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c u a r e n t a y s e i s

Estiré mi espalda al sentir el suelo frío bajo mis pies. Por primera vez en mucho tiempo, concretamente desde que supe que estaba embarazada, me sentía bien. Tranquila, como si no tuviera nada de lo que preocuparme, más vital que nunca y hasta alegre. Inspirando profundamente, me levanté de la cama. Daichi había desaparecido con los primeros rayos de sol del día, casi de madrugada. Me había dicho que no tenía que trabajar hasta la tarde, así que la tranquilidad dio paso a la preocupación excesiva. ¿Y si se había marchado porque había roncado? ¿O quizá se había ido porque le resultaba incómodo tener que dormir conmigo después de todo lo que había pasado entre nosotros? Pensándolo bien, tener que dormir con tu ex -que para colmo estaba embarazada- era un poco raro. Arrastré los pies hasta la puerta, oyendo tan solo el sonido de las gotas de lluvia golpear en el cristal de la ventana. 

Esperando que Daichi no me hubiera dejado sola en su apartamento, caminé por el único y estrecho pasillo del apartamento hasta llegar a la sala de estar, que compartía espacio con la cocina. Suspiré con alivio al ver al antiguo jugador de vóley apoyado sobre la encimera, cerca de los fogones. Ojeaba su teléfono móvil y se había atado a la cintura un delantal negro. Alzó la vista al verme de reojo.

—¿Has dormido bien? 

Asentí con una sonrisa. —Sí...Gracias por dejar que me quedara aquí. 

Daichi se giró levemente y señaló una bolsa de algún supermercado. —¿Quieres tostadas? Siempre las tomabas en el colegio. 

Cualquier persona en sus cabales respondería a la pregunta con un simple ''vale''. Entonces, ¿cuál era el problema? Pues que yo llevaba un buen tiempo siendo un hervidero de hormonas y, aunque creí que tenía controlados los altibajos emocionales, la discusión con mi madre lo había vuelto a empeorar. Hice un puchero, sentí que se me anudaba la garganta y asentí con energía. Me senté cerca de la mesa baja que, como en mi apartamento en Tokio, debía hacer de mesa de café, de escritorio y de comedor. Aparté la mirada un segundo, dirigiéndola hacia la ventana, observando cómo las nubes se agolpaban en el cielo, y al volver la cabeza hacia la mesa, suspiré. No era el gran desayuno tradicional que preparaba mi abuela, tampoco el aburrido bol de arroz precocinado y sopa que tomaba desde que vivía en Tokio; eran unas simples tostadas con mantequilla y mermelada, algo que podría preparar un crío... pero que me hizo llevarme las manos a la cara. Daichi se asustó, pensando que había hecho algo terrible, y colocó su mano en mi hombro. 

Yo alcé una mano levemente. —Estoy bien. —dije, intentando esbozar una sonrisa. 

—¿Te duele algo? —preguntó, preocupado. Despacio, se sentó enfrente de mí. 

—No, no, es que... Son las hormonas. —solté, dando por solucionada la situación. No era mentira, pero tampoco la verdad al completo; lo que realmente me hacía querer llorar era que Daichi se acordara de mi predilección por las tostadas y la mermelada de fresa, y que hubiera salido a comprarlo todo antes de que yo me despertara. ¿Podía ser real un chico como él? ¿Existían los hombres que se implicaban y te cuidaban como lo hacía Daichi? ¿O eran solo imaginaciones mías?

—No soy buen cocinero. —se rio. —Además, siempre voy con prisa. 

Yo fruncí el ceño. —¡Sí eres buen cocinero! ¿De qué hablas? 

Daichi volvió a reír y, de repente, un silencio algo incómodo llenó la habitación. Mientras yo untaba aún más la tostada de la dulce mermelada, Daichi me miró con una mezcla de curiosidad y recelo, como si le diera miedo decir algo, y abrió la caja de pandora: 

—¿Qué tal te fue en casa de tu abuela?

Rápidamente, como un tenista que devuelve la bola, me encogí de hombros y respondí. —Ya sabes, discutiendo, como siempre. Y en casa de tus padres, ¿cómo fue? 

Reconocí la exhalación larga y profunda de Daichi; era ese suspiro hastiado, el típico que soltaba cuando necesitaba soltar algo que llevaba guardándose semanas. Él podría presumir de conocer mis gustos y hasta mis manías, pero yo no me quedaba atrás. Preparándome para escucharle con todos mis sentidos volcados en su voz, coloqué los codos en la mesa y hundí mi barbilla en las palmas de mis manos. 

—No voy a mentirte, —dijo, aflojándose el delantal con una sola mano —estoy un poco harto de ellos. 

Alcé las cejas, sorprendida. Siempre había sido el niño de papá y de mamá. Nunca le había oído quejarse. —¿En serio? 

—Muy en serio. No sé qué les pasa últimamente, si creen que se les está echando el tiempo encima o si es que necesitan que yo siempre sea el hijo ejemplar, pero no dejan de decirme que me case, que me mude... Me van a volver loco. —soltó, agitando la cabeza con algo de fastidio. —Mi hermana está pensando en mudarse cuando empiece la universidad; a lo mejor es el síndrome del nido vacío. 

Hice una mueca algo triste. —Es verdad, a lo mejor solo te echan de menos.

Él soltó una risilla suave, algo irónica. —Bueno, podrían haberlo tenido hace un tiempo. —dijo, seguramente refiriéndose al tiempo que pasó en la academia de policía. —Aunque entiendo que también es por la situación... 

Sabía que se refería a mi embarazo. Sí, para una familia como la de Diachi, que su hijo mayor hubiera dejado embarazada a su (ex) novia antes del matrimonio era, cuanto menos, peliagudo. Supuse que Daichi no había mencionado a su familia que ni siquiera sabía si era el padre; las cosas serían mucho peor. Yo me convertiría en la fresca del pueblo y él en el hazmerreír, en el hombre para nada varonil que dejó que su novia se acostara con otros. Con un suspiro, algo resignada, alcancé una de las tostadas untadas en mermelada de fresa y le di un mordisco. 

—Al menos haces tostadas ricas. —murmuré, haciendo que Daichi riera de manera mucho más sincera, entrecerrando los ojos. 

—Solía preparárselas a mis hermanos también. 

Esbocé una sonrisa. —Les echas de menos, ¿no?

—Sí. —confesó, frotándose la nuca. Solía hacerlo cuando estaba algo nervioso o preocupado. —Son los únicos que me hacen querer volver al pueblo, aunque en Sendai no estoy nada mal. Nadie me conoce aquí. 

Enarqué las cejas, curiosa. Daichi siempre había puesto a su familia en el primer lugar de su lista de prioridades, siempre había estado muy ligado a nuestro pequeño pueblucho -más aún desde que fue capitán del Karasuno- y era casi el hijo predilecto de la villa... así que me extrañaron sus palabras. Quizá la capital le había encandilado. O quizá sentía que tenía más libertad de movimientos. No había nadie que le juzgara, estaba lejos de ser el hijo de los Sawamura. Era, simplemente, un joven de veintitantos del montón. Bueno, más guapo que la mayoría y con un cuerpo de infarto, pero seguía sin ser alguien conocido. 

—Vivir en una ciudad después de estar toda la vida en el pueblo es un cambio enorme, —comenté— pero a mí tampoco me disgusta. Siento que, así, nadie me puede criticar.

La mirada de Daichi se iluminó y noté algo de alivio en su rostro. Sus pensamientos se hicieron visibles por un instante: ''¡Al fin alguien me entiende!''. —Sí, algo así. No hay ninguna abuela cotilla que sepa qué he hecho el fin de semana pasado. 

—Y, hablando de tu hermana, ¿dónde quiere estudiar? 

—En la universidad de Tokio. A lo mejor puedes darle unos cuantos consejos...

—Tokio es enorme. —resoplé. —Y es difícil hacer amigos... pero vas acostumbrándote. Al principio te sientes perdida, y luego es como si por fin encontraras tu lugar. Como una pieza de un puzzle gigante. 

Daichi sabía de sobra que me había sentido sola mis primeros meses en Tokio. Me dedicó una sonrisa dulce y se inclinó ligeramente hacia delante para escucharme mejor. —Fuiste muy valiente marchándote. 

Me encogí de hombros. —Tampoco me quedó otra. Es verdad que al principio echaba mucho de menos el pueblo, y con esto del embarazo he tenido días terribles, pero ahora que mi madre está allí... No pienso volver. 

El ex-capitán inclinó la cabeza hacia un lado, algo extrañado, y se cruzó de hombros. —¿Tan mal te fue?

—Siempre me ha cuestionado, ya sabes. —comí el último mordisco de la primera tostada y, después de masticarlo, continué hablando. —Y no iba a ser menos con lo del embarazo. No dejó de decirme que tendría que casarme, volver al pueblo y vivir la vida que ella no quiso para así no manchar el nombre de la familia. 

Daichi agitó la cabeza. —Es increíble. Básicamente quiere que tengas otro apellido. 

—No quiere que la gente sepa que su única hija está embarazada y sin un prometido... aunque dudo que sepan que tiene una hija. Nunca ha hablado de mí, seguro. ¿Qué más le da que quiera tener al bebé? 

—Quizá esté preocupada- Ah, no. —él mismo se dio cuenta de la idiotez que había soltado. Alzó una mano en señal de perdón. —Seguro que es por lo de tu padre. 

—A veces dudo que lo sea. —murmuré. —A penas me acuerdo de él. Creo que se marchó antes de que yo cumpliera los tres años... y nunca recuerdo haber jugado juntos. O haber paseado... o haber hecho cualquier cosa que deben hacer un padre y una hija. Nunca estuvo presente. 

—Y tu abuela, ¿qué piensa de todo esto?

—Ni idea. Creo que simplemente quiere que sea feliz. —sonreí con algo de tristeza y añoranza al recordarla. —Siempre hemos sido ella y yo, y no ha dicho gran cosa al respecto... Bueno, sí, que estás muy mayor y que eres muy guapo. 

Daichi se rio. —¡Vaya con la señora Sasaki!

—Lo único que tengo claro es que no quiero ser como mi madre. —coloqué una mano en mi vientre, notando cierta calidez. —No quiero que la historia se repita. Voy a tener al bebé y voy a ser feliz con él, o con ella. No pienso dejar que pase por lo mismo que yo. 

Mis padres eran investigadores. Se marcharon a Nagoya en cuanto pudieron, dejándome sola con mi abuela, así que ella había sido quien me había educado. Evidentemente, la falta de una figura materna en mi vida dejó algo de huella, ese rencor que de vez en cuando me comía por dentro. De pequeña no entendía por qué mi madre nunca estaba conmigo, y tampoco entendía por qué solo conocía a mi abuela cuando sabía que tenía dos. Tener un bebé nunca había estado en las prioridades de una recién casada Rina Okazaki de veintidós años que, para colmo, estaba inmersa en una investigación que podría ser el inicio del fin de algunas enfermedades degenerativas. Su marido no estaba por la labor de perder al eslabón más importante de la cadena, pero abortar no era una opción, así que a mi madre no le quedó otra que dar a luz, volver a su pueblo en Miyagi y dejar allí a su bebé por años. Algunas veces, volvía para verme, sobre todo en las vacaciones de verano. Cuando entré al último año de primaria, desapareció. Mi abuela decía que no pasaba nada, que mis padres estaban demasiado ocupados, y la historia siguió hasta que llegué a la conclusión de que nunca había sido una hija para ellos. Había sido un bache. Y seguramente lo seguía siendo. Cuando hice mi examen de acceso a la universidad, mi madre me llamó para preguntar por los resultados. Yo ni siquiera conocí su voz. Cuando alcancé la mayoría de edad, se desentendió por completo. 

Nunca antes había conocido a una mujer tan fría como mi madre. Algunas personas pensaban que no era más que su temple, pero era auténtica frialdad. Desapego. Desprecio. Incluso llegué a pensar en dejar de llamarla así, ''madre'', porque, para mí, una madre era quien te cuidaba, quien te escuchaba, quien te aconsejaba, quien crecía contigo. No ella.  Yo no quería que mi bebé sintiera que tenía un apellido abrumador, ni esa soledad oscura y profunda que muchas veces me hacía pensar que tenía un agujero en el pecho; no. Quería que fuera feliz, como se merece cualquier niño del mundo. 

Daichi, viendo que yo estaba algo apagada, estiró su brazo y deslizó hacia mí su plato con las tostadas. Se levantó para recuperar su teléfono móvil, lo desbloqueó y me mostró la pantalla. —He estado siguiendo la liga argentina. El equipo de Oikawa lidera la lista.

Dejó que tomara su teléfono entre mis manos para que viera algunos vídeos y comentarios de los que no entendía absolutamente nada, aunque no pude evitar sonreír al ver a Tooru en pantalla. Brillaba; era la estrella de su equipo y parecía estar más feliz que nunca. —¡Ojalá le nombren mejor colocador! 

El policía empezó a rebuscar algo por su cocina. —Ah, Hiroko, te he comprado el billete-

Dejé el teléfono en la mesa con un golpe inintencionado. —¿¡Perdona!?

Daichi se giró para verme con sus redondos ojos abiertos de par en par. —¿N-no querías...?

—¡Tendría que haberlo comprado yo! ¡Estoy embarazada, no ciega! —me quejé, levantándome del suelo con un gruñido. Me acerqué a Daichi para devolverle su teléfono y, de paso, golpear su costado. —¡Odio que seas tan...!

Él enarcó las cejas, esperando a que yo terminara la frase. —¿Tan...?

Perfecto, iba a decir. Se preocupaba por mí, por los suyos, era atlético, sabía defenderse en la cocina y, para colmo, besarle era como ganar un Pulitzer. O mejor. Apreté la mandíbula y me giré algo avergonzada. —No sé, no se me ocurre nada. —mentí, alcanzando la tostada que era suya y dándole un buen mordisco. —¿A qué hora es el tren?

—A las doce. Llueve mucho, así que te llevo en coche. 

—Oh, no hace falta, en serio. Compro un paraguas en el konbini y listo. 

—No puedes acatarrarte. —insistió, algo más serio. Vi que guardaba algunas cosas en una bolsa de plástico. —Te he comprado chocolatinas, aunque creo que no deberías comerlas. Son para el viaje. —dijo, agitando la bolsa y dejándola apartada. —De todas formas, te prepararé-

—¡Daichi! —grité, con la boca llena. Él se giró, alarmado, pensando que me había pasado algo. A saber, quizá creyó que ya había roto aguas. Yo me quedé frente a él, llevé las manos al cielo y pataleé. —¡Deja de ser así! ¡Haces que mis expectativas se alcen! 

Soltó una carcajada de las puras, de esas que salen desde tu abdomen. —Vale, vale, perdón. —hizo un gesto con la mano, como diciendo ''vete''. —Pues ya no te llevo en coche a la estación, ni te preparo nada para que puedas comer de camino, ni te llamaré, ni me preocuparé por ti como debería hacer una persona normal. 

Puse los ojos en blanco y no comenté nada. Terminé la tostada y vi cómo Daichi echaba un buen puñado de arroz en la arrocera. Suspiré y, sin decir nada, me encerré en el baño. No grité por miedo a que me escuchara, pero sí me lavé la cara con agua helada para dejar de sonreír como la hacía meses atrás, cuando aun estábamos saliendo. 

*****

En comparación con la de Tokio, la estación de tren de Sendai era diminuta. Daichi llevaba una enorme bolsa de deporte al hombro con todo lo que necesitaba para sobrevivir su turno de tarde en la comisaría de policía, y yo tan solo llevaba mi amada bolsa de tela, llena de chocolatinas, algo de zumo y arroz con tortilla que Daichi me había preparado. Las pantallas con la información de las llegadas de los trenes no dejaban de cambiar y, por fin, vi el tren que me levaba de vuelta a la gran capital. Con intención de no alargar más el incómodo silencio que se había instalado entre nosotros, me giré hacia Daichi con una sonrisa.

—Voy hacia el andén antes de que sea tarde. —le dije. 

—Te acompaño. 

No sabía quién de los dos estaba más reticente. Yo no quería marcharme y él tampoco quería que me fuera. Sabía que me iba a costar dormir en mi viejo pero cómodo futón después de haber pasado una noche entre sus brazos, durmiendo como un lirón... y Daichi tampoco se hacía a la idea. Quizá no le disgustaba tenerme por ahí, pululando por su sala de estar. Al fin y al cabo, los dos vivíamos solos, sin compañía, y estábamos pasando por un momento algo extraño  en el que no quedaba muy claro si nos necesitábamos como el agua a alguien deshidratado o si simplemente eran vestigios de nuestro noviazgo. Caminamos juntos hasta el andén dos. Muy juntos. Mi hombro chocaba contra su brazo. 

Era raro: ya nos habíamos besado, habíamos dormido juntos y hasta habíamos cocinado en pareja. Sin embargo, no sabíamos cómo narices despedirnos. ¿Un abrazo? ¿Un beso de película antes de que se abrieran las puertas del tren? ¿O un choque de manos? Opté por la primera opción cuando la megafonía anunció que el tren de media distancia estaba entrando en la estación. Rodeé su espalda con mis brazos y coloqué mi barbilla en su hombro. Fue una mala idea porque pude oler su perfume, impregnado en la piel de su cuello. Daichi correspondió al abrazo y frotó mi espalda despacio, casi como si la acariciara. 

El chirrido agudo y desagradable del tren y los chasquidos de las catenarias no me impidieron que dejara de abrazar a Daichi. Pegué mi cuerpo contra el suyo, como si quisiera llevarme toda su calidez para poder sentirla en Tokio, y con una voz algo temblorosa logré darle las gracias por enésima vez. 

Daichi se rio. —Me has dado las gracias como quinientas veces. 

—Da igual. —murmuré yo, apartándome de él despacio, colocando mis manos sobre sus hombros y perdiéndome en su mirada castaña. —Gracias por todo. 

Un pensamiento intrusivo cruzó mi mente, y de no ser por el revisor gritando para que los pasajeros del tren a Tokio subieran a sus respectivos vagones, hubiera besado a Daichi. Sonreí en lugar de rozar sus labios con los míos y me alejé todo lo que él me permitió. Sawamura había atrapado mi mano y no me dejaba ir. 

—Llámame-

—Sí, sí, te llamo si pasa algo, si tengo que ir a consulta y si voy a las clases para madres. ¡Tranquilo!

Sonrió y dejó que mi mano se resbalara de la suya. —Buen viaje. Y recuerda que mañana puedes ver el partido de Oikawa si te despiertas antes de las siete... —pareció recordar algo. Cambió completamente de expresión, algo digno de un actor ganador de un Oscar. —Ah, pero si dijiste que dejara de ser don perfecto... Entonces dejaré el teléfono apagado. Mejor llama a Kuroo.

Me despedí de él dándole un nuevo golpe, aquella vez en el estómago. —Eres Don literal, más bien. ¡Todo te lo tomas al pie de la letra!

—¡Mira quién fue a hablar!

Me alegraba ver que, después de un tiempo, Daichi empezaba a dejar de estar tan tenso. Volvía a bromear, a hablar conmigo sin tener que hacerlo casi por obligación... Sí, era como si volviéramos a salir juntos... pero sin estarlo. 

Me senté en el asiento que me habían asignado y agité la mano antes de que el tren se pusiera en marcha. Daichi se despidió desde el andén, con una sonrisa que mezclaba la ternura con la añoranza, una mano en el bolsillo y otra en el aire. 

******

Algo me decía que la vuelta a Tokio me haría olvidarme de Daichi al instante. Arrastrando los pies, cansada por el viaje en tren y los sucesivos transbordos hasta llegar a la estación de Daikanyama, llegué hasta el edificio de apartamentos donde vivía. Con una mano sujetando mi vientre, subí las escaleras, despacio. Llegué al tercer piso algo acalorada, pero enseguida me quedé helada.

—¿Dónde narices has estado? 

—A-Akaashi, hola... ¿Qué haces aquí? —pregunté a mi compañero y amigo, que vestía un abrigo verde botella y parecía algo molesto. Estaba apoyado en la fachada del edificio, justo al lado de mi puerta. Vi que sujetaba unas cuantas carpetas en una mano. En el suelo, estaba su inseparable mochila negra, seguramente también llena de archivos. 

—No me has cogido el teléfono en todo el día. —me dijo.

Tragué saliva. —Ah, ya...

—No estoy cabreado, —explicó, aunque lo parecía. —solo estoy un poco molesto porque has desaparecido del día a la mañana.

Me reí con nerviosismo y, para evitar la mirada punzante de Akaashi, me puse a buscar las llaves del apartamento en mi bolsa. —B-bueno, surgieron unos asuntos en Miyagi y tuve que ir...

—Vale, pero, para la próxima vez que  tengas que irte, avísame. Kimoto me ha pedido un adelanto del manga de Udai-san y tú tienes las copias de imprenta. —señaló con desgana la puerta. —No quería allanar tu casa, así que te llamé. Pero no contestaste. 

—Lo siento muchísimo. Mi teléfono se quedó sin batería y no llevé cargador. —abrí la puerta y dejé que él pasara primero.

—¿No podrías haber comprado alguno en una tienda? Miyagi no es el desierto. —bufó. Sí, estaba cabreado, independientemente de lo que dijera. Abrió su mochila y me mostró varias carpetas. —Necesito las correcciones para este jueves. Sabuto-san está de baja porque tiene gastroenteritis y no va a poder corregirlo, así que... Te toca a ti. Y no te olvides del manga de Udai-san. Estos son los tres nuevos capítulos. 

Tomé las carpetas con cara de horror y le di lo que ya había corregido. —¿¡Tres!?

—Van a lanzar un especial de otoño. —Akaashi me miró a través del cristal de sus gafas y suspiró. —Espero que puedas con todo. Me encantaría quedarme a escuchar tus aventuras en Miyagi, —se volvió hacia el balcón. Ni siquiera se había quitado los zapatos; no había pasado del genkan. —pero tengo una reunión ahora. Te veo mañana. 

Yo también suspiré. Daichi y su sonrisa se esfumaron de mi mente tal y como había previsto. A lo mejor predecir el futuro era un don de las embarazadas. 


**********

intento que no se note demasiado que daichi e hiroko están whipped el uno por el otro pero.. . . . . es imposible. . . . daichi domestic au

este capítulo es un poco tostón pero quería explicar por qué hiroko y su madre no se llevan bien y esas cositas! 

alguien por ig me dijo que cuándo iba a actualizar esta mierda que el bebé de hiroko debía estar ya en la universidad..... lmao tiene razón 

en fin que siento no actualizar de seguido pero es que mi cerebro goes brrr brrr brrr brrr kuroo brrr brrr brr y no puedo pensar bien lo siento 

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