v e i n t i s i e t e
Todavía frotándome los ojos por culpa del sueño, bajé las estrechas escaleras de la casa de mi abuela, donde había pasado la mayoría de mi infancia y adolescencia. La casa, pequeña y acogedora a pesar de ser algo oscura, estaba llena de libros, álbumes de fotos y cajas de puzzles que nadie había montado. Caminé hasta la cocina, creyendo que mi abuela estaría ahí, como todas las mañanas, pero en su lugar me encontré con algo de arroz y sopa que había preparado para mí. Con un suspiro, puse los boles en una bandeja de madera y arrastré los pies hasta la humilde y pequeña sala de estar, que ni siquiera tenía televisión. Abrí las grandes puertas de cristal que daban al jardín y me senté en el suelo, disfrutando de los primeros rayos de sol de la mañana y de la brisa fresca que venía desde la montaña. Suspiré mientras pensaba en lo estupendo que sería poder desayunar todos los días viendo el césped verde de tu jardín y no la parte trasera de un edificio de oficinas.
—Hiroko, ¿estás despierta? — era mi abuela. Seguramente había salido para dar su paseo matutino de las siete de la mañana. Cerró la puerta principal.
—¡Sí! — exclamé, mirando hacia el angosto pasillo de la planta baja.
Después de quitarse los zapatos, mi abuela se acercó a mí. —Como en los viejos tiempos, ¿no? — dijo mientras bajaba de un salto al jardín. Me parecía impresionante cómo una mujer de casi noventa años, encorvada y con problemas de visión, era capaz de salvar un desnivel de unos cincuenta centímetros sin quejarse y con una agilidad típica de un niño. Yo, con veintidós años, ya sentía que me dolían las rodillas.
Si realmente fuera como en los viejos tiempos, yo ya estaría poniéndome los feos mocasines del uniforme del Seijoh, agarrando mi mochila y corriendo hasta la estación de tren para llegar al entrenamiento matutino del club de vóley.
Sonreí, nostálgica. —Ojalá poder volver a-
—¡Podría ser peor! — gritó mi abuela desde su centenario manzano, situado al fondo del jardín. — ¡El padre de tu bebé podría ser un adefesio, pero al menos es Sawamura! — soltó.
Yo rodé los ojos y me levanté, oyendo cómo mi abuela se deshacía en carcajadas. Volví a la cocina para dejar la bandeja y, cuando me giré para volver a la sala de estar, ahogué un grito. Instintivamente, me agarré al borde del fregadero.
—Dios, abuela. — me quejé, llevándome las manos al pecho al ver que se trataba de la mujer. — Qué susto.
—Perdona, perdona... ¿Has tomado té?
Asentí, y dejando que mi vista vagara por la cocina, terminé fijándome en las múltiples fotos y notas pegadas en el frigorífico. Una de las fotografías, antigua, mostraba a una mujer sonriente, de unos veintitantos, sujetando un sombrero de paja. Agaché la cabeza con un suspiro.
—¿Crees que debería llamar a mi madre...? — pregunté.
Mi abuela empujó la montura de sus gafas y peinó hacia atrás su colorido cabello. Chasqueó la lengua, se acercó a mi y frotó mi espalda. —Esto es un asunto tuyo, — dijo, sorprendiéndome. Pensé que diría que sí, que debía decirle a mi madre que estaba embarazada. Seria, mi abuela me miró a los ojos, intentando convencerme de que estaba en lo correcto. — y no creo que te sea de ayuda decírselo a tu madre, no de momento.
Apreté la mandíbula. —Me preocupa lo que pueda pasar si se entera de que voy a tener un bebé.
—Nunca te has preocupado por tu madre, ¿por qué vas a preocuparte ahora? — golpeó con suavidad mi costado e hizo una seña con la mano contraria, señalando la puerta. — Anda, deja de pensar en los demás y ve arriba a arreglarte.
*****
Mi abuela me había obligado a salir, sola, a comprar al mercado algo de fruta mientras ella subía al templo de la montaña. El principal motivo por el que no quería deambular por el pueblo era más que obvio: las chismosas. No quería verme rodeada de señoras felicitándome por el embarazo, o preguntándome si Daichi ya me había pedido matrimonio. Porque, a pesar de que el policía había intentado que todo el pueblo creyera que era un rumor, la gente seguía pensando que nos casaríamos pronto. ¿Una embarazada soltera? Imposible. Lo nunca visto. Lo más natural para un pueblo cuya edad media pasaba de los sesenta años era creer que la única pareja joven del pueblo había consumado su amor y que ya estaban prometidos. Idílico, sí, pero agobiante. Y un poco pasado de moda.
Sonreí a la amable mujer que me tendía una bolsa llena de dátiles y mandarinas y me despedí con una reverencia. Caminé intentando no hacer contacto visual con nadie, y si alguna persona me saludaba, yo seguía con mi camino después de una sonrisa y un simple pero animado ''¡hasta luego!''.
Cuando me crucé con unos ojos negros y brillantes como el azabache, pero sobre todo familiares, estuve a punto de darme la vuelta. Qué vergüenza me daba haber estado a punto de haber besado a Daichi y haberle gritado. Y qué vergüenza verle por la calle principal del pueblo saludando a todo el mundo con toda la despreocupación del mundo. Rápidamente, mi cerebro trabajó en una lista de pros y contras. ¿Me daba la vuelta? ¿Me hacía la despistada? ¿Agachaba la cabeza y caminaba detrás de la mujer que tenía delante?
—Hola. — sonreí a Daichi en cuanto me di de bruces con él. Ni siquiera me di cuenta de lo que estaba haciendo hasta que él, con algo de timidez, respondió a mi sonrisa. Qué tonta era.— ¿No trabajas hoy?
Daichi llevaba también un par de bolsas de plástico que no parecían pesar mucho, seguramente con algo que había comprado antes, y vestía sin su uniforme de policía. Miró al suelo. —Ah, sí, pero tengo el turno de noche. Oye, — cuando vio que yo estaba dispuesta a despedirme e irme en la dirección contraria, se colocó a mi derecha con la intención de caminar a mi lado. — ¿te importa si vamos a comer juntos?
—Uy, qué directo, el capitán. — dije, intentando ocultar mi evidente nerviosismo con un tono juguetón y bromista. — Mi abuela seguramente estará esperándome-
—¿Ni siquiera si yo invito? — Ay, cómo me conocía. Cuando Daichi vio mi puchero de resignación, soltó una carcajada suave. — Supongo que eso es un sí, ¿verdad?
—No voy a decirte que no a unos bollos de carne. — me encogí de hombros. — Tengo antojo.
Caminamos juntos y despacio, sin prisa por salir del mercado al aire libre que todas las mañanas abría en la calle principal del pueblo, saludando a algunas de las tenderas y evitando que nos preguntaran por ''nuestro hijo'' o peor aún, ''la boda''.
—Quiero preguntarte una cosa. — soltó Daichi, de repente, mirando al frente y esquivando a un señor mayor que refunfuñaba porque los nabos estaban demasiado caros.
Yo enarqué las cejas. —¿El qué?
Sabía que Daichi no iba a invitarme a comer así porque sí; era de esas personas que necesitaban solucionar todo para poder centrarse en el presente cuanto antes. Le observé, expectante, intentando adelantarme a su pregunta.
—¿Kuroo es uno de los padres?
Estuve a punto de atragantarme con mi propia saliva, pero sin saber cómo, logré soltar una risilla. —¡Qué ideas tienes! — la sonrisa nerviosa pero de oreja a oreja que había curvado mis labios se me borró de golpe cuando Daichi me miró con su cara de ''lo estoy diciendo en serio''. Aparté la mirada. — Puede ser. — eché un vistazo a su reacción de reojo, pensando que enseguida se daría la vuelta y dejaría de acompañarme, pero me equivoqué. Parecía tranquilo. — ¿Llevas pensándolo desde que te pedí su número...?
—Sí. — confirmó. — Agradezco que seas sincera, al menos.
Sí, parecía tranquilo, pero su tono gélido denotaba, irónicamente, que por dentro estaba en llamas. Resoplé y me di la vuelta. —Voy a volver-
—No quiero volver al principio. Lo siento. — se disculpó, agarrando con suavidad mi brazo. Enseguida me soltó. — Sé que no me lo dijiste por motivos obvios. No me molesta. — añadió con rapidez. — ¿Sigue en pie lo de los bollos de carne...?
—Sí. — bufé, retomando el camino. — Pero solo porque en Tokio no son iguales. Y quiero unos para llevar.
Daichi, mitad aliviado, mitad satisfecho, sonrió y se destensó. Yo, en cambio, anduve con mil preguntas en la cabeza. Quería saber si él y Kuroo se llevaban bien, quería decirle que era él quien tenía más probabilidades de ser el padre, quería preguntar a Daichi si sólo estaba insistiendo en acompañarme porque no quería desaparecer de golpe, que seguramente era lo que más deseaba. Inspiré profundamente.
—¿Erais amigos? — pregunté.
El antiguo capitán del Karasuno inclinó la cabeza hacia un lado. —Bueno, es un conocido, más bien.
Hablaba de él con cierta lejanía, así que supuse que era verdad. Una parte de mí me pidió que no indagara mucho más sobre el tema, pero otra me gritaba que siguiera adelante con el interrogatorio, a pesar de que, luego, sería yo la interrogada. Llegamos al pequeño restaurante que ofrecía los mejores bollos de carne de la prefectura. Daichi me dejó pasar al interior primero, y una amable mujer nos condujo hacia una mesa libre. Yo enseguida pedí una ración de bollos de carne.
—Esto... Dijiste que te llamó, ¿no? —escondiéndome dentro de mi bolsa de tela, fingiendo que buscaba algo, solté la pregunta que me acababa de venir a la cabeza.
Daichi frunció el ceño. —Sí. — se quedó unos instantes en silencio y, después, suspiró. Se frotó la cara. — Ah, no me digas que te está evitando.
—Creo que no necesariamente...
—Te está evitando. — chasqueó la lengua y miró hacia la ventana, aparentemente molesto.
—No parece que le tengas mucho cariño, ¿eh?
—No me cae mal. Es que- Bueno, da igual. — la mujer que trabajaba allí dejó en la mesa un humeante vaporera de bambú y unos cuantos platillos más. Daichi se dirigió a ella. — Gracias.
—¿Es tu rival eterno...? — me abalancé sobre los bollos de carne, pero quemaban tanto que ni siquiera los pude probar. Me quedé mirándolos con un puchero.
—No. — dijo con rapidez y convicción Daichi. — Y tú, ¿de qué le conoces? ¿De la universidad?
Asentí. —Era mi senpai. Estudiaba biología. — logré tener entre las manos uno de los riquísimos bollos. Daichi fue conectando los puntos, despacio, y, un poco menos cabreado, se hundió en la silla. Sabía de sobra qué me iba a preguntar, así que logré adelantarme: —Ya habíamos roto.
—No es eso lo que me preocupa. — murmuró, agitando la cabeza. — Vive en Tokio, ¿verdad? ¿Sabe que puede...? — miró hacia los lados, pero al ver que dueña del restaurante era una de las mujeres que nos habían visto crecer, Daichi se calló. Hizo un gesto desganado con la mano, como diciendo ''ya sabes lo que quiero decirte''.
Di el primer mordisco al bollo de carne para evitar reírme. Si Daichi supiera que había sido el último en enterarse de que no era el único padre, entraría en crisis. Y eso era lo último que quería que pasara. —Sí. — dije, sin dar más explicaciones. — Pero no quiere darme su número de teléfono, aunque sé de sobra que tiene uno.
Entre resignado y algo dubitativo, Daichi sacó su teléfono del bolsillo trasero del pantalón y lo desbloqueó para buscar algo en el registro de llamadas. Me mostró la pantalla, y a mí se me iluminó el rostro. También saqué mi teléfono y copié rápidamente el número.
—No le digas que he sido yo. — habló con seriedad. Yo asentí sin darle mucha importancia. — Seguro que se cabrea si se entera.
—Oh, hablas como si le tuvieras miedo... — bromeé, fallidamente; a Daichi no le hizo demasiada gracia y yo, avergonzada, tuve que agachar la cabeza. — Gracias. — añadí, con la boca llena. — Te prometo que fingiré sorprenderme cuando consiga que me dé su número...
—Fue él quien te acompañó a la... a eso, ¿no?
—Mmmh. — fue mi manera de decir ''sí'' mientras saboreaba los bollos al vapor. Cuando vi que Daichi apretaba la mandíbula, dejé de tener ganas de comer. Resoplé. — Ay, no digas que no estás cabreado cuando sí que lo estás. ¿Qué problema hay? Cuando foll-
—¡Shh! — se llevó el índice a los labios apresuradamente. Yo me di cuenta enseguida de que la mujer, detrás de la barra del restaurante, estaba escuchando con atención. — No estoy enfadado contigo; estoy enfadado con él.
Fruncí el ceño. Me incliné hacia delante. — Peor me lo pones. — susurré. — No me vengas con la de ''estoy enfadado con él porque es quien ha podido dejarte embarazada''...
Él también se inclinó. Estaba un poco alterado, así que, antes de que hablara con un tono un tanto amenazador, hice que mordiera el bollo de carne que yo tenía en la mano. Masticó, porque no le quedó más remedio, y después, habló: —No estoy cabreado por todo esto, Hiroko. Estoy enfadado con él por algo que pasó entre nosotros hace tiempo, y ya.
Mi expresión cambió completamente. Dejé de estar un poco asustada a la par que cabreada y pasé a estar de lo más interesada por sus palabras. Hablaba de Kuroo como si fuera su amante. —Ah... ¿Y qué pasó?
Daichi agitó la cabeza. —Nada que sea importante ahora. — dijo, esquivando responder a la pregunta lo mejor que pudo. Suspiró y me miró, topándose con mis ojos chispeantes, de corderito, rogándole que me contara la historia. — ¿Qué tal te va en el trabajo?
Gruñí. ¿Cómo podía tener los huevos de cambiar de tema tan descaradamente? —Ahora trabajo desde casa, así que mucho mejor; no tengo que aguantar al sucio de mi jefe. Aunque tenga que corregir mangas con señoras tetonas que no pintan nada en la trama, estoy contenta con mi trabajo. Creo que he tenido suerte. Ahora creo que trabajar en un laboratorio hubiera sido de lo peor. ¡Ah! ¿Sabes que van a publicar un manga relacionado con el vóley...? — seguí hablando sobre mi trabajo, puede que más emocionada de lo normal, y no pude evitar reírme al ver cómo Daichi me miraba con cierta admiración. Aparté la mirada, un poco sonrojada, y supuse que era su turno. — ¿Y tú? ¿Es muy aburrido tener que pasar las horas en la comisaría de un pueblo donde no pasa nada?
Sorprendentemente, dijo que sí. El vocacional y joven policía que amaba el pueblo donde se crio, que parecía adorar el ambiente tranquilo y pastoril y que se negaba rotundamente a tener que dejar a sus hermanos pequeños solos, se aburría en su trabajo. —La verdad es que no estaría mal trabajar en una ciudad, pero me temo que tendré que quedarme aquí por un buen tiempo. Pero, mirando el lado bueno, que esto sea tan tranquilo significa que no hay mucha delincuencia.
—Además, eres el héroe del pueblo. — dije, para animarle. — Eres el policía guapo, joven y amable que ayuda a las viejitas a cruzar la carretera. Todo el mundo te adora.
Daichi agachó la cabeza y sonrió con algo de amargura. —Supongo que no se está tan mal en una comisaría pequeña.
—¡Claro que no! Además, ves las montañas, los arrozales... En Tokio no hay nada de eso. Desde mi ventana, veo la parte de atrás de un edificio de oficinas que se cae a cachos. Mataría por ver un poco de verde...
Charlamos hasta que la vaporera se quedó vacía y mi estómago lleno. Daichi miró varias veces su reloj, preocupado, seguramente acordándose de que sus hermanos estarían a punto de volver del instituto, y yo recordé que mi abuela tendría que estar preguntándose dónde narices estaba. Con algo de prisa, Daichi tendió un par de billetes a la mujer que nos atendía y, aprovechando que se había ido a por el cambio y que no nos podía oír, aprovechó para preguntarme:
—¿Y quién es el otro padre?
Ojalá me hubiera tragado la tierra. —Ah, es...Otro senpai. — estaba tan nerviosa que no sabía dónde narices mirar. ¿Al suelo?¿Por la ventana? Lo único que tenía claro era que no quería cruzarme con los asertivos ojos azabache de Daichi. Tamborileé con los dedos sobre la mesa. — Es... ah... el capitán del Seijoh...
—¿De tu curso? — preguntó, frunciendo el ceño. Aunque estaba impaciente, dejó que yo balbuceara y que fuera a mi ritmo.
—De un año anterior... eh... —esperaba que él dijera el nombre, pero el muy cabrón de Sawamura esperó a que yo lo soltara: —¿Oika...wa?
Observé con cuidado su reacción. Pestañeó con incredulidad, giró la cabeza y dejó que su mirada se perdiera unos instantes en la carretera que se veía a través de la cristalera del restaurante, a lo lejos, inspiró profundamente y exhaló por la boca con fuerza.
—Bueno, podría ser peor. — lo peor del asunto es que lo dijo con algo de alivio, como conformándose con el resultado. No sabía muy bien a qué se refería con eso de ''podría ser peor'', pero me alegró un poco que al menos no reaccionara como la vez que le dije que no era el único -posible- padre. — ¿Fuiste a Argentina?
—N-no, nos encontramos en Estambul... — tartamudeé. La dueña del restaurante nos dio el cambio con una sonrisa y se quedó cerca para poder seguir escuchando la conversación. No me quedó otra que cambiar de tema. — Gracias por invitarme. Echaba mucho de menos poder comer los maravillosos bollos de carne de la señora Mizusaki. — miré de reojo a la susodicha, esperando que se fuera. Se quedó ahí, estoica, con una sonrisa de oreja a oreja. Parecía un muñeco de cera.
—No es nada. — Daichi tomó las bolsas de plástico con las que cargaba y también agarró la mía, diciéndome con un suave gesto que él la llevaba por mí.
La dueña del restaurante se despidió de nosotros con la mano. —Que os vaya todo bien, pareja.
Daichi y yo fingimos una sonrisa y refunfuñamos en cuanto pusimos un pie en la calle. Yo resoplé.
—No hace falta que me acompañes hasta casa. — ''porque seguro que pasa lo mismo que el otro día, y hoy no me voy a contener y probablemente te bese'', me callé.
—Como quieras, aunque tengo un asunto pendiente contigo.
Sus palabras hicieron que me mareara, principalmente porque la muy tonta de mí pensó que sería algo relacionado con el fallido e hipotéticamente romántico beso que no nos habíamos dado por culpa de mi abuela. Por mero instinto, me agarré a la tela de su chaqueta de color verde militar. Daichi no tardó ni un segundo en preguntarme si estaba bien.
—Un poco mareada,— respondí — pero se me pasará enseguida. Puedo seguir caminando.
Daichi dejó que acomodara mi brazo alrededor del suyo sin protestar y continuamos nuestro camino por la estrecha calle principal, llena de puestos con coloridas frutas de temporada, flores, verduras y dulces artesanales, de esos que no encontraba en Tokio por menos de mil yenes.
—¿Algo mejor? — la voz de Daichi me sacó de mis propios pensamientos.
Dejé de mirar a los puestos de comida y asentí. —¿Te molesta mi brazo?
—No, para nada. — esbozó una sonrisilla. — Seguro que estás cansada y quieres desconectar aprovechando que has vuelto, pero, si te apetece, podemos hablar más tarde en el parque. — se refería a una zona verde a las afueras, justo enfrente del colegio de la comarca, donde había un par de bancos y donde las pocas parejas adolescentes de la historia del pueblo habían ido a darse el lote alguna vez. Había un mirador desde donde se podía ver todo el valle de la montaña.
—¿Es sobre el asunto pendiente?
—Mmh... — Daichi se lo pensó unos instantes. — Sí.
Al ver que teníamos que partir por calles diferentes, dejé de aferrarme a su brazo y, con cuidado, le quité la bolsa llena de mandarinas de la mano contraria. —Te gusta crear expectación, ¿eh?
—Prométeme una cosa. — estuve a punto de decirle algo como ''bueno, depende de lo que sea'', pero, teniendo en cuenta que él siempre había confiado ciegamente en mí, asentí. — ¿Hablaremos más detenidamente sobre todo esto antes de que vuelvas a Tokio?
Sonreí. Qué entrañable. —¡Claro!
*****
Alguien me había comentado que por la estación del barrio pasaban más trenes a diario que por el pueblo en todo un mes, y la verdad es que no me parecía descabellado. El tráfico de las siete de la tarde en Tokio era de lo peor: calles cortadas, coches yendo y viniendo, personas caminando como si llevaran una bomba en el culo esquivándote sin mucho cuidado, los trenes pasando por encima de ti con una frecuencia de lo más elevada... Resoplé. Ojalá volver a la calma de Miyagi.
Quizá, el haber recibido una llamada de Akaashi el jueves pidiéndome que llegara a Tokio el viernes para ir a una reunión que Kimoto se había sacado de debajo de la manga me sentó como una puñalada. Y quizá por eso todo me abrumaba. Era como si no hubiera conseguido la desconexión completa que añoraba, como cuando dejas un ordenador en stand by y, al volver a utilizarlo, se sobrecalienta enseguida.
Crucé la carretera junto a otras tantas personas y entré rápidamente, sintiéndome una oveja en un rebaño, en el konbini más cercano a mi casa. Dentro, varias personas trajeadas compraban su cena, algo que me hizo sentir una mala adulta. Yo sólo estaba allí porque, después de estar hora y media escuchando los desvaríos narcisistas y las sucias insinuaciones de Kimoto, necesitaba algo de comida basura.
Estaba mirando los pack de oferta de ramen instantáneo cuando recordé un pequeño detalle: estaba embarazada. Y controlaban mi peso en cada revisión.
Parecía que todo estaba destinado a salirme mal aquel día. Volvía de Miyagi dando plantón a Daichi, Kimoto me ofrecía salir a cenar a cambio de unos cuantos meses más de trabajo desde casa, Akaashi tenía una crisis porque él prefería trabajar en el departamento de literatura y yo no podía liberar mi rabia comiendo dos kilos de ramen y media tarrina de helado. Resignada, caminé hacia la zona de las cámaras de los zumos y tés. Busqué alguno bajo en azúcares.
Había roto mi promesa con Daichi y no podía dejar de pensar en ello. ¿Qué querría decirme? La curiosidad iba a matarme, pero no me daba la valentía suficiente como para llamar a Daichi una tarde y, además de pedirle disculpas, preguntarle qué era lo que quería hablar en persona. Supuse que sería algo importante. Mi cabeza enseguida hizo cábalas, y no paré de imaginar situaciones absurdas hasta que pensé en el matrimonio. Qué horror.
Elegí algo de té verde para no salir de allí con las manos vacías y no parecer sospechosa de un robo menor. Me giré dispuesta a esperar en la cola, pero me sentí observada. Miré hacia el techo, pensando que sería una de las cámaras de seguridad y que no era para tanto, pero al devolver la vista al frente, vi, tras el pasillo de las patatas fritas, un irreconocible cabello negro. Y a un tipo de uno noventa.
Kuroo agachó la cabeza y fingió no haberme visto cuando me fijé en él. Con aire despreocupado, se fue hacia otro pasillo, pero yo me encaminé hacia allí.
—¿Necesita que alcance algo, señorita? — me preguntó cuando me planté enfrente de él con los brazos en jarras. Llevaba una cesta en una mano y su mochila negra colgada de la espalda. La universidad no estaba muy lejos del barrio, pero me resultó raro verle por allí.
—¿Qué haces aquí?
Se encogió de hombros. —Acechar a abuelitas. — dijo, riéndose. Yo me fijé en su cesta: una ensalada ya preparada, latas enormes de bebidas energéticas, un tinte rubio de pelo, celo y unos arándanos. ¿Qué clase de compra era esa?
—¿Hoy tampoco trabajas?
—Yo no hablo si no es enfrente de un juez, Hiroko. — soltó, abriéndose paso entre mí y las estanterías sin ningún problema. Se fue hacia la zona de parafarmacia, tiró a la cesta unos paquetes de tiritas y se encaminó hacia la caja. Le seguí. — Anda... El acechador acechado...
Me quedé detrás de él. Agité la botella de té verde que llevaba. —Estoy aquí para pagar esto. — bufé. — Oye, ¿me dejas pasar? Sólo llevo una cosa.
—No. — respondió, tajante. — ¿Y si yo tengo más prisa que tú?
Era insufrible. Era una mezcla del humor Tooru-centrista pero simple de Oikawa con un toque de ironía y una voz bastante más grave. Me crucé de brazos y esperé mi turno en la cola, viendo cómo el joven cajero del otro lado del mostrador se quedaba igual de atónito que yo al pasar por el escáner seis latas de medio litro de una potentísima bebida energética y, después, un rizador de pestañas. Kuroo sacó una tarjeta de crédito para pagar... y era de las doradas. De las que te daban si tenías un sueldo millonario. Abrí los ojos tanto que casi se me salieron de las órbitas. Cada vez entendía menos. Se suponía que, trabajando en los laboratorios de la universidad, no ganabas demasiado.
Llegó mi turno y, como yo sólo llevaba una simple botella de té frío, sólo tuve que tender al chico unas monedas y agarrar la bolsa que me ofrecía en menos de treinta segundos, tiempo que Kuroo tardó en revisar el ticket de compra. Rodé los ojos. Era de lo más evidente: estaba allí a propósito.
Tomé la delantera y caminé rápido, con la intención de llegar cuanto antes al apartsmento, pero yo no era más que una mosca al lado de Kuroo. Mis pasos cortos no podían competir con sus largas zancadas. Literalmente, me pisaba los talones. Di un brinquito cuando me sacó el talón del zapato con la punta de sus zapatillas negras.
—¡Deja de seguirme! — exclamé, parándome en seco.
—Estoy yendo en la misma dirección. — Me di la vuelta para encararle y él hizo un gesto desganado, señalando con su barbilla a un rascacielos que se veía en el horizonte. — Un amigo se acaba de mudar allí. Voy a visitarle. — dijo.
Entorné los ojos. —No te creo.
Kuroo alzó las cejas y suspiró. —Sé que medir treinta centímetros más que la media nacional y haber comprado seis latas de cafeína pura es algo que te hace desconfiar...
Sí, y, además de eso, sus prominentes ojeras, su rebelde cabello y su envergadura te hacían pensar que era cualquier cosa menos un dulce chico que leía el Evangelio en la iglesia.
—Deja de seguirme. — repetí.
La expresión de Kuroo no cambió para nada, aunque su voz sí pasó a ser algo más amable. —¿Un mal día?
—¡Sí! — clamé. — Bueno, ¡no te importa! Deja de seguirme, ¿vale? Me pone nerviosa que seas como... un gato. — silencioso, observador y con un poco de malicia.
—Te juro que voy a casa de mi amigo. ¿Qué te hace sospechar tanto de mí? — preguntó con sinceridad y un tono algo quejoso.
—¡Apenas te conozco! — le dije. Y era la verdad. Era eso lo que me hacía sospechar de él, creer que todo lo hacía con la maldad natural que siempre había atribuido a las personas. Y, encima, saber que debajo de su ancha sudadera sin capucha se escondía una musculatura que envidiaba hasta el escultural David, me hacía desconfíar aún más. Si Kuroo quisiera, podría cogerme en brazos sin problema.
Kuroo era una incógnita y tenía todas las papeletas para ser el padre del bebé. No sabía cuáles eran sus patrones de comportamiento, ni su personalidad, ni siquiera sabía si tenía familia más allá de lo obvio. No era como Sawamura, que había sido mi vecino durante dos décadas, ni como Oikawa, que me contó su vida en una sola tarde. Lo único que hablamos fue en alguna práctica de laboratorio y en una fiesta que celebraba la llegada de agosto. Durante las noches que pasamos juntos, la única frase de más de dos palabras que logré decir fue "más despacio, por favor".
—Ah, eso tiene una solución fácil. — dijo después de un buen rato buscando una respuesta decente. — ¿Qué te parece...?
—¿Si me das tu número? — completé yo. Kuroo soltó una risilla algo sarcástica. — Oye, podrás seguir diciendo que no tienes, o que prefieres vivir como si fueran los ochenta, pero no me engañas. ¿Qué clase de persona no tiene un número de teléfono?
—Vale, vale. — dejó las bolsas en el suelo y me tendió su enorme mano, pidiéndome mi teléfono móvil. Se lo di. Él marcó un número. — No suelo contestar mensajes ni llamadas. Mi teléfono lleva en el modo avión desde hace cinco meses.
Di gracias al cielo porque en mi teléfono no había salido ningún mensaje de "contacto duplicado". Kuroo me devolvió mi teléfono con un nuevo contacto creado. Ya le cambiaría el nombre más tarde.
—Gracias.
—¿Tener el número de alguien te hace confiar directamente en esa persona? — preguntó socarrón.
—No, pero la verdad es que así me siento más segura. La policía ya tiene un número que rastrear.
Kuroo volvió a reírse mientras recuperaba las bolsas que había dejado el en suelo. Yo estaba dispuesta a retomar la marcha cuando su propuesta me llamó la atención: —Si quieres conocerme tengo tiempo libre el viernes que viene. Te veo en esa cafetería que está enfrente de la tienda de muebles.
—¿E-en serio?
—Sí, pero no te arregles demasiado. Que sea informal, nada en plan cita. No quiero tener que ir en camisa.— añadió, dando un par de pasos y quedándose delante de mí. — Hasta la vista, Okazaki. — canturreó, despidiéndose de mí y caminando hacia el edificio que había señalado anteriormente.
Pensé que conocer a Kuroo sería de lo más complicado; parecía de esas personas misteriosas que nunca estaban dispuestas a hablar... pero me equivoqué. Volví a casa pensando en qué ponerme el siguiente viernes que fuera "informal".
**********
yo después de pensar en atsumu miya durante 24 hrs y dándome cuenta de lo cíclico que está quedando este fanfic: weno *publicar*
después de días teniendo crisis porque me envían 8 trabajos al día y después de entregarlos todos......... he aquí un capitulo de 2184121468 palabras con el que me he desquitado porque tenía ganas de escribir en fin un besi
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro