c a t o r c e
Teniendo en cuenta que tenía unas ciento cincuenta páginas que corregir con al menos cinco viñetas cada una, quizá dar una vuelta por la facultad en la que estudié durante cuatro años no fue del todo buena idea. Absorta, recorrí los enormes pasillos del edificio de color blanco, subí y bajé escaleras y busqué mi orla en la planta principal. Sonreí al ver mi larguísima melena -que me corté nada más finalizar los exámenes- y el ridículo birrete que nos obligaron a ponernos. No fui la mejor de mi curso, pero tampoco la peor. Al menos, mi rostro destacaba entre los cincuenta hombres de la promoción. No supe si considerar mi grado universitario en biología un éxito o un auténtico chiste machista, uno de ''vamos a dejar que esta mujer se gradúe para que nuestra universidad no parezca tan rancia''. De todas formas, al buscar trabajo, ningún laboratorio quiso tenerme entre sus filas de investigadores, así que decidí convertir mi pasión en profesión: el manga. Y tuve mucha más suerte.
Las horas volaron como si fueran un maldito avión de combate y pronto, además de esconderse tras los edificios, el sol se escondió entre las nubes. Era época de tormentas. Miré al cielo por última vez y decidí que lo mejor sería correr hasta la estación de metro... Pero tuve que cambiar de idea; varias gotas de lluvia cayeron sobre mi rostro. A los dos segundos, el suelo de adoquines grises estaba prácticamente negro. Tapándome la cabeza con una mano y protegiendo mi querida bolsa de tela, correteé hasta el refugio más cercano: la entrada al edificio de los laboratorios, que tenía un pequeño porche.
Resoplé al ver cómo el agua empezaba a caer del cielo como si fuera una gigantesca ducha. Parecía el diluvio universal. Al menos, mi ropa no estaba tan mojada. Eché un vistazo a mi teléfono antes de buscar desesperadamente un paraguas dentro de mi bolsa. Siempre solía llevar uno... pero, a lo mejor por haber salido deprisa de casa, se me había olvidado. Protesté entre dientes y abrí la aplicación del pronóstico del tiempo: según la infalible app, dejaría de llover a medianoche.... Y tan solo eran las siete de la tarde. Con un bufido, algo cansada por tener que correr los cien metros lisos bajo la lluvia, retrocedí un par de pasos y me apoyé en la pared de la fachada, junto a la puerta. Supuse que lo mejor sería esperar hasta que la lluvia amainara un poco, al menos hasta que pudiera llegar a la estación de metro sin estar totalmente empapada, como si hubiera caído a un río.
Esperé con algo de impaciencia a que escampara un poco. Un tanto resignada, rebusqué en mi bolsa de tela mis viejos y enredados auriculares. Al menos, algo de música haría más amena la espera. Puse mi lista de reproducción cargada de rock y, un poco más tranquila, observé cómo la gente caminaba con sus paraguas y cómo, en la lejanía, empezaba a armarse un buen atasco.
La lluvia no parecía parar cuando la puerta del edificio se abrió, despacio. Yo me aparté para no molestar.
Al instante, escuché un largo suspiro. Me giré, y me topé con nada más y nada menos que Kuroo. Sin su bata blanca, con una mochila negra al hombro y una sudadera roja, me miró, extrañado. Enseguida pasó de fruncir el ceño a sonreír con aire ladino.
—Ah, — metió las manos en los bolsillos de su pantalón, negro y con tres rayas verticales en los costados. — qué romántico, compartir un paraguas bajo la lluvia... — dijo, canturreando.
Yo ni siquiera me quité los auriculares. Giré la cabeza y miré hacia otro lado. —¿Tienes paraguas?
—Por lo que veo, tú no. — menudo maestro de esquivar preguntas. El pelinegro me observó de arriba a abajo, probablemente intentando adivinar cuánto tiempo había estado bajo la lluvia. — Menudo detallazo que me esperes, Hiroko, pero puedo volver solo a casa... Entonces, no tienes paraguas, ¿no?
Enarqué las cejas. Señalé lo empapados que estaban mis hombros. —¿No es evidente?
Kuroo chasqueó la lengua y miró hacia el horizonte. Se quedó pensando un buen rato, pero finalmente se caló bien la capucha de su sudadera negra, asió con fuerza los tirantes de su mochila y se despidió de mí con un saludo militar. —Hasta la vista.
Akaashi tenía razón. Kuroo era de lo peor. Vi cómo se marchaba, dando largas zancadas con sus larguísimas piernas, pero sin llegar a correr. Estaba calándose, pero parecía darle lo mismo. Resoplé. A saber qué pasaba por su mente.
Yo volví a apoyarme contra la pared de la fachada y volví a mirar mi teléfono. Tenía un par de mensajes de Mei, así que los respondí mientras empezaba a notar cómo la brisa otoñal y la humedad de mi ropa se compinchaban para hacerme tiritar. Me abracé a mí misma cuando terminé de contestar a mi amiga -que me preguntaba cuándo volvería al pueblo- y alcé la vista de nuevo.
—¡Joder!
—Perdona. — Kuroo alzó las manos en son de paz. Su sudadera roja había pasado a ser granate; estaba empapada, como si acabara de lavarla. Había llegado tan silenciosamente a mi lado que ni siquiera me había enterado de que estaba ahí, mirándome. Era como un jodido gato de casi dos metros. Se quitó la capucha, agitó la cabeza, despeinándose -si es que podía despeinarse más- y se quitó también las gafas. Estaban llenas de gotas de agua.
—¿Qué haces?
—Tras hacer una lista de pros y contras, he decidido esperar contigo. — dijo. Dejó su mochila en el suelo, sacó un pañuelo de papel y secó el cristal de sus gafas. Se las puso de nuevo. A juzgar por el grosor del cristal y la montura, no debía tener muy mala visión.
—Qué susto me has dado...
Él soltó una risilla. —Estabas muy concentrada, por eso no te has dado cuenta de que estaba ahí.
Reinó el silencio por unos cuantos segundos, puede que minutos, hasta que me harté. Me resultó raro que Kuroo no sacara ningún tema de conversación. No le conocía demasiado bien, pero sabía que tenía una labia de impresione. Giré la cabeza hacia él, pero no el cuerpo. No quería demostrar demasiado interés.
—¿No has sido capaz de escapar de la universidad? — le pregunté. La curiosidad me comía por dentro. De las pocas cosas que sabía de Kuroo, tuve la suerte de que me contara su plan de irse a investigar fuera, puede que a Estados Unidos, pero seguía en la facultad que odiaba.
—Bueno, uno tiene que aprender a sacrificarse por el bien común. — soltó. La diferencia de altura me hacía tener el cuello estirado para poder mirar su perfil. — Estoy ayudando en el laboratorio y estoy en un posgrado.
—Así que sigues estudiando... — murmuré.
Él me oyó. —Sí. Investigo con- — se rio — fíjate qué irónico, con fragmentos de Okazaki.
Yo agaché la cabeza. Fingí una sonrisilla. —Es curioso, sí.
Kuroo, de brazos cruzados, quizá porque también tenía frío, se apoyó de lado en la pared y me miró. —¿Y tú? ¿Sigues trabajando para Kodansha?
—Ajá. No sé si por gracia o por desgracia.
—Tenías madera como científica, ¿sabes? Te pegar llevar una bata blanca, a lo mejor sin nada debajo-
—Cállate.
Se rio y dejó de dirigir su cuerpo hacia mí. —Perdón, perdón. A veces la imaginación vuela.
—Das asco.
Sonriendo y con muchísima sorna, dijo: —Si tanto asco doy, ¿por qué te acostaste conmigo?
Puse los ojos en blanco y bufé. Di por terminada la conversación: subí el volumen de la música y miré hacia los jardines del campus, situados a mi derecha. Quizá la mejor idea era olvidarme del tonto de Tetsurou y volver a Miyagi, donde también podría olvidarme de Oikawa, dar a luz junto a la doctora Kotanegawa y quedarme con mi abuela. El trabajo y Daichi eran lo de menos. Sólo quería algo de tranquilidad... y quitarme de la cabeza a los tres chicos con los que cometí el grandísimo error de pasar una o varias noches. Resoplé, llamando la atención del altísimo pelinegro.
—¿Dónde tienes que ir? —me preguntó.
Un poco reacia, terminé contestando. — A Dainkanyama.
—Estás a un par de estaciones de metro. — concluyó. De repente, se agachó para sacar algo de su mochila. Era una bata de laboratorio, blanca. Se la echó por la cabeza, cubriendo también sus hombros.
—¿Qué narices haces? — no pude evitar reír. Era de lo más surrealista. Encima, lo hacía sin sonreír ni un ápice; estaba totalmente serio y convencido. — ¿Te crees un fantasma?
Me hizo una seña con la mano, invitándome a ponerme junto a él. Supe cuál era su idea casi al instante. Yo negué con la cabeza. —¡Vamos! ¡He calculado perfectamente cuánto queda para el próximo tren de la Futoshin! ¡Y no pienso perderlo!
Su voz, lejos de invitarme amablemente, sonaba más bien imperativa, como cuando daba órdenes desesperadas a sus compañeros del equipo de vóley. —Vale, pero no pienso correr.
—Puedo aceptarlo. — dijo. Con sus manos, alzó la bata y me resguardó con ella. Intenté no pegarme a él, pero era inevitable rozar su pecho. — Me debes una.
—Ya veremos, Kuroo.
Escuché su risa por última vez y, con un suave empujón, me obligó a caminar hacia delante. Aún diluviaba. En cuanto abandonamos el pequeño resguardo que nos ofrecía el edificio del campus, empezamos a caminar deprisa. Yo era como un chihuaha tembloroso andando por delante de un enorme san Bernardo, que era Kuroo. Sabía que la situación le resultaba de lo más divertido y, curiosamente, a mi también. Era como si mi vida se hubiera convertido en un shojo, y por un momento, olvidé que estaba embarazada sin saber quién era el padre. Sonreí todo el camino hasta la estación de metro, donde varias personas nos miraron como si fuéramos auténticos fugitivos.
Ya a salvo de la lluvia, en las escaleras mecánicas, Kuroo se quedó mirando la bata blanca.
—Gracias. — le dije, sincera.
—Ah, de nada. — dijo él, dejando paso a una acelerada mujer. — No lo he hecho por ti; quería tener mi momento de película. — añadió.
Yo ahogué una risilla. Al llegar a la zona de los tornos, busqué mi cartera para validar mi ticket. En cuanto alcé la cabeza, Kuroo se había alejado. Fruncí el ceño.
—¡Eh! — grité. — ¡Al menos dame tu número de teléfono!
—¡Eso le quitaría todo el romanticismo!
—¿¡Dónde vas!? — exclamé, yendo tras él. Intenté agarrar su antebrazo pero él, mucho más ágil que yo y con unos reflejos que envidiaba, apartó el brazo y señaló al cartel de las próximas llegadas.
—Llega tu tren.
—Pero- Kuroo, ¿no vienes-
—Tengo segmentos de DNA que aislar. — dijo, caminando de espaldas. — Si necesitas algo, ya sabes donde encontrarme.
Intenté detenerle, pero me sonrió y volvió a señalar el cartel antes de subir por las escaleras hacia la calle. Resoplé. Tenía el pelo y la personalidad de un científico loco, sí.
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hallo wie gehts mi gente
no iba a escribir este capítulo hasta más adelante, pero debido a cierto acontecimiento que muestro a continuación cambié de idea
kuroo puedes pisarme......... no es una pregunta es una orden písame YA
und in anderen nachrichten he decidido retomar mi deutsch así que que no os extrañe que del día a la mañana tengamos a un oikawa argentino un kuroo que ha pasado tres años aprendiendo alemán y un daichi políglota que sabe hasta suajili
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