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╰• 𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟷•╯

-¿Le apetece tomar otra copa, señor Fettes? -preguntó la joven y atractiva mujer que se encontraba sentada frente a él.

Frederick negó con la cabeza, dejando su copa en la mesa que los separaba.

Lo cierto es que deseaba que la conversación llegara al punto que le interesaba mucho más y por el cual se encontraban ahí.


Había decidido salir de la oscuridad y el silencio de su casa en lo profundo del bosque, única y exclusivamente para verla.

-En realidad, lo que quisiera es saber si leyó mi carta -comenzó él. Evangeline asintió, poniéndose tensa. La menguada sonrisa desapareció de su rostro al tiempo que ella le daba un sorbo a la bebida-. ¿Con detenimiento?

-Así es, señor Fettes. Y aunque no la comprendo del todo, estoy totalmente de acuerdo en colaborar con usted si eso ayuda a ponerle remedio a mi situación.


Fettes recordó de nuevo aquel día, cuando la primera carta de la ilustrísima señora de Dalburick llegó hasta las puertas de su hogar. Había sido toda una sorpresa el saber que sus dotes como abogado, a pesar de haberse alejado de la abogacía hace tiempo, seguían corriendo de boca en boca. Incluso a esferas sociales muy elevadas.

Al abrirla y leer el contenido, de inmediato le vino a la cabeza todo su plan futuro, como si este hubiese estado trazado en el espacio desde hace años atrás.

Estaba seguro de que ella accedería, lo haría porque no tenía otra opción más que escucharlo. Conocía bien a las personas; lo suficiente como para aseverar sin ningún atisbo de duda, que esa mujer estaba tan desesperada que sería capaz de hacer cualquier cosa. Y helo ahí, después de un par de semanas de correspondencia, se encontraban frente a frente en el suntuoso recibidor el tirano Dalburick.

-No hay mucho que comprender, usted acudió a mí como abogado.

-El mejor de Londres, según dicen -interrumpió ella, evidenciando a propósito las grandes expectativas que tenía puestas en él.

Frederick sonrió.

-Y sin embargo, lo que yo le ofrezco supera con creces todas las leyes de los hombres. Incluso todo aquello con lo que ni siquiera se ha atrevido a soñar. Usted o persona alguna en el mundo.

-La gente dice que es usted un inventor, un genio chiflado, pero genio al fin y al cabo.

-Nada más alejado de la verdad. Los inventores trabajan con hechos científicos, se limitan a confiar en lo que ven sus ojos, en lo que sienten con sus dedos y aquello que pueden percibir con su piel. Sin embargo, yo he superado aquellas limitaciones y me he abierto paso en un mundo metafísico y abstracto, tan inverosímil pero tan real como usted y yo.


Evangeline se terminó la bebida, confundida. No sabía de qué rayos hablaba aquel sujeto. La idea de echarlo y vivir con la problemática que la azoraba le cruzó por la cabeza por un instante al ver aquella mirada desquiciada y la sonrisa que se asomaba debajo del pulcro bigote estilo pencil. No obstante, aquellos últimos días sin poder probar bocado, las noches en vela, los atardeceres rodeada de lujos y comodidades que ella no era capaz de disfrutar por culpa de sus preocupaciones internas, terminaron por detener su repentino ataque de dudas. De modo que, adoptando un semblante de complicidad y la voz menguada, comenzó:

-Entonces, ¿usted cree que podrá ayudarme?

-Necesito escuchar con más detalle su problema, señora Dalburick. Pero sí, creo que puedo ayudarla.

La mujer se incorporó y caminó alrededor de la sala al tiempo que tronaba una y otra vez sus delicados dedos. No podía creer que estaba a punto de revelarle todas sus desgracias a ese desconocido.

-¿Conoce usted al señor Dalburick?

-Desde luego, es uno de los hombres más ricos de la ciudad. He escuchado que tiene tratos con la mismísima reina y se codea no solo con la realeza sino además con personalidades importantes alrededor del mundo.

-Es un comerciante estupendo, de eso no cabe duda -aclaró la nerviosa mujer-. Lamentablemente tiene un carácter terrible, ¿sabe? Un terrible humor. -Al decir esto, se descubrió el mechón de cabello dorado que hasta ese momento había cubierto tan bien el hematoma que ostentaba en su mejilla derecha, mismo que le distorsionaba el rostro y lo convertía en una extraña caricatura chusca, tan populares en los periódicos locales-. Y no solo es esto. Ni siquiera puedo optar por el divorcio ya que, además de que no tengo ni una sola prueba de sus constantes infidelidades, nuestro acuerdo prenupcial me ata a él de modo inevitable.

-¿A qué se refiere? -preguntó Fettes, curioso.

-El día de nuestra boda, Paris me obligó a firmar un acuerdo que citaba que, en caso de que yo fuese quien apelara al divorcio, él se quedaría con todos los bienes, incluso aquellos que mis padres me heredaron a su muerte; fue algo muy estúpido de mi parte, pero toda mi fortuna la he puesto a su nombre. Él me ha obligado a hacerlo así. -Hizo una breve pausa, mirando con fijeza el rostro del abogado en busca de alguna reacción a lo que acababa de decirle. Sin embargo el hombre no denotó emoción alguna-. Me inspira confianza, así que voy a ser totalmente franca con usted, señor Fettes. Hace un par de meses estuve tentada a asesinarlo. Durante semanas estuve envenenándolo con su comida, pero él debió sospechar algo, ya que hace unos días encontré esto. -La mujer se aproximó a una pequeña estantería de caoba y cogió un elegante portafolio de cuero del cual sacó un par de hojas desgastadas para, acto seguido, extendérselas al abogado-. Es el último testamento de mi esposo. Y por lo que veo, no tiene mucho tiempo de haber sido actualizado.


El abogado leyó.

-Al parecer el señor Dalburick dispone todos sus bienes al único familiar cercano que considera digno de ello -comenzó Fettes, mirándola-, a usted.

-Lo sé, abogado. Pero hay una pequeña cláusula que debo obedecer a cambio de eso.

El abogado continuó leyendo y, cuando llegó al último inciso, miró a Evangeline con unos ojos llenos de comprensión y sorpresa.

-Así es, señor Fettes. No puedo casarme ni ser cortejada por hombre alguno en todo lo que me reste de vida. Si llego a incumplir con alguna de las malditas cláusulas ahí estipuladas, seré echada a la calle y toda mi fortuna entregada a la iglesia.

-La comprendo -dijo él-. Y ahora que lo sé, estoy aún más que seguro de que usted es la indicada para llevar a cabo mi plan. No veo la forma en que pueda encontrar a una mejor candidata. No solo es la única capaz de ofrecer a su esposo sino que también es la que más necesita de mi ayuda.

-En su carta menciona que, cuando usted termine el ritual, sería mi esposo quien acatará todos mis deseos, del mismo modo en el que yo me he visto obligada a acatar los suyos. Si es así, quisiera que él destruyera ese maldito testamento, que me permita ser libre y continuar gozando de aquello que merezco. La verdad es que ni siquiera me interesa quedarme con todas las riquezas. Solo deseo conservar lo que me ha dejado mi familia. Es lo único.

-Señora Dalburick -interrumpió el joven abogado-, cuando todo esto termine, le aseguro que usted será una mujer libre, no tendrá que renunciar a la cuantiosa fortuna de su esposo y además de eso será completamente inocente de crimen alguno.

-Pero ¿usted qué tendrá a cambio? -quiso saber la mujer, cubriéndose de nuevo el horrible moretón.

Frederick esbozó una media sonrisa sin dejar de mirarla.

-Yo tendré tiempo, señora Dalburick, tiempo muy valioso.

Agradecimiento especial a mi buen amigo Kramer, por ayudarme a corregir esta historia

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