, los amantes que se lamían sin pudor estaban cerca de llegar. Golpeteo, crescendo, carmesí, gemidos, se derrama. Ellos, los tres, llegaron al orgasmo ante las flores escarlata.
Hajime se percató con preocupación de la mancha en su ropa, en el goteo sobre la seda ajena. Ella acariciaba su propio vientre, como asimilando la semilla caliente en su interior. Aun si no lo reflexionaba, el mirón fue envuelto por una envidia tibia. Las manos, las piernas dolían. Y ellos, entre suspiros, se abrazaban y reían descansando sobre el tatami, libres. Él susurraba galimatías para los oídos de Hajime, quien yacía preso en aquel sitio oscuro y fogoso, acallando con pánico sus emociones. La mano mordida comenzaría a rasgarse, al tiempo que las lágrimas escurrían.
Con aquella imagen tan penosa florecía la maldición roja en forma de espiral.
「 F i n d e l a p r i m e r a p a r t e 」
❋
~ S e c i e r r a e l t e l ó n ~
*Suave referencia a La casa de las bellas durmientes de Yasunari Kawabata.
Nota: coloqué como pista MACABRE porque probablemente es la pieza musical que más he repetido durante la redacción de esta novela. Siendo esta la escena i c ó n i c a (según yo) de Manjusaka, y también la acción desencadenante, no podía insertar otra canción que no fuera mi favorita de mi banda favorita. So... si le interesa, puede leer la letra y percatarse de su omnipresencia en la obra. Menciono esto como un dato curioso. Gracias por leer.
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