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s e s e n t a y u n o

De lo que sí me habían avisado otras madres era de la dichosa incontinencia. No era una de mis grandes quejas, pero conforme pasaba el tiempo, más lo notaba. Kuroo nos invitó a un té para hacer gala de sus maravillosos descuentos de estudiante, y yo no tardé ni cinco minutos en tener que levantarme y anunciar:

—Tengo que ir al baño. 

La sorpresa que desdibujó los rostros de los dos ex-capitanes no fue porque yo me levantara de golpe, sino porque iban a tener que quedarse sin mí por un tiempo indefinido, y eso significaba tener que dejar de lado las vergüenzas y el rencor. Hice una rápida reverencia -más que excusándome, pidiéndoles que no armaran el caos por el bien de todos- y salí despavorida al baño. 

Quizá, por tratarse de una facultad en la que el ochenta por ciento de alumnos eran hombres, los aseos estaban desiertos. Entré, me quejé cuando no encontré el dichoso inicio del papel higiénico, me lavé las manos, resoplé y salí de allí lo más rápido que pude. En total, Kuroo y Daichi estuvieron unos dos minutos solos. Supuse que no era tiempo suficiente como para haberse peleado, pero no podía esperarme nada. Sujetando mi vientre, que ya empezaba a resentirse por el peso de la bebé, caminé de vuelta a la mesa. 

Los dos ex-capitanes parecían hablar de algo bastante... interesante. Las cejas de Daichi estaban algo fruncidas y acompañaba sus palabras con gestos bastante secos, rápidos, con la palma de la mano abierta, como si tuviera que recalcar cada sílaba. Por su actitud, creí que estaba riñendo a Kuroo de una forma un tanto agresiva, pero cuando vi que el pelinegro aceptaba la reprimenda... me di cuenta de que no era una regañina, sino algo con más importancia. Con la curiosidad empujándome, caminé hacia la mesa. Kuroo iba a decir algo justo cuando yo me planté a su lado con una sonrisa. Los dos chicos cruzaron una mirada y sonrieron. Yo volví a mi asiento, suspicaz. ¿Daichi y Kuroo sonriéndose? ¿Y con complicidad? ¿Y poniéndose de acuerdo para cerrar el pico justo cuando yo llegaba...? Sospechoso.

—¿De qué hablabais? —pregunté, alisando mi falda. —Parecía algo serio. 

—Oh, para nada. —dijo Daichi, riéndose como siempre hacía cuando tenía que soltar alguna mentira. Se frotó la nuca y volvió a mirar a Kuroo con la esperanza de que él, mucho más hablador y con mejor labia, pudiera disimular mejor. —Solo era...

—Le he dicho que deberían pasar un test psicotécnico más exhaustivo a los policías, y se ha puesto como un loco a explicarme por qué el sistema está estupendamente bien. ¿No crees que eso es suficiente como para apoyar mi idea?

Por mucho que Kuroo me mirara con convicción, supe que estaba mintiendo. Solo hacía falta ver a Daichi, fingiendo una sonrisa para nasa natural e intentando cambiar de tema rápidamente. No quise insistir por si era un tema delicado que pudiera levantar asperezas entre los dos ex-capitanes, pero sabía de sobra que estaban hablando de mí. ¿Sobre quién debía tener la responsabilidad absoluta de ser el tutor de la bebé? Pensándolo bien, ninguno de los tres, al menos por separado, sería el padre ideal. Daichi sería demasiado estricto, Oikawa demasiado inseguro y Kuroo demasiado despreocupado. 

Fue el pelinegro quien miró la pantalla de su teléfono y decidió marcharse de allí antes de que el silencio incómodo nos engullera. —Tengo un par de cositas que hacer. — dijo, levantándose de la mesa y escondiendo sus manos en los bolsillos de su bata blanca, que no se había quitado para mostrar al resto de la cafetería que seguía siendo un estudiante. 

Daichi también se levantó, así que no me quedó otra que hacer lo mismo. —Bueno, pues supongo que nos vamos...

—Os acompaño. —anunció Kuroo, que cumplió con su palabra.

Caminé hasta la salida del campus con Daichi a mi derecha y Kuroo a mi izquierda. Como ninguno de los dos parecía querer sacar un nuevo tema de conversación, lo hice yo: —Entonces, ¿de qué hablabais antes?

El policía volvió a buscar rápidamente la mirada de Kuroo, que soltó una carcajada suave y agitó la cabeza. —No era nada importante, créeme. 

Yo hice una mueca, frunciendo los labios. —Hmm, teniendo en cuenta tu historial de mentiras, no sé si fiarme... —me giré hacia Sawamura. Conociéndole,  no iba a resistir tanto como su amigo (si es que le podía llamar así), e iba a ser mucho más fácil sonsacarle la información. En el fondo, era un blando. Me acerqué levemente a él, chocando mi hombro contra su brazo.—¿No vas a decir nada? Normalmente no eres tan callado... 

—Eh, ¿¡cómo que te he mentido!? —exclamó Kuroo tras procesar mis palabras. 

—Ocultar la verdad se considera mentir, ¿no? —dije, esperando que Daichi dijera que sí. 

—Legalmente-

Kuroo alzó el índice y lo movió de lado a lado, haciendo que el ex-capitán del Karasuno se callada de inmediato. —Me dan igual tus movidas legales. —soltó, con un aire altivo que nunca había visto en él. —De todas formas, las leyes son totalmente arbitrarias y basadas en constructos como la moralidad, que no pueden medirse de forma cuantitativa, y me atrevería a decir que ni siquiera cualitativa. ¿Qué hace que las leyes de este país mejores que las de otros, eh? ¿Por qué se consideraría mentir un delito si a veces lo hacemos para proteger a alguien? ¿Y-

—¡Vale! —Daichi tuvo que detener a Kuroo poniendo una mano en su hombro. —Ya hablaremos de esto otro día —se despidió. Daichi agarró mi mano y tiró suavemente de mí.

Yo sonreí con algo de ternura, como si quiera decirle a Kuroo un silencioso 'no te preocupes, a mí me encantaría escucharte'. Agité la mano que tenía libre para decirle adiós. Él también se despidió con la mano, sacándola de uno de los bolsillos de su bata. 

—Nos mantendremos en contacto. —dijo el pelinegro, haciendo una ligera reverencia y dándonos la espalda para volver hacia el edificio donde se encontraban la mayoría de laboratorios y despachos. 

No me dio tiempo a contestar, ni siquiera un mísero '¡Vale!'. Continué caminando de la mano de Daichi unos cuantos metros y, pasando la boca del metro, mis neuronas hicieron sinapsis y me di cuenta de lo que había pasado: —¡Menudo teatro! —exclamé, parándome en seco.

A Daichi no le quedó otra que mirarme extrañado. Se quedó a mi lado. Tardó un par de segundos en reaccionar. —¿De qué hablas?

Golpeé su torso. —No te hagas el tonto. —bufé. —¡Lo de antes! ¡Has seguido el rollo a Kuroo para no decirme de qué narices estabais hablando en la cafetería! 

Vi cómo los labios de Daichi se curvaban en una ligera sonrisa que pronto estalló en una carcajada suave. —Me voy a llevar el secreto a la tumba, Hiroko. 

Apreté su mano. —Ni se te ocurra. O me lo dices o me tiro por las escaleras. —dije, señalando la estación de metro. — ¡Los dos estabais muy serios! ¡Sé que era algo importante, y sé que se trata de mí! 

Se inclinó ligeramente para acercar su rostro al mío. —Si te digo que no es tan importante ahora y que es mejor que te lo diga en otro momento, ¿estarás más tranquila? 

Fruncí el ceño y miré a la pupila de sus ojos color azabache. —No. —gruñí. —Será peor porque tendré aún más intriga. 

—Te lo he dicho, aún no es el momento. —Fueron su tono firme y su mirada intensa las que me hicieron agachar la cabeza con un puchero. Abandoné enseguida mi idea de poner ojos de corderito para que se ablandara porque sabía que no lo iba a conseguir. Daichi, entre satisfecho y preocupado por mi aparente cabreo, se acercó un par de milímetros más, lo suficiente para que sus labios quedaran cerca de mi oído. —Bien. —susurró, separándose. 

Sin previo aviso, utilizó su dedo corazón para golpearme en la frente con suavidad. Yo me quejé. —¡Ay!

—Te la debía. Por el golpe de antes. —soltó, riéndose. 

—¡Esto es abuso de autoridad!

—¿Es abuso de autoridad que te invite a cenar?

Cruzamos una mirada fugaz. Daichi había dejado de mirarme con seriedad hace tiempo y había pasado a hacerlo de una forma más divertida, puede que hasta traviesa. Inspiré profundamente por la nariz y suspiré, expulsando el aire por la boca. —Siempre me invitas a cenar. Es una oferta tentadora, pero deja que sea yo quien page por una sola vez. —recalqué las últimas palabras y junté las manos a la altura de mi pecho, rogándole a Daichi que no eligiera un restaurante caro para hacer gala de su tarjeta de crédito. 

Él volvió a tomar una de mis manos y continuó caminando. —Podemos apostar algo...

—Mmh, las apuestas no suelen salirme del todo bien. —bufé. —La última vez que aposté algo terminé en Turquía. El resto es historia. —añadí, entre dientes. Daichi no pareció hacerme mucho caso, así que volví a pararme y a mirarle con cara de no haber roto un plato nunca. —Porfa, porfa, porfa, deja que te invite a cenar. 

Al final, mi mirada chispeante y mi puchero sirvieron de algo: Daichi suspiró con un supuesto hastío y asintió. —Pero solo por hoy. Necesitas el dinero para la niña.

—Por un día no pasará nada. —solté, entrelazando mi brazo con el suyo y caminando pegada a él. —Aún tenemos algo de tiempo que matar, así que... ¿hay algo que te apetezca hacer?

Tokio era enorme y siempre había cosas que ver: exposiciones, parques, alguna que otra tienda de artesanía, conciertos, espectáculos, cafeterías donde una estudiante de bachillerato te preguntaba si querías un latte art de un cuadro de Van Gogh en tu café... y esa variedad era realmente el problema. Entre tantas opciones, Daichi, que nunca se había caracterizado por ser dubitativo, no podía elegir. Me miró mientras caminábamos sin rumbo. 

—Sinceramente, me basta con pasear contigo.

Sonreí con dulzura. —Te llevaré a ver los jardines del Palacio Imperial. 

Y eso hicimos: pasear despacio, disfrutando de nuestra cercanía y de cada paso hacia los jardines, dejando que algunas personas ajetreadas nos adelantaran. Daichi se reía con mis ocurrencias de vez en cuando, echando la cabeza hacia atrás y cerrando los ojos mientras soltaba una sincera carcajada, y yo no podía evitar sentirme la protagonista de una película romántica... y una auténtica maestra del humor. ¿Realmente era graciosa o es que Daichi era más risueño de lo que parecía? Fuera como fuese, la cálida sensación de estar con alguien querido me acompañó durante todo el camino.

Logramos llegar al Palacio Imperial antes de que cerraran el enorme portón de madera que parecía separar el Tokio de la era Edo de la actualidad. Apoyé mi cabeza en el hombro de Daichi y suspiré. 

—¿Nos sentamos? —preguntó él, separándose levemente de mí y señalando unos bancos de piedra.

No contesté. Simplemente arrastré los pies hasta allí y me senté con un gruñido, despacio, intentando no dejarme caer en el banco. Me froté el vientre. —Cada vez pesa más... —protesté. —Ni siquiera cuando fui mánager del Seijoh llevaba tanto peso... Siempre le pedía a Mei que llevara el carro de los balones, y ahora estoy cargando con una niña, placenta, líquido amniótico y los kilos que he ido ganando durante estos meses. —reí. 

Daichi se sentó a mi lado.  Estuvo unos segundos callado, observándome. Se fijó en mis piernas, estiradas hacia delante. —Debes tener los pies destrozados. —comentó.

Agité la cabeza. —No, no... Son los tobillos y las rodillas lo que me duele, más bien. Últimamente mis piernas parecen las patas de un elefante y-

Ahogué un gritillo que sorprendió a un par de viandantes cuando Daichi agarró mis piernas para ponerlas sobre su regazo. Le miré con una mezcla de horror y enfado, preguntándole silenciosamente qué narices estaba haciendo. El ex-capitán evitó mi mirada un instante y luego se volvió hacia mí algo sonrojado. Se aclaró la garganta. —¿Puedo?

—A buenas horas. —solté. Aún así, dejé que mis piernas descansaran sobre las suyas. 

Nos quedamos en silencio, escuchando de fondo a algunos pajarillos que, como nosotros, podían ver cómo la luz del sol empezaba a colorear el cielo de naranja. Daichi miró hacia los lado un par de veces, asegurándose de que no había personas cerca; algunas familias y grupos de amigos abandonaban el parque, pero no parecían percatarse de nuestra presencia. Aún algo dubitativo, el de pelo castaño agarró la tela de la falda de mi vestido y la retiró, dejando al descubierto mis rodillas. Si no fuera por el peso de mi barriga y mi terrible dolor de espalda, me hubiera levantado.

—¿¡Qué haces!? —grité en un susurro, estirando mi mano para poder detener las suyas.

En una sociedad donde no te miraban raro por leer auténticas bizarradas llenas de sangre y vísceras, sino por acariciar a abrazar a alguien querido en público, ver a una chica con sus piernas sobre las de un chico en mitad de un parque era ya indecoroso. Que el chico tuviera intenciones de algo más, rozaba lo satánico. Yo era la primera que se postulaba en contra de las anticuadas normas sociales del país, pero también era algo pudorosa. Sí, cuando Daichi y yo salíamos hicimos cosas que se deberían haber hecho en casa, pero, si tus hermanos, tus padres o tu abuela estaban a una habitación de distancia, lo mejor era buscarse algún recoveco en la subida de la montaña. 

Daichi parecía no enterarse muy bien del asunto. No supo interpretar mi mirada llena de horror y posó finalmente sus manos sobre mis rodillas. Sin previo aviso, comenzó a masajear mis piernas por encima de las medias, sin fuerza pero con firmeza, intentando no hacerme daño pero queriendo estirar bien mis músculos. Sabía lo que hacía. Suspiré con alivio. 

—¿Mejor?

Asentí. —Sí, pero pensé que ibas a-

Levantó la vista un instante para verme. —¿A qué?

—Nada, nada. — me reí, roja como un tomate y girando la cabeza hacia los árboles que teníamos detrás. —Cosas mías... No conocía esta faceta de ti, señor policía. —comenté, en el asiento. —Espero que mi abuela no se entere porque, si no, cada vez que vuelvas al pueblo, va a intentar que te quedes en nuestra casa para siempre. Cocinas bien, eres amable y, encima, sabes dar masajes. 

Le vi sonreír. —Han sido muchos años evitando lesiones. —dijo, como si quisiera restarle importancia. 

—Ya que estás, podrías... —golpeteé mis lumbares— hacerme un... trabajito. 

Daichi soltó una risotada. —¿Por qué tienes que decirlo así? 

—No se me ha ocurrido otra forma. —respondí. Volví a suspirar. —No sé cómo agradecerte esto...Eres mejor que las clases de yoga de las ocho de la mañana, Daichi. Mmmh, sigue, sigue.

—Hiroko, no hagas esto más raro de lo que es. 

Fui yo quien se rio con una carcajada. —¡Perdón! Es que eres tan bueno con las manos que no puedo pensar bien.

Dejó de masajear mis piernas un instante para golpearme con el índice en la frente. —Anda, cierra los ojos y relájate. Pero no mucho, que te conozco.

Obedecí, estirando el cuello hacia atrás. —Mmmh, me voy a imaginar que estoy en la playa... —no tardé ni un minuto en volver a abrir los ojos. Señalé a Daichi con el índice. Espero que no se te haya olvidado tu promesa. 

—Si pudiera, en este instante te llevaría a la playa y hasta al fin del mundo. 

El masaje -más pausadas- y sus palabras hicieron que me sonrojara. Que me sonrojara de verdad. Tuve que mirar al cielo y sentir el aire frío del invierno en mis mejillas para retirar las piernas del regazo de Daichi, alisar la falda del vestido y levantarme del banco.

—Está volviendo mucha gente. —dije, mirando al flujo de personas que abandonaban los jardines y que había ignorado hasta entonces. —Creo que nosotros también deberíamos irnos a cenar antes de quedarnos encerrados aquí toda la noche, ¿no?

Daichi me imitó y, asegurándose de que su bufanda estaba bien anudada, se puso en pie. —Tienes razón. ¿Te sientes mejor?

—Como si caminara sobre las nubes.

Y no era broma. 

*****

Acabamos encontrando sitio para dos en la barra de uno de esos restaurantes de ramen baratos regentados por una familia que llevaba décadas y décadas en el negocio. Era un local pequeño y acogedor. Bueno, quizá solo estaba vagamente iluminado, y era Daichi quien me hacía sentir como en casa. 

Mi apetito me hizo devorar mi plato como si llevara tres días en estado de inanición. Daichi se dio cuenta de que las puntas de mi pelo no dejaban de querer hundirse en el tazón, así que tuvo que inclinarse varias veces hacia mí para guardar algunos mechones detrás de mi oreja. Se lo agradecí con una sonrisa.

Al ver los dos cuencos vacíos, me apresuré para buscar mi cartera y poner unos cuantos billetes sobre la mesa, pero Daichi me detuvo. Yo fruncí el ceño y agité la cabeza. —Me prometiste que ibas a dejar que yo pagara. 

—Sabes que no puedo hacerlo. 

—Por favor, soy solvente. Si no, ¿crees que tendría una cuenta en el banco? No pasa nada por gastarme dos mil yenes. ¡Me gasto mucho más yendo y viniendo en metro! Además, yo soy la que vive en Tokio, ¿no? Entonces soy tu anfitriona y debería-

Daichi golpeó la mesa al poner su codo sobre ella. Se remangó la manga del jersey y me enseñó la palma de su mano. Yo enarqué las cejas. —Vamos a resolverlo como hacía con Suga.

—Qué raros habéis sido siempre. —bufé, colocando mi codo al lado del suyo y agarrando su mano con fuerza. —Es mucho mejor piedra, papel o tijera.

Me miró directamente a los ojos con una mezcla de determinación y malicia, como si estuviera cruzando una mirada a través de la red con uno de sus contrincantes en un partido de vóley. Daichi asió mi mano. —¿Preparada? A la de tres.

Yo también sonreí, sagaz. —Una, dos...—intenté con todas mis fuerzas tumbar su brazo antes de tiempo. 

—Tres. —estaba tan convencida de que me iba a dejar ganar como otras veces (como cuando sacaba papel en vez de piedra, o como cuando recibía mis remates con el canto del antebrazo para poder decirme que era demasiado buena) que tardé un par de segundos en darme cuenta de que el dorso de mi mano había tocado la madera de la mesa. —Uy, has perdido. Supongo que puedo pagar la cena. 

Rodé los ojos. —Vale, bien, sigue creyendo que tengo que ser una mujer mantenida.

—Puedes invitarme al postre. —dijo. —Suelen ser más caros.

*****
Después de la cena, Daichi, que era la definición de caballero, insistió en acompañarme a casa. Le dije varias veces que no hacía falta, que iba a perder su tren de vuelta a Sendai, pero no me sirvió de nada hacerme la dura. Él conocía de sobra mi lenguaje no verbal y sabía que, detrás de mis reprimendas y de mi tono inhabitualmente molesto, prefería que estuviera conmigo el mayor tiempo posible. 

Cuando dejamos atrás las enormes avenidas y las calles se fueron estrechando poco a poco, me pegué a él y le miré con los ojos entrecerrados. Crucé los brazos.

—Mi apartamento solo está a unos cinco minutos... ¿No hay algo que tengas que contarme? 

Daichi me devolvió una mirada interrogante. —Que yo sepa, no...

Me paré en seco. —Venga ya, Daichi. Creo que hoy te has hecho el tonto lo suficiente.

Dio un par de pasos más antes de darse cuenta de que yo me había quedado atrás. Se giró hacia mí y se encogió de hombros, como diciendo ''no sé de qué me estás hablando, en serio''. —Dame alguna pista, por favor.

—Lo de Kuroo. —gruñí. —¿De qué hablabais cuando me fui al baño?

El antiguo capitán del Karasuno inspiró profundamente. De nuevo, le vi dudar. En el fondo, entendía su dilema: ¿era mejor inventarse alguna mentirijilla piadosa para que yo no molestara o soltarme la verdad de golpe? Al final, decidió decantarse por la segunda opción. 

—Solo le dije que no podías quedarte sola en el apartamento a tres meses de dar a luz. —dijo. 

—¿Y qué más?

Suspiró. —Hiroko, tienes que pensar más en ti. —se acercó un par de pasos e hizo ademán de tomar mis manos, pero yo continué de brazos cruzados. —No puedes estar sola. ¿Y si te pasa algo? 

—Llamaré a la ambulancia.

—¿Y qué pasa cuando no puedas alcanzar los platos del último estante, o cuando tengas el teléfono lejos, o cuando te duela demasiado la espalda? Es el último trimestre de embarazo y-

Alcé el índice. —Es muy poco probable que rompa aguas antes de tiempo, si es lo que te preocupa. 

—No me preocupa solo eso. Me preocupa que comas bien, que tengas el frigo lleno, que puedas tener ayuda si necesitas limpiar algo... Sé que eres fuerte, que llevas viviendo aquí sola años, pero, Hiroko, la situación es nueva y-

—Estaré bien. ¡He estado bien todo este tiempo! —con altibajos y alguna que otra crisis, pude añadir. 

Daichi agitó la cabeza. Dios había criado a dos cabezones, y ellos solos se habían juntado. —Sé que haces esto porque no quieres molestar, pero deberías replantearte vivir con... Kuroo.

—¿Y por qué con él?

—Él es el único que está aquí. A mí me encantaría acompañarte todos los días y todas las noches, pero no puedo solicitar un nuevo traslado y tampoco puedo dejar el trabajo. Oikawa está a miles de kilómetros de distancia... ¿No es obvio? Kuroo es el único, por mucho que me pese, que puede verte en persona todos los días. Ojalá yo pudiera hacer lo mismo.

Me quedé en silencio unos instantes, procesando sus palabras. Daichi tenía razón: el tercer trimestre era, si no el que más, uno de los más  importantes del embarazo. El tiempo iba a pasar rápido y, del día a la mañana, me iba a encontrar pariendo en el hospital... si todo iba bien. Agaché la cabeza. 

—¿Qué sugieres? ¿Que vaya a vivir con él en una residencia universitaria?

—No. —Daichi sonó algo cortante y, definitivamente, serio. —Que él esté contigo en tu apartamento. A lo mejor no es necesario que esté todo el día, porque sería insoportable, pero sí podría quedarse unas horas contigo.

—¿Y quién te dice que va a acceder?

—Hiroko, en el fondo me da igual si es él, Mei, un cangrejo de río o el mismísimo Emperador. Solo quiero que estés acompañada. —alzó las manos un instante al verme tan a la defensiva. Si fuera un erizo, mis púas estarían preparadas para clavarse en Daichi. —Es por vuestro bien-

—Lo sé. —le interrumpí.—No me des el discursito. Yo también quiero lo mejor para la niña, pero es que las cosas son más complicadas de lo que crees. 

—Oh. —la expresión de Daichi se suavizó. —¿Quieres hablar de ello o es algo que no...?

Hice un aspaviento con la mano restándole importancia al asunto, aunque en realidad sí era algo que importaba. Sí, Daichi tenía toda la razón del mundo, y lo más conveniente era que Kuroo viniera a mi apartamento a, al menos, pasar la tarde, pero entraban en juego dos variables: uno, mi temor a cruzar la línea de la amistad -porque la atracción entre nosotros era evidente- y a crear un auténtico caos entre los posibles padres; y dos, que Kuroo resultara ser un completo imbécil que hiciera imposible la convivencia. Pensé que, quizá, lo mejor era comprar un billete de ida a Argentina, aprender español y quedarme allí comiendo empanadas y bebiendo mate mientras Tooru continuaba ganando partidos. 

—Me lo pensaré. —decidí. 

Daichi esbozó una sonrisa entre satisfecho y aliviado. —¿Seguimos?

—No, tranquilo; puedo ir sola a casa desde aquí. No creo que me pierda.... Además, ya llegas tarde a la estación...

Chasqueó la lengua y se remangó para ver la hora que marcaba su reloj de correa de cuero. —Mierda, es verdad. 

—¿Sabes por dónde atajar?

—No te preocupes, estoy acostumbrado a correr. —se acercó a mí con intención de darme un beso en la mejilla, pero yo me aparté un escaso centímetro. 

—Estarás acostumbradísimo a correr, pero no a llegar tarde. —le recordé. Daichi era dolorosamente puntual, y odiaba, sobre todas las cosas, llegar cinco (o incluso dos) minutos rezagado. —Puedes llegar antes si cruzas el parque del barrio. De todas formas, si pierdes el tren, sabes dónde estoy. 

Me sonrió, tomó mi rostro entre sus manos y se inclinó hacia delante para darme un beso en la frente. —Te enviaré un mensaje cuando llegue a Sendai.

Asentí. —Buen viaje.

Vi cómo abandonaba la calle a toda velocidad. Yo esperé a que doblara la esquina para continuar con el camino hacia el apartamento, pero su voz llamando mi nombre hizo que me detuviera. Me giré para ver a Daichi al otro lado de la callejuela, justo detrás de una farola de cálida luz amarillenta. 

—¡Al final no me has invitado al postre! —gritó.

Aunque una parte de mí, la más terca e irracional, quería seguir un poco molesta con él porque aún tenía la sensación de que había insinuado que no me valía sola, no pude evitar soltar una risilla. Correteé -no era lo recomendado según el ginecólogo, pero lo hice- hasta Daichi, que caminó un par de pasos para acortar la distancia. Agarré de forma algo agresiva la tela de la bufanda y tiré con fuerza, obligando a Daichi a pegar sus labios contra los míos. Le besé hasta que tuve que tomar aire. Luego volví a hacerlo. Y otra, y otra vez. Literalmente, le comí a besos cortos, intermitentes, pero que le hicieron sonreír como a un tonto.

—¿Esto cuenta como postre?

—Me sirve. —dijo, algo sonrojado. —Te llamo mañana. Descansa. 

Antes de marcharse corriendo hacia la estación para no perder el último tren bala a Miyagi, colocó su mano detrás de mi oreja y me devolvió uno de los mil besos que le acababa de dar. 

*********
creo que este es el capítulo más largo de la historia de Mamma Mia jeje 

como os digo siempre, siento no actualizar blablablabla y me voy a la cama que vienen los Reyes Magos... A ver si me traen un buen fisio -o a Daichi en su defecto- para que me de unos buenos palitroques que tengo la espalda jodida jeje un beso 










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