c u a r e n t a y c i n c o
Los días pasaron con más pena que gloria, con Akaashi pidiéndome que no me retrasara en las entregas y con Mei preguntándome cada día si había hablado con alguno de los tres posibles padres. De Oikawa sabía más bien poco, aunque sí habíamos intercambiado algunos mensajes de madrugada. Con Kuroo, más de lo mismo. Desde que estuvo en mi apartamento, no dejaba de pensar en él, y la única forma que tuve para concentrarme en mi día a día fue evitar enviarle algún mensaje. Daichi estaba bastante ocupado en Sendai, así que había abandonado las llamadas de teléfono diarias. En conclusión, tuve el tiempo suficiente para gritar, patalear y darme cabezazos contra la pared cuando me di cuenta de que ni siquiera podría comprar una cuna con mi mísero sueldo.
Aprovechando la aparente tranquilidad del cuarto mes de embarazo, decidí hacer caso a las recomendaciones que me hacían llegar desde la clínica y me apunté a clases de gimnasia para embarazadas y meditación. Pensé que vivir en la fina línea que separa una agenda apretada y el más puro estrés no podía ser del todo bueno para el bebé, así que supuse que era hora de ponerle fin. Algo satisfecha por haberme decidido a hacer algo de ejercicio, me tumbé en el suelo y me quedé mirando el techo de mi apartamento unos instantes... hasta que mi teléfono sonó con insistencia. Llevaba horas sin sonar. Fruncí el ceño cuando vi el contacto de la doctora Kotanegawa reflejado en la pantalla. Acepté la llamada, extrañada.
—¿Si?
—Hola, Hiroko. ¿Cómo te va? —me preguntó, sin alejarse del tono algo frío y distante típico de una doctora harta de pasar consulta. —¿Todo bien?
—Sí, sí. ¿Ocurre algo? —dije, sin muchos rodeos. La doctora solía estar muy ocupada y normalmente era Mei quien la mantenía al corriente de mi embarazo, así que no estaba acostumbrada a recibir sus llamadas.
—Nada importante, la hija de los Azumane ya me ha dicho que van remitiendo los síntomas. Los primeros meses son un poco raros. —comentó, aunque ella no tenía experiencia con los embarazos. Sabía la teoría, pero nunca había pasado por la práctica. —También me ha dicho que las ecografías y los exámenes han ido como la seda; me alegro. Solo te llamaba para que me sacaras de dudas.
—¿Sobre... qué?
Oí que suspiraba. —Voy a ir directamente al quid: ¿Sawamura y tú os casáis?
Si, por casualidad, en aquel momento estuviera bebiendo algo, lo hubiera escupido de la manera más cómica y exagerada posible. —¿¡Qué!? ¡No!
La doctora Kotanegawa chasqueó la lengua, una especie de sinónimo para un ''¡lo sabía!''. —Me imaginaba que era un rumor, pero ya sabes que por aquí las historias corren como la pólvora.
No entendía nada. Quería cerrar los ojos y creer que estaba en una cámara oculta. —C-cómo voy a casarme con Daichi... —murmuré, entre risillas nerviosas. Cerrar los ojos fue una mala decisión: mi mente creó una imagen muy vívida de Daichi en un altar tradicional. — N-no. ¿Quién lo ha dicho?
—Todo el pueblo lo cree. —dijo la doctora, mucho más irritada que yo. —Esas abuelas chismosas- —suspiró intentando mantener la calma. —Aunque sea mentira, ha llegado a oídos de vuestros padres.
—¿¡Qué!?
Volvió a suspirar. —Hideo me ha obligado a decírtelo. Sé que prefieres no saber nada de esto, pero escondértelo habría sido mucho peor... Tu madre está aquí, en el pueblo. Va a hablar con los Sawamura.
—¡Lo que me faltaba!
—Hiroko, ¿ni siquiera le has dicho que estabas embarazada?
—No. —respondí, con rapidez. La sorpresa había dejado espacio al enfado y empezaba a sentirme rabiosa. — Como haya vuelto a ser esa enfermera de mierda juro que- Joder, voy a volverme loca.
—Calma, calma. —me pidió la doctora. —Hablaré con ellos. Si fui capaz de hacer que la señora Yamamoto se vacunara de la gripe, creo que seré capaz de convencer a la gente de que todo es una mentira. Es hora de que te cuides.
Quise gritarle y decirle que estaba harta de esas últimas palabras. Sí, tenía que cuidarme a mí y al bebé, pero no era nada fácil. Entre el trabajo, el no pegar ojo por las noches porque no dejaba de tener sueños de lo más húmedos y los constantes rumores que se propagaban por el pueblo no podía estar tranquila, así que me pasaba por el arco del triunfo las recomendaciones de reposo y ''actividad física moderada'' que me recomendó el ginecólogo durante mi última visita a la clínica.
—Sí. —dije, al fin. — Me cuidaré. Gracias por avisarme.
— Más te vale. Si no, enviaré a Hideo a Tokio. —me amenazó, o al menos lo intentó. — Hasta luego, Hiroko.
Colgó, y yo, casi al instante y sin pensarlo, marqué el número de Daichi. Había aprendido a base de errores que lo mejor era decirle todo cuanto antes. Ahogué un grito cuando escuché su voz algo ronca al otro lado de la línea de teléfono. —¡Daichi! ¿Estás en el trabajo?
—Sí, pero no te preocupes. Es raro que me llames a estas horas. ¿Ha pasado-
No se había enterado. Al parecer, sus padres, que sí eran conscientes del rumor, no le habían dicho absolutamente nada. Quizá pretendían arreglar un matrimonio antes de que su hijo se opusiera; al fin y al cabo, era el mayor de tres hermanos en una familia más bien conservadora y el tiempo le estaba pisando los talones. Aunque aún era joven, con un pestañeo Daichi llegaría a la treintena y la esperanza de ver una pareja joven de recién casados por el pueblo se desintegraría como la espuma.
Cogí aire. —Están diciendo por el pueblo que vamos a casarnos. Mi madre está allí para hablar con tus padres. —dije, de carrerilla.
Se quedó en blanco, sin decir nada durante unos cuantos segundos en los que yo tampoco supe qué añadir. Por fin, oí que resoplaba. —Tienes que estar de broma.
Algo ofendida porque creí que mi voz temblorosa y mi tono nervioso habían sido lo suficientemente convincentes, fruncí el ceño. —¿¡Crees que estoy de coña!? —bufé. —¡Sé que parece una broma, pero es verdad! La doctora Kotanegawa me ha llamado hace cinco minutos para contármelo.
De nuevo, silencio. Daichi debía estar aún procesando mis palabras y haciendo una predicción rápida de qué iba a suceder después. O quizá estaba preguntándose si era un sueño o, peor aún, una película sin sentido de los domingos a las tres de la tarde. Le escuché buscar algo entre unos papeles. —Voy a hablar con mis padres. —Anunció, serio, casi con tono amenazador, como diciendo: ''si esto es una broma, vas a enterarte''. —Te llamo luego.
Colgó sin darme tiempo a despedirme con un simple adiós. Mi teléfono, que estaba ardiendo, tardó un par de segundos en responder. Golpeé la pantalla con mi índice de manera algo agresiva. Lo único que me faltaba era que mi única manera de contactar con los tres posibles padres, Akaashi o Mei se rompiera. ¿De dónde narices iba a sacar tanto dinero?
Por fin, pude abrir de nuevo la pantalla de mis contactos. Busqué el nombre de Mei y marqué su número.
—¡Hiroko!
—¡Mei! —gritamos casi a la vez.
—¡Acabo de enterarme! ¡Las abuelas del pueblo están a nada de montar una fiesta!
Resoplé, me llevé las manos a la cara y pataleé. —¿¡Por qué me tiene que pasar a mí todo esto!? —chillé.
—Ay, ¡ojalá me pasara a mí! ¡Al menos habría tenido novio por un tiempo! —se quejó, haciendo que yo gruñera. —¿Has hablado con Daichi? ¿Lo sabe? —me preguntó, aunque no parecía buscar una respuesta porque continuó hablando: —Tu abuela está que trina; dice que no le has contado nada de esto.
—¡Porque ni siquiera sé qué está pasando! —me defendí. —Voy a llamar-
—Tu madre está aquí también, ¿lo sabes? —Mei habló algo cohibida, como si estuviera mencionando algún terrible tabú.
—Sí, sí. Lo sé. —hice un gesto desganado con la mano, como si quisiera restarle importancia al asunto, y, con un suspiro, la pasé por mi flequillo. De repente, un pensamiento se paseó por mi cabeza. —Oye, ¿si voy al pueblo...?
—¿Para hacer un mitin o algo así? No, no, no. Te apedrearán. —me interrumpió Mei, convencidísima. —Están deseando ver una parejita nueva. Si rompes sus esperanzas de golpe, terminarán desterrándote del pueblo y nunca jamás podrás volver.
Bufé. Aunque sus predicciones solían ser correctas, y más aún cuando se trataba de asuntos que incluían a las señoras del pueblo que iban a comprar a su tienda, Mei exageraba. —Anda, no seas así. Al menos, tendría que hablar con mi madre.
Me sorprendí a mí misma cuando aquellas palabras salieron de mi boca. Quizá el embarazo también tenía el poder de acabar con rencores del pasado. O quizá era ese vínculo madre-bebé el que me hizo ponerme en los zapatos de la doctora Okazaki.
*****
El sol ya se había escondido detrás de las montañas y el paisaje rural era apenas imperceptible cuando llegué, por fin, a la estación del lugar donde me crie. Era tan diminuta y vieja que parecía más bien un apeadero. Había llegado allí con la idea de hablar con mi madre, aclarar las cosas y volver en el único tren nocturno, así que no llevaba nada de equipaje conmigo; tan solo mi inseparable bolsa de tela y un pequeño neceser para emergencias.
La estación no estaba muy lejos de la casa de mi abuela, así que, en silencio por fuera pero como si tuviera una ansiosa jauría dentro, anduve por las calles oscuras del pueblo. El verano se había quedado atrás, y con él, algunos turistas que solían pasear por allí.
Respiré profundo cuando llegué al vallado que rodeaba la humilde casa familiar de los Sasaki. Con la cabeza alta, dando zancadas cortas para que mis pasos estuvieran a la altura de las piedras que formaban un sendero, caminé hasta llegar a la puerta. Estaba abierta, como si ya me estuvieran esperando. Con una exhalación larga, entré y me quité los zapatos sin decir nada, ni siquiera un ''¡Soy Hiroko, entro!''.
El pasillo que me conducía hasta la pequeña sala de estar también me resultó estrecho y largo, casi infinito. A cada paso que daba, me sentía más y más lejos, aunque las voces femeninas que charlaban sonaran cada vez más cerca. Al fin, logré colocar mi mano en el marco de la puerta corredera del salón, llamando la atención de la mujer que acompañaba a mi abuela: esbelta, con el cabello brillante pero recogido en un moño, camisa azul cielo y falda lápiz. Se giró lentamente para verme, con la elegancia típica de una bailarina o de una mujer de la realeza.
—Oh, Hiroko. —dijo mi abuela que, al contrario que aquella mujer, se levantó rápidamente para recibirme. Me dio un abrazo al que correspondí con bastante apatía y una sonrisa amarga. —¡Hay algo de sopa en la cocina! ¡Siéntate mientras la traigo!
—No, abuela, gra- —suspiré al ver que abandonaba la sala como alma que llevaba el diablo; rápido y dejándome sola allí, en la sala de estar, frente a la doctora Okazaki.
Armándome de valor, me senté sobre mis rodillas al otro lado de la mesa baja que se situaba en mitad del tatami y, suspirando, dejé mi bolsa de tela en el suelo. Silencio, ni una sola palabra. Ni siquiera un ''hola'' o un ''¿cómo has estado?'' o, peor aún, una mirada que denotara algo de cariño. Ese vínculo que sentía yo con el bebé. Nada, simplemente un vistazo frío, juzgador, distante, como el de un verdugo.
—Estoy embarazada. —anuncié. —Pero seguro que lo sabías. Solo he venido para decirte que te mantengas al margen. — ''como has hecho siempre'', quise añadir. Fui capaz de levantar la cabeza y mirar a mi madre, impasible, nada sorprendida por mis palabras. —No es asunto tuyo.
Asintiendo, mi madre miró hacia otro lado, con aire desinteresado. —Estoy aquí porque me han llamado los Sawamura, nada más.
—Qué sorpresa. —murmuré. Me parecía raro que alguien como ella hubiera recorrido media isla para preocuparse por el estado de su única hija biológica. —Daichi y yo no vamos a casarnos. —aclaré.
—Deberíais. —soltó.
Yo fruncí el ceño, ofendida a la par que extrañada. —¿Perdón?
—La reputación de la familia-
—¡No puedes decir nada de ''familia''! ¡No tú! ¡La familia me la suda! —grité, alterada. —¡Te molesta que lleve el apellido de tu marido, nada más!
Estaba claro que yo era la oveja negra, la ruptura de una tradición casi milenaria. Yo no era investigadora, ni médico; no había sido nominada a ningún premio de excelencia científica y tampoco había publicado artículos en revistas de renombre internacional. Llevaba un apellido con tanto peso que me había vencido. Era impensable que la prometedora hija de los Okazaki estuviera embarazada, soltera y trabajando por unos cientos de yenes como asistente en una revista que, en lugar de publicar avances de la genética o la medicina, publicaba manga dedicado a entretener a chavales de catorce años.
—Es tu padre. —soltó, ofendiéndome aún más. —No es solo mi marido.
—¡No tenemos ni una sola foto juntos! —chillé. —¡Nunca ha pisado el pueblo!
—Hiroko, eso es pasado. —casi con parsimonia, arrastrando las sílabas, y fría como el hielo, mi madre cambió de tema. —No levantes heridas. Estoy aquí porque los Sawamura me han pedido tu mano.
Quise gritar, y lo hice:—¡No estamos en el periodo Heian, joder! ¡Yo no voy a casarme con nadie, y tú ni siquiera tendrías que haber venido! Además, ¡los Sawamura son unos arcaicos!
Mi madre ni siquiera levantó la voz. Era una de las cosas que más odiaba de ella: su falta de sentimiento y de empatía. No había quien agitara su corazón de piedra. Más de alguna vez había pensado, en aquellos momentos en los que mi mente me dejaba ver más allá del odio y el rencor, que mi madre tenía algún problema grave. Su desapego no era normal; raras veces las madres odiaban a sus retornos. Quizá Kuroo tenía alguna explicación coherente.
—La gente creerá que el hijo no es de Sawamura y serás la vergüenza del pueblo. —insistió.
—Como si me importara. —escupí, levantándome. Agarré mi bolsa y me la eché al hombro.—Ya he tenido suficiente. Está claro que quieres meter tu sucio hocico en esto sin haber estado ni un solo minuto en mi vida.
—¿No quieres hablar?
—No contigo. —bufé.
—Así no arreglaremos nada.
—No hay nada que arreglar. —solté, y sin mirar atrás, al rostro decepcionado de mi madre, salí de la pequeña sala de estar, decidida a marcharme de allí. La misma parte de mí que se había autoconvencido para comprar un billete de ida y vuelta a Miyagi para aclarar las cosas con mi madre acababa de darse cuenta de por qué la otra parte de mí no quería hacerlo. Era absurdo; casi como hablar con una pared.
Sin embargo, me topé con mi abuela antes de llegar al final del pasillo, a la puerta principal. Llevaba una bandeja de madera con un cuenco cargado de sopa. Me miró con una especie de puchero.
—Ah, abuela, no voy a quedarme-
—Al menos cena algo, Hiroko. —dijo, con un tono algo lastimoso que me hizo sentir culpable. —Anda, siéntate y charla un poco con tu madre. Estoy segura de que se alegra de verte.
Mi abuela me tendió la bandeja y un gran dilema: ¿quedarme por ella o irme por mi bien? Sí, mi abuela llevaba años sin ver a su hija y a su nieta en el mismo espacio y, quisiera o no, estar tanto tiempo sin hacerlo debía dolerle como un puñal clavado en el corazón. Me compadecí. Debía ser duro, pero, por otra parte, yo no le debía nada a mi madre. Estaba segura de que la caja de Pandora se abriría a los dos segundos de conversación y el rencor terminaría consumiéndome. Y eso no era del todo bueno para mí... ni para el bebé. Pasé una mano por mi vientre y, con un suspiro, asentí.
—Está bien, pero quédate con nosotras.
Al parecer, las hormonas del embarazo no habían arrasado con mi empatía enfermiza.
*****
Hacía frío y la noche se cerraba sobre mí con aire amenazador. Acababa de perder el último tren de vuelta a Tokio, y quedarme a dormir en el pueblo parecía la única opción viable -por mucho que me pesara-. Abrazándome a mí misma para protegerme de la brisa helada, di media vuelta, dejando la estación de tren atrás, y caminé escuchando el repiqueteo de la suela de mis zapatos sin un rumbo fijo.
Decidí que lo mejor, dado que las agujas del reloj ya pasaban de la medianoche, era ir hasta la casa de Mei. Si no estuviera en estado, seguramente habría ido corriendo hasta allí, habría escalado por el porche y me hubiera colado en su habitación con el sigilo de un ninja. Pero no era el caso; iba a tener que llamar al timbre.
Para llegar a casa de mi amiga tenía que pasar primero por la casa de los Sawamura. No pude evitar pensar en Daichi, en su espalda y en lo bien que me vendría uno de sus cálidos abrazos. Pude distinguir, al lado de la fachada, un coche de color gris aparcado enfrente de la casa unifamiliar. Fruncí el ceño y pensé en dar un rodeo al ver que las luces aún estaban encendidas. Quizá estaban armando ya el ajuar.
Me paré en seco al escuchar una voz familiar. Aprovechando la semioscuridad del callejón lateral, me acerqué al coche, esperando con todas mis fuerzas que el propietario fuera el joven policía. Por alguna razón, estaba deseando verle.
—¡Daichi! —grité en un susurro. Correteé hacia él sin pensármelo.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó, mitad sorprendido, mitad molesto. Pude notar cierto enfado, aunque pronto supuse que no era por encontrarme con él pasadas las doce de la noche.
—Puedo decir lo mismo... —respondí, quedándome a su lado.
Daichi notó enseguida que estaba congelándome, así que me invitó a entrar en el coche. —Mejor hablamos dentro; estás helada. —colocó su mano sobre mi hombro con firmeza y lo frotó, como si quisiera hacerme entrar en calor. Escudriñó rápidamente mi rostro antes de que yo esbozara una sonrisa y rodeara el coche para ocupar el asiento del copiloto. —¿Has llorado?
Como si fuera un reflejo, pasé el dorso de mi mano por mis mejillas, aún húmedas. —Ah, no. —reí, ocultando la evidente mentira. —Debe ser el frío.
Él no se lo creyó del todo, pero no apuntó nada más. Cerré la puerta del coche mientras él se sentaba al volante. Sin prestarme mucha atención, seguramente evitando mi mirada, giró la llave en el contacto. No puso el motor en marcha. —¿Has venido por lo de la boda?
—Sí, por desgracia. Imagino que tú también.
Asintió, suspirando con hastío. Soltó una risilla de lo más irónica y se apoyó en el volante. —Mis padres pensaban que nos íbamos a casar en secreto porque todo el mundo estaba hablando de ello sin que yo les contara nada. Estaban obsesionados con organizar la boda.
Enarqué las cejas. Me parecía totalmente absurdo, aunque también algo ofensivo. Que especularan con nuestras vidas como si fuéramos dos personas ajenas a todo, casi como dos personajes de ficción, empezaba a enfadarme demasiado. Y yo no era de las que se enfadaban fácilmente. Suspiré, como Daichi, y en lugar de apoyar mi cabeza contra los mandos del vehículo, la apoyé en el asiento.
—¿Y qué les has dicho? —pregunté, cansada.
Daichi volvió a reírse con suavidad. —La verdad: que no vamos a casarnos... de momento. —añadió, hablando con aire tímido casi para el cuello de su jersey, pero lo suficientemente alto y claro como para que yo lo escuchara. Mientras yo agitaba la cabeza con una sonrisa de lo más tonta, él se reincorporó despacio. —¿Y tú? ¿Necesitas que te lleve hasta la estación? Habrás venido aquí sin idea de pasar la noche.
—He perdido el tren de vuelta. —anuncié con voz quejosa. —Mi madre ha venido también por el tema de la ''boda'' —hice un exagerado gesto de comillas con los dedos —y he estado más tiempo del que esperaba hablando con ella.
Como si de repente hubiera tenido una revelación, Daichi se giró levemente para observar mi rostro. Su mirada se suavizó y sus ojos empezaron a chispear con compasión; había entendido por qué mis mejillas estaban húmedas. —Oh. —musitó. —¿Estás bien?
Asentí. —Sí, sí. Como de costumbre, solo hemos metido el dedo en la llaga. Solo le he dicho que se mantenga al margen y que, evidentemente, no nos vamos a casar.
Daichi sabía que la relación con mi madre nunca había sido buena; por eso decidió no indagar mucho más. Era raro que yo hablara de mi familia, pero él había sido -¿o seguía siendo?- tan cercano a mí que terminé explicándole la historia de los Okazaki y cómo me sentía al respecto. Algo inseguro, sin saber muy bien cómo continuar con la conversación y pasando las manos por el volante, Daichi dijo: —Pues, si ya hemos aclarado todo, creo que podemos irnos. ¿Te llevo a Tokio?
Ahogué un grito. —Son casi cinco horas de viaje, ¿¡estás loco!?
—Hay gasolina de sobra en el depósito. —soltó.
—No seas terco. —le reñí, viendo cómo se colocaba el cinturón de seguridad a través del pecho. Me pidió con un gesto que yo también lo hiciera, pero como me negué, Daichi tuvo que inclinarse hacia mí para abrochar el cinturón de seguridad él mismo. Resoplé y miré por la ventana, escondiendo mi sonrojo. —Si me llevas a Tokio, me tiro a la autopista.
—No seas terca. —contraatacó él, con evidente sorna. Puso el motor en marcha y los seguros de las puertas, por si acaso una embarazada decidía salir del coche en mitad de la carretera. —Te llevo a casa de la doctora-
—No.— dije, interrumpiendo a Daichi. —Prefiero marcharme de aquí cuanto antes.
Él pisó el acelerador y, despacio, condujo por las calles estrechas del pueblo. Frunció el ceño y cruzó una mirada interrogante conmigo. —Entonces no me queda otra que llevarte a la capital.
—¡No! —exclamé.
—¿¡Entonces qué quieres!? —bramó él, casi igual de irritado que yo. Después, hizo un gesto con la mano y se rio, avergonzado. Cualquier tercero que viera la escena, creería que realmente Daichi y yo estábamos casados. Parecíamos una pareja llegando al ecuador de los doce años juntos en lugar de unos ex-novios. —Perdona.
—¿Puedo ir contigo a Sendai...?
El antiguo capitán del Karasuno pilló por fin la indirecta. Soltó una carcajada y, en lugar de subir hacia la ladera donde estaba la casa de la doctora Kotanegawa, tomó la carretera que abandonaba el pueblo. —Vale, vale.
*****
Después de unos cuarenta minutos de viaje en los que nos acompañó un silencio algo incómodo, llegamos por fin a Sendai. Daichi aparcó en una zona residencial no muy diferente a la mía; si no fuera por el viaje relativamente corto, hubiera creído que estábamos en la gran ciudad de Tokio. Tranquilo, me dijo que podía quitarme el cinturón de seguridad y abandonó el coche para esperarme al pie de un edificio de apartamentos que parecía más bien un hotel de dos estrellas: alto, con cientos de ventanas cuadradas idénticas y balcones diminutos.
Estaba tan cansada que no sentí ni un solo ápice de nerviosismo, ni siquiera cuando subimos en un ascensor no apto para claustrofóbicos a un cuarto piso, ni cuando me di cuenta de que en el apartamento de Daichi, con una única habitación, solo había una cama. Era la primera vez, después de mucho tiempo, que íbamos a dormir en el mismo espacio -que era más bien reducido-. Llevaba días, prácticamente semanas, echando de menos uno de sus abrazos. Las hormonas me habían convertido en un manojo de sentimientos sinsentido y pulsiones aún más absurdas entre las que incluía comer frutos secos de madrugada... Y, de repente, todos mis impulsos desaparecieron, como si nunca jamás hubiera pensado en Daichi, sus abdominales o su puñetero culo.
Daichi desapareció unos instantes de mi vista, seguramente para ocultar alguno de sus oscuros secretos -lo más probable, teniendo en cuenta que era una persona de lo más ordenada, es que tuviera la colada sin planchar en una silla solitaria-, y volvió antes de que yo me hubiera descalzado.
—¿Necesitas ayuda?
Agité la cabeza. —No. —resoplé y conseguí desatar el nudo de los cordones de mis zapatos. —Ya veremos en unos cuantos meses... —comenté, riéndome. —Ni siquiera podré verme la punta de los pies.
Daichi me ofreció su mano y yo la acepté sin decir mucho, dejando que me ayudara a subir el escalón que separaba un estrecho y corto pasillo del genkan.
—Imagino que estarás cansada. —dijo Daichi, soltando mi mano. Me dejó pasar al interior de un habitación que parecía idéntica a la de la casa de sus padres: un escritorio, una cama pegada a la pared y ni un solo rastro del desorden típico de un veinteañero. —Voy a por sábanas nuev-
—Ah, da igual. —sin pensármelo, me dejé caer en el colchón. —Ha sido un día terrible...
—¿Ni siquiera necesitas-
Hice un gesto con la mano. —Nada, nada. Me quedo aquí.
—Voy a buscarte algo de ropa. —Daichi se acercó al único armario de su habitación mientras yo me acurrucaba en la cama, sin siquiera meterme bajo las sábanas. —Y un cepillo de dientes.
—Por Dios, no eres mi padre. ¡Y no voy a morirme por no lavarme los dientes una sola noche!—bufé. Daichi dejó una camiseta de manga larga perfectamente doblada a los pies de la cama y me miró con aire amenazador. Resoplé. —Está bien. Me cambiaré...
—Yo dormiré en el sofá. —anunció. — La cocina está a la derecha, y el baño aquí al lado. —señaló una de las paredes de la habitación. —De todas formas, ahora mismo- —me observó mejor; en mi rostro eran evidentes los signos del sueño y la fatiga, y por eso suspiró con resignación y decidió callarse. —Mejor dejo que descanses... —se acercó a mí y acarició con suavidad mi cabeza, deslizando su mano por mi cabello un par de veces. —Buenas noches.
Sonreí. —Gracias por dejar que me quede aquí.
—Despiértame si necesitas algo, ¿vale?
Despacio, Daichi arrastró los pies hacia el pasillo, como si estuviera dudando de dejarme sola allí, y finalmente salió de la habitación, cerrando la puerta casi sin hacer ruido. Yo me levanté de la cama con unos cuantos quejidos y me desvestí para ponerme su vieja camiseta. Era tan grande que llegaba hasta mis rodillas. Disfrutando del suave olor a suavizante que desprendía la camiseta de Daichi, dejé que las sábanas de su cama me engulleran después de apagar la luz. Vacié mis pulmones de aire con una larga exhalación y cerré los ojos.
A pesar de estar derrotada, no fui capaz de pegar ojo. Di vueltas, y vueltas, y más vueltas, hasta que la culpabilidad hizo que me reincorporara de golpe. Quizá era estar en su cama, o a lo mejor el llevar su camiseta, o vete tú a saber qué, pero no podía dejar de pensar en Daichi, y en cómo sentía que era la pieza que faltaba para completar el puzzle que no me dejaba dormir.
Suspirando, me levanté de la cama y, sin hacer mucho ruido, abrí la puerta de la habitación y me encaminé casi a ciegas hacia la sala de estar, donde en teoría estaba durmiendo Daichi. La única forma de guiarme por el pasillo oscuro fue seguir la tenue claridad que se colaba por la ventana cuadrada de la sala. Pude distinguir el cuerpo de Daichi, tumbado en el sofá, bocarriba y tapado con una manta que no tenía que abrigarle demasiado. Me arrodillé para quedar a su altura y di un par de toquecitos en su hombro.
—Daichi. —susurré. Agité su hombro con suavidad. —No puedo dormir.
Tardó un par de segundos en reaccionar, pero al final lo hizo, incorporándose despacio. —¿Estás incómoda?
Agarré su antebrazo. —No duermas aquí. —solté, sin pensármelo. —Ven a la cama.
En cualquier otro momento de nuestra historia, aquellas palabras habrían sido más bien un reclamo sexual que un ''me siento sola'', pero, en ese preciso momento, Daichi supo leer la situación y se levantó del sofá con un suspiro. —Qué remedio. —se quejó, dejando que yo le llevara a la habitación de la mano. —¿Quieres otra almohada?
—Estoy... bien. —murmuré, escalando por el colchón y las sábanas. Me tumbé al lado de la pared.
—¿Quieres hablar de algo? —susurró él, con tono amable a pesar de que le había despertado de madrugada después de un viaje en el que solo condujo él. Se tumbó a mi lado y se tapó con las sábanas, asegurándose de que yo tenía abrigo suficiente.
Yo me coloqué de lado, como el feto de mi vientre, y negué suavemente con la cabeza. —Mejor lo dejamos para mañana.
—No voy a poder dormir si no dejas de mirarme, Hiroko... —Daichi se carcajeó, algo avergonzado.
—Uy, lo siento. Miraré al techo hasta quedarme dormida. Oye, —tragué saliva y me acurruqué. —¿puedo apoyar mi cabeza en tu hombro? ¿O empeoro las cosas?
Daichi volvió a reírse. —Claro, como en los viejos tiempos.
Me acerqué a él, aunque no nos separaba una gran distancia, y dejé que mi cabeza descansara en su hombro izquierdo. Noté esa calidez tan suya y, aunque no estaba en mi futón, sentí que estaba en casa. Me acomodé, pegándome un poco más a él, y terminé pasando mi brazo por su torso, cubierto con la fina tela de una camiseta de algodón. Al rato, Daichi posó su mano sobre la mía y la apretó con suavidad. Mi respiración no tardó demasiado en acompasarse a la suya, más tranquila, y mis parpadeos se hicieron más y más lentos, hasta cerrar los ojos y sentir que estaba en una comodísima nube.
**********
Hola, siento haber tardado tanto en actualizar pero es que he estado pensando en que mingyu de seventeen tiene muchas kuroo energies y eso ha ocupado mi mente durante semanas gracias por venir a esta ted talk
la calidad de este capitulo es basura??? si. tengo sueño??? tambien. buenas noches no dejeis que el capitalismo os consuma
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