Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Sal en los labios

Beatriz al fin había sacado algo de tiempo de su apretadísima agenda para visitar a Mónica. Bueno, lo cierto era que los domingos no trabajaba, y la noche anterior, en lugar de salir a tomarse una copa como solía hacer, se había quedado en casa planificando parte de la reunión que tenían cada lunes en el periódico.

Y todo para poder pasar la tarde de su día de descanso con su amiga.

Era un sacrificio que hacía gustosa, pues le sabía fatal no haberse podido escabullir más que dos veces desde que ingresara. Ser tan buena en lo suyo la convertía en una pieza insufriblemente imprescindible del mecanismo que hacía girar la redacción. Además, que el hospital estuviera a la otra punta de la ciudad no ayudaba en absoluto.

El día que me ponga enferma, se van a pique...

Mónica se encontraba estable, con la herida de su cabeza prácticamente curada. Y aun así, su conciencia continuaba vagando a caballo entre el limbo y la entropía. Los médicos, que no tenían la menor idea de cuándo podría despertar, afirmaban que esas cosas pasaban a veces. Sin embargo, a ella seguía sorprendiéndole que un «simple» traumatismo hubiera derivado en un coma tan prolongado y profundo.

Lo peor era, sin duda, el irreconciliable sentimiento de culpabilidad por la indiferencia con que reaccionó cuando, diez días atrás, Mónica la telefoneó contándole una historia un tanto rocambolesca. En aquel momento, Bea estaba injusta aunque comprensiblemente molesta por cómo habían terminado las cosas para Leo. Sabía que nadie tenía la culpa y que, de hecho, su amiga no había hecho otra cosa que ayudarlo sin pedir nada a cambio, pero de veras que apreciaba a ese chico y lo último que deseaba era que lo tiraran a la calle.

Empero, seguía pensando que si hubiese reaccionado de manera distinta entonces, tal vez Mónica no estaría en estado comatoso sobre aquella ortopédica cama de sábanas inmaculadas.

A veces, pequeños gestos sin importancia pueden cambiar por completo el curso de los acontecimientos, marcar la diferencia entre saltar de la azotea o calzarse los zapatos y volver a la fiesta... Lo sabía bien, pues fue gracias a una de esas decisiones erróneas (puede que media docena de ellas) que Mónica la halló cuando más falta le hacía.

Por aquella época, Bea distaba mucho de ser la mejor versión de sí misma; a decir verdad, hacía noches que había olvidado quién era o por qué se empeñaba en seguir adelante. Enferma de depresión, su vida había entrado en una afilada rueda de autodestrucción que la desgarraba lenta pero inexorablemente.

La providencia quiso que ambas acudieran a la misma fiesta de alto copete que celebraba un conocido común. De igual modo, las dos bebieron más de lo debido (cosa que hacían con bastante asiduidad) y decidieron apartarse del gentío para tomar el aire en la azotea del edificio.

Habría sido muy sencillo para Bea dejarse caer, ver cómo las luces y su vida pasaban a toda velocidad mientras se precipitaba al vacío... Deseaba hacerlo, poco la ataba ya a un mundo que parecía no mostrar el menor aprecio por ella. Se quitó sus bonitos tacones de aguja y, con pies descalzos, subió al muro de obra que la separaba del viaje sin retorno, sintiendo la rugosidad y el hollín y el frío.

Pensó que tal vez sería lo último que notara, así que se recreó con aquella vertiginosa sensación de control. La mayoría de las personas que bebían y festejaban unos pisos más abajo actuaban como si de verdad controlaran sus vidas, o al menos se consolaban creyendo que así era. Pero, de todos ellos, Beatriz era la única que comprendía lo que eso significaba en realidad; un paso adelante y todo acabaría, un paso atrás y seguiría respirando un poco más: eso era verdadero control.

Entonces, Mónica irrumpió en la azotea considerablemente ebria, tarareando alguna canción que debía estar sonando en la fiesta. Al principio se la quedó mirando con sorpresa, ya que no esperaba hallar a nadie allí arriba, y menos a una mujer descalza encaramada al abismo. Sin embargo, tal vez porque el alcohol le hizo actuar de forma impulsiva e imprudente, cubrió la distancia que las separaba y se sentó a su lado. No la juzgó ni se escandalizó por su decisión; en lugar de eso, permaneció en silencio, contemplando la iluminación de la ciudad en plena noche, hasta que de pronto arrancó a cantar un romance popular que solía entonar su abuela mientras faenaba.

Trataba sobre una pareja de golondrinas que desperdiciaban el otoño peleando acerca de dónde construir el nido para guarecerse cuando llegase el invierno. Al final, el invierno sobrevenía y ambas morían de frío.

No era una canción alegre, y dada la situación, no era ni mucho menos la más apropiada. Con todo, por algún motivo que ninguna alcanzó a comprender a pesar de los años, aquello logró disuadirla de saltar. Puede que fuese la borrachera, o quizá se necesitaran mutuamente antes incluso de conocerse.

Sea como fuere, cuando Mónica concluyó, tomó la mano temblorosa de Bea y la ayudó a bajar de la cornisa, se arrodilló para calzarle los tacones, en la que fuera una escena tan cómica como lamentable, y juntas emprendieron el camino de la recuperación.

Una enfermera irrumpió en la habitación mientras Beatriz, que se había quedado absorta mirando el ramillete de petunias que ella misma había llevado, se enjugaba los recuerdos con el dorso de la camisa.

—Buenos días —saludó la sanitaria. Debía rondar la cincuentena y pesar al menos el doble—. ¡Oh! Pero si hoy tienes visita, Mónica, eso está muy bien —comentó la mujer, risueña.

—Buenos días —respondió Bea con una sonrisa un tanto torcida.

—¿Te importaría esperar fuera un momento? —le comentó la mujer, aproximándose hasta ellas—. Tengo que revisarle el catéter y cambiarle la bolsa de alimentos, ¿vale?

—Por supuesto. —Beatriz acercó sus labios a la frente de su amiga y la besó—. Ahora vuelvo, golondrina mía...

En ese instante, al incorporarse con la intención de abandonar la habitación y dejar a la enfermera hacer su trabajo, una traviesa lágrima que se había escabullido de su manga, se deslizó por su mejilla y se precipitó al vacío, impactando contra la nariz de Mónica y escurriéndose hasta la comisura de sus labios. El salado roce de aquella gotita era el estímulo que su mente parecía estar esperando, pues abrió los ojos de sopetón, como si hubiese estado sumida en un sueño agitado.

Se incorporó sobresaltada ante la atónita mirada de Beatriz y la enfermera, quien, tras recuperar el aliento e insistir en que permaneciera tumbada, salió de la habitación en busca del médico que estuviera de guardia.

Bea se quedó al lado de su amiga, tranquilizándola, respondiendo a sus confusas preguntas y poniéndola al día. Por fortuna, los recuerdos de Mónica permanecían intactos y todo apuntaba a que no había sufrido daño cerebral alguno, claro que eso lo corroborarían las futuras pruebas médicas.

Más serena y ubicada, y tras beberse media botella de agua de un trago, Mónica comenzó a narrarle a Bea su versión de los hechos con pelos y señales. De eso hacía casi dos semanas, pero ella los sentía frescos y vívidos, como si hubiesen sucedido el día anterior.

—¿Cómo que una serpiente? ¿Estás segura? —preguntó Beatriz, suspicaz.

Mónica asintió.

—De lo que no estoy segura es de sí estaba realmente allí o si me estoy volviendo loca...

La periodista hizo una mueca de extrañeza, pero no insistió más en el tema. La policía no había mencionado nada sobre ninguna serpiente en el informe, y aunque pareciera muy lúcida, no dejaba de haber despertado de un largo coma.

—Y, ¿te atacó o algo así, por eso te diste el golpe en la cabeza?

—No, eso supongo que pasó después. Cuando me tranquilicé un poco, descorrí la mampara para ver si la bicha seguía allí, pero ya no estaba; salí de la ducha y conforme me secaba, los vi de nuevo: ese par de ojos rojos reflejados en el espejo, mirándome fijamente.

—Los mismos ojos que habías visto antes en Reno, ¿no?

—Así es, y por lo que sé, también perdí el conocimiento entonces, solo que no había ninguna ducha con la que abrirme la cabeza...

Beatriz escrutó su rostro detenidamente y llegó a la conclusión de que no mentía, estaba segura. Pero existía una gran diferencia entre ser sincera y decir la verdad.

—No me crees, ¿cierto? —inquirió la terapeuta ante el mohín de su amiga.

Su amiga le tomó la mano con firmeza, reconfortándola.

—Los médicos encontraron restos de benzodiacepina en tu sangre, Moni... Sí creo que te pasó algo, pero también creo has sufrido una conmoción muy fuerte y... —La psiquiatra agachó la cabeza tras aquellas palabras, negando lentamente—. Dime, ¿qué pensaría esa brillante y pragmática cabezota tuya si fuese yo quien estuviera ahí tumbada, recién salida de un coma?

Su amiga se encogió de hombros y esbozó una sonrisa.

—Pensaría que te diste un buen golpe... —admitió, y permaneció en silencio unos segundos—. Te aseguro que soy la primera que quiere respuestas, Bea, pero vi lo que vi, dos veces nada menos en el transcurso de unas horas. Sabes que siempre he sido una escéptica empedernida, que nunca he soportado las mamarrachadas y he denunciado a los engañabobos —prosiguió—. La experiencia me aconseja no fiarme de mí misma, no después de un traumatismo que me ha dejado en coma; y la razón me dice que es más probable que esté desarrollando un trastorno psicótico que nada de lo que te he contado. —Su mirada ensombrecida reflejaba desesperación, la angustia propia de quien contempla cómo sus propios esquemas se deshacen amargamente en su boca—. Pero, ¿sabes qué es lo peor? Que en el fondo, y contra todo puñetero pronóstico, se me ha enquistado la duda como un maldito grano en el culo, y ahora no puedo dejar de hacerme la misma pregunta una y otra vez...

Bea tragó saliva.

—¿Qué pregunta?

—¿Y si estoy equivocada, Bea? ¿Y si Reno ha tenido razón todo este tiempo y hay «algo» más ahí fuera, algo que no atiende a la razón, algo perverso? —Mónica estiró el brazo y acarició los pétalos de las petunias—. Lo noté, ¿sabes? En cuanto me miró con esos ojos imposibles, justo antes de perder el conocimiento, supe que nada volvería a ser igual... ¡Joder! Se me sigue poniendo la piel de gallina solo de pensarlo —exclamó, frotándose los brazos—. No sé qué será, ni qué quiere de mí (si es que de verdad hay algo), solo sé que intenté ignorarlo, aun cuando todo mi cuerpo me decía lo contrario, y casi pierdo la vida por ello.

Esas últimas palabras se formaron en su garganta con dificultad. No podía creer que estuviera barajando una posibilidad que se alejara del raciocinio y de todo cuanto creía saber. No, no era una simple hipótesis que refutar, no esta vez... Si daba la espalda a las delicadas reglas que conformaban y garantizaban estabilidad a su mundo, ¿qué le quedaba entonces?

El médico interrumpió la charla al abrir la puerta de la habitación, con la frente perlada de sudor, y lo hizo acompañado de la rolliza enfermera que había ido en su busca y un auxiliar. La intensidad de la conversación aún podía palparse en el aire, denso y cálido como volutas de humo, pero se desvaneció tan pronto como el pequeño equipo sanitario se aproximó a la cama donde yacía Mónica.

Ninguno se excusó por la tardanza, claro que tampoco es que les sorprendiera. Enseguida sobrevinieron las preguntas y actuaciones pertinentes, y no tardarían en despacharla para atender a su paciente como era debido. Sin embargo, antes de que eso ocurriera, Mónica estrechó la mano de su amiga y la miró a los ojos con gesto sobrio.

—Dile a Leo que tenga cuidado.

Beatriz asintió, sin poner objeciones a su petición.

—Vendré a verte mañana, Moni.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro