Invisible
Creo que, llegados a este punto, debería matizar algunos aspectos. Veréis, el orfanato no siempre fue aquella especie de macabro purgatorio en el que cada día era una cuenta atrás hacia lo inevitable. No, incluso me atrevería a decir que al principio todo era bastante «normal». Al menos todo lo normal que podía ser la infancia de un puñado de niños en régimen de internamiento.
Había, podría decirse, un acuerdo tácito que todos respetábamos: nadie hablaba de su pasado. Y aun así, era considerablemente sencillo averiguar dentro de qué grupo encajaba cada uno. En esencia, nos dividíamos en dos clases: los niños abandonados, que además éramos los menos numerosos (por si el hecho de lidiar con que tus padres te despreciaran no fuera suficiente), y los afortunados que, sencillamente, eran huérfanos.
Es difícil de explicar, pero había una suerte de brillo, o más bien una ausencia de este, en los ojos de los niños que, como yo, pertenecíamos al grupo de los repudiados. Lo extraño era que podía apreciar esa «opacidad» en quienes todavía eran demasiado pequeños para comprender lo que les había sucedido. Sea como fuere, el caso es que nunca fuimos más de cuatro o cinco, y de ellos, solo yo acabé en aquel orfanato con la edad suficiente como para no olvidar que era un pedazo de mierda indeseado.
Por su parte, los encargados hacían lo que podían con todos nosotros. Sin embargo, se esforzaban en exceso por dejar claro que no eran nuestros padres. Al menos, eso sí, teníamos una cama en la que dormir por las noches, un techo bajo el que sentirnos seguros y un par de comidas calientes cada día. Puede que no fuera mucho, incluso puede que una parte de mi ser (la misma que ansiaba ser querido) detestara estar allí encerrado mientras unos niños llegaban y otros eran adoptados por familias en apariencia encantadoras.
Pero era lo que había.
Algunas veces, no muy a menudo, esa pequeña parte de mí que aún albergaba esperanzas tomaba momentáneamente el control. En esos instantes de no ofuscación me preguntaba cómo sería tener una madre que me quisiera. ¿Qué se sentiría? Pero enseguida era rebatida y silenciada por el miedo: ¿Merecía la pena exponerse a ser rechazado... otra vez? ¿Y si, con el tiempo, se daban cuenta de que no me querían y me devolvían al orfanato, igual que un electrodoméstico defectuoso? No podría soportarlo.
Creo que por eso, odiándome por mi cobardía, boicoteaba sistemáticamente las oportunidades de adopción. Comprended que para mí, un chiquillo abandonado por sus padres que parecía destinado a ser invisible, el orfanato era lo más parecido a un hogar que había tenido: prefería su segura austeridad emocional a ser despreciado de nuevo.
Después, bueno, una maldita noche apareció Mamá y ya os conté cómo acabó todo.
En cualquier caso, he de confesar que cuanto más pienso en aquel entonces, más seguro estoy de que hay algo en mi cabeza que no funciona bien. Pese a mis esfuerzos (y me he sometido a un sinfín de pruebas estos años con tal de obtener una pista, por nimia que fuera), no soy capaz de recordar el momento exacto en que todo se torció, como si fuera un libro al que le han arrancado las páginas más importantes. Si hubo indicadores que anunciaran los cambios que vendrían, o no los supe interpretar, o mi mente y el tiempo han confabulado en mi contra...
Sé que mi insana insistencia no cambiará el pasado; que no devolverá a ninguno de los siete niños que Mamá se llevó y, sobre todo, que no hará a mis padres quererme en lugar de despreciarme. Pero si tan solo pudiera decir que vi venir los horrores que se avecinaban... No sé, al menos sabría qué hacer con toda esta frustrante sensación de vacío que me atormenta, con toda esta fastidiosa vulnerabilidad que llevo adherida a la piel.
Lo más doloroso es que al mismo tiempo, como una broma de mal gusto, hay un nombre que no deja de repetirse en mi cabeza. Lo veo escrito en lugares donde sé que no es posible, ocioso porque lo pronuncie; tan acechante como la sombra de Mamá. No es otro que el nombre del último niño que desapareció, con el que se rompió el fatídico ciclo.
Lo recuerdo con especial viveza y horror porque nuestras camas estaban pegadas. De hecho, cuando escuché la respiración jadeante de Mamá aproximarse, supuse que venía directa a por mí... Me avergüenza y repugna admitirlo, pero pensar que esa noche se me llevaría, me produjo una desesperada y perversa sensación de alegría que no sabría describir.
Obviamente me equivoqué.
Reno, sin embargo, el niño que dormía a mi lado, tenía algo de lo que yo carecía; algo que lo hacía especial a los ojos de Mamá... Debía tenerlo, pues lo acunó en sus brazos y ambos desaparecieron en la noche sin luna.
Sé que le debo mi vida a ese niño y estoy agradecido por su involuntario sacrificio. Esa parte de mí que sigue creyendo que valgo la pena, no deja de repetirme lo afortunado que fui durante tantos años; porque, al menos por una vez (siete en realidad), ser rechazado significó seguir viviendo.
Pero también lo odio profundamente. Y odio a Mamá todavía más por arrebatarme el único lugar en que me sentí parte de algo, aunque ese «algo» solo fuera el lamentable pero hermanador sentimiento de soledad compartida.
No puedo dejar de ver la burlona ironía en la que se ha convertido mi vida: pasé nueve años internado en un lugar que no elegí porque no me querían, y ahora soy incapaz de concebir mi día a día fuera de este cautiverio que me he autoimpuesto por temor a vivir. Sin las paredes que me protegen y la atención del personal sanitario que me cuida, estaría completa e inevitablemente perdido. Es... casi como si mi infancia no hubiera sido más que un retorcido presagio de lo que me aguardaba en el futuro.
Creo que, por encima del miedo a que Ella pueda volver para reclamarme, lo que más me aterra es lo absurdamente frágil y manipulable que me siento aún hoy. A pesar de ser adulto y saber las cosas que sé, me siento incapaz de luchar...
De todas formas, ¿serviría de algo? Quiero decir, ¿acaso alguien puede resistirse a la voluntad de Mamá?
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