
t r e i n t a y c u a t r o
La fecha de publicación del nuevo número de la revista se acercaba y con ella capítulos que revisar de nuevo, carpetas que traer y llevar y estrés. Si enviaba los archivos por correo postal, como había acostumbrado a hacer para que Akaashi no tuviera que vivir entre la oficina y mi apartamento, seguramente no llegarían a tiempo, así que no me quedaba otro remedio que ir hasta el edifico de la revista y dejarlos allí. Los paseos a la oficina, la vuelta a casa, el pasar casi una hora tirada en el suelo del váter porque ni siquiera las infusiones que me recomendaron en las clases de maternidad calmaban las nauseas, las horas interminables añadiendo detalles y líneas sin parar... me pasaron factura. Apenas eran las tres de la tarde cuando, rendida, dejé la pluma sobre la mesa. Alcancé mi teléfono móvil, siempre en silencio cada vez que tenía que concentrarme en mi trabajo, y miré hacia la ventana dejándolo caer de vuelta en la mesa.
Se me había olvidado por completo que Daichi estaba en Tokio. Tenía dos llamadas perdidas y unos cuantos mensajes avisándome de que ya estaba por el barrio. Me llevé las manos a la cabeza y, sin ser muy consciente de lo que escribía, respondí enviándole la dirección de mi apartamento. Dejé el teléfono en la mesa y observé mi apartamento, patas arriba: láminas por el suelo, macetas y plantas de hojas gigantescas sin regar, algún que otro esqueje ya marchito, botellas de agua vacías, estanterías con una capa visible de polvo y un futón en mitad de la sala. No me quedó otro remedio que arreglar un poco mi apartamento correteando de aquí para allá con una bolsa de basura. Ahogué un grito cuando recordé que la cocina también estaba hecha un desastre, llena de sobras de los días anteriores y con la nevera más vacía que el campus universitario en agosto. Presa del pánico, no fui capaz de encontrar una solución para limpiar todo lo más rápido posible y decidí que lo mejor era tirar todo, vajilla incluida, a la basura. Abrí la única ventana del apartamento y agité las manos en el aire, como si así la casa se ventilara mejor.
Luego pasé a la segunda parte: mi cara, mi pijama y mi desastroso pelo, acatado en una coleta. Dando pasitos cortos, llegué al baño. Me desenredé el pelo casi con rabia, me lavé la cara y los dientes -mareándome en el proceso-, me puse un vestido liso de un color pálido, me perfumé con medio litro de colonia fresca y cerré los ojos para autoconvencerme de que no era un desastre.
Estaba ordenando todos los productos del baño cuando escuché el timbre. Me tensé. Mirándome una ultima vez en el espejo, colocando con cuidado un par de mechones rebeldes de mi pelo, salí del baño y me atreví a girar el picaporte de la puerta principal. Mi apartamento era tan pequeño que ni siquiera tenía que pisar el genkan para recibir a los invitados, que a lo largo de mi historia en Tokio habían sido más bien pocos.
—Qué rápido. — comenté, con una sonrisilla que ocultó mi nerviosismo por un par de segundos. — No pensé que llegarías- Oh, gracias...
Acepté con ambas manos la bolsa de papel que me ofrecía Daichi. La reconocí al instante; era del restaurante que hacía los mejores bollos de carne de todo Miyagi. Me quedé observando al ex-capitán del Karasuno: llevaba unos pantalones anchos, claros, y una chaqueta gris. A Daichi nunca le había importado la moda, pero al parecer, casi desde primaria, se había decantado por el color más neutro del mundo. Supuse que le definía bien; Daichi era el equilibrio perfecto entre el blanco y el negro, entre ser un maldito insensible y un llorón quejica.
—No iba a presentarme en Tokio con las manos vacías... No sabía que comprarte, pero tuve que volver al pueblo a por unas cosas y me iluminé. — se rio. — ¿Te importa si paso?
Pues sí, me importaba. Algo más calmado, mi cerebro fue capaz de reestablecer las señales nerviosas de mi cuerpo y, mostrándole las palmas de mis manos a Daichi, pidiéndole que se quedara donde estaba, correteé para agarrar mi teléfono, mi inseparable bolsa de tela y una chaqueta fina.
—No es porque tenga el apartamento hecho un desastre ni nada de eso, —dije en un murmuro — pero supongo que no conocerás mucho de Tokio. — me calcé, me eché la bolsa al hombro e invité a Daichi a salir al balcón que a la vez servía de rellano para el resto de vecinos. — Vamos, tengo que enseñarte, por lo menos, Shibuya. ¡Está muy cerca!
Algo resignado, después de ver mi cara de cachorrito y mis ojos chispeantes rogándole que saliera del apartamento, Daichi suspiró y dejó que la puerta se cerrara tras él. Bajé las escaleras metálicas del edificio un par de pasos por delante. Me giré para verle y fruncí el ceño.
—¿Y tu equipaje?
—Ah, lo he dejado en casa de Asahi. — dijo, algo inquieto, como si temiera que su amigo se asustara al ver una maleta en medio del pasillo y llamara a la policía creyendo que era un paquete bomba. Daichi echó un vistazo a la calle. — Vives en una zona bastante buena, ¿no? Cuando me dijiste que tu apartamento era una basura, esperaba otra cosa... Estaba preocupado.
Me reí y me encaminé hacia la estación de tren. Daichi se colocó a mi lado. —¿Pensabas que vivía en un cuchitril de cinco metros cuadrados?
—Sé que necesitas mucho espacio para trabajar y que los apartamentos aquí son como latas de sardinas... — comentó, caminando a la par que yo. Soltó una risilla. — Aunque en Sendai tampoco son tan espaciosos como creía.
—¿Qué tal te has adaptado a la ajetreada vida de la ciudad?
Se encogió de hombros. Daichi era la resiliencia en persona, así que supuse que no tendría demasiadas quejas. —Bueno, tampoco hay mucho trabajo. Un par de hurtos, como mucho. —suspiró, algo resignado. Fruncí el ceño. Siempre había sido fan de la acción con una pizca de suspense, y algo me decía que pasar tanto tiempo durante su adolescencia viendo películas policiacas le había dejado mella. Conocía su mirada de ''debo aspirar a algo más''. Resiliente y ambicioso. Daichi se giró hacia mí levemente. — Y tu trabajo, ¿qué tal? últimamente solo te pregunto por el embarazo, lo siento.
Yo también me encogí de hombros. No supe qué decir. ¿Que me sentía ahogada? ¿Que en aquel mismo instante debería estar echando un vistazo a un capítulo nuevo? —Bien. Como trabajo desde casa, puedo organizarme el tiempo como quiera.
Daichi supo que algo no iba bien. Quizá mis ojeras me delataban. —¿Seguro que organizas tu tiempo bien...?
Chasqueé la lengua. No, no lo organizaba del todo bien a pesar de tener una agenda y horarios para cada semana. El volumen de trabajo era tan grande que no bastaba con dormir seis horas. —¡Claro! Es que tú siempre has conseguido sacar tiempo de debajo de las piedras, así que cualquiera quedaría como un vago a tu lado.
El de cabello oscuro y corto se paró en seco, antes de llegar a la larga avenida que vertebraba el barrio. —¿Duermes bien?
—Sí. — dije, despreocupada. Más de una noche la pasé en vela. Rebusqué en mi bolsa de tela mi cartera y saqué una tarjeta de transporte que tenía desparejada. Se la tendí. — Ten.
Fue una buena forma de cambiar de tema, porque Daichi dejó de preguntarme si descansaba como debía hacerlo una embarazada a decirme que no tenía por qué costear su viaje hasta Shibuya. El tren llegó escasos minutos después de que los dos pisáramos el andén de la estación. El vagón no iba muy lleno, así que encontramos unos asientos libres justo al lado de las puertas. Me di cuenta de que el ambiente entre nosotros seguía siendo incómodo; queríamos hablar pero a la vez nos daba miedo romper el hielo. Era como si hubiéramos vuelto a la secundaria, cuando no nos quedaba otra que volver juntos a casa -porque la mía quedaba de camino- y no sabíamos qué decir porque yo era un manojo de nervios y Daichi no sabía cómo tratar conmigo sin sacar el tema del voleibol... era como cuando fuimos conscientes de que nos gustábamos pero no quisimos decirnos nada porque nos daba vergüenza. Al final, fue él quien dio el primer paso: se declaró y también me preguntó si había paseado mucho por el Tokio lleno de turistas. Conversamos tranquilamente hasta que la voz robótica del sistema ferroviario nos avisó de que habíamos llegado a nuestra parada.
La enorme estación de Shibuya era un laberinto incluso para los tokiotas de pura cepa. La gente iba y venía sin prestar demasiada atención, los trenes se cruzaban y la megafonía recordaba a cada segundo las líneas que sufrían pequeños retrasos. Era un tanto caótica, así que, casi como si fuera un reflejo, agarré la mano de Daichi después de salir del vagón. Sin decir mucho, un poco agobiada por el ir y venir de gente, me dirigí a la salida más famosa de la estación.
—Dime que nunca has visto a Hachiko. —comenté, casi gritando para que Daichi pudiera oírme por encima de los avisos de megafonía. No me di cuenta de que había tomado su mano hasta que llegué al pie de las escaleras mecánicas. La solté y decidí cruzarme de brazos. — A ver si es verdad que da suerte...
Daichi se aclaró la garganta, carraspeando, y agitó la cabeza. —No, las pocas veces que he estado en Tokio no he tenido tiempo de hacer turismo.
Fui un paso por delante y me subí a las escaleras mecánicas. Fue entonces cuando me di cuenta de que mi estrés se había esfumado dejando paso a la ilusión por llevar a Daichi por los rincones más conocidos de Tokio -que yo sólo había visitado, como mucho, un par de veces-. Él me siguió sin rechistar, escondiendo una sonrisilla, por los laberínticos pasillos de la estación. Yo hice ademán de entrelazar su brazo con el mío mientras le explicaba cómo no perderse por Shibuya como si fuera una auténtica experta en la zona, pero preferí cruzarme de brazos. Una vocecita en mi cabeza me preguntó si era necesario guardar tanto las distancias con Sawamura. Y tenía algo de razón. Estaba claro que entre nosotros aún quedaba algo y, con el tema del embarazo, no tenía pinta de terminarse del todo. Es más, algo me decía que el embarazo, Para Daichi, era una forma de volver a estrechar lazos con su ex-novia más que una posible responsabilidad que crecía cada vez más y más. Pero siempre me venían a la cabeza Oikawa y Kuroo. Y pensaba en lo mucho que se complicaría todo si alguno de los dos resultaba ser el padre y terminaba queriendo la custodia. Era un quebradero de cabeza que prefería ahorrarme, así que caminé un poco alejada del policía.
Un pequeño grupo de turistas se amontonaba sobre la famosísima estatua de Hachiko, con el bronce de las patas desgastado. Caminamos hacia allí y esperamos a que los turistas -yo aposté a que eran holandeses; Daichi, alemanes- terminaran de hacerse una foto grupal. Yo rebusqué en mi bolsa de tela y preparé mi teléfono móvil para imitarles y sacarme una foto que probablemente enviaría a Oikawa. En mis manos, el teléfono sonó. Era Akaashi.
—Cógelo. — dijo Daichi con tono suave, viendo que mi expresión cambiaba y se volvía como la de un cachorrito asustado.
No solía provocarme ansiedad el tener que contestar a una llamada de mi editor pero, por culpa de la sobrecarga de trabajo y mi miedo constante a perder mi puesto después de aquel terrible viernes, cada vez que veía el contacto de Akaashi en la pantalla mi estómago se revolvía. Acepté la llamada. —Hola, ¿algún problema?
—Sí. — como siempre, fue directo al grano. Le oí suspirar, cansado. Si yo tenía trabajo, él también, multiplicado hasta por dos. — Necesito los capítulos del spin-off del instituto. ¿Los tienes?
Me llevé la mano que tenía libre a la frente. —Eh... No, aún no. Me dijiste que era mejor empezar por el capítulo de la serie original...
Akaashi volvió a resoplar, intentando mantener la calma. —Vale, tienes razón. Es verdad. Perdona. ¿Podrías corregir los capítulos de la comedia y dejar el original? Quieren empezar ya con la maquetación, y dicen que las cosas importantes es mejor dejarlas para luego. ¿Podrías tenerlos para mañana a las seis, antes del cierre de la oficina?
Me costó respirar. —¿¡Ma-mañana!?
—Kimoto me está tocando mucho los- — suspiró, por enésima vez en todo lo que llevábamos de llamada. Sí, Akaashi estaba estresadísimo. Seguramente estaba a punto de gritar a alguno de sus colaboradores. — En fin, ¿puedes hacerlo? Hablaría con Kimoto-san, pero no creo que te dé una prórroga.
Solo por ahorrarle a Keiji el mal trago de hablar con el sucio cerdo, acepté. —Solo hay que hacer pequeños cambios, así que ahora mismo me pongo a ello.
—Gracias. Si puedes tener el capítulo de la original también corregido para esta semana, lo agradecería muchísimo. Es un asco que el autor trabaje al día, pero es nuestra mejor serie y no nos queda otra. — y, otra vez, suspiró. — Siento llamarte tan de repente. Tengo una reunión con los ojeadores. Mantenme al tanto, por favor. Y no te olvides de descansar bien.
Colgó tan rápido que no me dio tiempo a decirle adiós. Miré la pantalla de mi teléfono, que reflejaba los escasos segundos que había durado la llamada.
—¿Todo bien? — Daichi, a mi lado, me observaba con sus ojos oscuros.
—Ah... — me encogí de hombros. — Era del trabajo. — murmuré, entre una risilla nerviosa. Empezaba a sentir que la adrenalina que había sentido al iniciar la llamada me abandonaba. Cerré los ojos un instante y repetí varias veces a mis hormonas que no hicieran de las suyas.
—Espero que no sea- Hiroko.
Daichi tuvo que acercarse a mí al ver que sollozaba como una niña a la que le acababan de decir que no podía ir al parque. Yo no sabía si lloraba por el estrés de los últimos días, si era porque odiaba inmensamente a Kimoto, si simplemente era un altibajo más o si era porque, en el fondo, me negaba a seguir corrigiendo un manga que había pasado a tener una historia que no entendía absolutamente nadie. Sorprendido, el ex-capitán del Karasuno se inclinó ligeramente hacia delante para verme mejor. Yo evité su mirada.
—Déjame llorar tranquila. — gimoteé.
Él soltó una risotada, puede que enternecido. —Vale, vale.
Arrastré los pies hacia uno de los pocos bancos libres de la zona y me dejé caer en él. Daichi se sentó a mi lado y esperó, con toda la paciencia del mundo, devolviendo alguna que otra mirada envenenada a algún transeúnte asombrado por ver a alguien llorando en mitad de Shibuya.
—Dicen que el embarazo es una experiencia bellísima — sollocé — p-pero yo no hago más que llorar, y llorar, y quejarme de que lloro... Y no quiero que sea así. Tampoco q-quiero trabajar durante veinte horas al día...
Daichi buscó mis manos y las tomó entre las suyas. Su tacto siempre era cálido, reconfortante a la par que firme. —Es normal que te pase esto. — dijo. Yo me lo creí, independientemente de que Daichi supiera del tema o me lo dijera para calmarme. — Así que, tranquila. Además, si estás estresada estos días, es lógico que estés-
—¿Hecha un adefesio? ¿un desastre?
—Llorando como una magdalena. — Daichi volvió a soltar una risa suave. Apretó mis manos. — Aguantaste tres años en un instituto lejos de casa y uno y medio siendo la mánager de su club de voleibol, has estado sola durante toda la carrera y tuviste que buscar trabajo en Tokio sin ayuda de nadie; eres capaz de superar un reto más.
Hice una mueca y me deshice del agarre amable de Daichi para buscar en mi bolsa unos pañuelos de papel. Me limpié la nariz. —Mmh, ya, pero es que aguantar a los nuevos de primero o enfrentarme a los exámenes finales es distinto a saber que dentro de nueve meses vas a tener un bebé entre los brazos... y que si no tienes dinero, será mucho más difícil para los dos. — dije, con una voz algo nasal.
Dejé a Daichi sin palabras. Con un ronroneo, se llevó la mano a la nuca y se la frotó, mitad avergonzado, mitad sorprendido por mis palabras. —Tienes razón.
Exhalé por la boca con fuerza. —Es duro, pero supongo que lo superaré... Aunque tengo el frigo vacío porque no tengo tiempo para salir a comprar, tengo la cocina sucia... N-no puedo ser madre si no soy capaz de-
Al ver que volvía a llorar, Daichi colocó sus manos sobre mis mejillas y, con algo de fuerza, utilizó sus pulgares para secar mis lágrimas. Se aseguró de que mis mejillas -ardiendo, rojas como un tomate- estaban totalmente secas apretando el dorso de la mano sobre ellas. Agaché la cabeza.
—Tranquila. No he venido para hacer turismo; estoy aquí para echarte una mano en lo que pueda. — dijo, algo serio. Esbozó una sonrisa cuando yo alcé la mirada. — Puedes trabajar mientras yo hago la compra por ti. Solo tienes que darme la lista.
—P-pero es que a mí me gusta ir al super...
—Bueno, pues podemos ir juntos cuando termines de corregir. — ensanchando su sonrisa, Daichi me ofreció su mano antes de levantarnos del banco.
*****
Pasé casi tres horas seguidas encorvada sobre la mesa baja donde trabajaba. Puse mi móvil en silencio, me coloqué los auriculares para escuchar algo de música suave para concentrarme antes y mejor y logré corregir dos capítulos enteros pasadas las seis de la tarde. Coloqué las hojas con cuidado en uno de esos enormes archivadores verdes, asegurándome de que la tinta estaba seca, lo cerré y, por fin, estiré la espalda. Se oyó un sonoro ''crac''. Mis vértebras estaban deseando volver a su sitio. Con un suspiro, me levanté como pude del suelo y me quedé mirando mi apartamento. Atardecía, y los rosados rayos de sol que se colaban por la ventana iluminaban una sala que, después de mucho tiempo, no tenía ni una sola mota de polvo. Normalmente, al atardecer, cuando la luz caía y yo llegaba por fin a casa, lo primero que veía eran esas partículas blancas danzando por el aire; apenas tenía tiempo de limpiar con un trapo las estanterías, y el polvo se acumulaba sobre cualquier superficie, incluso en las hojas de algunas plantas. Pero, en cuestión de minutos, ya no había nada. Además, la pila de archivadores, libros, apuntes que nunca había tirado y hasta revistas había desaparecido; todo estaba diligentemente ordenado en la única pero gran estantería de mi apartamento, que antes solo tenía unos cuantos tomos recopilatorios del manga que corregía.
Arrastré los pies hacia la cocina mientras estiraba el cuello. Vi al mago que había conseguido ordenar y limpiar mi desastroso apartamento: Daichi estaba colocando los platos que acababa de lavar en las alacenas. Bostecé tan fuerte que no pudo evitar reírse.
—¿Has terminado?
Asentí y me fijé en la escena: Daichi, con mi delantal de topos lilas atado a la cintura, luciendo bíceps mientras flexionaba ligeramente el brazo para colocar la vajilla en los armarios, parecía el típico marido de película romántica con el que soñaba un gran porcentaje de mujeres a finales de su veintena. Él alzó las cejas cuando yo ya llevaba bastante tiempo perdida en mis pensamientos. Agité la cabeza.
—Ah, s-sí, sí. Ahora solo necesito... llevar los archivos a la oficina. — dije, atropellándome en cada palabra porque solo tenía una cosa en la cabeza, y no era precisamente llegar hasta allí. Me iba a resultar complicado olvidarme de Daichi de la imagen de padre primerizo lavando los platos.
—¿Te acompaño?
—No hace falta. Sí. Bueno, no sé. Vale.
Él, mientras se desataba el delantal, soltó una carcajada suave. Lo colgó en un pequeño perchero que estaba pegado a la pared. —Voy contigo; estás derrotada.
Guardé los archivadores en una de mis bolsas de tela y en menos de cinco minutos ya estábamos fuera del apartamento. Daichi se ofreció a llevar los documentos, y yo no rechisté. Caminamos de nuevo hasta la estación de tren, juntos, y el corazón me dio un pequeño vuelco al pensar que Daichi se había perdido entre la multitud; comenzaba la hora punta, así que los andenes estaban repletos de gente que volvía a sus casas después de una larga jornada de trabajo. Tuvimos la suerte de subirnos a un vagón con un par de asientos libres, aunque preferimos quedarnos de pie, frente a las puertas. Una ola de estudiantes y trabajadores se subió en la penultima parada, así que no me quedó otra que dar un par de pasos hacia atrás y quedarme entre la mochila rosa llena de llamativos llaveros de una adolescente y Daichi. No tuve escapatoria. Podría haber puesto la excusa de que estaba embarazada y haberme sentado en algún asiento, pero me quedé con mi espalda pegada al pecho de Daichi. El viaje se me hizo más largo de lo normal.
*****
Hacer la compra siempre había sido un quebradero de cabeza desde que me mudé a Tokio. La comida era cara, muchas veces importada y encontrar buenas ofertas era casi misión imposible. Daichi, tirando del carrito de la compra, se dedicaba a observarme mientras yo, teléfono y calculadora en mano, me aseguraba de que cada producto fuera un chollo.
—Si llevo el pack de seis sale más barato, pero seguramente caduque... — murmuré, acuclillada frente al lineal de las botellas de té verde.
—¿Y si llevas tres?
—¡Sale ciento cincuenta yenes más caro! — le mostré la pantalla de mi teléfono a Daichi. Él alzó las manos en son de paz. Resoplé y estiré las piernas. — Ah, mejor no compro té. Además, seguro que la teína no es del todo buena para el embarazo... ¿Qué falta?
Daichi miró la lista que él mismo había escrito. —Pepinillos, manzanas y galletitas saladas. — frunció el ceño, extrañado. — ¿Pepinillos?
Me encogí de hombros. —Están fresquitos.
Agarré uno de los laterales del carro metálico y conduje a Daichi hacia el pasillo de las frutas y verduras. Sentía que todo el mundo nos miraba. No eran miradas malas, más bien enternecidas. Y entendía por qué: parecíamos una pareja recién casada. Yo era la mujer obsesionada con ahorrar para recuperar los gastos de la boda y poder gastar el dinero en pañales, y Daichi el marido despreocupado que solo iba a la compra para colar una caja de cervezas en el carrito. El antiguo jugador de vóley se paró en seco y estiró el brazo para alcanzar una caja de fresas. Yo ahogué un grito.
—¡No! — agarré su antebrazo y le detuve.
Daichi me miró, nuevamente, entre extrañado y sorprendido. —Son tus favoritas, ¿no? — dijo, refiriéndose a las brillantes, rojas y apetecibles fresas que venían siempre envueltas de manera individual en una pequeña caja blanca.
—S-sí, pero son muy caras.
—Qué más da, llévalas. Yo las pago. — como tenía más fuerza que yo, le bastó con mover el brazo hacia el carrito para dejar la caja de fresas dentro. Yo las agarré y las volví a dejar en su sitio. Daichi soltó una carcajada. — Hiroko-
—Son carísimas. — me quejé. — ¡Si le sumas los impuestos son casi mil setecientos yenes! — tiré del lateral del carro. — Vamos. Además, no tienes por qué pagar todo lo que necesito. — añadí, entre dientes. Miré hacia atrás al oír que Daichi había dejado algo sobre el resto de la compra. Había vuelto a coger las fresas. — ¡Oye!
Forcejeamos de manera absurda. Daichi sonreía, como si la situación le resultara de lo más divertida, y yo terminé dándome por vencida. Solté que me parecía una tontería discutir por algo tan banal como unas fresas de mil y pico yenes, y ni me di cuenta de que yo también estaba sonriendo como una estúpida.
—¿No te gusta el mango? ¿Ni siquiera las manzanas?— oí una voz masculina cada vez más cerca. — Oye, tienes que comer algo de fruta. No quiero tener que volver a esconderte las pastillas de las vitaminas debajo de la tortilla. — se quejó. Más bien, regañaba a alguien.
Miré hacia el lado derecho, de donde procedía aquella voz familiar, y me quedé parada al ver a Kozume-san pegado a su teléfono móvil, con aire desinteresado y dejando que Kuroo, a su lado, encorvado y con los brazos estirados a lo largo del carro de la compra, le diera una lección sobre la importancia de tomar la cantidad de vitaminas necesaria. Como si hubiera notado que tenía mi vista fija en él, el pelinegro dejó de prestar atención a su amigo y alzó ligeramente la cabeza para dedicarme una mirada algo fría. Vi un destello de malicia en sus ojos. Y yo, automáticamente, me giré para ver a Daichi.
Era como una pelea de gallos, como dos vaqueros preparándose para disparar primero. Daichi apretó la mandíbula y, como Kuroo, también estiró los brazos sobre los lados del carrito.
—¡Pero qué ven mis ojos! ¿Estoy ante el inigualable, leal y ante todo caballeroso Sawamura...? — el tono de voz de Kuroo dejó de ser el típico de alguien preocupado genuinamente por la salud de un amigo a ser sarcástico y hasta un poco hiriente. La sorna se notaba a kilómetros.
Kozume levantó la vista de la pantalla de su teléfono, observó la escena durante unas milésimas de segundo, resopló, moviendo un largo mechón de cabello que caía sobre su rostro. —No empieces.
Daichi soltó una falsa carcajada. —Veo que estás más desmejorado que nunca, Kuroo-san.
—Lo mismo digo, campeón. ¿Ayudando a Hiroko para limpiar tu conciencia? ¿Como hacían los señores feudales al ofrecer un galón de leche? Por cierto, hola, Hiroko. — me saludó con la mano y una sonrisa que inspiraba de todo menos confianza. — Ese vestido te queda genial.
—¿Cómo va tu mano? — preguntó de la nada Daichi.
—Mira: — el más alto le mostró su mano izquierda. Un segundo después, dobló todos los dedos menos el central, dedicándole su dedo medio. — antes no podía ni hacer esto, y ahora puedo mandarte a la mierda sin problema.
Yo estaba tan desconcertada ante tal encuentro que no supe qué decir. Sentía cómo la tensión entre los dos iba en aumento, y sólo podía pensar en una cosa: ¿por qué todos los encuentros entre los tres posibles padres eran tan extraños? ¿No podían ser más cordiales? ¿O simplemente fingir que no se habían visto, como yo solía hacer con mis compañeros de la editorial? Me quedé en blanco. Obedeciendo a mi cuerpo pero sin ser del todo consciente de lo que hacía, arrebaté la lista de la compra a Daichi, que aún la llevaba en la mano, y me aclaré la garganta.
—Voy a por los pepinillos.
**********
otro día más en ''las crisis desmesuradas de nuestra pobre protagonista''
estoy de finales y tengo 22 temas que estudiar para el lunes pero prefiero escribir mamma mia lmao cuidaos y no seais como yo
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