El Señor Oscuridad
La puerta roja se cerró en cuanto Reno cruzó el umbral, dejándolo prácticamente a oscuras en una especie de trastero de tamaño indeterminado y sin el menor indicio de la fuente de aquella luz encarnada que, escasos momentos antes, había inundado el sótano por completo.
Los costados le ardían de dolor y se encontraba algo aturdido por la sangre que le habían extraído, acontecimiento que él ignoraba, claro. Con todo, la voz le instaba a seguir adelante.
Acércate, Reno —le susurró, imperativa. Parecía provenir de todos lados y de ninguno en particular.
El niño obedeció, avanzando lentamente con los pies descalzos. El suelo era simple tierra seca y cuarteada que le raspaba la piel, y el aire se sentía tan denso y estancado que le costaba abrirse camino hasta sus pequeños pulmones.
Tosió un par de veces, como si su cuerpo tratara de acostumbrarse a la enrarecida atmósfera. Sin embargo, para su sorpresa, el eco le devolvió un estremecedor sonido que no encajaba; acompañado de los chillidos de alguna que otra rata, un jadeo y una suerte de ronquido ahogado colapsaron sus oídos. No conocía ningún ser vivo que produjera un gruñido similar, si bien es cierto que a sus cinco años de vida, y habiendo pasado la mitad de ellos en un orfanato, no se le podía exigir demasiado. Y tampoco importaba. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a las cambiantes penumbras, comprobó que la silueta contrahecha y voluminosa que se arrastraba por el fondo de la habitación no pertenecía a ningún animal.
No exactamente.
Reno reculó preso del pánico, ignorando que sus pies iban directos a un saliente de la tierra que le hizo trastabillar y caer de espaldas contra el duro suelo. El poco aire que había conseguido penetrar en su cuerpo fue expulsado en una agónica bocanada, y sus ojos se anegaron en un silencioso mar de lágrimas por el dolor.
Incapaz de ponerse en pie tras el batacazo, observó con desesperación cómo aquella «cosa» se aproximaba torpemente hasta él, resollando como si fuera a exhalar su último aliento. Su silueta se tornaba cada vez más grotesca conforme disminuía la distancia que los separaba, hasta que se detuvo a medio metro del niño, semioculto en penumbras.
El rostro de Reno se contorsionó horrorizado al ver, por lo menos, cuatro brazos de distintas longitudes reposando sobre el voluminoso y amorfo cuerpo de la criatura, cuyas manos, que se asemejaban más a unas garras, culminaban en siete largos y arqueados dedos; su cabeza no era más que un amasijo rollizo y calvo, y lo que debía de ser su torso estaba forrado por una gruesa capa de sebo de aspecto gelatinoso, del que colgaban diversos pliegues de piel flácida y agrietada, tachonado de ... ¡Ojos!, pensó el niño con espanto: decenas de globos oculares desprovistos de párpados clavaban sus pupilas en él, y por algún motivo que no alcanzaba a entender, lo miraban con terrorífica familiaridad.
De pronto, la mole alargó una de sus extremidades hacia Reno, quien, en un ridículo y doloroso intento por sobrevivir, se hizo un ovillo, como si aquello fuese a servir de algo.
Tranquilo, pequeño. No te hará ningún daño.
La voz resonó con fuerza en su cabeza, calmada e imponente. Reno enseguida notó su poderoso influjo, mitigando su dolor y desterrando parte del miedo que lo paralizaba. No era capaz de controlar la voluntad del chico por completo, pero sí hacer vibrar los hilos que tiraban de él para volverlo más dócil y proclive a sus deseos, igual que un hábil violinista. El niño retiró las manos de su cara, observando a la criatura con aprensiva desconfianza, al tiempo que se enjugaba las lágrimas en la manga del pijama; al cabo, no sin asco ni esfuerzo, Reno se sirvió del brazo deforme para incorporarse.
Tal como había asegurado la voz, aquel ser no le hizo daño alguno, si bien parecía sacado de un perturbador sueño y su presencia lo incomodaba. Una vez en pie, la criatura dio media vuelta e inició su funesta marcha hacia el fondo de la habitación con paso lastimero, dejando a la vista las múltiples protuberancias que sobresalían de su lomo. Reno las observó con desagrado, pero su gesto viró del asco al horror cuando se percató de que aquellos bultos, lejos de ser quistes o hernias purulentas, adquirieron la forma de cráneos humanos; cráneos infantiles, no más grandes que un pomelo, que amenazaban con desgarrar la piel desde dentro. Tal era la tensión que ejercían, que se apreciaba el hundimiento de las cuencas oculares o el irregular relieve de los huesos nasales.
Anclado al suelo y conteniendo la respiración, Reno contempló la figura adentrarse en las sombras, perdiéndolo al fin de vista. Mas la voz lo necesitaba; debía ser él, así que volvió a tirar de su voluntad una vez más.
El niño avanzó despacio, deteniéndose cada pocos pasos para retirarse las molestas telas de araña que se le adherían a la cara. Aun así, impelido por una fuerza que ignoraba, alcanzó el centro de la oscura habitación, donde la tierra parecía removida y una inexplicable claridad mortecina le confería un aura espectral, como si un foco distante proyectara un débil cono de luz velada.
Y entonces lo vio: justo en el perímetro de aquella zona, a medio camino entre las penumbras y una oscuridad abisal, la silueta de un hombre reposaba cómodamente sobre la amorfa criatura que había visto hacía un momento. Vestía un elegante chaqué negro de corte torneado, con botonadura plateada y un faldón trasero en forma de doble pico; el chaleco, de un granate oscuro, hacía juego con la pretenciosa pajarita que, ajustada al cuello, resaltaba una inmaculada camisa blanca. Sobre su cabeza, sumida en las sombras, reposaba un sombrero de copa igualmente negro, y sus manos, enfundadas en sendos guantes níveos, sostenían un cáliz del que daba pequeños sorbos.
Al ver a Reno, aquel hombre con apariencia de Lord inglés, aun sin levantarse, adoptó una postura algo más sobria. La criatura gimió por el movimiento.
El niño se lo quedó mirando, entre maravillado por su lujoso atuendo (sobre todo por el sombrero) e intrigado por haberse topado con semejante dandi en un lugar como aquel. ¿Quién sería? Y, lo más relevante de todo, ¿qué hacía allí encerrado?
Acércate más, deja que te vea
La voz, que Reno asoció de inmediato con aquella persona, volvió a retumbar dentro de su cabeza, igual que una interferencia de procedencia ignota. El muchacho obedeció, y al dar un paso al frente, el hombre extendió una de sus manos, transmutando las sombras a su alrededor en decenas de polillas; un aluvión de alas, que parecían mirarlo con sus falsos ojos irisados, se precipitó sobre Reno. Revolotearon entorno a su cuerpo, atraídas por la exigua luminosidad que lo envolvía, hasta que, unos instantes después, la macabra danza cesó y volvieron junto a su amo para desvanecerse en jirones de oscuridad.
—¿Qui... quién es usted? —se atrevió a preguntar el niño, aún perplejo por el extraño comportamiento de los insectos. La voz seguía actuando sobre sus emociones, dulcificándolas, apartando el miedo y encendiendo su innata curiosidad infantil.
Yo soy tu única oportunidad de salir de aquí con vida, Reno; a menos que prefieras quedarte con eso a la que llamáis Mamá, claro... —No había un ápice de miedo en sus palabras, aunque las pronunciaba con cautela.
El niño negó con la cabeza, y una sonrisa torcida brilló, satisfecha, en el lóbrego rostro de aquel hombre extraño. Bien era cierto que Reno había permanecido inconsciente hasta que despertó, no hacía tanto, sobre un catre destartalado, desnudo y con los costados magullados. No obstante, olvidar los incisivos dedos de Mamá hincándose en sus muslos, y ese aliento gélido, cargado de odio, muerte y resignación, no era tarea fácil. Si de algo estaba seguro en esas inusuales circunstancias, era que jamás quería volver a sentir nada similar.
Bien, bien..., pero antes tienes que hacer algo por mí; un favor a cambio de otro favor, ¿qué me dices?
—¿Qué favor? —inquirió Reno. No tenía motivos para desconfiar de la voz, pero la proposición le hizo recelar.
***
El Señor Oscuridad se sentía pletórico, y no solo por la deliciosa sangre que acababa de ingerir. Conservaba su toque a pesar de llevar tantos años allí encerrado, si bien debía de ser cuidadoso o el niño saldría corriendo como un conejo asustado, y ya estaba tan cerca que no podía permitirse el más mínimo error. Solo un poco más y sería libre, todo lo libre que puede llegar a sentirse un parásito, claro, pues en eso se convertiría en cuanto Reno concluyera: en una miserable garrapata que drenaría la sangre de su huésped.
El precio sería elevado y habría de hacer algunas molestas concesiones; sin embargo, el Señor Oscuridad estaba dispuesto, vaya que si lo estaba. Justo cuando ya no albergaba esperanza alguna, Ella, la misma perra traicionera que lo encerró en aquel zulo morroñoso, le había brindado la solución en bandeja de plata sin siquiera percatarse. Si supiera el error que ha cometido trayendo a este chico, si supiera a quién tengo delante..., se decía, relamiéndose los agrietados labios aún templados, paladeando la venganza que se avecinaba.
Así que no, el Señor Oscuridad no permitiría que el mocoso se acobardara en el último momento ni por toda la sangre inocente del mundo, y le traía sin cuidado si eso significaba retorcer y someter su voluntad hasta el borde mismo de la locura. De todas formas, más tarde o más temprano, llegaría el momento en que sucumbiría por completo a su control.
***
Reno se hallaba de rodillas en el suelo, cumpliendo el favor que la voz le había pedido. Apenas llevaba unos minutos excavando con las manos desnudas y la piel ya comenzaba a desprenderse de la carne.
Puede que la voz se hubiese excedido tensando los hilos de su voluntad, pero el tiempo apremiaba y no había lugar para sutilezas: si Mamá irrumpía en el sótano antes de que Reno concluyera, degollaría al niño con sus propias manos y ahí acabaría su magnífico plan; así que siguió aplacando las dudas y el miedo sin importarle lo extenuante que resultaba aquella tarea para un niño tan pequeño. Cierto era que necesitaba al niño vivo, aunque no necesariamente entero...
Por fortuna, Reno dio con lo que el hombre del sombrero de copa andaba buscando antes de que las uñas se le desgarraran de los dedos desollados: Shesha, una serpiente de color azabache intenso, con tres pares de franjas amarillentas en el cuello y la cola, emergió de la tierra serpenteando hasta posarse a un lado del niño; allí, expectante, se irguió cuan larga era y olisqueó el aire enrarecido con su lengua viperina.
En cualquier otra circunstancia, Reno habría actuado de manera bien distinta ante la presencia del ofidio, pero en su estado de apatía se la quedó mirando con gesto vacuo.
—¿Y ahora? —preguntó con voz queda.
No obstante, antes de que el hombre envuelto en sombras prosiguiera, la serpiente abrió la boca desmesuradamente, desencajando sus mandíbulas como si fuera a engullirlo de un bocado. De repente, su escamoso cuerpo comenzó a tensarse y relajarse a intervalos cada vez más frecuentes, tratando de expulsar algo que albergaba en su interior. El espectáculo fue en verdad grotesco y cruel, mas Reno no apartó la vista ni un instante. Al cabo de unos angustiosos minutos, el animal se retorció por última vez y se desplomó, inmóvil.
Había vomitado un objeto casi tan alargado como ella, envuelto en una suerte de sudario amarillento y repleto de fluidos gástricos del reptil.
Descúbrelo —ordenó la voz.
Reno lo recogió del suelo y retiró el andrajo pegajoso, revelando un bastón octogonal tan oscuro como el rostro de su dueño; lucía impecable, con aristas dentadas que menguaban conforme se acercaban al pie, y una excelsa empuñadura con forma de cabeza de serpiente. En cuanto sus dedos tocaron la madera, cientos de imágenes espantosas cobraron vida en su mente, como flashes macabros de un pasado inconcluso. Vio personas destrozadas, suplicando piedad con su último hálito de vida; gente sumida en el más absoluto de los abismos con sed de venganza...
El bastón se precipitó contra suelo, pues sus manos cedieron ante tales horrores; no obstante, lejos de obedecer a la gravedad, este rodó por el agrietado terreno hasta los pies de su amo. Shesha lo había custodiado bien, pero ya era hora de volver a quien debía lealtad.
El Señor Oscuridad se inclinó ligeramente y lo asió con fuerza, sintiendo su regia robustez, embriagándose de las visiones que tan celosamente atesoraba. Entonces, con un profundo pesar, separó la empuñadura del cuerpo del bastón y confinó lo poco que restaba de su esencia en ella, donde aguardaría hasta que llegara su hora.
La perturbadora presencia del hombre con aires de Lord se desvaneció, pero los orbes de cristal que la empuñadura tenía por ojos desprendieron un fulgor rojizo que bañó todo a su paso, iluminando incluso la deforme criatura que aguardaba en las sombras.
Yo siempre cuidaré de ti, Reno. Y ahora, salgamos de aquí...
Así, con la ornamentada cabeza de serpiente en una mano, Reno dio media vuelta y cruzó la puerta roja una vez más.
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