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Me dejé caer en la silla giratoria de lo que consideraba mi estudio, un cubículo en medio de un largo escritorio compartido con otros tres hombres que, normalmente, decidían que era una buena idea espiarme a través de las placas semiopacas que separaban cada porción de escritorio. Estaba derrotada; las náuseas no paraban y cada vez me sentía más fatigada, como si de verdad parte de mi energía fuera reservada para que unas células en mi interior crecieran más que otras. Cerré los ojos con fuerza y apoyé la cabeza contra la madera del escritorio, fría, sin importarme mucho que cayeran al suelo un par de lapiceros. 

Habían pasado tres días desde que el test de embarazo dio positivo. Ni siquiera me atreví a buscar en Internet cuál era el siguiente paso. Estaba perdida, sintiendo que daba pasos en vano en mitad de la oscuridad. No sabía si debía pedir cita con el médico, o si lo más común era comprar más test para descartar que el primero fuera un falso positivo. Aún con la cabeza sobre el escritorio, deseé con todas mis fuerzas que todo fuera un sueño. 

Volví a sentir las incómodas náuseas, así que me reincorporé despacio con una mano sujetándome la frente. Hice ademán de levantarme de la silla, pero escuché cómo alguien hablaba cerca de mi cubículo. Eché un vistazo, deslizándome con la silla hacia el pasillo principal de la oficina: era mi editor. Rápidamente, despejé mi zona de la mesa de papeleo, tiré a la basura un par de vasos de cartón que estaban ahí desde antes de mis añoradas vacaciones y encendí mi tableta gráfica. Guardé un par de mechones de mi ya largo flequillo detrás de mis orejas. 

—Okazaki. — oí a mi derecha. Era una voz masculina y, a pesar de ser grave, tenía un tono dulce. 

Me giré en la silla con una sonrisa. —¡Hola! Me pillas revisando un par de cosillas... — mentí.

Que mi editor fuera de la misma edad que yo me hacía rabiar por dentro, pero me calmaba saber que mis compañeros de escritorio, ya en sus cuarenta, llevaban muchísimo peor que un chico de veintidós años les diera órdenes. Vi que llevaba unos cuantos tacos de papeles en la mano. Recé para que no los dejara en mi escritorio. 

—¿Puedes echar un vistazo a estos dibujos...? — me preguntó, efectivamente, dejando los papeles en mi mesa. A ojo, conté unas cien o ciento cincuenta páginas. — Para el lunes. 

—Es viernes. — dije, un tanto a la defensiva. — ¿Para el miércoles que viene, a lo mejor? 

Mi editor suspiró. Después me observó a través de sus lentes, entornó los ojos y me escudriñó mejor. Yo enarqué las cejas. —¿Estás bien? Te veo muy pálida. 

—Ah, sí, sí, tranquilo. — reí. Hice un aspaviento con la mano con la intención de quitar importancia al asunto, aunque yo me preocupé bastante. — Es que me está costando un poco volver a la rutina. 

Con toda la tranquilidad del mundo, dejando el resto de papeles que llevaba en la mano también en mi mesa, Keiji se cruzó de brazos. Pensé que iba a reñirme, pero el problema es que siempre tenía la misma cara. Nunca le había visto sonreír, ni cabrearse, nada de nada. A pesar de tener los cambios emocionales de una ameba, habló con tono sereno y más bien bajito, para que solo le escuchara yo.

—¿De verdad estás bien? ¿No te duele la tripa, ni nada? — me preguntó, inclinándose ligeramente hacia mí y clavando sus ojos azulados en los míos. 

No supe si mentirle, porque si no lo hacía, le preocuparía aún más; y no sólo como editor, sino como amigo. Akaashi y yo éramos los más jóvenes de la revista, y aunque él había encontrado un puesto mejor que el mío -yo era una correctora más-, enseguida nos llevamos bien. Encontramos alivio el uno en el otro. De hecho, él me confesó que ni siquiera quería trabajar en una revista que se limitaba a publicar shonen casi al segundo día de conocernos, así que supuse que eso era una muestra de confianza. Con el tiempo, nos hicimos amigos, pero intentábamos mantener esa amistad fuera del trabajo. Preferíamos ahorrarnos rumores. 

Tragué saliva. —¿Tienes alguna razón para decirme eso? — odiaba tener que tratarle así, con tanto desparpajo, en la oficina, teniendo en cuenta lo jerarquizada que estaba y que él, en el fondo, era mi superior. 

Akaashi se ajustó la montura de las gafas, cogió uno de los bolígrafos que estaban en el cubilete de mi mesa y un taco de post-its verdes y escribió rápidamente en uno de ellos. 

''Te he oído vomitar'' leí. Agarré otro bolígrafo. ''los onigiri me han sentado mal'', contesté yo. Keiji entornó los ojos. Inspiró, entre resignado y preocupado, arrugó el post-it, lo tiró a la papelera y señaló el taco de cien hojas que había dejado sobre mi mesa. 

—Revísalos para el jueves, ¿vale? Negociaré las fechas con Kimoto-san. — me dijo.

Junté las manos en sinónimo de gratitud. —Gracias, Akaashi-senpai. —bromeé. 

Él agitó la cabeza y recuperó los papeles que no me pertenecían. —Hablamos más tarde. — y por primera vez en mucho tiempo, lejos de sonar amable, sonó amenazador.

*****

El tiempo en Tokio era muy diferente al de Sendai, pero también al del pequeño pueblo de mi abuela. Echaba de menos los arrozales. Añoraba la brisa suave de las noches de verano. Odiaba los atascos, tener que pasar una hora entera en un tren para llegar a casa, odiaba a la gente que corría de un lado a otro para intentar llegar al atestadísimo metro, odiaba las luces de neón que decoraban cualquier negocio... pero lo que odiaba más que cualquier otra cosa era el roce de mi sujetador con mi pecho. Nunca había sentido tanto el contacto de la tela, y mucho menos dolor. Estaba deseando llegar a casa para quitarme el sostén y tirarme en el futón. 

Suspiré y, casi al instante, noté una mano sobre mi hombro. Me giré, asustada. 

—Ah, eres tú. — respiré tranquila al ver que se trataba de Akaashi. Llevaba puesta una chaqueta de color crema que casaba con mi falda. — Creí que serías el cerdo de Kimoto. 

Akaashi se llevó el índice a los labios y me reprendió con la mirada. —Shh, ponle verde cuando estemos más lejos de aquí. — dijo, invitándome a caminar para alejarnos cuanto antes del edificio de las oficinas de la famosa revista de shonen. — Seguro que puede escucharnos. 

Kimoto-san era el editor jefe. Era un señor entrado en años, que siempre vestía con tirantes y se creía el mismísimo J. Jonah Jameson. Tenía mal genio y, al parecer, una fijación con las mujeres jóvenes, aunque le costaba bastante contratarlas en su departamento. No sé si yo tuve suerte o si de verdad me contrató creyendo que iría todos los días vestida de gala a la oficina; la cuestión era que su fijación con Akaashi y conmigo sobrepasaba ciertos límites, así que nosotros nos tomábamos la libertad de insultarle los viernes por la tarde, cuando solíamos tomar un café antes de volver a casa. 

Atardecía en Tokio. Akaashi y yo caminamos tranquilamente hacia nuestra cafetería fetiche, algo escondida en una callejuela de una zona residencial en decadencia, pero tuve que detenerme al notar un fuerte olor a gasolina. Justo después llegó la primera náusea.

Con delicadeza, Akaashi sujetó mi brazo. —¿De verdad estás bien?

—No es nada. — murmuré. Sonreí intentando tranquilizarle, pero la jugada salió mal. Noté un pinchazo leve en el vientre que hizo que me quedara sin palabras por un momento. — Bueno, sí, en realidad sí que es algo. 

Akaashi enarcó las cejas, esperando mi respuesta. —Hiroko, — sólo me llamaba por mi nombre de pila cuando estaba preocupado por las fechas de entrega. Añadí una nueva situación al repertorio. — me estás asustando.

—Prefiero sentarme primero. — dije, temiendo que me temblaran las piernas. 

Nunca pensé que le diría a mi compañero de trabajo y amigo algo como esto; no nos conocíamos desde hace tanto tiempo, pero, a decir verdad, era la persona más cercana que tenía en Tokio. Aceleramos un poco el paso para llegar cuanto antes a la cafetería, donde Akaashi se ofreció -con su amabilidad de siempre- a invitarme a un té. Acepté por pura cortesía, y porque él parecía tremendamente preocupado.

Cuando llegó a la mesa que yo había ocupado y se sentó enfrente de mí con una taza idéntica a la mía, me miró con expectación. Sus ojos azulados me resultaron intimidantes por un segundo. 

—Verás... — comencé a explicarle, jugueteando con mis dedos y el asa de la taza — ¿Recuerdas que estuve pasando el verano en Miyagi? 

—Claro. — como para no acordarse, pensé. Estuve dándole la vara durante quince días y él sólo se limitaba a escuchar y asentir. 

—Pues, en el pueblo de mi abuela, me reencontré con un compañero de la primaria... ¿Prefieres que me ahorre los detalles y vaya al grano?

—Sí. — soltó, escueto.

—Llevo casi quince días sin la regla. Antes de ayer me hice un test de-

—¿¡Estás embarazada!? — gritó en un susurro, inclinándose hacia delante y posando su mano sobre la mía. Era la primera vez que Keiji perdía los nervios, que abría los ojos de par en par y se quedaba completamente atónito.

Yo me encogí de hombros. —Aunque eso no es lo peor. 

Akaashi entreabrió la boca. —No me digas  que-

—No sé quién es el padre. 

—¡Hiroko! — gritó. 

Sí, definitivamente era la primera vez que veía a Akaashi perder la cordura. Cuando notó que todo el mundo le miraba, se llevó las manos a la boca e hizo una leve reverencia a los presentes de las mesas cercanas, disculpándose. Después me observó. Vi en sus ojos una mezcla de incredulidad, sorpresa y, sobretodo, inquietud. 

—Pero supongo que tampoco es para tanto... ¿no?

**********

aaaaaaaaaAAAAAAAAAAAAAaaaAAaAaAaaaaAAAAA!! 

No me puedo creer que esté subiendo un fic con los chicos de Haikyuu (ya creciditos; si leéis el manga y lo lleváis al día seguro que encontráis alguna que otra referencia) pero es que no os podéis hacer una idea de cuánto QUERÍA escribir algo con mis personajes favoritos jeje

Y si por casualidad no habéis visto Haikyuu, no sé a qué esperáis... Aunque siento que este fic se puede leer sin ningún problema, como si fuera una novela sin más :) 

Dicho esto, que empiecen las apuestas: quiénes son los posibles padres?????  chanchanchan

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