╰• 𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 3 •╯
Frederick Fettes bajó corriendo a trompicones de la pequeña y modesta carreta, con el sudor perlando su pálida frente y el corazón bombeando de modo frenético. Arrojó sus pertenencias al mullido sofá y comenzó a guardar en la alforja que acababa de coger del perchero todos aquellos utensilios que necesitaría para dar comienzo a todo.
Se sentía eufórico. Su cuerpo estaba temblando debido a la emoción, como un gorrión asustado en manos de la oscuridad. Sus ojos se humedecían por momentos, intentando expulsar las lágrimas que pugnaban por salir de ellos y que él alejaba con movimientos bruscos de su brazo.
Todo él era un manojo de nervios y lo cierto es que no era para menos. Al fin, después de tanto tiempo, sería capaz de poner en marcha su preciado y extraordinario plan. Finalmente podría vencer a la muerte y desgarrar aquel fino velo que durante demasiado tiempo había creído infranqueable; podría recibir de nuevo aquel beso ansiado en la frente, el fuerte apretón en todo su cuerpo y la caricia en sus cabellos azabache.
Era una experiencia que no podía dejar pasar, no después de su revelación hace unos ocho años atrás.
Cuando eso sucedió, Frederick volvía a casa en el acostumbrado estado de embriaguez.
Para el pueblo entero no era una novedad que ese abogado, a pesar de sus extensos conocimientos, no era más que un borracho solitario que disfrutaba de las peleas de cantinas y las mujeres fáciles. No había amigos ni familiares que se compadecieran de él y lo ayudaran a volver al buen camino.
Su padre había fallecido cuando él era apenas un niño y Frederick creció con la imagen inmaculada de ese buen hombre que todos, con el respeto de la muerte, le describían siempre que tenían la oportunidad de tocar el tema. La madre había fallecido también cuando él tenía diecisiete años, víctima de una extraña enfermedad que ningún doctor logró diagnosticar a tiempo.
Cada vez que alguien le mencionaba el tema al joven abogado, este saltaba enfurecido y directo a los golpes. La simple mención de su estorbosa madre lo volvía loco de ira y desprecio.
Desde su misteriosa muerte, el abogado no dejaba pasar un solo día sin colocarse al pie del recibidor, mirando con detenimiento el amplio corredor en el que años atrás habían encontrado muerta a la desgastada Patsy Fettes.
Justo en esos instantes, y antes de partir a su añorada cita con la señora Dalburick, Frederick no pudo dejar de pasar la ocasión de hacerlo, era como un hábito demasiado arraigado y placentero como para olvidarlo.
Se recargó en el marco de la puerta de entrada y fijó su vista en el corredor oscuro. Entonces, la visión de lo acontecido unos años atrás lo golpeó con toda su deliciosa esencia. El joven pudo ver a Patsy, quien limpiaba de modo apacible los pequeños cuadros que había insistido en colgar en un sitio en el que nadie los vería. La veía con total claridad, como si se tratase de un fantasma muy palpable. La delgaducha mujer tosía y respiraba con dificultad al tiempo que se hacía presión en la boca del estómago, como si intentase contener el dolor agudo que sentía en aquella parte del cuerpo tan solo con sus manos. Frederick la miró desde aquel lugar, frunciendo el ceño y apretando con furor los puños que caían a los lados.
No sabes cuánto te he odiado, querida madre, le dijo en un susurró. Desde luego que la mujer no logró escucharlo, así como no pudo escuchar lo veloces pasos que se aproximaron a ella antes de que siquiera pudiera pensar en reaccionar de algún modo. Sintió las manos de su hijo apretando su cuello y sacudiéndola con vigor. Frederick pudo ver en sus ojos la llama dolorosa de la confusión que insistía en aseverarle que no era su propio hijo quien le hacía tanto mal.
El pánico y la desesperanza se abrieron camino más tarde, al amanecer de lo que acontecía. Los delgados labios intentaron ejecutar una sola pregunta, misma que Frederick pudo entender con total nitidez.
¿Por qué?
El joven abogado sonrió mientras recordaba sus últimas palabras a la mujer que le había dado la vida y quien, sola y viuda, había tenido que trabajar noche y día de modo extenuante con tal de que él tuviese una carrera digna de presumir.
Gracias a ti mi padre murió, le dijo con rabia. Si no te hubiera salvado de que aquél maldito caballo te golpeara, ahora tú estarías muerta, ¿no lo entiendes? Eres una molestia en mi vida, la culpable de que yo perdiera lo que más quería en este mundo.
Hizo una pausa para suavizar su apretón; quería que ella escuchara todo lo que por tantos años se había guardado en su interior, creciendo como una hiedra venenosa que le supuraba día con día el corazón.
Deseaba ver la expresión en sus ojillos cansados que tanto lo enfermaban, así como ese constante rictus de vulnerabilidad y ternura.
Quise darte una muerte menos dolorosa, progresiva y misericordiosa haciéndote enfermar, madre. Pero tu presencia se ha vuelto tan odiosa e insoportable para mí que no puedo vivir un segundo más viéndote a la cara, observando tu alegría y tranquilidad cuando mi padre está sepultado a unos kilómetros de aquí. No puedo permitir que sigas viviendo.
Frederick esbozó una media sonrisa cuando el rostro afligido de Patsy volvió a su mente. La vieja no lo había visto venir y aquella última mirada que le dirigió en el momento del final, tan repleta de aflicción y temor, le satisfacía de sobremanera. Lo hacía sentir vivo y extasiado, tal y como lo haría una de esas plantas medicinales que utilizaba de vez en cuando con la finalidad de hacer que las visiones volvieran.
Aquellas que lo habían convertido en un loco obsesivo; un esclavo dispuesto a desentrañar los misterios necesarios y a ejecutar los actos más atroces con tal de convertirlas en una irrefutable realidad.
Poco después de asesinar a sangre fría a Patsy Fettes, el joven se dedicó a tomar sin remedio.
El pueblo entero le tenía una profunda lástima, pensando que la esperada muerte de su madre tenía mucho que ver con su actual comportamiento. Las mujeres más bondadosas y cercanas a la difunta se dedicaron en cuerpo y alma a complacer las necesidades del muchacho, y solían llevarle comida, postres e incluso alguno que otro presente, intentando compensar de alguna manera la terrible falta que padecía. Fortaleciendo, sin quererlo, todas sus noches de embriaguez.
Y fue precisamente en una de aquellas juergas en las que Fettes vería reflejado todo su plan futuro.
Esa noche, el joven trastabilló hasta la recamara principal mientras reía de modo siniestro. Quiso bailar con una acompañante invisible hasta que las vueltas de un lado a otro terminaron por hacerlo tropezar. En su absurdo intento por sostenerse de algo quieto, terminó por caer de espaldas al piso, provocando que su cráneo chocase con violencia contra la mesita del recibidor.
Pequeños hilillos de sangre se escaparon de la herida abierta.
Desde luego que el chico quedó inconsciente, y ahí, en las profundidades del ensueño, pudo ver a su padre llamándolo con ternura y urgencia.
Frederick entreabrió los ojos, confundido y aterrado por verse en el suelo. Sin embargo, cuando vio una vez más la figura portentosa de Benjamín Fettes de pie ante él, sonriente y afable, tal y como lo recordaba de pequeño, entonces todos sus temores se desvanecieron.
Quiso levantarse varias veces sin poder cumplir su cometido, pero no importaba, su padre estaba con él, le estaba sonriendo... señalando todos los objetos que necesitaría para cumplir con el ansiado plan. Ni siquiera parecía molesto por el hecho de que hubiera asesinado a su esposa, y Frederick tomó eso como una aprobación; la confirmación que necesitaba para no sentirse miserable, si es que en años posteriores llegase a aparecer el remordimiento en su interior.
La visión se esfumó poco antes de que su padre señalara el último objeto que para su mala suerte, no pudo distinguir con claridad.
Desde ese momento su vida se vería insuflada por una nueva chispa. Viviría para conocer el mensaje completo.
Comenzó a beber aún más, llegando a casa en estados graves de ebriedad, al punto de arrastrarse por el suelo como un crío travieso; suplicando todas las noches para que la visión volviera a él una vez más.
No fue sino hasta pasados diez meses que Fettes recibió de nuevo la visita espectral de Benjamín, quien con una voz ajena a la suya, le indicó todos los pasos necesarios para el ritual que aquella tarde le había mencionado a la esposa de Dalburick.
Entonces el joven no lo pudo creer, y una duda de consternación lo agitó un par de meses más hasta que la carta salvadora llegó a sus manos. En ella, Evangeline le explicaba que estaba viviendo dentro de un Infierno junto a su esposo, que no podía estar un solo día más junto a él y necesitaba de todas sus artimañas como abogado para obligar a Paris Dalburick a claudicar en su absurdo intento por mantenerla fiel aún después de muerto.
Fue ahí cuando el extraño y misterioso plan había cobrado sentido frente a sus ojos. Cuando por fin comprendía las palabras de su padre, quien se había estado comunicando con él desde el más allá. Así que la necesidad de poner en marcha sus indicaciones cubrieron por completo su vida entera.
No podía creer que en esos momentos se encontrase preparando los últimos detalles. A una hora de que todo sucediera y él pudiera ver al fin a su padre que tanto amor le había dado en vida...
Se cercioró una última vez de que llevaba todo y volvió a la carreta para emprender a toda marcha el viaje a las afueras de la ciudad. Estaba emocionado y exultante de triunfo, como si la revelación de toda su existencia estuviese a un palmo de ser descubierta ante sus ojos.
Aquella noche, Evangeline Dalburick lo recibió en la entrada principal de la imponente y elegante casona. Se había cambiado de ropa y ahora portaba un bello vestido de princesa de una sola pieza; la falda de crinolina y la botonadura hasta los pies hacían que el negro no se viera tan sombrío. Fettes creyó más que conveniente el atuendo de luto y, después de saludarla con una breve inclinación de cabeza, entró junto a ella.
La atmósfera en la casa era muy diferente a la que había sentido esa tarde. En esos momentos todo se encontraba en sepulcral silencio y oscuridad; sin un solo sirviente o criada atravesando los pasillos. Un par de candelabros iluminaban el recibidor, aunque no lo suficiente como para que se distinguiera la estancia entera sin dificultad; aportando de ese modo un aura aún más tétrica al lugar y, sin duda alguna, adecuada para sus intenciones.
-¿Está el señor? -quiso saber Fettes sin dejar de apretar la alforja.
La mujer asintió, cohibida.
-Se encuentra en la recámara. Después de comer la planta que me dio, comenzó a sentirse un poco mareado y prefirió recostarse.
-Tengo que verlo.
A su apresurado andar, Evangeline lo tomó del brazo.
-No sabré explicarle qué es lo que hace usted aquí. Suficiente tuve con mentirle acerca de la servidumbre, y dudo que me haya creído del todo como para que ahora pretenda que invente otra mentira. Sé bien que no podré hacerlo.
-Descuide, él ya no está más con nosotros.
La mujer se quedó muda y pétrea después de sus palabras. Ni siquiera lo siguió sino pasados algunos minutos. Todo estaba pasando, era real y ella no sabía a ciencia cierta cómo reaccionar.
Frederick penetró en la estancia en penumbra y se acercó al hombre inconsciente para tomar su presión. Lo hizo en silencio y calma, como si no estuviera a punto de quitarle la vida a ese pobre hombre que no le había hecho nada, solo para sus oscuros y demenciales propósitos. Para él sería solo un juego de niños. Después de matar a su madre, se sentía capaz de cualquier cosa.
Sacó un par de frascos y los ubicó uno a uno en la pequeña cómoda a su derecha, de modo ceremonioso y lento; disfrutando de cada segundo. En esos momentos Evangeline entró en la habitación. Sus ojos se encontraban imbuidos en temor.
-¿Para qué es eso?
-Olores, texturas, sabores... todo lo necesario para atraerla y seducirla. ¿Tiene los cirios que le pedí? -La mujer asintió y enseguida se acercó al amplio closet en donde tenía ocultos los cuatro cirios necesarios para el ritual, según las palabras del propio Fettes.
-Tuve que esconderlos para que mi esposo no hiciera preguntas... Pero ¿a qué se refiere con atráela? ¿De quién está hablando?
-¿No lo comprende, señora Dalburick? Tenemos que llamar a la muerte.
Evangeline se llevó una mano a los labios al tiempo que exclamaba un pequeño quejido de sorpresa y espanto.
-No hablará en serio.
-Le dije ya que se trataba de un ritual.
-Sí, pero supuse que lo de ritual lo decía en sentido figurado. Por algo deben conocerlo en el pueblo por su serio talante. Mucho se menciona que es usted un gran científico además de un excelente abogado.
-Nada más alejado de la realidad, señora. Ni lo uno ni lo otro -replicó él al tiempo que comenzaba a colocar los cirios a cada lado de la cama.
Se sentía algo cansado por los últimos esfuerzos requeridos en su brillante plan y no deseaba contestar más preguntas, especialmente porque él no tenía las respuestas a todas. Si le preguntara cómo diablos hacía para sentirse tan seguro con respecto a su peculiar experimento, Fettes no sabría responder con certeza sin que con ello pusiera en duda su propia cordura y voluntad. A nadie debía confesar el modo en el que la "verdad" había llegado hasta él. Además, no tendría en absoluto sentido cuando ni siquiera sabía con exactitud lo que estaba a punto de suceder.
-Solo le pido que confíe en mí, ¿de acuerdo? Va a funcionar.
La mujer asintió sin más remedio.
-¿Necesita algo más? ¿Desea que lo ayude con otra cosa?
-El alcohol, por favor.
La mujer salió y volvió enseguida con una botella de alcohol.
Fettes dispuso todo de modo que el ritual pudiera dar inicio cuanto antes. Echó una lacónica mirada a la mujer para que se marchara, pero esta movió la cabeza en negativa. No podía dejar a su esposo a solas, pese a lo que estaba a punto de hacer, tampoco deseaba que él sufriera y, desde luego que la curiosidad jugaba mucho en contra. Evangeline deseaba saber de qué trataría aquel dichoso ritual y cómo es que con aquellos simples objetos lograría ese hombre hacer que Paris se convirtiera en un esclavo a su merced. Definitivamente, eso tenía que verlo.
Frederick encendió los inciensos y con ellos aún en su mano, comenzó. No había luz alguna, salvo por los cirios en la estancia, así que era prácticamente imposible ver a Paris Dalburick más que como un simple bulto en la cama; ajado y vacío. Sus manos se mantenía entrelazadas sobre su abultado vientre, solo eso se podía divisar. No había más rasgos ni gestos definidos.
Entonces, el joven tomó el botellón con tierra que acababa de colocar junto a él, destapándolo mientras susurraba un par de palabras que Evangeline solo comprendió en parte.
-Aquí la tierra que he tomado de tu sepulcro, mezclada con la sal que purificará tu entrada a este mundo -dijo este, comenzando a hacerse presa de un paroxismo de euforia. Regó la tierra sobre el suelo y alrededor de la cama para, acto seguido, crear con ella una cruz en la frente del hombre inconsciente. Volvió para coger de nuevo el incienso y pasar su aromática esencia por todo el cuerpo de Paris. Espolvoreó sobre su cuerpo las hierbas trituradas y untó aceites naturales en el rostro.
-Esta es mi ofrenda a la muerte que decidió llevarte de modo prematuro. Le entrego tierra, agua, fuego, éter y esta alma corrupta que no merece la vida. Es un alma corrompida por la vida, ejecutora de bajezas innombrables. ¡Llévate a este hombre! ¡Llévalo a los abismos del mismo Infierno si es necesario!
-¡No! -. Evangeline apretó la espalda del abogado, sollozante y horrorizada hasta la médula por el sorpresivo cambio en el plan que a decir verdad ella solo conocía a medias.
-¡Déjeme continuar! -exclamó este.
-¡No puedo permitirle que haga esto! ¿Qué era exactamente esa planta que me dio? ¿Qué le sucede a mi esposo? ¿Por qué no reacciona a pesar de nuestros gritos?
-Usted dijo que lo quería muerto, ¿no es así? ¿Por qué le importa ahora la manera que él tenga de pasar al otro mundo?
-Usted jamás habló de hacer conjuros y ritos paganos en mi casa, señor Fettes. Ni que mi esposo se convertiría en una especie de fantasma errante después de esto.
De pronto, un viento helado azotó las paredes, provocando que los ventanales se abrieran de par en par, entre ellos aquel en donde se encontraban. Los cirios se apagaron vertiginosos y la tormenta se abrió paso, rugiendo con estruendosa agitación. Los relámpagos iluminaban con sutileza los rostros de ambos y el de Paris, quien seguía alejado, ajeno a lo que estaba sucediendo a su alrededor. A los escalofriantes truenos le siguieron los gritos de la mujer, a quien Fettes arrojó contra el suelo en un irritado afán por terminar con el ritual que sabía muy bien que no podía dejar inconcluso.
-¡Oh, amado y respetable espíritu de muerte, yo te imploro de la forma más humilde que vengas a mí! ¡Te entrego el alma de Paris Dalburick! ¡Llévatelo para siempre y obsequia su cuerpo a Benjamín Fettes! ¡Benjamín Fettes, retorna a la vida! ¡Ven aquí! ¡Ven aquí!
Frederick gritaba la maléfica invocación, haciendo esfuerzos sobrehumanos por mantenerse de pie ante la lluvia intempestiva, la cual, había encontrado el modo de penetrar la estancia a través de los imponentes ventanales. En esos momentos, una poderosa corriente entró, azotando las paredes con una furia mayor a cada segundo que pasaba.
Evangeline intentó levantarse, sin conseguirlo. El estorboso vestido de crinolina le impedía ejecutar movimiento alguno y, capturada por el temor de que la borrasca la hiciera caer por la ventana que se encontraba abierta de par en par, se trasladó en el suelo hacia la entrada, recargando su espalda en el marco de esta para cubrirse del clima que se había vuelto loco.
En todo momento, no pudo dejar de observar al hombre que comenzó a moverse estrepitoso, víctima del clima tan violento y repentino. Estaba segura de que aquello era obra del mismo diablo, o quizás un castigo de Dios por provocar a la muerte. Un castigo que sin duda alguna ambos merecían.
-¡Por favor! -gritó la mujer-. ¡Ya basta! ¡Detenga todo este caos!
-¡Benjamín Fettes! ¡Vuelve... vuelve a mí! ¡A mí! -Un rayo vagabundo penetró en la estancia antes de que Frederick pudiera terminar con el conjuro, encajándose agresivo en el pecho de Paris Dalburick.
Evangeline comenzó a gritar desesperada y llena de pavor mientras que Fettes intentaba de modo inútil acercarse a él. No pudo apartarlo del peligro, pues la fuerza del relámpago lo azotó de modo cruel hacia el otro extremo de la habitación sin prestarle oportunidad alguna de poner resistencia. Sintió un dolor cáustico en la espalda, mismo que se desvaneció cuando todo se convirtió en oscuridad y silencio para él.
Cuando la conciencia llegó de nuevo a su cuerpo, lo primero que pudo divisar fueron los hermosos ojitos verdes y angustiados de Evangeline, quien estaba colocándole un pedazo de algodón bañado en alcohol frente a su nariz para restablecerlo. Se encontraba aún en el suelo en donde había ido a parar, cubierto por una frazada cálida. Pudo notar que la tormenta había parado y que las ventanas ahora estaban cerradas, además de que la casa entera brillaba con las docenas de candelabros que Evangeline acababa de disponer por doquier.
-¿Qué sucedió? -inquirió, confundido.
-Un relámpago alcanzó a Paris, supongo que debido al material del que está hecho la cama. Yo siempre tuve terror de acercarla demasiado a la ventana y se lo dije muchísimas veces, pero... era tan necio que no quiso escucharme.
-No, pero yo me refiero a mi padre. ¿Qué sucedió con el ritual? -preguntó, comenzando a desesperarse al tiempo que se levantaba con pesadez.
-¿Su padre?
Cuando Fettes vio a Paris Dalburick cubierto por una manta blanca, se quedó estático y silencioso. Sus brazos cayeron a los lados, como serpientes muertas sobre un enjuto árbol selvático, mientras que su boca abierta era incapaz de pronunciar palabra alguna.
-El rayo lo mató -suspiró Evangeline.
-¡Pero eso no puede ser! -Fettes se llevó las manos a la cabeza-. ¡Esto no debía de haber pasado! -gritó, acercándose para quitar de encima la odiosa manta blanca. Sujetó al hombre por los hombros y lo sacudió con ímpetu mientras pronunciaba ese mismo nombre que Evangeline había escuchado durante el ritual y del que no sabía absolutamente nada.
-Todo acabó, señor Fettes. Lo he comprobado y no tiene pulso. Perdimos...
-Usted no lo entiende. Esta era mi oportunidad de oro para traer a este mundo el alma de mi padre. Estaba seguro de que daría resultados, de que podría estrecharlo y sentir su beso acostumbrado en mi frente. ¡Lo quería de vuelta!
Frederick se dejó caer de rodillas al suelo, sintiéndose impotente y vencido. Después de un par de minutos de lamentaciones, sintió la mano de la mujer sobre su hombro.
-Venga, prepararé un cuarto para usted, ¿de acuerdo? -dijo ella, y se apresuró a cubrir de nuevo el rostro apacible de su esposo.
No soportaba verlo un segundo más; a pesar de que muerto parecía mucho más afable de lo que jamás le pareció en vida, no podía mirarlo sin sentir un vuelco en el estómago que amenazaba con hacerla vomitar.
Frederick se levantó, aproximándose a la puerta. La mujer lo siguió de cerca.
-Lo lamento tanto -dijo una vez que se encontraron en el corredor-. Si necesita que la ayude con el funeral, que vaya por alguien o que envíe mensaje a sus parientes y amigos, quiero que sepa que estoy a su entera disposición. Además, me ofrezco a ayudar en lo que sea para el funeral.
-Descuide, yo puedo hacerme cargo.
-No, por favor... le pido que me deje ayudarla. Todo esto sucedió por mi causa, solo quiero ser de utilidad. Al menos permítame ayudarla en esto.
Evangeline esbozó una menguada sonrisa de compromiso y asintió.
-De acuerdo, pero ahora vayamos a dormir, ¿quiere? Me siento muy cansada.
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