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冬 (i n v i e r n o)

(i n v i e r n o)

Durante la última estación, cada mañana se disfrazaba de una flor marchita con pliegues insólitos. Las alcobas reflejaban en sus paredes alientos azules; o acaso un castaño ceniciento, familiar, se deslizaba cual hongo sobre las maderas. Afuera, las personas portaban trajes de invierno, cubrían sus narices pálidas, caminaban bajo sombrillas que resguardaban sus cabezas de la nieve. Adentro, en la tienda del letrero gastado con caligrafía dorada, el sastre trabajaba sus hilos más cansado que nunca. Su existencia entera se reducía a un par de ojos lacrimosos, la punta rojiza de la nariz, y aquellos suspiros que exhalaba a través de unos labios azulados y granates solo en aquellos fragmentos donde el muchacho se había despellejado. Constantemente lo aquejaban estornudos, y esa tos insistente que dolía en el pecho. Hajime apenas conseguía soportar la cabeza punzante y el cuerpo languidecido. Sin embargo, permanecía en silencio, sin emitir una sola protesta. En aquellos instantes conservaba una fortaleza de grulla solo obtenida a través de la virtud. Trabajaba silencioso, con el anhelo intenso de sostener al otro muchacho que en su lecho de plata reposaba herido. Y cortaba, medía, ajustaba; repasando una y otra vez entre quimeras el instante divino, el beso de sangre, como si fuese un sueño lejano. Como si fuese una melodía cálida, amada, cuyos versos se disolvían en una espiral perenne.

Los dedos helados, temblorosos, procuraban enhebrar una aguja junto a la luz del quinqué. Los ojos curiosos, un poco nublados, buscaban con esfuerzo el pequeño ojal. El rostro inmaduro se afligía, remojaba sus labios y después de un estremecimiento, estornudaba con fuerza. En uno de aquellos arrebatos, el dedal contempló con su brillo de luna, bello e inútil, cómo la aguja se clavaba en la palma del muchacho. Y rodó sobre la mesa, en las gotas de sangre. Hajime se levantó despacio, tambaleándose sobre sus pies y anduvo a paso lento en busca de un pañuelo.

Mientras lamía el rastro carmín que se dibujaba sobre su muñeca de porcelana, en esas venas azules que se transparentaban, miró al segundo fantasma de la casa acercarse. Incluso si meditaba sobre asuntos de gran importancia, como flores y mutilaciones, resultaba imposible ignorar a la mujer tras el incidente. Las arrugas bajo sus ojos eran trazos erráticos. Parecía tan cansada, tan decaída con el peinado descuidado y el mismo kimono colocado cuatro días atrás, que Hajime experimentó una simpatía agridulce hacia ella. De alguna forma, dolía, avergonzaba. Incluso en algún momento le recordó a su propia madre. Justamente por ello, por el sentimiento de culpa, el joven se doblegaba sin rechistar. Y la lástima devenía en un respeto distorsionado.

—Ve a verlo.  Acompaña a tu primo, Hajime —dijo ella con una voz que al joven le pareció propia de una anciana. Después, la pequeña silueta usurpó su sitio ante la mesa, y Hajime la contempló sin más—. Parece recobrar sus ánimos cuando se encuentra contigo... más que conmigo.

La última frase era un pétalo muerto caído sobre la madera. Hajime negó con docilidad, niño amable. La tristeza ajena le apenaba; comprendía ya los motivos de sus ramas vacías. Y se volvió piadoso hacia ella.

Él la adora, Yuriko-san afirmó con cuidado, pues padecía un hondo ardor en la garganta. Es solo que ha perdido la costumbre. Ha soltado la mano de mamá para caminar junto a ella cual apoyo. Usted lo entiende ¿no es así?

Sin embargo, las palabras de Hajime no fueron escuchadas, y tampoco los dos estornudos que estallaron en su nariz apenas guardó silencio. Las anginas. El pecho. Tragar cristales debió ser una tortura más amable que la de los gritos en un prado de lirios muertos.

Hoy tampoco quiere comer pronunció Yuriko, cual autómata. Y tú... contempló el pañuelo manchado, molesta. Tú continúas sangrando. ¿Podrías ser más cuidadoso? Incluso anoche volví a soñar con sangre, Hajime, ustedes dos deben comenzar a madurar. Te lo ruego. Enloqueceré si los veo lastimados una vez más...

Aunque los labios murmuraban, el muchacho contempló a los ojos gritar desesperados. Y como era una sombra silenciosa, solo asintió con su cabeza adolorida. La nariz repleta. Las exhalaciones tibias. Sí, lo hacía. Comprendía cada detalle de la situación, aunque resultase agobiante. Recorrió la tienda mientras cesaba el tenue sangrado y recordó los cuidados maternales de aquella noche en la que retornó a la morada empapado de lodo. Resultaba hilarante, denigrante, cómo Yuriko vociferaba en los corredores que todas las mujeres en el pueblo habían enloquecido. El hijo, apuñalado; el sobrino, mordido y víctima de quién sabe qué revelaciones celestiales. Hajime sonreía, un poco perverso, un poco triste, saboreando la verdad oculta.

Está bien anunció cuando su sombra rozaba la otra, lámpara en mano. Iré a verlo.

Pero unos pequeños dedos lo detuvieron. Ambas miradas se encontraron como en aquellas noches de desesperación compartida. La soledad en compañía, la complicidad tan íntima como obligada. Yuriko abrió la boca, en busca de las palabras robadas, tan difíciles de ordenar. Hajime contempló con una ternura similar al asco su lengua ensalivada.

Hajime... tú... ¿puedes intentarlo una vez más?

De alguna forma, lo esperaba. Su tía era una persona transparente, predecible. ¿O era que él comenzaba a perder su ingenuidad?

respondió apenas en un suspiro.

¿Y me lo dirás?

El sastre odiaba las moscas alrededor del arroz. ¿Por qué Yuriko se empeñaba en imitarlas?

Deberá ser paciente, tía replicó con lastimosa amabilidad, desviando la mirada. Le prometo que hallaré la manera de devolverlo todo.

¿Lo prometes de verdad?

Se hizo un silencio tan efímero como prolongado. Hajime asintió. La mujer observó en el otro las tiernas líneas de sus mejillas, y un esbozo de sonrisa que extrañamente oscilaba entre la dulzura y la crueldad. Era perfecta, porque le creía. De hecho, pensó haberla visto antes; y recordó aquel gesto que danzaba en los ojos de Nanako, su hermana muerta, antes de que arrancase con sus finos dedos las alas de una mariposa. Entonces eran niñas y jugaban en un jardín muy lejano al que soñaba con cuidar llegada la primavera.

Gracias pronunció al fin, y asió con sus manos sudorosas, tibias, la palma helada y sanguinolenta del sobrino. Confío en ti. Y perdóname, perdóname...

Yuriko en verdad parecía consciente del sacrificio, por ello se disculpaba al borde del llanto. Sin embargo, Hajime lo llegó a confundir con una obligación ineludible.

Lo entiendo. No hace falta.

Y la soltó.

Erró su sombra por el corredor, como de costumbre, cual fantasma. Cuando llegó a la alcoba sagrada, se detuvo meditabundo y asomó su rostro apenas tras el papel. Un cuerpo sensual, enfermo, se encontraba tumbado sobre el tatami como si recién hubiese sido ultrajado. A Hajime le pareció hermosa la imagen, en su violencia imaginaria. Las miradas se tocaron. Y Shun, el de labios voluptuosos, sonrió como la primera vez en que ambos se encontraron cara a cara tras el accidente. Era un gesto de alivio, de alegría genuina. Hajime respondió tímidamente, con un gesto ambiguo, y se adentró a la alcoba, procurando cerrar bien la puerta a sus espaldas.


~ * ~

Los primeros tres días después del incidente, los más dolorosos del invierno, Yuriko procuró arreglar con sus manos a quien por las noches se retorcía sudoroso entre pesadillas teñidas de carmín. Y por la mañana, lidiaba con ese malhumor caprichoso, pesado, producto del insomnio y la fiebre en el muchacho, hijo tan suyo. Un extraño sudor frío, viscoso, cubría la frente enferma, mientras dolores inexplicables más allá de las puñaladas lo aquejaban; que el cuello torcido, que las piernas ardientes, que la piel entera atravesada con alfileres. Hajime, una mañana, al tiempo que lamía la punta de un hilo para ensartarlo, escuchó los gritos de la madre y el hijo desgarrándose entre sí. Antes habían discutido entre murmullos, y de un momento a otro, una vasija de caldo se estrelló contra el suelo. Incluso si no se involucraba, era tan agotador, tan difícil procurar la indiferencia. Suspiraba, cuestionaba su estancia en aquel hogar mil veces, y cuando recordaba las peticiones de su padre, continuaba trabajando con la vista nublada.

Fue solo cuando sus manos delicadas de sastre se presentaron como extraño remedio, que las telas, los hilos y tijeras se trasladaron a la alcoba del hijo moribundo. Las manos heladas dieron alivio a aquellos trastornos del sueño que tanto lo martirizaban, con tan solo deslizar las yemas sobre los párpados. A finales del mes, Hajime había invadido ya la mitad de la habitación ajena con el consentimiento de Yuriko, incluso si la tos y la fiebre renovadas se agravaban a cada suspiro. ¿Qué más daba un suave contagio? El jovencito trabajaba sentado sobre la duela; primero imitando a una flor de loto, después con las piernas extendidas y la espalda apoyada contra la pared. Shun, entre alucinaciones, contemplaba los tobillos huesudos y las muñecas delgadas. Aquellas tenues porciones de piel que apenas se asomaban, sugerían los misterios sensuales de un ente lejano, extraño, con quien compartía su sangre. Incluso si hubiese agonizado, el deseo lascivo le habría mantenido con vida.

Durante aquellos momentos de bochornos y fríos compartidos, Hajime repuso las piezas que descuidó cuando más recurría al santuario extranjero. Yi Feng, ciertamente, emprendió un nuevo viaje justo al día siguiente en que se enteró sobre el estado de su rival, sin la oportunidad de comentarlo siquiera con su amante. Aquello lo frustraba. Sin embargo, con su ausencia, Hajime permaneció largos periodos encerrado al lado del mancebo de quien yacía enamorado. Una mañana helada, en la que ambos se calentaban con múltiples lámparas y mantas gruesas, Shun quebró el silencio tras percatarse de que Hajime trabajaba con una tela similar a aquella con la que había manufacturado el traje obsequiado en su cumpleaños.

Hajime llamó con los cabellos esparcidos sobre el tatami y una mirada felina. Confecciona para ti un traje con aquella seda entre tus manos. Sería tan dulce compartir atuendos similares ¿no lo crees?

El sastre, que procuraba mantenerse en silencio sumido en la vergüenza que aún entonces lo embargaba, miró a su primo por breves instantes y sonrió. De alguna forma, aquella mueca permanecía enigmática.

Qué idea tan graciosa. Jamás se me habría ocurrido murmuró atento a su trabajo. Mas sus manos cesaron tras reflexionarlo con atención; la mirada extraviada. Aunque, a decir verdad, no me considero digno de tanta ternura de tu parte.

Es un encargo. Y tendrás que salir conmigo en primavera a contemplar los cerezos, ambos ataviados de esta forma. Shun sonrió adolorido, descubriéndose acalorado de las mantas. Hajime miró los pies desnudos de reojo. Cuando me lo propongo, en verdad puedo ser muy infantil ¿no es así?

El jovencito asió la tela arrugada contra su pecho ardiente. El corazón desbocado bajo la seda, la esperanza del amor.

Incluso si lo es, lo anhelo en verdad.

Y la promesa genuina, peligrosa, fue sellada.

Para esbozar acaso un par de imágenes difusas sobre la convivencia entre Arimura Shun y Yamada Hajime, durante aquellos días anómalos en los que la primavera reemplazó el invierno, es menester dividir las miradas de sospecha y silencios rumorosos en dos hilos.  Durante la mañana, Hajime trabajaba y cuidaba del otro, dejando a Yuriko a cargo de la tienda. Con su risa de niño, de tiernos y tímidos colmillos, el joven reflexionaba al fin en compañía de su amado sobre cómo ambos habían estado tan enfrascados en torpes hostilidades, que en realidad no sabían acaso nada sobre el otro.

Con los sentimientos correspondidos en silencio, sostuvieron largas conversaciones disfrazadas de ocio tras la sombra amable y opresora de Yuriko. Debajo de sus pieles, tal como un bordado secreto en el interior de un kimono, habitaba una oruga de intensa curiosidad por desnudar al otro; la complicidad de quienes comparten un hecho monstruoso.

¿Y por qué el oficio del sastre? ¿Es un talento heredado o cultivado? inquirió Shun contemplando sus uñas a contraluz.

Así daba inicio al rito.

Creo que es una habilidad innata respondió Hajime, cosiendo con la pieza sobre el regazo. Es mi paciencia, es mi temple. A veces pienso que puede deberse a que no conocía en verdad la experiencia de la desnudez. Siempre he sido una persona muy retraída... incluso ahora.

Es eso, lo imaginaba sonrió el otro, apoyando su nuca sobre las dos palmas. Yo no puedo estar en silencio, y soy muy curioso. Me gusta explorar los extremos. Quizás por eso mi ocupación me hace feliz... ya que conozco a tantas personas.

Silencio. Las miradas. Los dedos de un pie sobre la pierna ajena.

Si menciono la palabra «felicidad» ¿en qué piensas, Hajime?

No lo sé. Se me ocurre aquel mediodía en que mamá compró caramelos para mí por primera vez. Los vendía aquel señor... Watanabe-san. ¿Lo recuerdas?

¡Ah, sí! Eran caramelos con líneas rojas y blancas. Yo no los comía seguido; mamá decía que podía ahogarme. ¿Puedes creerlo?

Supongo que Yuriko-san era más aprensiva. Silencio. ¿Y en qué piensas tú, Shun, con esa palabra?

En un gran plato de fideos con carne, verduras, y una botella de sake al lado. ¡Ah! Qué bien se come cuando hace frío ¿verdad? En mañanas nevadas como esta... Un buen almuerzo en compañía de amigos y familia, me hace feliz.

De alguna forma, ambos pensamos en comida...

Es cierto.

Risas discretas.

¡Dime algo más!

Ah... Me gusta ir a pescar, sobre todo si es en compañía de mi padre. Solitario puede ser bastante tedioso.

A mí se me ocurre una noche de fuegos artificiales. Recuerdo haberlos visto alguna vez reflejados en los ojos de un gato sobre la azotea, cuando era niño....

¿Te gustan los gatos?

Sí, son hermosos. Su elegancia es natural... no necesitan vestirse de seda.

Entonces es así... yo prefiero a los perros.

Me gustan los dos.

Sobre lo que mencionaste antes, los fuegos artificiales... papá me enseñó a manufacturarlos hace cinco o seis años. Siempre he temido ponerlo en práctica, me horroriza perder algún dedo o incluso la mano entera. 

Si tuvieras que cortar una parte de tu cuerpo, sin considerar las uñas o el cabello... ¿qué sería?

Y Shun recordó con melancolía su castración.

Incluso si sus conversaciones se torcían por senderos siniestros, o por lo contrario, poseían visos infantiles, ambos lo compartían todo con la mano sobre el corazón; por poco desinteresados, como ofrenda al acompañante. Yo te doy mi mano derecha, y tú me brindarás los últimos suspiros del día. En aquellas horas eternas, Shun narró la caída de Yuriko al pozo y todas las manías que había adquirido desde entonces. Hajime rememoró las malas bromas del abuelo. Recordaba, sobre todo, aquella ocasión en la que el viejo lo asustó con la imitación de una grulla; los brazos ocultos en las mangas como alas, los ojos inexpresivos, el cuello largo que parecía dislocarse en cualquier momento. Hajime confesó que aquella imagen deforme lo aterrorizó durante años en sueños. Y ambos rieron, primero despacio y después a carcajadas, como un par de ebrios, con la imitación del sastre. Aún con los pulmones corroídos y las cortadas abdominales; aún cuando los accesos de tos de Hajime parecían empeorar con los días, se divertían.

Después, nostálgicos y casi mudos, evocaron vivencias de la infancia. Cuando la noche caía repentina, Shun se disculpaba por toda esa violencia ejercida sobre su primo cuando eran niños. Pero las heridas poco importaban si entre sus dedos compartían paisajes, personas, palabras, nociones... una visión del mundo que, con sus mil diferencias, guardaba un millón de similitudes más.

Ante la luz de las velas, las sonrisas.


~ * ~

El rito del poemario retornó hacia el crepúsculo, e incluso en ocasiones se prolongaba hasta la madrugada si los espíritus aquejaban con máscaras sombrías al enfermo de labios inyectados en sangre. El rostro de Hajime también parecía ya cubierto de pecas a causa de los pequeños vasos que estallaban con el esfuerzo de la tos; y las tiernas ojeras se dibujaban con un pincelazo de amor. En susurros exhaustos solo perceptibles por quien en verdad anhelaba escucharlos, Hajime leía —no sin dificultades e interrupciones ante caracteres desconocidos— la fina poesía, procurando trazar en la mente del enamorado vergeles en flor. Hajime era tan paciente, tan amable.

Instruidas por el primo, las manos inexpertas trabajaron en el libro de cuentas, se deslizaron juguetonas y vacilantes por el koto, y terminaron moviendo piezas de shogi. Cuando las labores de Hajime no radicaban en una posición ociosa cual sombra tras el primo, algo como un muñeco, entonces el juego se teñía de tierno sadismo. Las manos de Hajime, sastre a fin de cuentas, sostenían el hilo vital de Shun. El médico realizaba sus visitas constantes y mostraba al más joven los cuidados especiales que las heridas requerían. Él contemplaba atento, con ese temple de inocencia que se remarcaba en presencia del mayor.

En los primeros días, cuando el dolor de la operación le imposibilitaba moverse, Hajime lo envolvía en sus finos trajes, llevaba los almíbares a su boca, e incluso se encargaba de aquellas labores incómodas que avergonzaban tanto al orgulloso Shun, quien insistía en dejar la tarea a Yuriko. Pero Hajime pensaba en la injusticia; a él la rosa, a ella el parásito. ¿Por qué? Y se negaba. Tras haber conocido una de las facetas del cuerpo más repulsivas para un ente civilizado, el muchachito continuaba con una actitud tan mansa y enamorada como de costumbre. Aquello al mayor le inquietaba, le asombraba.

Tú no deberías pasar por esto... de verdad, Hajime, lo lamento tanto.

Shun sufría avergonzado. El otro solo lo calmaba con una tenue caricia en la mejilla.

Cuando el herido fue capaz de andar, Hajime cedió al capricho de dejarlo valerse por sí mismo... incluso si para caminar se apoyaba en su hombro, tal como en el medio día negro. A fin de cuentas, el placer de la dependencia era superior, y Shun se dejó mimar por la voz, por los dedos y suspiros ajenos. Por la mañana, el filo de la navaja se deslizaba con suavidad sobre la barba incipiente. Al mujeriego le excitaba, le horrorizaba sentir la caricia del metal contra su cuello y contemplar la posibilidad de cualquier desgracia al mínimo movimiento. Cuando Hajime tiraba de su cabello para reclinar hacia atrás su cabeza, y colocaba la navaja en su barbilla, Shun creía ver la sombra del ave negra que tanto anhelaba. Y se rendía a un placer secreto. Si algún día escurrió una gota de sangre accidental, de inmediato fue lamida en un encuentro de miradas anhelantes. Y no se habló jamás al respecto, hasta la primavera carmín.

Una noche de ocio a media luz, cuando hablar más se hizo imposible, Hajime se sentó ante el pequeño librero de Shun, y procuró acomodar los volúmenes desperdigados tras sus lecturas. Sin embargo, uno de ellos se resistía a ser colocado, pues topaba con un estorbo en la parte trasera del mueble. El mayor, al notar la figura en cuclillas y los tobillos desnudos de quien luchaba por ordenar, se levantó con pesadez y acudió en su ayuda. En el corazón, una sensación cálida, inesperada.

Ya veo cuál es el problema murmuró Arimura, son estas cartas.

Y sacó una pequeña caja de madera. Hajime las tomó sobre la duela y, curioso, despegó la tapa corroída por las polillas. En contra de sus expectativas, reconoció un arte ajeno a su cultura. Eran cartas de tarot.

Shun ¿por qué guardas tú esto? inquirió deslizando el mazo sobre su palma, embelesado por los colores brillantes.

Papá lo trajo en uno de sus viajes. Le gustan las rarezas. Tras una pausa, agregó. Venía acompañado de notas para su interpretación.

¡Oh! Los ojos de Hajime resplandecieron. Las manos anidaron las cartas contra su corazón. ¿Y aún lo conservas?

Sí, déjame buscarlo el jovencito admiró medio contorno de la sonrisa solar, junto a la llama.  Es que las escondo porque a mamá no le agradan estas cosas. Ella es muy supersticiosa.

Ah, entiendo replicó intrigado ante la búsqueda. ¿Y tú sabes leerlas?

No. Shun negó con la cabeza. No me he dado la oportunidad de estudiarlas. Pero toma, tú puedes hacerlo. Y le ofreció un cuadernillo, hojas cosidas apenas de manera endeble. Solo procura hacerlo cuando ella no vea ¿está bien?

Hajime asintió con energía, feliz. De alguna forma, estaba acostumbrado a conversar con la luna en clandestino, a vivir los momentos sagrados en la sombra. Así, practicó la lectura del tiempo y los corazones en solitario, a veces acompañado por Shun, con entusiasmo velado. Cuando procuró realizar una lectura general a la ventura del primo, ambos se miraron con sospecha. En el centro, según el librillo en mano, florecía la muerte, el horror, un viaje y la pasión desenfrenada, cercana a la locura. No es que creyesen cegados en la predicción, pero siempre cabía el ¿y si...?

No importa decía el mayor, con una sonrisa discreta siempre podemos volverlo a intentar. Tira una vez más.

Eso es imposible, Shun replicó Hajime, con la vista atenta en las hojas.

¿Por qué? Es un juego.

Porque, si es que existe la remota probabilidad de que esto sea cierto... las siguientes tiradas serán postizas, carecerán de sentido. Es imposible modificar el destino, puedes entenderlo ¿verdad?

Y Shun reía con ironía... quizás con un dejo de farsa. En fin, que el amor de Hajime por el juego era tan secreto como aquel beso desesperado que un medio día el herido robó de sus labios. Una pequeña fuga de polvo estelar se colaba en la luz triste del atardecer; la línea de la noche, la aún no mencionada, amenazaba con emerger y arrastrar entre sus cabellos de geisha la armonía de la casa familiar.

Irás a verlo ¿cierto? había preguntado el amado con una desesperación silenciosa, mientras soportaba el dolor de enderezarse con brusquedad. Lastimado, sudoroso, volvió a tumbarse, despojado de su belleza habitual; yacía sumido en esos aromas a ungüento necesarios desde el incidente, que tornaban aún más repulsiva la escena. Hajime, te lo prohíbo demandó en un murmullo ardiente, con las manos en el abdomen, luchando contra sus sufrimientos; afuera, adentro. Tú no vas a encontrarte con él, con mi adversario. ¡Me niego!

Shun, yo no puedo dejar de dirigirle la palabra de la noche a la mañana. Hajime, condescendiente, se agachó a componer las vendas de las que el enfermo tiraba. Él es un buen amigo, y viene para cumplir con la hora del té. Es como si nos visitara una señora que conoce todos los rumores del pueblo, tú lo conoces. Ahora mismo habla con Yuriko-san ¿lo oyes?

Pero Shun continuaba negando con la cabeza. Sus manos, extrañamente heladas, se aferraban a las muñecas del sastre. En su mirada radicaba el horror.

Déjalo entonces que hable con ella. ¿Qué necesitas de él? ¿Vas a terminarlo? ¿Cómo me garantizas que no me traicionarás? Hajime lo sostenía de los hombros, evitando que se levantase.

Shun, yo te amo más que a mí mismo y derramaría mi sangre por donde tú caminas dijo en un susurro rápido, cargado de violencia. Voy a hablar con él en la tienda, ante cualquier transeúnte. ¿Quieres dejar de moverte? Tienes prohibidos los esfuerzos, por todos los cielos.

Entonces prométeme que no me dejarás, promete que romperás toda promesa pactada con él... ahora el primo tomaba con tanta fuerza a Hajime de las muñecas, que comenzaba a lastimarlo.

Suéltame, Shun demandó el jovencito asustado, con urgencia. Yuriko-san ya viene.

¡¿Y qué si viene?! Se enderezó.

¡No, espera...!

Y sintió en sus labios el beso de la serpiente una vez más, con brusquedad. Hajime cerró los ojos, creyendo acariciar con las yemas de sus dedos las suaves flores del infierno. Sin embargo, en cuanto los pasos resonaron tras la puerta, ambos se soltaron con prisa. Yuriko se adentró en el preciso instante en que Shun terminaba de recostarse, y Hajime limpiaba los finos rastros de saliva en su boca.

Hajime, Yi Feng ha venido a visitarte. Recíbelo.

Voy en seguida, tía aseguró con una reverencia, dándole ya la espalda al otro para salir de la alcoba.

Yuriko se retiró. Y en el marco de la puerta, Hajime alcanzó a escuchar la súplica.

No te vayas...

Ahora vengo. No es nada replicó apresurado, y encerró a Shun con rudeza. Incluso la puerta permaneció vacilante.

Hajime lanzó un suspiro asustadizo tras el golpe, acarició la superficie de papel, y acto seguido se volvió mientras apartaba con nerviosismo los cabellos que caían sobre su rostro.  Cuando caminaba por el pasillo, agradecía la frialdad de la casa en invierno, pues ayudaba a calmar los fogonazos de su alma agitada. ¿Cómo lidiar con los celos de ambos amantes? Hajime creía enloquecer. Definitivamente necesitaba a Yi Feng, sobre todo para cumplir aquella promesa secreta que mantenía con Yuriko. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Como se preguntaba esto, la flor esqueleto lo halló con un rostro indescifrable, como de susto. Y sonrió ante su imagen, niño enamorado.

¡Hajime-kun!

Feng...

Tras los saludos, se sentaron ante la mesa; uno con delicada vivacidad, el otro tirándose con las piernas abiertas, agotado y enfermo.

¿Y bien? ¿Quién habla primero?

Hazlo tú. Te escucho.

La narración del viaje inició. Por vez primera, Feng habló sobre tres condiscípulos, la sala de su maestro, una alcoba cómoda... la ausencia de Nakamura Manabu y lo sorprendentemente calmado que todo resultó debido a esto. Ni siquiera tuvo la necesidad de cruzarse con Yamamoto. Después, Hajime tomó la palabra para describir su enfermedad, el medio día negro con ciertos detalles omitidos, sus sospechas, los murmullos que había escuchado.

Él se niega a confesarlo, y esta situación se ha tornado verdaderamente molesta dijo el muchacho con las palmas sosteniendo su frente, los codos sobre la mesa, los dedos entre el cabello.

Aquel día respondió Feng, contemplando con fingida inocencia los grabados en la pequeña taza había cinco muchachas en esa casa. Hasta donde sé, Shun sostenía relaciones con dos de ellas. Aunque, por supuesto, dejé de hablar con él hace tiempo y bien pudo enredarse con tres o cuatro... incluso las cinco.

¿Quiénes eran? La sanguijuela en los ojos de Hajime se agitó cual pez en el estanque.

Las principales sospechosas son Hashimoto Kaori y Tanaka Sada.

Que si lo he sabido... Hajime rumió a sus adentros.

Sin embargo, no me creas por completo Feng suspiró, y mostró una sonrisa rosa. Aconteció algo muy extraño. La señora Kaburagi me contó que todas tomaron caminos distintos en el pueblo, y que se protegen las unas a las otras. ¿Cuándo se vio tanta complicidad entre féminas? El muchacho de rostro similar al de una ninfa reflexionó extrañado sin descartar la propia feminidad.

No lo sé, Feng, no lo sé...

Las cinco se niegan a hablar. Incluso Sada... me enteré de que ella está ahora refugiada con la señora Mitsuru. Después de todo, las une el parentesco.

Ah, es así...

Y Hajime recordó las dos noches invernales tras el incidente; la cercanía de la joven extraviada, desdichada, a la casa.  Creyó haber visto en sus ojos negros algo más allá de la lástima o la vergüenza; un sentimiento ambiguo... una sanguijuela similar a la suya. Debido a ello, estaba convencido de que a Sada le sería imposible engañarlo. Desde entonces lo sospechaba, pero las palabras ajenas solo podían confirmarlo por completo. Pensó en Runa, la dulce sirvienta de la casa Mitsuru. Y la criatura de ónix mostró sus dientes.

Yi Feng... Hajime, con los cabellos negros cayendo sobre sus largas pestañas y pómulos prominentes, dijo sin mirar a su compañero. Yi Feng lo recordó en estado de ebriedad, ya fuera por el sake o la lujuria. ¿Puedo pedirte un enorme favor? Es... algo delicado. Y jugaba con un listón olvidado sobre la mesa.

Con esa expresión asustas, Hajime suspiró Feng, asombrado por la belleza ajena, salvaje. Depende, ¿qué es?

Independientemente de lo que te pida, debes prometer que no se lo dirás a nadie, que me eres leal extendió los dedos con el listón rojo enredado en ellos, procurando acariciar la mano suave y pálida, como de artista, del más joven. Por el amor que me tienes, Yi Feng...

Una sonrisa amarga.

¿Ahora planeas utilizar mi amor para manipularme?

Solo si me lo permites, por supuesto.

La respuesta rápida, genuina, actuó como aquellas navajas dulces que eran los besos de Hajime. Ajenos, dolorosos y adictivos. Simplemente no podía odiarlo, aunque lo deseara.

Dilo ya ¿qué quieres? dijo sonriendo, y correspondió a la mano que lo buscaba.

El sastre se acercó. Feng contempló la nariz fina, los labios inyectados en sangre, recién lamidos, y esa mirada insistente bajo el fleco negro. La voz, aunque se encontrase magullada, continuaba siendo de terciopelo.

Necesito que consigas un ramillete... ¡no! y presionó los dedos que se entrelazaban tan solo un par de hojas venenosas, letales, de cualquier planta, poco importa. Pueden ser setas también.

¿Qué? murmuró Feng, asombrado ¿Y por qué yo? ¿Qué piensas hacer con eso, Hajime?

Se lo he prometido a Yuriko, que lo averiguaría y solucionaría... asuntos de justicia. Puedes entenderlo ¿verdad, Feng? El muchacho habló rápido, desesperado. Pero en algún punto, la voz se extinguió y dio paso a una tos que rompió el agarre entre ambos. Hajime ocultó su rostro contra la madera, mientras luchaba con la terrible sensación en la garganta. Se calmó. Suspiró. Bebió té. Repuesto, continuó hablando, acaso alzando su rostro una vez más. Ay, ay... se quejaba, si pensé en ti es... porque tu amante debe tener conocimientos al respecto. Manabu-san te lo puede proporcionar de manera segura, para no exponerte... incluso si no deseas hablar más con él...

Hajime, Hajime... Feng, cuidando de no ser visto, acarició el rostro febril del sastre, apartando tras sus orejas los cabellos necios que insistían en caer sobre sus mejillas y frente. Lo hacía con tanta lástima, con tan hondo amor...—. ¡Pero si ese no es el problema! Es que... estás loco. Estás loco si crees que voy a ayudarte a cometer un crimen. ¡Y peor aún si la víctima resulta inocente!

Pero Hajime ignoró los palabras de su amigo.

Si pudiera recurrir a Nakamura Manabu de forma directa lo haría sin dudarlo dijo como un niño, con frialdad pero no puedo, no puedo hacerlo, solo lo tornaría más complicado. Y acarició al otro de la misma forma en que él se encontraba siendo mimado. Necesito que le narres mi historia. ¡Está bien! Te permito que le cuentes mis intimidades, la relación que guardo contigo y con mi primo. Él entenderá, lo sé porque... Te lo suplico, Yi Feng.

Como el extranjero lo soltó, él lo hizo también. Se apartaron. Se miraron. Yi Feng desvió la mirada y negó con la cabeza suavemente, dubitativo.

En esta ocasión no puedo asegurarte nada, Hajime dijo al fin. Pero también sé que si no lo hago, tú recurrirás a alguien más o... Y solo entonces alzó la voz, desesperado. ¿Por qué haces esto? ¿Por qué tiene que ser así?

Hajime, tan sensual con esa actitud de falsa sumisión, replicó dejando caer una vez más el pelo sobre su rostro en un ademán negligente.

Es así porque el escándalo de los cuchillos no va conmigo... y no quiero ser arrestado.

Feng se cruzó de brazos. Enfrentó al otro con el mentón alzado, dispuesto a mantener una distancia prudente respecto a éste para no caer víctima de sus encantos. Deseaba ayudarlo, sí, porque lo adoraba... pero tampoco podía dejarse arrastrar por la locura ajena que, a decir verdad, lo angustiaba.

¿Qué harás precisamente? inquirió.

La sonrisa de Hajime resplandeció dulce, perversa. Y los murmullos se tornaron en algo aún más delicado. El lenguaje de las flores, quizás.

Por mutuo acuerdo, redactaron una carta. Puño y letra de Hajime.

~ * ~

En la noche helada, los pies se adentraron no sin permitir colarse durante breves instantes la nieve arrastrada por el viento. Tembloroso, el joven se arrancó el abrigo, los guantes recién confeccionados, la bufanda, y anduvo por el corredor oscuro dando pasos de seda. Sin dudarlo, se introdujo a la alcoba ajena. Pensó en desnudarse y meterse así en el futón del otro, pero temió por su cuerpo trémulo y enfermizo. Entonces se recostó a su lado así, frío, en busca del calor siempre tan anhelado; sin embargo, lo único que halló fue un par de manos heladas. El otro muchacho se estremecía tanto como él, por lo que a su llegada lo recibió con los brazos abiertos.

Me mentiste fue el primer susurro liberado mientras el más joven terminaba de cubrirse con las mantas. Fuiste a su encuentro, ¿no es así?

No, no lo es. Preparo el terreno; me acerco a mis aliados. Eso es todo.

Entre suspiros, los dos cuerpos se unieron en un abrazo confortable, íntimo, donde ambos construyeron un capullo inmaculado al que nadie más que la oscuridad y los sueños podían adentrarse. Procuraron embonar de forma que entre ellos existiera el mayor contacto posible. Las piernas entrelazadas, las manos y pelvis permanecían inquietas, en busca del roce ajeno y así el despertar del calor. Sus narices heladas se tocaban, ambos reían entre juegos, pegando sus mejillas tibias y suaves. Los cabellos terminaban hechos nudos sobre la almohada cuando ellos, los amantes, cubrían de besos sus rostros sin dejar de tocarse. Hajime sentía por fin aquellas manos deslizarse sobre su piel que se tornaba casta al contacto ajeno. Y pensar que el otro había amenazado con tan sublime acto tantas noches antes... Sentía acariciarle sin temor la espalda, los pezones, vientre, cintura y muslos. Ambas palmas memorizaban en la oscuridad una silueta de oruga a punto de desplegar sus alas, siempre compartiendo con ella, la inconclusa, besos más dulces que la miel.

Para Shun, aquellos encuentros representaban el martirio... porque en ninguno concretaba el absoluto. Sin embargo, bien podía besarle durante horas en las sombras, solo saboreando los labios y la lengua del otro; con ternura o con lascivia, hasta que ambos se agotaban adoloridos o el aroma de la saliva era demasiado penetrante. Y entonces intercambiaban respiraciones, inhalando las exhalaciones ajenas, en un flujo de alientos que mientras más impuros eran, más dulces se tornaban. Solo de noche los encuentros eran lícitos, el lirio rojo florecía y las máscaras eran arrancadas. Cuando estaban juntos, en ocasiones olvidaban el retorno del alba, por lo que el horror de un nuevo día surgía renovado.

Y murmuraban, siempre con voces fantasmas.

¿Quién fue? una pregunta extraviada.

¿Qué?

¿Quién te lo hizo? ¿Quién se atrevió?

No sé.

¿Cuánto tiempo más planeas torturarme así?

En el capullo-futón, las orugas mellizas se revolvían en un acto que confundía el amor con la violencia. Era nauseabundo.

Si te lo digo ¿qué harás?

No puedo decírtelo.

Siento curiosidad. Después de todo, por más respuestas que me brindas no logro ni siquiera divisar la silueta de tu alma. Quizás, si confieso, conozca un poco más tus auténticas perversiones.

Entonces hazlo. No voy a defraudarte. Prometo la peor de las crueldades.

Justamente por ello, Hajime... te temo. Y temo por su bienestar también.

Las caricias se tornaron forzadas. Un cuerpo entró en negación. Se apartaron las bocas. Ambos se detuvieron.

¿Vas a castigarme de esta forma?

No me dejas otra opción.

Bien, bien, tú ganas. Hablaré. Y la risa de serpiente resonaba apenas. Abyecto, entregaba una víctima a la araña de sus amores. Fue ella... ella me apuñaló. Y sucedió así... pero a cambio de mi verdad, abandónalo y causa en él una herida mortal, sé mío por siempre. Por favor. Obedéceme, Hajime, bésame, sí, así, para siempre...


~ * ~

Las noches transcurrían con la luna teatral en los cielos; la diosa subía tal como bajaba, en su ritual mecánico. La luz de una luciérnaga fulguraba alrededor del espejo, y un ojo de ave se dibujaba tras el papel. Las cartas de tarot yacían desperdigadas sobre la madera. Aquellos eran los rastros de un arrebato de violencia, de enfermedad, o quizás de amor. Como fuese, las dos siluetas reposaban distantes, mientras se contemplaban a la luz de una vela.

Yi Feng.

¿Qué hay con él?

¿Yi Feng te enseñó a hacer todas esas cosas?

Una parte.

¿Y lo demás?

Debe ser un talento natural.

La serpiente, entre la ensoñación y la vigilia, se deslizó sobre el tatami. La víctima le sintió reptar con sus escamas viscosas sobre las piernas, entre los muslos y el abdomen. Cuando llegó a su rostro de niño, miró los ojos de víbora y se sintió invadir por una lengua de hombre. Un hilo de saliva. Sonrisas.

Lo reflexiono y, quizás, sea la pasión. ¿Sabías que un día grité tu nombre mientras lo hacía con él?

Debió ser esplendoroso. ¡Y yo tan angustiado por tu ausencia! ¡Si me buscabas en los labios de otro! ¿No viste que estaba aquí, para ti?

No... pero ahora lo siento.

Y un par de risas sucias se enredaron en nudos prolongados. La longitud de la noche.

~ * ~

Oye, aquel día... ¿te ofendí? ¿Desde entonces era así?

Sí. Me ofreciste a la peor de tus putas, ¿cómo me habría de sentir?

Soy un imbécil.

Poco después visité a una prostituta, una de verdad.

¿Y cómo fue?

Se parecía a ti.

...

Mujer descomunal, dices.

Sí. Como el mar.

¡El mar! Sabía que me entenderías... que ambos hablamos la misma lengua.

Dilo y lo sabré.

Sí lo sabes, es solo que te encanta obligarme a repetirlo. Pues bien, te propongo lo siguiente: ya que ambos somos tan ávidos del saber, hundamos nuestras almas en el dolor tanto como en el placer. Antes estaba tan cegado, tan extraviado... buscaba en cualquier curva femenina lo que bien puede hallarse en aquel con quien comparto la sangre. ¿No es esto demasiado obvio? Y sin embargo no lo comprendía, pero tú sí. ¡Y te callaste!

Entiende, es difícil. La incertidumbre, la prohibición, la culpa... todo es tan doloroso.

Y por ello, Hajime, vivimos inmersos en un milagro. Por ello lo nuestro es perfecto en sus proporciones.

A veces dices cosas tan hermosas... que me entristece. Siento la melancolía de lo ineludible.

¿Quieres decir... la muerte?

Sí.

Entonces renunciemos a ella.

¿Tan sencillo como eso?

Intentémoslo. Quién sabe, tal vez es cuestión de voluntad.

Estás delirando.

Deliro contigo, Hajime, porque me tienes aquí duro y amarrado. Me ofreces tu carne y después me la niegas cuando estoy más hambriento. Hagámoslo. Hagamos el amor. Pon tu mano acá, ¿no es esto lo que deseabas?

...No.

Tú lo anhelas tanto como yo.

No, no... primero recupérate. ¿Qué haremos si se abre tu herida?

Hajime, no seas ridículo.

¡Piensa en tu madre!

¿Por qué las criaturas más bellas son a su vez las más crueles? Cada noche el temor a tu rechazo me carcome con mayor ferocidad que aquella parte mía escandalizada por el incesto y la desviación.

¿Es así? ¡Pues yo temo a la decepción de mi padre! Yo... estoy tan sucio, tan perdido. Solo... solo no quiero continuar hiriendo a quienes me rodean.

Si consigo hallar una alternativa... ¿permanecerías a mi lado?

... quizás.

¿Aunque implique el viaje que leíste aquella vez en las cartas?

Un suspiro. Un beso negligente. El silencio, la respuesta negada. Los mismos pies acostumbrados a la frialdad de la duela se levantaron y anduvieron sonámbulos hacia su alcoba. En la intimidad, por más que procuró hacerlo, Hajime encontró imposible llorar.





Artista: Kazuyuki Otsu

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