月 (l u n a) --- 父 (p a d r e)
月 (l u n a)
Ciertamente, Yamada Hajime siempre fue poseedor de un alma supersticiosa y pesimista. Aquellas noches de verano, cuando la luna se abría cual botón en un esplendor fantasmagórico, y su padre la señalaba para que admirase la presencia de tan poderosa deidad; el entonces niño solo callaba y la observaba con recelo. Incluso si era incapaz de comprenderlo, el fulgor de la luna por algún motivo le resultaba hostil. Pareciera que la presencia de plata, lejana y anémica, anunciase una catástrofe en camino. Entonces venía ella tarareando una sonata de muerte con sus largos cabellos blancos que lo envolvían todo a su paso. Sí. Yamada Hajime, una noche antes de su peregrinación, asomó el rostro por la ventana víctima de un pavor sudoroso y le vio arriba, aullando su desgracia. Primero, la muerte del padre; después... era imposible saberlo.
Aquella mañana, cuando la vida del muchacho se tiñó de color escarlata, el pueblo parecía evaporarse entre los humores del estío, en su humedad. Él, desde que se adentró, pudo sentirlo sobre su piel mojada, bajo la ropa ya pestilente, impregnada de sudor. Aunque el sombrero de cáscara de arroz protegía su rostro, no ocurría lo mismo con sus largos brazos, que seguramente se habrían de requemar por días a causa del sol. Él los presionaba, como si con las palmas pudiese refrescar su carne caliente.
La figura extranjera, el andar sigiloso cual pétalo, y esa posición recta tan suya que lo configuraba como un ser indudablemente hermético, causaban curiosidad en quien le miraba. De estatura media, delgado, con la dermis blanquecina y los cabellos brunos, lo que llamaba la atención en su persona, además de la actitud impenetrable, eran los grandes ojos rasgados y la finura de sus labios. Había algo de ave, de mariposa en sus facciones; era la mirada, o tal vez el garbo. Y el aroma. Nunca olvidar la esencia de su piel; el cuello desnudo, las axilas suaves, el sexo. Cuando Hajime transpiraba, el aire se impregnaba de un olor tenue pero bien perceptible, entre agrio y dulzón. Como si el picor de un puño de especias exóticas y la dulzura de un fruto maduro se mezclaran, dando como resultado una esencia única que, si se hubiera embotellado, pudiese fungir cual curioso afrodisiaco.
La boca seca, los suspiros siempre involuntarios que desfallecían entre sus labios repletos de grietas. Pensó en agua, en zumo y sake, torturándose, porque las otras ideas posibles en su cabeza, más que martirizarlo lo asesinaban. A fin de cuentas, cuando comenzó a reconocer las calles empedradas de un pueblo natal idealizado; cuando aspiró los aromas callejeros y notó los anuncios amontonados, las lámparas rojas, las grullas de mil colores y los pergaminos; aquellas ventanas abiertas, puertas amables, el comercio abundante, las señoritas en telas vistosas, cien zapatos veloces, barbas descuidadas, melodías, pregones, incienso recién encendido, máscaras de zorro, frituras, polvos, y uno que otro escupitajo... Hajime supo que había llegado a su nuevo y, al mismo tiempo, viejo hogar.
父 (p a d r e)
Incluso con el rostro impávido, por dentro se retorcía a causa de los recuerdos.
A través de las puertas corredizas de papel y madera, pueden distinguirse dos sombras. En la habitación oscura, iluminada únicamente por la flama de un viejo quinqué, yace reposando sobre el tatami un hombre mayor. Hincado a su lado, el joven Hajime sostiene esa mano siempre admirada debido a su fortaleza; grande, cálida, protectora... que se marchita cual flor quebradiza, apenas perturbada por el viento.
La nariz de Hajime luce rojiza. Los ojos hinchados, el perfil demacrado. Tantas noches en vela, cuidando de la única persona que atesora en la vida; su guía, el de los pacientes consejos y sabia sonrisa. El hombre que lo adoró como a un jardín desde que apenas era una débil ramita y le vio reverdecer en primavera. Él, su padre, a quien los últimos días tan solo ha podido ayudar a calmar su dolor con té, remedios que reconoce falsos y nanas que recuerdan atardeceres felices.
El joven, impotente, agonizante también de tristeza, sólo puede observar con profundo sufrimiento cómo su padre tose cada vez más. Es febril, asfixiante. Y las mantas se manchan de sangre. Hajime imagina con amargura cómo pudo teñir de carmín un kimono entero con ella; el más hermoso y siniestro de todos. Oh, el señor Yamada muere a causa de una tuberculosis descuidada. Aunque, de igual forma, no es como que existan medicamentos eficientes. Y Hajime, pobre criatura asustada, solo atiende a las últimas palabras de quien seca sus lágrimas.
—No debes llorar por mí, Hajime. Ahora mismo me espera una mejor vida, a ti te resta mucho por delante.
—Lo sé, lo sé...
—Lo sabes, sí. Cuando yo haya partido ¿qué harás?
—Buscaré a la hermana de mi madre y viviré con ella hasta que sea capaz de construir mi propio hogar.
—Hasta que comprendas que esta ausencia mía marca el inicio de tu vida como hombre; que, a pesar de mi ausencia, siempre habré de acompañarte por medio de mis enseñanzas.
—Sí, padre. Prometo honrarte por cada paso dado; limpiaré nuestro nombre, haré que...
—Shhhhh... no pienses más en eso, Hajime. Olvídalo y sé feliz. Sé un hombre de bien. Forma una familia, sigue disfrutando tu trabajo como hasta ahora lo has hecho. Con ello me habrás honrado y podré descansar en paz porque habré cumplido mi misión.
Bajo el fulgor sombrío de la luna, el muchacho por fin descansa después de un largo periodo de agonía, ajena y propia. En la intimidad de su habitación, aquellos dolores que se prolongaron por meses culminan con un pesado cerrar de ojos. Las manos sucias han de lavarse, tal como las mantas carmesíes han de quemarse. Hajime cubre el cadáver y parte a dormir a su habitación. Las ceremonias fúnebres se avecinan y es su responsabilidad llevarlas a cabo.
Sin embargo, yace tan cansado que, tumbado en su propio futón, mientras el llanto es liberado en forma de grullas negras de papel, se aferra a la vida enterrando sus uñas en ella. Promete salir adelante, respirar en medio de aquel mar sangriento y hacer frente a todas las habladurías que flotan en el pueblo para que el entierro sea digno. Por algún motivo que él desconoce, la gente experimenta una mezcla de repudio y lástima hacia su familia: Esa estirpe está maldita, escuchó alguna vez a una vieja murmurando a sus espaldas. Sin embargo, debido a la cobardía disfrazada de respeto, jamás inquirió a su padre los motivos, pues sabía le acusaban de ser el causante de la temible condena. Para no perturbar sus últimos días, permaneció en silencio y ni siquiera en el lecho de muerte se atrevió a preguntar.
Hajime duerme hecho un ovillo, con los puños tensos, la quijada adolorida. Se aferra con fuerza a la idea de mantener un temple duro, incluso si llueve en sus soledades, a escondidas de la luna.
Artista: Ito Jakuchu
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