c i n c u e n t a
Me despedí del resto de madres con una reverencia. Era mi enésima sesión de yoga para embarazadas. Aunque al principio me costó adaptarme, poco a poco me contagié de la ilusión de las madres por tener a sus bebés. Se podría decir que estaba teniendo una buena racha: había empezado a comunicarme con el bebé, los agotadores síntomas del primer trimestre me habían abandonado, había entregado los últimos capítulos del manga de Udai-san antes de tiempo y las calles empezaban a estar abarrotadas y llenas de luces navideñas. Todo parecía ir como la seda, sin complicaciones y, después de años sin celebrar la Navidad, tenía ganas de vivir un diciembre mágico.
Una de mis compañeras de yoga, madre por segunda vez, me comentó que vivió el segundo trimestre de su embarazo como si fuera un cuento de hadas, así que yo decidí hacer lo mismo. Quería comprar ropa, muebles y hasta pañales. Quería salir a cenar a restaurantes, pasear por los parques del barrio mientras tomaba un té caliente... Era como si ese sentimiento de culpa, puede que de arrepentimiento, me hubiera abandonado para dejar paso a una Hiroko de lo más sonriente. Bueno, quizá el ambiente navideño también ayudaba. Y que Oikawa viniera a hacerme compañía, también.
Salí disparada hacia mi apartamento. Gracias al cielo, el pequeño gimnasio donde impartían las clases no estaba demasiado lejos de mi edificio; a paso rápido, conseguí llegar en unos diez minutos. Lancé la bolsa de deporte al armario del genkan, me quité la ropa de abrigo y, con la ilusión y nerviosismo de una niña pequeña esperando al mismísimo Papá Noel, me aseguré de que cada planta y cada mueble estaban en su sitio correcto. Había pasado días ordenando el apartamento. Oikawa siempre había sido de lo más ordenado y minimalista y, si iba a pasar una semana conmigo, en mi casa, seguramente terminaría gritando por la mala posición de los muebles. Para evitar que hiciera un fatídico fengshui, estuve un par de días reubicando cada objeto siguiendo una guía que encontré en Internet.
Me di una ducha rápida con un ojo en mi ya evidente tripa y otro en el reloj: el tren que llegaba desde el aeropuerto a la estación de Tokio estaba al caer. Había prometido ir a buscar a mi viejo senpai allí, a la estación. Ya había planeado, por lo menos, seis escenarios posibles en mi cabeza, a cada cual más probable. En uno, Oikawa me daba vueltas en el aire. En otro, llegaba con un grupo entero de súbditos con la cara pintada y vestidos con la equipación de su equipo.
Volví a abrigarme con un jersey blanco, me calcé y salí en su busca. Ni siquiera el primer día de universidad había estado tan ansiosa a la par que feliz. Quise dar brinquitos, pero como las calles estaban llenas de gente, me contuve.
Un hombre algo mayor me quiso ceder su asiento en el metro al ver el distintivo de color azul que colgaba del asa de mi bolsa. Negué con la cabeza y, con una sonrisa, le dije que estaba bien de pie. Sin embargo, una mujer que estaba a su lado se levantó y me pidió que ocupara su lugar. Accedí al ver que varias miradas inquietas estaban clavadas en mí. Era el superpoder de las embarazadas, o más bien del pequeño llavero que me entregaron con la cartilla de maternidad: servía para distinguir a las mujeres embarazadas del resto, así que todo el mundo me cedía el asiento, me dejaba colarme en el supermercado o me preguntaban si necesitaba ayuda con las bolsas de la compra. Al principio de la gestación me negaba a llevarlo. Por aquel entonces, casi lo lucía con orgullo. Algunas personas -sobre todo mujeres en edad de ser abuelas- cruzaban miradas llenas de ternura conmigo, como si les alegrara ver a una chica joven llevando a un bebé en su interior. Estragos de la baja natalidad nacional, supuse.
Tras unas cuantas paradas y un par de trasbordos, el metro se detuvo en la estación de Tokio. Las tintineantes luces navideñas también decoraban el hall inspirado en otras estaciones occidentales, y no pude evitar detenerme a admirarlas. El sonido emitido por los altavoces de las nuevas llegadas me hizo reaccionar. Observé atentamente el enorme cartel que indicaba los horarios de cada tren y, sin muchos miramientos, caminé a contracorriente hacia el andén 8. Me sorprendí al encontrármelo casi vacío. Entre nerviosa y extrañada, miré el reloj que se reflejaba en la pantalla de mi teléfono. No me había equivocado de hora ni de andén... Quizá el vuelo de Oikawa se había retrasado.
Dispuesta a irme de allí antes de que llegara un nuevo tren, escuché un inconfundible 'yuju'. Me giré de golpe con una sonrisa llena de esperanza, como en las películas, y estuve a punto de echar a correr cuando vi a Oikawa con una enorme maleta a su lado y una bufanda al cuello. Nos acercamos el uno al otro. Yo, en cuanto vi que él hacía amago de abrir los brazos, me lancé y rodeé su cuerpo con los míos.
Sin duda, no fue igual de desastroso que nuestro primer reencuentro en el aeropuerto. Había echado de menos a Oikawa tanto o más como cuando dejó el instituto y nos dejó a Mei y a mí cargar con todo el peso del Seijoh. El ex-capitán me meció en sus brazos, levantándome levemente del suelo. Cuando mis puntillas dejaron de estar en el aire y tocaron el cemento, nos separamos. Me tomé la pequeña licencia de dar un par de brinquitos para colocarme a su lado. Estaba más emocionada que con la llegada de Papá Noel.
—¿No tienes frío? —fue lo primero que le pregunté al ver que su atuendo era de lo más veraniego a excepción de la enorme bufanda de lana que se había atado al cuello.
—Vengo del otro hemisferio, linda. —me dijo. También me fijé en su pelo: estaba algo más corto y revuelto de lo normal. —Es invierno allá, ¿no sabías? Me traje la maleta casi vacía, así que vamos de compras.
—¿Estás seguro...? Todo por aquí es muy caro...
—Ya tuvimos el reencuentro romántico. —Oikawa hizo un gesto despreocupado agitando la mano y agarró su maleta, que se había quedado atrás. —Mejor vamos de compras antes de que se me congelen las pelotas, ¿si?
Solo pude abrir la boca, sorprendida. Oikawa soltó una carcajada y continuó caminando; no me quedó otra que corretear para poder subir a las escaleras mecánicas a la par que él. Caminamos por el Hall de la estación en busca de la salida principal... y pude ver cómo Oikawa empezaba a sentir el húmedo frío tokiota.
—Puedo dejarte mi jersey, si quieres. —le dije.
Él me miró con una mezcla de horror y sorpresa. —¡Hiroko, debería ser al revés! —soltó, casi ofendido. —Estoy bien, Argentina me hizo fuerte. —se acomodó la bufanda y, con aire decidido y la nariz ya roja, caminó hacia la salida. No le hizo falta poner un pie en la calle para gritar: —¡La puta que lo parió!
Aunque me hizo reír, tuve que pedirle que bajara el tono de sus quejas. Una señora que llevaba varias bolsas se alejó como alma que llevaba el diablo, asustada, en cuanto vio que Oikawa gritaba improperios al cielo en un idioma desconocido. Para que se callara, tuve que agarrar su bufanda y tirar de ella, llevando a Oikawa lejos de la enorme puerta de metal. Le había echado muchísimo de menos, más que a la lluvia en época de sequía, pero algo me decía que iba a terminar con dolor de cabeza muy pronto.
*****
Mis predicciones y las de Akaashi no fueron del todo erróneas. En cuanto Oikawa entró a mi apartamento, hizo una exhaustiva revisión de sus niveles de energía. Sí, como si fuera un dichoso chamán. Me explicó algo sobre el fengshui, sobre cómo no podía tener tantas plantas porque me iban a ''robar el oxígeno'', y terminó cambiando los muebles de la sala de estar de lugar. Yo me dediqué a observarle con algo de resignación. Cuando terminó el curso exprés de decoración, puso los brazos en jarras, con aire satisfecho, me miró y preguntó:
—¿Y la cama?
—Duermo en un futón. —respondí yo, señalando el armario donde lo guardaba.
—Oh, genial. — noté algo de ironía en su voz, pero quise creer que eran imaginaciones mías. Como si hubiera estado en la casa mil veces más, o como si fuera suya, Oikawa se quitó el jersey de cuello cisne que se había comprado en una tienda de Ginza y caminó hacia el frigorífico con toda la naturalidad del mundo. Lo abrió y se apoyó en él. Observó todo lo que habíamos comprado en el supermercado. Oikawa se negaba a comer platos precocinados o carne que no fuera de buenísima calidad, así que la cuenta superó con creces mi gasto mensual. Al menos, mi senpai se ofreció a pagar con su tarjeta de crédito. —Che, pasaste de tener el frigo más vacío que un bar en una despedida de soltero a todo un almacén de ultramarinos, Hiroko.
Me reí. —Tienes razón, nunca ha estado tan lleno. Gracias por pagar.
—¡Ay, la puta que me parió! —gritó, asustándome. Se inclinó hacia el fondo de la nevera y empezó a revolver cada alimento, buscando algo. — ¡La espinaca!
Puse los ojos en blanco. —No me digas que tú vas a darme la lata con el ácido fólico también...
—No, ¡es para mi smoothie! ¡Voy a llorar! —se giró de la forma más dramática posible. Aunque yo creía que sus ojos vidriosos eran parte de una broma, Oikawa parecía ir muy en serio con eso de echarse a llorar.
Suspiré. —Podemos comprarlo mañana por la mañana en el mercado. —le tranquilicé. Ya era demasiado tarde; el supermercado había cerrado y en los konbini cercanos no tenían verdura fresca.
—También tenemos que comprar algo de ropa. —añadió él. Se cruzó de brazos y se apoyó en el frigorífico, mirándome con las cejas enarcadas. —¿Viste tu armario?
Chasqueé la lengua. —¡No es tan aburrido!
—¡Parece el armario de una niña de doce años!
Quizá el instinto materno traía consigo un don para evitar las confrontaciones, así que, en vez de seguir defendiendo a mis vestidos beige, inspiré profundo y dejé que Oikawa se tomara mi silencio como un ''está bien, tú ganas''. —Oh, y también necesito...
—La cuna. —soltó, como si me hubiera leído la mente. —La ropa, el biberón, la bañera... Sí, contaba con ello. De hecho, —alzó el índice— eso es para lo que he venido.
—¿Ni siquiera para verme? —dije, bromeando y acercándome a él para empezar a hacer algo de cena.
—Sí. —Oikawa no me siguió el juego. Respondió con toda la sinceridad del mundo, mirándome serio. Agaché la cabeza algo avergonzada. —Vine a Tokio porque necesitas algo de ayuda.
Esbocé una sonrisilla. —Gracias. Y algo de compañía también. —añadí, mientras apartaba a Oikawa con un empujón suave de la puerta de la nevera. —¿Qué te apetece de cena? Hay de todo...Menos espinaca.
Oikawa echaba de menos la cocina japonesa, así que en menos de un minuto dispusimos todos los ingredientes necesarios para hacer algo de ramen sobre la mesa. Me ayudó a ponerme el delantal, atándolo a mi espalda, y él se remangó las mangas de su camisa con intención de ayudarme a cortar los ingredientes, pero se dio por vencido porque estuvo a punto de rebanarse un dedo mientras cortaba shiitake. Al final, se dedicó a mirarme mientras cocinaba con los brazos en jarras y luciendo la piel dorada y tersa de sus antebrazos.
Como yo no podía cargar mucho peso, fue él quien se encargó de llenar una enrome cazuela con agua para hacer el caldo y otra para hervir los fideos. El agua llegó a ebullición tan rápido que terminó calando los fogones, el tapón del bote de la salsa de soja saltó por los aires y Oikawa se quemó al intentar retirar las cazuelas del fuego. Como resultado, el ramen quedó en intento fallido.
—Mmh, no está mal... —murmuré yo al probar el caldo. Era casi igual de oscuro que la salsa de soja; todo el contenido del bote se había vertido en el agua. Tendí la cuchara de madera a Oikawa para que también diera un sorbo. —¿Qué te parece?
Su cara lo dijo todo. Arrugó la nariz y agitó la cabeza. —Mejor hacemos una ensalada.
Solté una carcajada. Nunca se nos había dado bien cocinar. —¿Cómo sobrevives viviendo solo...?
—¡Lo mismo digo, boluda! —replicó él, dejando unos tomates sobre un plato.
Al final, Oikawa tuvo que renunciar a la cocina japonesa y conformarse con una ensalada de lechuga, tomate, pollo y brotes de soja. Al menos no quemamos la cocina, aunque Oikawa, de nuevo, estuvo a punto de cortarse la mano mientras despedazaba los tomates.
Cenamos entre mis plantas, charlando. Era agradable tener a Tooru en el apartamento. Hicimos un pequeño planning para saber qué hacer durante la semana, charlamos sobre lo aburridas que eran las clases de historia del señor Yamamoto y hablamos, cómo no, del pan de leche que servían en la cafetería de nuestro instituto. Oikawa añadió a la lista de quehaceres pasarse por una panadería a comprar kilos y kilos de su preciado y blandito pan. Una cosa llevó a la otra, y del pan pasamos a hablar sobre las tartas de fresa y nata, típicas de Navidad, y de la Navidad, a nuestras familias.
—¿No vas a volver a celebrar el Año Nuevo a tu pueblo...? —me preguntó, curioso.
—No. —bufé, con todo el dolor de mi corazón. —Aunque mi abuela esté allí, seguro que mi madre vuelve otra vez. Y no quiero verla. Prefiero quedarme en Tokio. Me da igual estar sola.
—Podrías venir a Argentina. —comentó Oikawa. —De vacaciones.
Me llevé la mano a la tripa. —¿Un vuelo tan largo estando embarazada...? Me encantaría, pero no va a poder ser.
Pude ver cómo la mirada de Oikawa se ensombrecía poco a poco. Sabía que allí se sentía solo, que le costaba encajar, pero estaba haciendo lo que amaba. Estaba escalando puestos y, dentro de poco, se colocaría -y nunca mejor dicho- como uno de los mejores jugadores de vóley no solo del país, sino del planeta. Él era totalmente consciente de que estar a un océano de distancia de todos sus amigos y seres queridos era necesario para su crecimiento imparable, pero también era un hándicap. Oikawa era lo suficientemente inteligente como para saber que no podía arrastrar a cualquiera hasta un continente distinto. Nuestra unión, aún, no era tan fuerte como para que yo, que ni siquiera sabía decir hola en español, volara a Argentina para vivir con él. Si estuviera cien por cien segura de que Oikawa era el padre de mi bebé, quizá me lo hubiera pensado más. Había demasiados lazos que me ataban a Japón.
Con un suspiro, Oikawa se levantó del suelo, agarró los platos donde habíamos cenado y se dirigió a la cocina canturreando una melodía que no reconocí, aunque me era muy familiar. Yo hice ademán de seguirle, pero Tooru no tardó nada en volver a la habitación. Apartó de nuevo la mesa que había dejado de ser mi escritorio -al menos por un tiempo- y me miró con ojitos de cordero.
—¿Vemos una película?
Me encogí de hombros. Se lo tomó como un rotundo sí. Armé mi futón, Oikawa apagó las luces, nos pusimos cómodos y, utilizando su ordenador portátil como televisión, buscamos una película en Internet. Oikawa nunca había sido un apasionado del cine, pero sí del karaoke, así que dio al play en cuanto encontró un filme musical.
No me fijé en la película: solo miré a Oikawa. Intenté desarrollar sus pensamientos. Notaba algo de inquietud en el, pero dudaba que fuera por la situación. Estábamos tumbados en el futón, tan solo a unos centímetros de distancia, lo suficientemente lejos para que nuestros cuerpos ni siquiera se rozaran. Nunca había sido un chico tímido o vergonzoso, así que descarté que su ceño levemente fruncido fuera porque le molestaba que yo estuviera cerca. También descarté que fuera porque el plan le disgustaba: lo había elegido él. Continué observándole, fijándome en si las comisuras de sus labios se curvaban, si su mirada se suavizaba... Debí pasar minutos enteros mirándole como una tonta. Y él, que había estado ignorándome, por fin se dio la vuelta. Sus ojos marrón chocolate me escudriñaron.
—¿Querés saber cuál es mi rutina facial? ¡No seas tímida! Pregúntalo, no me mires como si tuviera en la cara a la nuestra señora de Luján, ¿si?
Yo también me giré, colocándome en posición fetal, con las manos a modo de almohada. —¿Estás bien?
—Ah, claro, mírame. Cómo no iba a estar bien con este cuerpo...
—Tooru.
Al parecer, oír su nombre de pila salir de mi boca con un tono tan cortante le puso algo nervioso. Evitó mi mirada por un instante. —Sí, todo está bien.
De repente, sentí que volvía a aquella tarde en Estambul. Oikawa no estaba pasando por su mejor momento... y, tras una larga charla que fue terapéutica, solo se nos ocurrió emborracharnos para ahogar nuestras penas. El jugador de vóley hizo la misma mueca que hizo aquel día, una especie de sonrisa triste. Me acerqué un poco a él. —Puedes contarme lo que sea, ya lo sabes. Es más, deberías decirme si algo va mal.
—Che, ya sos como mi mamá. —rodó los ojos. Aunque estaba dispuesta a hacerlo, no tuve que insistir más. Oikawa inspiró y soltó todo el aire en un largo suspiro, cansado. —Iwa. —dijo, sin más.
—¿Le ha pasado algo?
—Es un idiota, nada más. —murmuró. —Se marchó a Estados Unidos. Pensé que podría verle antes de venir aquí.
—¿¡En serio!?
Oikawa asintió sin muchas ganas. —Te acuerdas de lo que te conté en Turquía, ¿no?
—Mmmh... más o menos, tengo lagunas...
Conseguí que soltara una risilla, pero rápidamente su mirada se volvió algo oscura. Miró al techo y se llevó las manos a la cara, tapándose los ojos. Mi cerebro se puso en modo emergencia, con luces rojas parpadeantes diciéndome que reaccionara. Me reincorporé a la velocidad del rayo para poder pegarme a él. Sabía lo que era Iwaizumi para él incluso antes de que el propio ex-jugador lo supiera, así que entendía que tuviera el corazón hecho añicos. Hundí mi mano en el cabello castaño de Oikawa, suave como la mismísima seda, y lo acaricié despacio. Ni siquiera sabía si estaba llorando, pero tenía claro que necesitaba algo de calma. Empezaba a pensar que lo del instinto maternal no era broma.
—Perdóname, —sollozó — el jet-lag me dejó más lábil que a Maradona cuando... —se quedó en blanco por culpa de las lágrimas— ay, boluda, ya ni hacer chistes puedo.
Me reí. —Piensa en positivo, Estados Unidos y Argentina están en el mismo continente.
—Por desgracia. —masculló. Seguí acariciando su pelo. Parecía tranquilizarle. Con la nariz y las mejillas sonrosadas, Oikawa cerró los ojos. Sus largas pestañas estaban empapadas. —Ay, —suspiró —menos mal que estás aquí.
Me miró con una mezcla de agradecimiento y admiración. Yo le dediqué una sonrisa. —Lo mismo digo. Sin ti, ya me habría zampado tres pizzas y la Navidad sería un chasco.
—Aunque esté contigo, ¿no la celebras con nadie más? —me preguntó. Agarró mi mano con delicadeza y la colocó en su mejilla. Estaba ardiendo, así que el contacto de su piel caliente con mi mano helada debió resultarle de lo más placentero.
—¿La Navidad? No. Desde que vine a la universidad, estoy sola.
—¿Por qué este año no invitas a tus amigas?
Fruncí el ceño. —¿Qué insinúas? ¿Que no tengo amigas en Tokio o que tienes ganas de fiesta?
—No sé, podés invitar al resto de papás. —dijo al fin.
—Ah, así que tienes ganas de fiesta...
Oikawa, con tan solo maquinar el plan, ya estaba sonriendo. —¿Por qué no? Aún no nos hemos conocido oficialmente. Va siendo hora, ¿no? Además, me alegraría mucho. —me dedicó una mirada inocente, brillante.
Resoplé, retirando mi mano de su rostro. —No me parece buena idea.
Tooru me encarceló en un abrazo antes de que pudiera levantarme del futón. Rodeó mis hombros con sus brazos, luego buscó mis manos y las llevó hasta su pelo, como si fuera un gato que quería ser acariciado de nuevo.
—Bueno, piénsatelo. Mientras, ¿puedes hacer lo de antes...? Es relajante.
Resignada -aunque no mucho porque enredar mis dedos entre el pelo de Oikawa tampoco era tan malo-, dejé que él se acomodara de nuevo, apoyando su cabeza entre mi hombro y mi pecho. Continué viendo la película. Sí, sola, porque Oikawa no tardó ni cinco minutos en quedarse dormido. Debía estar agotado después del largo viaje en avión... y puede que algo falto de cariño. Con cara de no haber roto ni un solo plato en su vida, con los ojos cerrados y las mejillas aún rojas y húmedas por su repentino llanto de enamorado, Oikawa parecía estar planeando en sueños cómo hacer que Daichi y Kuroo volvieran a verse las caras.
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feliz navidad..... y si no celebrais la navidad, pues feliz cumpleaños a levi de snk
En otras noticias: la universidad me tiene AHOGADA pero amo a oikawa y NADIE va a impedir que me imprima una foto suya para darle un besito cada noche muac
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