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c u a r e n t a y s i e t e

El desagradable sonido de mi despertador no consiguió su cometido; llevaba horas despierta. Como no había podido conciliar el sueño antes de medianoche, me preparé un infusión y, algo resignada, me senté delante de mi escritorio, dispuesta a corregir cientos de viñetas. Durante horas, hasta que mi muñeca resentida me hizo parar, estuve con la vista pegada a las páginas. Intenté volver a dormir, pero al rato noté ciertas molestias en el vientre. Creyendo que sería una mala digestión, volví a reincorporarme y pasé toda la madrugada leyendo el libro que me habían prestado en la clínica, ''Guía para nuevas madres''. Aunque no era una lectura trepidante, leí más de la mitad. Cuando quise darme cuenta, un recordatorio se reflejó en la pantalla de mi teléfono: ''partido San Juan''.

Encendí mi portátil y me senté frente a él con otra taza de infusión entre las manos y un cojín sobre la tripa. Ver a Oikawa sobre la pista me hizo sentir mejor por unos instantes; al rato, pasado el primer set, dejó de estar tan radiante y ocupó un lugar en el banquillo. Fruncí el ceño. No entendía nada de lo que decían los comentaristas, así que alargué mi brazo para alcanzar mi teléfono y buscar qué narices estaba pasando. Oikawa había colocado cada balón sin problema. Había conseguido seis puntos directos. Preocupada, busqué en internet si había sucedido algo en el equipo o si Tooru había sufrido algún lesión durante los entrenamientos. No encontré nada en los portales de búsqueda japoneses. Resoplé. Dejé de prestar atención al partido y me fijé en el banquillo, en cada movimiento de Oikawa, intentando encontrar alguna respuesta. Y bingo.

Era su rodilla. Bajo la rodillera de color negro, ocultaba un vendaje blanco que comprimía la articulación. Chasqueé la lengua. Desde que le conocí, siendo ya capitán del Seijoh, había tenido ciertos problemas de tendinitis debido a los saltos con carrerilla que daba cada vez que hacía un saque. Era algo que no parecía superarle, pero sí lo hacía. Recordé aquella vez en la que le escuché discutir a gritos con Iwaizumi después de un entrenamiento. El segundo recriminaba al primero que se exigía demasiado,  y yo ya conocía lo suficiente a Oikawa como para darle la razón a su compañero. Solo esperé que fuera algo pasajero, un mal día. Aprovechando que tenía el teléfono en la mano, le envié un mensaje. 

Oikawa 

Estoy viendo tu partido en directo!! Saluda a la cámara

08:08

Evidentemente, no pudo ver el mensaje hasta tiempo después, cuando ya hubo finalizado el partido. No respondió; prefirió llamarme justo cuando me estaba dando una ducha. Gruñí al cielo, me enredé el pelo en una toalla y me abroché bien mi albornoz. Descolgué. 

—Hey, ¿cómo está mi mamá favorita? —canturreó al oírme suspirar al otro lado de la llamada. Su tono era alegre, animado, quizá porque él y su equipo habían ganado el partido.

—Hola, hola. —dije. Me froté el vientre y decidí mentir. —Bien, ¡contenta después de ver que has ganado!

—No dije nada a la cámara porque pensé que estarías durmiendo, pero para la próxima te lanzo un besito. —soltó, haciéndome reír. —No tengo mucho tiempo para hablar, estoy de vuelta a casa. Va todo bien, ¿no?

Rodé los ojos. —Que sí, que sí. ¡Qué preocupado estás...! —añadí, con algo de sorna. 

—¡Boluda! —exclamó. Mucho había tardado en perder los nervios. — ¿¡Cómo quieres que esté!? ¡Puedes llevar a mi hijo dentro! ¿¡por qué aún no sabéis si será nena!? ¡Ay, me va a dar un infarto peor que a la mamá de Caillou cuando descubrió que su hijo se lavaba la calva con gel! 

Intenté tranquilizarle mientras soltaba una ristra de lo que creía que eran insultos, unos cuantos gritos ahogados y preguntas -que fueron tan rápidas que ni siquiera pude contestar-. —¡Tooru! —bramé. Por fin, se calló. Aproveché los escasos segundos de silencio para frotarme la sien. Tanto grito iba a terminar con mi paciencia. —Tranquilo, por favor. Todo va bien, créeme. 

—¿Ya compraste ropa bonita?

Recordando el intento fallido de encontrar ropa que no fuera igual de cara que mi alquiler, miré hacia la ventana. Me sentí abrumada por un instante. —Eh... No. 

—¡No jodás! ¡Ya es hora, Hiroko! —me riñó. — ¡Leí en Internet que es el momento ideal para comprar ropa de premamá!

—Fui con Kuroo y- Bueno, da igual, déjalo. ¿Cómo van las cosas por Argentina? ¡Tu equipo está primero en la liga! 

Si había algo que hacía que Oikawa volviera a ser el de siempre, eso era alimentar su ego. —Ay, boluda, no me lo recuerdes, me haces sonrojar... —soltó, riéndose como si realmente le diera vergüenza. —Tampoco es para tanto. Ah, por cierto...

Enarqué las cejas, expectante. Oikawa se quedó en silencio unos instantes, como si esperara una reacción mucho más exagerada. —¿¡Qué!? —terminé exclamando. 

—En Navidad volveré a Tokio. —anunció, seguramente con una sonrisa algo amarga en el rostro—Así que podés ir preparando una lista de todas las cosas que comprar para el bebé. 

Sonreí, conmovida, pero luego fruncí el ceño. —¿A Tokio? ¿No vas a volver a Sendai? —Le dije, extrañada. Oí una exhalación suave, un suspiro que denotaba cansancio. Oikawa guardó silencio unos instantes. Yo enseguida me pregunté si había sucedido algo en su familia; era raro que Oikawa prefiriera pasar la Navidad en la capital en lugar de hacerlo con sus padres, hermanos y sobrino.—¿Ha pasado algo?

—No, nada. ¡Qué va a pasar, boluda! —soltó, con su típico tono alegre y algo altivo. Imaginé cómo hacia aspavientos con la mano, moviéndose de un lado a otro de la habitación donde estaba. —La Navidad es para pasarla con amigos, ya sabes. 

—¿De verdad no has tenido-

—¡Aaaah! —gritó, recordando algo y asustándome.—¿¡De cuántos meses estarás en diciembre!? 

Suspiré. Si había alguien mucho mejor que yo en eso de cambiar de tema cuando la conversación tomaba un rumbo diferente al planeado, era Oikawa. No era una persona que se abriera a la primera de cambio; iba a necesitar horas y puede que hasta alguna copa para encontrar una fisura en su coraza de aparente despreocupación y me contara qué narices había sucedido para que prefiriera pasar la Navidad en Tokio antes que en Sendai, con su familia. 

Algo resignada, miré al techo e hice cuentas. —De casi seis. —respondí. —Qué rápido pasa el tiempo...

Oikawa ahogó un grito. Parecía emocionado, casi como si él fuera la madre del bebé. O peor aún, una abuela ansiosa porque quería ver a su nieto lo antes posible. —¡Tendremos que decorar su habitación! ¡Y comprar una cuna! Ah, y que no se te olvide la ropa. ¿¡Podré sentir las pataditas ya!?

Asentí, a sabiendas de que no me estaba viendo, y dejé que se me escapara una risilla algo triste. —Claro. 

Seguramente había notado mi tono apagado, amargo, así que Oikawa cambió el suyo: más serio, algo frío. —Che, Hiroko, ¿estás bien? Te noto... distinta. 

Calculé los pros y los contras de mentirle. Oikawa estaba lejos, a un océano de distancia, y era tan impredecible que no sabía cómo narices iba a reaccionar. Quizá, si le contaba todas mis preocupaciones, como que en mi apartamento apenas había sitio para una cuna o que mi sueldo iba a llegar a duras penas para ropa de premamá, soltaba que era un muermo. Seguro que decía algo del estilo ''Che, Hiroko, sos más aburrida que la teletienda a las dos de la mañana''. Y, a lo mejor, si cambiaba de tema, le hacía sospechar. Siempre había tenido esa fama de ser un insensible, alguien que solo se preocupaba por él mismo, pero Oikawa no era así. Era inteligente. Y sabía de sobra que yo no me encontraba del todo bien.

Decidí que lo mejor era utilizar mi infalible táctica: —Sí, sí. Estoy bien, pero tengo muchísimo trabajo acumulado... Voy a tener que dejarte. 

Oikawa fingió que mis palabras le habían dolido más que una puñalada. —¡Ah, Hiroko, no! ¡No podemos dejar nuestra relación ahora...! —dramatizó, hasta que se dio cuenta de que no podía ver su actuación. Se aclaró la garganta. —Bueno, te dejo hacer tus dibujitos. —soltó. —Para el próximo partido, cuando marque el primer punto directo, te mandaré un besito. Y al bebé también.

—Oh, gracias. —reí. —Si al final vienes a Tokio en Nav-

—¡Pues claro que iré, conchuda! —exclamó, puede que algo ofendido. —Ay, perdón, lo de conchuda no es porque vayas a tener un hijo, ni nada de eso, es solo que... Bueno, da igual.

—Me aseguraré de prepararte una sopa de bienvenida. —le dije. —¡Y un pastel de Navidad! 

—Gracias, gracias, reina. —oí como juntaba los labios y los separaba de manera exagerada varias veces, mandando besos al aire. —¡Te llamo en unos días! ¡No hagas locuras, chao! 

Sonriendo de oreja a oreja, finalicé la llamada y dejé mi teléfono sobre la mesa que me servía de escritorio, encima de unos cuantos dibujos en sucio. No tardé mucho en sentir que la habitación se movía de lado a lado, zozobrando, como un barco incapaz de luchar contra las olas. Cerré los ojos con fuerza y busqué la pared para apoyarme en ella. 

No fui capaz de pensar en nada más que en el bebé. Me llevé una mano al vientre e intenté sentir la calidez que me acompañaba durante los últimos meses, pero no fui capaz de notar nada. Controlando mi cuerpo como pude, logré resbalarme despacio por la pared y me senté en el suelo. Al menos, no corría el peligro de caerme. Lo había aprendido en las clases para madres primerizas. En caso de sentirnos mareadas o mal, lo mejor era sentarse o tumbarse en el suelo para evitar un buen golpe. Por fin, las clases de maternidad y los mil folletos que había leído en el transcurso del primer trimestre de embarazo servían para algo; alargué mi brazo para alcanzar mi teléfono y marqué el número de la clínica, tal y como nos habían enseñado: si nos sentíamos mal, lo primero que había que hacer era llamar al servicio de urgencias. Y, siendo sincera, yo sentía que me estaba muriendo allí mismo.

*****

—Todo está bien, tranquila. —el doctor Fujioka apretó mi hombro con suavidad, dándome ánimos. —En la analítica solo los niveles de hierro están un poco bajos, pero las ecografías y la citología están como deben estarlo. El bebé está sano y salvo. 

Asentí despacio y llena de alivio. —Gracias. 

—No se preocupe. —el hombre soltó una risilla, entornando tanto sus ojos que por un instante llegaron a desaparecer de su rostro. —Ha sido un susto de madre primeriza, nada más. Asegúrese de descansar bien estos días y, por si acaso, guarde reposo, ¿si? Luego, unas buenas clases de yoga no le vendrán mal. 

El doctor hizo una seña para indicar que me dejaba sola en la pequeña sala de espera habilitada con un par de camillas. Era la única mujer que estaba allí, tumbada. Al parecer no habían tenido más urgencias en la clínica. Me despedí del hombre con una reverencia y vi cómo se marchaba a paso lento, mirando a cada recoveco de los pasillos. Suspiré. Agaché la cabeza y me miré el dorso de la mano; donde había estado una vía, solo quedaba una venda de color blanco. 

Después de descartar de que no se trataba de un aborto espontaneo, me hicieron miles de pruebas en la clínica. Análisis, ecografías, un exhausto examen de todas las partes de mi cuerpo... Mis síntomas no encajaban en ningún cuadro, así que se limitaron a dejarme en una camilla libre con un gotero de suero, esperando a que el doctor tuviera claro el diagnostico. Al rato, llegó una mujer vestida con un traje beige, se sentó en una silla frente a mí y empezó a hacerme unas cuantas preguntas: ''¿Cómo te has sentido estos días? ¿Has sentido falta de aire? ¿Tienes a alguien que te espere en casa?'' Descubrí que era psicóloga, y que su veredicto había ayudado a la hora del diagnostico: ansiedad. Con razón, lo único que podía recomendarme el doctor eran clases de yoga.

Las manecillas del reloj no paraban y se me echaba el tiempo encima. Me cansé de esperar. Inspirando profundamente, me deshice de las sábanas que tapaban mis piernas y me reincorporé, despacio, hasta que mis pies descalzos tocaron el suelo frío de la clínica. Busqué mis zapatos a pesar de que sentía que mis piernas aún temblaban. 

—Oye, cuidado. —oí una voz grave a mi derecha, cerca de la puerta. Giré la cabeza como un pobre cordero asustado; luego, mi expresión se suavizó. 

—Pensé que habían llamado a Daichi... —murmuré al ver a Kuroo, aunque no pude evitar sentirme aliviada. 

Él se encogió de hombros. —Sé que a las chicas os vuelven locas los tipos en uniforme, —dijo, sin venir mucho a cuento— pero el policía no puede venir a salvarte hoy. —se acercó a mí dando dos largas zancadas. Encontró mis zapatos antes que yo, los agarró, se agachó para quedar a la altura de mis pies y, sin decir nada más, me ayudó a ponérmelos. Yo puse mi mano en su espalda, apoyándome en él. Le oí bufar. —Dijiste que podías cuidarte solita, y mira quién ha tenido que venir a buscarte. 

No tenía fuerzas para darle un golpe, así que simplemente me aparté. —Estoy bien.

—No mientas, anda. —dijo, con un tono que parecía más bien el de un padre riñendo a su hija que el de un estudiante de posgrado. Cruzamos una mirada. Kuroo suspiró con hastío y puso los brazos en jarras.—Ay, qué voy a hacer contigo... ¿Nos marchamos ya?

Asentí sin muchas ganas. —Sí.

Me ofreció su mano y yo, sin siquiera pensármelo dos veces, la tomé. Estaba ardiendo... o quizá yo tenía demasiado frío. Me llevé mi inseparable bolsa de tela al hombro y caminé al lado de Kuroo, despacio, casi dejando que él me arrastrara hacia la puerta. Nos despedimos con unas reverencias del personal de la clínica, guardé mi informe médico y dejé que Kuroo me condujera, sin rumbo aparente, por las calles de Tokio. Dejó que agarrara su brazo y lo pegara contra mi pecho. Él se giró un instante para verme.

—¿Estás bien? ¿Segura? —me preguntó. 

Volví a asentir. —Sí. —aunque, a decir verdad, el ruido de los motores de los vehículos, las luces de los escaparates, los gritos desesperados de los hombres que promocionaban las ofertas de algunos restaurantes escondidos en los callejones, las personas yendo y viniendo... todo me abrumaba. Inspiré profundo. 

Kuroo parecía, como los gatos, oler el miedo. Sonrió. —¿Sabes que la composición de las lágrimas es diferente según el motivo por el que llores? —adaptó su paso al mío, caminando más despacio, y dobló ligeramente su brazo para que yo pudiera aferrarme a él mucho mejor. —Por eso a veces las lágrimas están más saladas, y te escuecen los ojos después de llorar por rabia más que cuando lloras por tristeza. 

Después de muchas horas, fui capaz de soltar una risilla. —¿Cómo sabes que las lágrimas están saladas?

—Las he probado. —soltó, sonando convincente. Miré a Kuroo con el ceño fruncido.—Los hombres también lloran, Hiroko. 

—Lo sé. Tienes pinta de llorar como un bebé con las películas de miedo. —bromeé. 

—En realidad, las lágrimas están más saladas porque la concentración de sodio cambia; se activan neurotransmisores distintos según la emoción, ya sabes, así que...

Dejé que me contara todos los datos de la investigación sobre la composición lágrimas con todo detalle. Era como haber apretado el botón que abría las esclusas de un pantano: en cuanto se abrían un milímetro, ya era imposible parar la salida del agua. Con Kuroo pasaba un poco lo mismo; en cuanto hablaba de ciencia, era como si no pudiera detenerse. Le observé con una mezcla de admiración y ternura. Él, que solía leer entre líneas demasiado bien, malinterpretó mi mirada curiosa por primera vez en mucho tiempo.

—Perdón por haberte soltado este muermo. —se disculpó.

Agité la cabeza. —No, no. Me gusta escucharte.

Y así era. Tenía una voz algo áspera, pero había algo en ella que encandilaba. A lo mejor era su forma de explicar las cosas, su carisma, o a lo mejor es que yo simplemente estaba coladita hasta por huesos de Kuroo. Él cruzó una mirada interrogante conmigo, y, al oír mis palabras, su expresión algo fría cambió por una totalmente diferente. Con algo de orgullo, esbozó una sonrisa. 

—Eres la primera persona que me lo dice. Ni siquiera el tribunal de mi trabajo de fin de grado pudo escucharme por más de diez minutos. 

—Pues no lo entiendo, la verdad. Cuentas investigaciones de lo más aburridas como si fueran una historia. —dije, en su defensa. Al ver que nos alejábamos del barrio, me paré. —¿Dónde vamos?

—A la residencia.—anunció, sin más. Notó que yo necesitaba una justificación, así que añadió:—Daichi me ha amenazado de muerte, ¿sabes? Me ha dicho que me enterrará vivo si te dejo sola.

Hice una mueca. —No creo que te haya dicho eso...

—Vale, he exagerado un poquito —con la mano del brazo que tenía libre, hizo un gesto con el índice y el pulgar, juntándolos levemente—pero es verdad que me ha pedido que no te deje sola, al menos en lo que queda de día. Casi le da un infarto cuando le han dicho que estabas en la clínica.

—No ha sido nada... —murmuré. —Puedo estar sola. 

—Entrarás en casa, verás el techo y creerás que se te cae el mundo encima. —mucho más serio que antes, Kuroo chasqueó la lengua y me miró con sus ojos felinos. —No voy a molestarte, lo prometo. Simplemente estaré ahí por si necesitas algo... y porque no quiero que Daichi utilice su posición como policía para ocultar mi asesinato, claro. 

—Prefiero dormir en casa. —insistí. 

Kuroo se paró en seco. —Hiroko. —con tan solo decir mi nombre, logró que todos los músculos de mi cuerpo se tensaran. —Hazme caso. Estarás mejor acompañada. 

Quise protestar y ponerme a la defensiva, pero no tenía las fuerzas suficientes. Me limité a soltar su brazo, a alejarme un par de pasos de él y a hacer amago de volver hacia mi apartamento, que estaba unas cuantas estaciones de metro más atrás. Kuroo me detuvo con calma, a sabiendas de que no iba a salir huyendo. Puso su mano sobre mi hombro. 

—Estaré bien-

—No seas cabezota. —golpeó con su puño cerrado y toda la delicadeza del mundo mi cabeza. Yo solté un quejido. —Sé cómo funciona esto de la ansiedad. Ven a la residencia. Te juro que soy silencioso como un aire acondicionado de última generación.

La comparación no me pareció del todo buena, pero de todas formas me giré. —¿No confías en mí?

—No. —respondió Kuroo, sin dudárselo. —Dejaré que descanses. —dijo. No supe si iba con segundas, terceras o cuartas intenciones, aunque, a juzgar por su rostro y su mirada algo preocupada, lo decía en serio. —Tengo que revisar los resultados de los últimos días. Te acompañaría a casa y me quedaría contigo, pero...

—Vale, vale. No hace falta que pongas más excusas. —alcé las manos en sinónimo de paz y volví a colocarme a su lado. —¿Queda mucho para llegar hasta allí? 

—Unos cinco minutos. ¿Estás cansada? ¿Quieres que te lleve a caballito? —soltó, inclinándose hacia delante para que yo pudiera subir a su espalda. Rechacé su invitación y me llevé la mano izquierda al vientre para poder buscar con la derecha, de nuevo, su brazo.

Anochecía, y Kuroo empezó a contarme datos sobre el sistema solar. Me dediqué a escucharle con atención los primeros minutos, pero, poco a poco, su voz pasó a un segundo plano y me di cuenta de que tenía razón: si hubiera vuelto a casa, a ver los cientos de hojas por corregir que me esperaban en el escritorio, a dormir sola en aquella sala de estar fría... Hubiera pasado lo mismo. Mi mente se pondría a trabajar a cien por hora y terminaría sollozando hasta creer que el bebé estaba en peligro. Cansada, apoyé mi cabeza contra el hombro de Kuroo y dejé que hablara sobre la cara oculta de la Luna.

*****

Sorprendentemente, Kuroo mantenía su escritorio de lo más ordenado. No había ni una sola planta en la minúscula habitación que le habían asignado en la residencia de estudiantes de la universidad de Tokio, ni siquiera un cactus. En teoría, era una residencia masculina, y no podían entrar personas ajenas a partir de las ocho de la tarde. Eran las nueve, yo era una mujer y era totalmente una extraña para los conserjes, pero Kuroo ni siquiera me escondió, como hacían los adolescentes o los estudiantes de primero para colar a sus novias. Hasta le explicó a uno de los hombres que estaban en la puerta que yo era una amiga. Kuroo debía ser el gran conocido de la residencia. Todo el mundo confiaba en él ciegamente y, por ende, le dejaban hacer de todo. De hecho, su habitación era la única que tenía una estantería a medida para dejar ahí todos sus libros y archivadores.

Nada más entrar a la habitación, Kuroo señaló la cama, junto a la pared y con sábanas de color azul oscuro, y me dijo que me pusiera cómoda. Vi cómo se ponía sus gafas de pasta.

—¿Miope? —pregunté, merodeando por la habitación. 

—Vista cansada. —respondió.— Contras de ser una asquerosa rata de biblioteca. —se quedó unos segundos de brazos cruzados, apoyándose en el escritorio, mirando cómo yo caminaba de un lado a otro. Oí cómo cogía aire. —Puedes ducharte, si quieres. 

—¿Eh? No, no... —me reí, notando como todo el calor de mi cuerpo subía a mis mejillas. ¿¡Era acaso una cría de quince años!?

—Es aquí o en los baños compartidos. —dijo. Con una exhalación, caminó hacia mí y abrió la puerta que estaba a mi derecha, la puerta que yo no dejaba de mirar. —Ten cuidado, el agua sale ardiendo. 

Tragué saliva, indecisa. Una ducha caliente no me vendría nada mal después de tantas emociones; aún sentía que mis dedos de las manos y mis pies no eran parte de mi cuerpo, como si estuvieran dormidos, y todavía no había recuperado una temperatura corporal normal, cálida. Sí, una ducha estaría genial, pero, por otra parte, el no estar en un entorno familiar volvía a hacerme sentir nerviosa. Bueno, y que Kuroo estuviera al otro lado de la pared, también me hacía sentir... extraña. 

—Creo que prefiero un baño individual. —dije, al fin. 

Kuroo asintió, me lanzó una de las sudaderas negras del merchandising de la empresa de Kenma y señaló su escritorio. —Grita si necesitas ayuda para enjabonarte-

—Ponte a revisar los resultados de tu trabajo ya, ¿no? —bufé, entrando en el baño y cerrando la puerta con un golpe. 

—¡A la orden, mi sargento! 

Arrastré los pies por los azulejos del baño, casi igual de diminuto que el de mi apartamento. Me hizo sentir algo más cómoda. Dejé la sudadera y mi ropa cerca del lavabo, dobladas casi a conciencia, giré el grifo y me coloqué bajo la ducha, dejando que el agua caliente me empapara. No oí nada más que el agua correr. No oí a Kuroo teclear en su portátil, ni quejarse, ni canturrear, y tampoco escuché los latidos de mi corazón. Solo el agua, nada más. Después de lo que pudieron ser horas, alcancé el gel de ducha que utilizaba Kuroo y gruñí. Debía haber metido en mi bolsa un neceser con mis productos de baño, para así evitar oler como el maldito Tetsuro durante un día entero. 

Terminé de enjabonarme, me aclaré y hasta me lavé el pelo. Chasqueé la lengua al no encontrar ni una sola toalla en todo el baño. Resignada, alcé la voz. —¿Puedes dejarme una toalla? ¡Parece que lo has hecho adrede! 

Oí que Kuroo se carcajeaba. —¡Hay toallas limpias en el armario! —me respondió, gritando. 

—Oh. —musité. —N-no lo había pensado...

A lo mejor mi inconsciente estaba jugando conmigo después de haber leído tantos manga y visto tantas series en las que la protagonista, en cueros, pedía una toalla al que resultaba ser el tipo más guapo de todo el instituto, la universidad o el mundo entero para que después, como por arte de magia, se dieran un beso de lo más esperado. 

Me sequé rápidamente y me vestí con la sudadera que me había prestado. Enredé mi cabello en la toalla y, algo mejor que antes, salí del baño. El vaho había empañado los cristales. 

Kuroo estaba sentado frente a su escritorio con una pierna flexionada, sobre la silla, y la barbilla hundida en su rodilla. Parecía estar de lo más cómodo y de lo más concentrado, leyendo a través del cristal de sus gafas para vista cansada lo que parecían ser informes. No quise distraerle, así que caminé casi de puntillas hasta la cama y me senté, despacio. No sirvió de mucho el intentar ser sigilosa; los muelles del colchón crujieron bajo mi cuerpo. Kuroo se giró en la silla y me fulminó con la mirada. 

—Perdón. —me disculpé, pensando que lo que le molestaba era el ruido cuando, en realidad, era otra cosa. 

Empujándose con las manos, se deslizó, sentado, por la habitación. Kuroo alcanzó otra sudadera, aquella vez, gris, y la utilizó para taparme las piernas. Aunque la sudadera me quedaba enorme y me llegaba más allá de las rodillas, no llevaba calcetines y seguramente mis pies volverían a quedarse fríos. Y él lo supo desde el primer momento. Kuroo volvió a su lugar frente al escritorio sin decir nada. 

—Kenma también tiene ansiedad. —soltó, en voz más bien baja, sin apartar la vista de los papeles que revisaba. —Solía quedarse helado después de cada crisis, así que abrígate. 

Sonreí con algo de tristeza y me acurruqué bajo la sudadera gris, de tela gruesa y calentita. —Gracias... No sé cómo lo haces, pero parece que tienes experiencia con todo.

—Créeme, aún me queda mucho que aprender. 

—¡Pero si lo sabes todo! —reí. Había algo en el ambiente que me hacía sentir cómoda y relajada. Era como si Kuroo lo hubiera calculado al detalle. —Seguro que sabes hasta chino.

Bù zuò bù sǐ. —soltó, con un acento de lo más conseguido. 

—¿¡Ves!? ¡Sabes de todo! 

—No sé lo que significa y ni siquiera sé si es chino. Me estaba quedando contigo. —me explicó, entre risillas. —Hay cosas que no sé... Por ejemplo, qué tiene de diferente la botánica-

—Como digas la palabra ''huerto'', te mato. —le amenacé, sabiendo por dónde iban los tiros. 

—Entonces me callo. —y lo dijo muy en serio. No volvió a mediar palabra. Se concentró en leer los informes, en apuntar algunas cosas a mano con un bolígrafo azul y nada más.

Yo me quedé observándole hasta que me di cuenta de que a lo mejor estaba tan relajada con él porque aquellos sueños recurrentes habían dejado de aparecer en mi mente. Fijándome en su espalda ancha, en su cintura estrecha y en cómo la tela de la camiseta que llevaba puesta se ceñía perfectamente a su cuerpo, empecé a divagar. Me sorprendí a mí misma pensando en algo que no debería haber pensado. Apreté la mandíbula y cerré los ojos con fuerza, haciéndome un ovillo y escondiéndome bajo la sudadera. 

Era atento, pero Daichi y Tooru también lo eran. Era inteligente. Atractivo. También lo eran Daichi y Oikawa... Sin embargo, Kuroo tenía algo que me arrastraba a él como si yo fuera un papel en medio de una corriente de aire. Mi sistema límbico más primitivo se despertó y mi razón se apagó. Volví a tragar saliva. 

—Gracias por dejarme estar aquí. —dije, casi para el cuello de la sudadera más que para Kuroo. 

—De nada, supongo. — él se giró de nuevo, bajó la pierna que tenía subida a la silla y se resbaló en ella. Cuando me vio, frunció el ceño. —¿Estás bien? Estás rojísima... Al menos ya has entrado en calor. 

Asentí con energía. Kuroo volvió a centrarse en su investigación, volviéndose con aire desinteresado, y yo aproveché para levantarme de la cama. Los muelles volvieron a crujir, pero él pareció no inmutarse. 

Mi abuela me había enseñado que, en ciertas ocasiones, no estaba del todo mal ser lanzada, así que, eso fue lo que hice, afrontar la situación con decisión. Coloqué mi mano en la mejilla de Kuroo, haciendo que se volviera hacia mí.

ㅡ¿Pasa algo? ㅡpreguntó, mirándome con algo de extrañeza. Entendió, prácticamente una milésima de segundo después, qué era lo que sucedía. 

Acerqué mis labios a los suyos, y sin dejar que mi cerebro lo procesara para así detenerme, besé a Kuroo. Él se apartó rápidamente, pero no de manera brusca. Sonrió con aire juguetón después del shock inicial y se hundió aún más en la silla.

ㅡQué táctica más buena. Inhibir el cortisol con la liberación de endorfinas... ㅡcomentó.

Yo me llevé las manos a la cara. ㅡDios, mierda, joder, ¡lo siento!

ㅡNo pasa nada. ㅡdijo Kuroo, acompañándose de una carcajada suave. Se quitó las gafas y las dejó sobre el escritorio, apartadas de los papeles.

Colocó su mano detrás de mi muslo y, con ayuda de las ruedas de la silla, se acercó a mí. Nuestra diferencia de altura hacía que el rostro de Kuroo, con tan solo estirar un poco el cuello, estuviera a milímetros del mío. Su mirada me invitaba a besarle, una y otra vez, hasta que el reloj marcara las doce de la noche, o hasta que nuestros labios estuvieran entumecidos.

Volví a colocar mi mano en la línea de su mandíbula y me incliné hacia él, pegando mi nariz a la suya y besándole otra vez. No se retiró y respondió al beso con una sonrisa. Noté cómo sus labios se curvaban bajo los míos.

Kuroo tenía razón. Besarle era una de las mejores tácticas existentes para evitar el estrés.

**********

perdón por no actualizar seguido sabéis que estoy muy ocupada pensando en kuroo mientras finjo que atiendo en clase

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