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El teléfono vibró sobre la mesita de noche, alterando el sosiego que reinaba en la habitación de hotel. No eran más que las ocho de la tarde, pero Leo ya estaba tumbado en la cama, mordisqueando unos sándwiches fríos, que había comprado en la máquina expendedora de recepción, y leyendo un poco hasta que el sueño le venciera.
El baño de hacía un rato, sumado al cansancio de haber dedicado parte del día a recorrer el bucólico pueblo donde se hospedaba, había sumido su cuerpo en una plácida languidez que lo incapacitaba para nada más. No era muy amante del campo, pero agradeció la caminata y el aire sin polución, para variar.
Dejó el libro sobre la colcha, bocabajo, y extendió el brazo hasta alcanzar el móvil. Puf, estoy reventado, en cuanto vuelva me tengo que poner en forma, se dijo, como si aquella vez fuese a ser diferente de las anteriores.
Había recibido un mensaje de Beatriz; le contaba que Mónica había despertado al fin del coma y que parecía estar bien. No agregó mucha más información, pues prometía llamarlo al día siguiente para ponerlo al día. Sin embargo, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, la última frase le erizó el vello de la nuca. «Ten mucho cuidado», rezaba.
Leo estaba seguro de que era simple cortesía (o trataba de convencerse de ello), una fórmula como cualquier otra para despedirse de un amigo. Y entonces, ¿por qué le daba tan mala espina? Confiaba en Bea, sabía que no le ocultaría nada que pudiera ponerlo en riesgo de modo alguno, pero también sabía que no era el tipo de persona que escogía sus palabras al azar. Fuera como fuese, seguiría su consejo y llevaría cuidado, ya le preguntaría por ello al día siguiente. Por lo pronto, se limitó a responder muy brevemente y terminó de cenar.
No habían hablado en todo el fin de semana y lo cierto era que tenía mucho que contarle, sobre todo del individuo con quien le había puesto en contacto.
El viernes a primera hora se había reunido con los encargados de evaluar su propuesta, y aunque demostraron ser dos huesos duros de roer, Leo hizo alarde de su arma más poderosa: la retórica. No mintió, si bien es cierto que prefirió no revelar el verdadero trasfondo de la entrevista. Supuso que estarían al tanto del pasado de su paciente, conque dudaba que le dieran el visto bueno si mencionaba cualquier aspecto que pudiera desestabilizarlo o causarle confusión, como habría sido el caso de mentar las historias acerca de Mamá. Llegado el momento, abordaría el asunto con quien le interesaba realmente.
Unas horas más tarde, al tiempo que le comunicaban que habían aprobado su proposición, uno de ellos lo acompañó al pueblo vecino y le procuró alojamiento, modesto pero a cuenta del centro. Le pareció raro que se hicieran cargo de los gastos de la habitación de hotel, pero no sería él quien protestara. Antes de caer la noche, le notificaron que la persona que deseaba entrevistar había aceptado, por lo que debía presentarse en el centro no más tarde de las doce del sábado.
Leo llegó media hora antes de lo acordado y, una vez pasó el control de seguridad, aguardó en uno de los bancos del jardín interior, preguntándose qué historias ocultarían aquellos rostros de miradas indescifrables. Durante su espera tuvo la ocasión de comprobar, grosso modo, la dinámica del centro, y le sorprendió gratamente el buen trato que dispensaba el personal a los residentes, como si de verdad se preocuparan por ellos y su bienestar.
Su cita apareció a las doce en punto, y tras una breve charla, tuvo a bien de mostrarle la residencia y sus instalaciones. El hombre era unos años mayor que Leo, de estatura media y complexión delgada. Vestía un conjunto sencillo de camisa de lino negra y pantalón vaquero, y en su muñeca derecha llevaba una pulsera magnética con un número identificativo. Tenía un rostro corriente con rasgos harto comunes, y su tono de voz se le antojaba tan familiar que podría haberlo confundido con cualquier otro. De no caminar a su lado, posiblemente se habría olvidado de su aspecto a los pocos minutos.
Para Leo, que siempre se había considerado un fisonomista nato, fue una experiencia tan insólita como novedosa. Lo miraba de soslayo a cada poco, todo lo disimuladamente que podía, pero no era capaz de recordar una imagen nítida de la persona que lo acompañaba al apartar la vista. Trató de evocar el rostro de los encargados con quienes había conversado el día anterior, el de Beatriz, el de su madre, el de Reno..., y todos acudieron a su retina bien definidos. Entonces, ¿por qué se le resistía la apariencia de aquel hombre? ¿Era cosa suya o pasaría igual de inadvertido para todos? Y, lo que más le inquietaba, ¿sería consciente de su peculiar «don»?
En contraste, y para sorpresa de Leo, el susodicho tenía una personalidad bastante singular, tal vez demasiado impostada y artificiosa para su gusto. De algún modo, eso sí, compensaba la vaga impresión que causaba su aspecto externo, aunque no acababa de decidir si le beneficiaba o si, por el contrario, le hacía un flaco favor al conjunto.
Lo que estaba fuera de toda duda era la elocuente sinceridad con que se expresaba, que en cualquier otro contexto la hubiera tildado de impertinencia. Le preguntó sin rodeos ni tapujos qué hacía allí y qué quería de él, así que Leo se lo contó.
—Quiero entrevistarte —le confesó. No se había dado cuenta de que habían regresado al punto de partida.
—Eso ya lo sé —confesó—, pero el motivo que me han dado no acaba de convencerme...
Leo frunció el ceño.
—¿Por qué has accedido a verme entonces?
—No recibo muchas visitas. —Se encogió de hombros y se sentó frente a Leo, en el mismo banco donde lo había encontrado hacía media hora—. Además, quería que me lo explicaras personalmente.
Las mentiras o medias verdades que había empleado un día antes con los encargados quedaron descartadas en cuanto clavó sus ojos en él, y no solo porque el joven periodista sintiera que debía corresponder con la misma franqueza, sino porque estaba convencido de que no podría embaucar a alguien con aquella mirada: la mirada de alguien que, aun no teniendo nada que perder, no oculta su miedo.
—Está bien. Quiero entrevistarte porque me interesa tu pasado en el orfanato, y la historia que quieras contarme sobre cómo has acabado aquí.
El hombre escrutó el rictus de Leo con paciencia.
—Debes de tener buenos amigos para haber dado conmigo en este lugar, aunque sigo sin saber por qué un joven periodista como tú iba perder su tiempo conmigo. Yo nunca he interesado a nadie. —Sus palabras eran duras, pero no había tristeza en ellas.
—A mí sí. —Leo echó una mirada en rededor, a lo que el hombre correspondió con una mueca, y bajando el volumen añadió—: quiero que me hables de Mamá.
No conversaron mucho más aquella mañana de sábado, mas la actitud del hombre se moderó luego de mentar tan horrible recuerdo. Su hosquedad se suavizó y su rostro impasible pasó a reflejar una entereza quebradiza: sin duda, tenía mucho que contar.
Al cabo, se despidieron con tensa cordialidad hasta el lunes siguiente, cuando comenzarían con la primera sesión, y Leo había decidido que esta vez sería todo más fluido e improvisado, sin tanto guion ni preparación. Había llevado consigo los micrófonos para no perder detalle si accedían a su propuesta, y así fue.
El poder que tiene una simple palabra, se dijo el chico, tumbado en la cama, con los sucesos del fin de semana aún frescos en su memoria. Sí, definitivamente tenía mucho de qué hablar con Bea.
Entretanto, sin darse cuenta siquiera, la noche cerrada había caído sobre el pueblo como una copiosa nevada que lo tiñó todo de negrura, solo combatida por la mortecina luz de la luna en fase creciente y las dispersas farolas de vapor de sodio que bañaban las calles de un difuso color ambarino. El chico se asomó a la ventana de la habitación y comprobó que, como las jornadas anteriores, el atardecer había traído una ligera brisa que mecía la vegetación. Un poco más abajo, vio a un grupo de gatos errando por la avenida desierta, proyectando largas sombras que se fundían unas con otras en una danza espectral. El espectáculo le provocó tal escalofrío que corrió las cortinas de sopetón y volvió a la tibia seguridad de las sábanas.
Esa noche tuvo sueños extraños que se diluyeron en su mente con las primeras notas del despertador, dejándole un gusto amargo en la boca. Se vistió deprisa, introdujo lo necesario en su bolsa de trabajo y paró a desayunar en el bar que había pegado al hotel: ya era lunes y había quedado para comenzar la entrevista en una hora.
El individuo, cuyo nombre no lograba recordar, había insistido en que las sesiones se desarrollaran en su habitación, donde esperaba que estuvieran más cómodos y tranquilos. El centro, por su parte, le permitió ausentarse de las actividades matutinas hasta que concluyeran la entrevista, cosa que el hombre agradeció sobremanera. Así pues, cuando Leo se presentó en la clínica a eso de las 9:30 de la mañana, y el personal de seguridad se cercioró de que no llevaba objetos peligrosos consigo, una trabajadora lo condujo hasta el cuarto indicado y volvió a sus quehaceres.
La estancia era razonablemente amplia y luminosa. Nada más entrar, había un modesto salón iluminado por dos cristaleras de gran tamaño que permitían el paso de abundante luz natural; al fondo, dos puertas blancas separaban el espacio del dormitorio y el baño. El hombre aguardaba sentado en el sofá, mirando por la ventana y escuchando «El carnaval de los animales», de Camille Saint-Saëns, en una minicadena.
—Bonita melodía —comentó Leo.
El hombre se giró y asintió, haciendo una señal con la mano para que se aproximara. Iba vestido sencillamente, como la vez anterior. El periodista depositó su bolsa en una silla y se plantó junto al sofá.
—¿Te gusta la música clásica? —preguntó con interés.
—Supongo que dependiendo de la ocasión, aunque no es un género que suela escuchar —confesó Leo—. Tampoco sabría decirte de quién es esta canción.
—No es una canción.
—¿Eh? —el chico enarcó una ceja.
—Si no hay voces humanas no es una canción —le aclaró el hombre con voz amable—. Las canciones están compuestas para ser «cantadas».
—Tiene bastante sentido —respondió con sinceridad, ladeando la cabeza—; disfruto mucho de la música, la verdad, pero, como ves, no es mi fuerte... ¿Y tú, tienes formación musical?
El individuo suspiró profundamente.
—Pensaba que sabías más sobre mí, pero ya veo que no.
—Para eso estoy aquí, ¿no crees? —replicó Leo, severo.
Probablemente, la mayoría de sus profesores universitarios desaprobarían su respuesta, pero sabía cómo tratar a la gente que se escudaba en la insolencia. O eso creía.
El hombre soltó una risotada y, al tiempo que terminaba el tema, se levantó del sofá y apagó la minicadena.
—Llevas toda la razón —asintió, complacido de que el periodista hubiera entrado a trapo—. ¿Has desayunado, te apetece tomar algo?
Leo declinó su ofrecimiento con gratitud. A continuación se dirigió a la silla donde había dejado su bolsa y extrajo el equipo que necesitaría para la entrevista.
—Si no te importa, antes de empezar tengo que calibrar el audio. Será solo un momento.
—Claro, adelante.
Del mismo modo que hiciera con Reno, monitoreó el sonido que emitía el micro de corbata en su ordenador portátil. Una vez revisó que todo funcionaba correctamente con una pequeña batería de preguntas cortas, pasó a explicarle la dinámica que seguirían, pues no habían contado con más tiempo para preparar la sesión.
Le expuso su idea de una entrevista menos convencional y estructurada, al menos al principio, en la que daría vía libre para que expusiera lo que creyera oportuno; si Leo observaba que se dejaba información que consideraba importante en el tintero, siempre podía indagar más en ello. Conocía los riesgos que conllevaba, pero le pareció lo más apropiado dadas las circunstancias y el tema.
—Si te parece bien, me gustaría comenzar yendo directo al grano: háblame de Mamá, lo primero que recuerdes de ella.
El hombre se recostó sobre la silla, adoptando una posición cómoda, y lo miró a los ojos. No había un atisbo de duda en ellos; lo que reflejaban era satisfacción y gratitud por poder hablar sin miedo a ser juzgado. No es que creyera que el joven periodista fuera a creer cuanto le dijera, claro que no, pero tal vez pudiese demostrarse a sí mismo que no estaba loco después de todo. Igual que un discurso bien ensayado, recitó:
—La primera luna nueva del otoño anunciaba la inminente llegada de Mamá. Siempre venía a medianoche, mucho después de que nos hubiéramos ido a dormir, y sin embargo, el mero augurio de su visita nos impedía conciliar el sueño. El terror se propagaba entre nosotros igual que un virus especialmente maligno, y era tan grotesco que nos paralizaba, como un gélido abrazo que no dejaba de apretar y del que era imposible zafarse...
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