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Malditos Corruptos Asesinos - Capítulo 7

La amenaza me sigue perturbando y para colmo aborrezco llegar a la oficina tan temprano, así que mejor antes paso por el baño para mojarme la cara y lavar mis pensamientos —. Tras secarse la cara, José Pulicier ve en el espejo a un hombre más viejo y apoya las manos en el borde del lavabo. Cierra los ojos, respira hondo y toma consciencia de que el tiempo corre, que tiene mucho que hacer y que hay poco tiempo para hacerlo.

«José Pulicier (...) no hay caso (...) nada sirve para desviar tu recurrente pensamiento sobre el revuelo que armaste y que provocó la terrible amenaza. Presumes que todo lo ves o que te lo muestran tus informantes; y te empecinas en darlo a conocer y que el mundo de vueltas alrededor de lo que revelas, ¿y qué ganas con ello?; que amenacen a tu hija. Y ahora dudas de si valió la pena y de si debes continuar haciendo notas sobre la corrupción» —. Se plantea José Pulicier y abre los ojos, hace a un lado a la voz de su interior, y se pone en marcha.

Como su equipo de trabajo ni soñando imagina que él llegue antes de las diez de la mañana, todos lo miran asombrados cuando con la cabeza gacha cruza rápido la sala donde se encuentran y que sin saludar se encierra en su oficina.

Por el derecho que adquirí por haber llegado casi siempre luego de la media mañana, no permitiré que me molesten hasta entonces. Es mí tiempo y prefiero dedicarlo para retirarme dentro de mí —. José Pulicier apaga los móviles, se reclina en el sillón, se quita los zapatos y estira las piernas acomodando sus pies sobre el escritorio. Se toma su tiempo para acariciarse la barba para calmarse y alza las manos, entrecruza los dedos y recuesta su cabeza en las palmas. —No hay caso, cuando uno escribe se delata. ¿Soy cómo escribo?, o mucho peor, ¿me resumí a ser solo lo que escribo? —. Y tras preguntárselo a sí mismo, escucha: "José Pulicier, nada en tu vida, de tu pasado, de todo lo que te ha convertido en lo que ahora eres ni de lo podrás llegar a ser (...) vale algo frente a esta amenaza" —. Su voz interior se empecina en recalcar; y José Pulicier se sacude la cabeza, se pone de pie, y comienza a dar vueltas alrededor del escritorio.

Quien me amenaza tiene acceso a mi privacidad y me conoce mejor de lo que yo me conozco a mí mismo. Sabe cómo amenazarme de verdad y apuntó directo a lo que más amo en la vida. Ese perfil acota la línea de investigación que me llevará a él —. Concluye, y le vuelve el ánimo al considerar que ha encontrado una punta del hilo desde donde comenzar a tirar, y un poco más tranquilo, mira a su alrededor.

Estoy en el lugar que mejor me define y donde me he sentido cómodo y feliz durante muchos años, ¿y por qué ahora me parece el peor lugar del mundo?

Aunque mi vida personal se parezca más a un caos permanente que dista del modelo ideal de vida, yo me había habituado y me sentía bien con ella; pero la certera amenaza golpeó en mi punto más débil y me desestabilizó por completo. Hasta que el fantasma de la amenaza no desaparezca, mi vida no tendrá ni un solo momento de paz, ni un segundo de libertad. De eso no me cabe la menor duda.

He recibido amenazas debido a la molestia y escozor que provoqué con alguna de mis notas editoriales, e incluso por ello tuve que ser custodiado por judiciales durante algunos meses. Pero­ a la larga internalicé el dicho:­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­ ­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­«Si no te toca, aunque te pongas; y si te toca, aunque te quites»; y asumí más por negligencia que por valentía, el fatalismo de que no hay manera de evitar un ataque si en verdad alguien quiere ejecutarlo, y por lo tanto, decidí dejar de vivir rodeado de custodia de dudosa fiabilidad, que además me resultaba incómoda y me parecía más peligroso tenerla que prescindir de ella. Pero esta amenaza es diferente, va dirigida a mi hija, y para colmo, alguna vez leí que cuanto más lacónica y menos discursiva es la advertencia, más mortífera es. ¡Mierda!

Siempre preferí ser el primero y llevar la delantera antes que subirme al tren de otro y hacer de eco. Estoy dispuesto a jugármela.

Lo que este gobierno le está haciendo al país es imperdonable y todos terminaremos pagando el retroceso en materia económica, de libertades públicas y espacios democráticos.

Los únicos que se benefician son los allegados al poder y las mafias que siempre se acomodan con el amo de turno. Si lo de Ricardo Jaime ayuda a ponerlos contra la pared, yo estoy decidido a llevarlo hasta las últimas consecuencias (...) —. Una cachetada de su corazón interrumpe su vehemencia y fuerza de resolución. —, pero al amenazar a mi hija todo cambia.

Me motiva la posibilidad de que con mi trabajo pueda hacer una diferencia positiva en la vida de los demás, ¿pero lo haré con la de mi hija?, a quién tanto amo. Todo indica que no. ¡Cuánto mejor sería el mundo si yo lo pudiera editar!

Resignado, José Pulicier toma el móvil personal para llamar a su hija y siente que pisa un territorio desconocido e incómodo. Por más que es un hombre de letras y no le faltan palabras, se siente incapaz de concebir un mero saludo estereotipado, y menos aún, un guion que pudiera darle sustento al motivo de su llamada. Practica mentalmente, pero sólo oye la vacilación e indecisión de su voz interior que se atasca en saludos trillados, y en la pregunta de la cual ansía una respuesta: ¿Hija, notaste o te ha ocurrido algo extraño?

No, mejor le envío un breve mensajito diciéndole que en el paréntesis del mediodía la pasaré a buscar por el colegio e iremos a festejar el gran impacto que tuvo mi nota editorial. ¡Mierda, no hay nada que festejar! ¿Se dará cuenta mi hija de que ese no es el real motivo por el que ansío verla? —. José Pulicier de pronto se siente indigno de ella y duda si le debe enviar el mensajito. —Es tan solo una útil mentira piadosa que me servirá para que una vez que estemos juntos, pueda hallar la mejor forma de advertirle que por mi culpa, un hijo de puta la amenaza con hacerle daño.

José Pulicier se auto convence y envía el mensajito, y al recibir al instante la aceptación de parte de su hija, se calma y vuelve a apagar el móvil personal y enciende el laboral.

Aparece una chorrera de mensajes de conocidos colegas de otros medios: "(...) cuenta conmigo en esta cruzada. ¡Cuídate!"; "(...) compartamos la información para ir a fondo en este asunto. ¡Cuídate!"; "(...) cuenta con nuestro medio para multiplicar la noticia. ¡Cuídate!"; "(...) te esperamos mañana y tráete lo que tengas sobre el caso. Te dejo, estoy entrando a una reunión. ¡Cuídate!"; "(...) la tensión es tan palpable, que hasta se huele en el ambiente. ¡Cuídate!". ¡Cuídate! ¡Cuídate! (...)

Todo el mundo se despide de mí con un "cuídate", si bien es explicable, me molesta notar cierto desdén burlón en el tono, es como si me dijeran: "Eso te ocurre por meterte en ligas superiores a la tuya".

Se me remueven las entrañas, me siento vulnerable e inseguro, y a la vez, satisfecho por los elogios que escuché.

José Pulicier sigue encerrado en su oficina y no atiende a nadie hasta la hora de ir a encontrarse con su hija. Al asomar la cabeza a la calle, lo invaden y perturban los ruidos de automóviles, sirenas, del subterráneo bajos sus pies, las voces excitadas, los... La confusión de sonidos extrañamente lo invita a volver a oírse a sí mismo, y una vez más, se arrepiente de haber involucrado a su hija.

¡Hijo de puta! —. Le zumban los oídos y maldice para sus adentros a un rostro difuso al que aún no logra ponerle nombre.

Ha refrescado, y a pesar de la intermitente llovizna, hay mucha animación en la calle. Siente frío, mira hacia todos lados y le parece que todos le clavan la mirada y lo reconocen, y eso no le gusta. Buenos Aires es un espejo interminable donde las vidas se confunden y se repiten, y en ese revuelto, todos parecen vigilarlo.

Se obliga a conservar la calma y considera que lo mejor es aparentar que no ocurre nada y actuar con normalidad.

Aspira el húmedo aire opresivo y al ver que todos los taxis están ocupados, en vez de esperar, piensa que le vendría bien aclarar las ideas mientras camina las pocas cuadras que lo separan del Colegio Nacional Buenos Aires

Para intentar pasar inadvertido y estar más protegido, elije subir por Avenida Corrientes y caminar por la calle San Martín del centro del área financiera, que a esta hora está plagada de corredores de bolsa y operadores de las mesas de dinero que van y vienen; de oficinistas del área que van a almorzar, y sobre todo, porque el área está sembrada de policías.

La calle está ajetreada, a la gran cantidad de transeúntes se le suman los que hacen cola en los locales gastronómicos y quienes al reparo de algún alero, toldo o paraguas, comen porciones de pizza, sándwiches o hamburguesas. Parecen ratas, no personas. Por más que no ha probado bocado, tiene el estómago cerrado y no los envidia.

Al cruzar la Plaza de Mayo, ve de reojo a un hombre que camina entre la gente a unos pocos pasos detrás de él, que titubea al andar, e intenta pasar desapercibido. Sin disimulo, José Pulicier lo busca con la mirada, y el hombre se aleja tomando otro camino, y él, acelera el paso.

El Colegio Nacional de Buenos Aires es el establecimiento educativo secundario más antiguo de la ciudad. Fue fundado por los primeros Jesuitas de las colonias españolas con el nombre de Colegio de San Ignacio, ​ y luego de sucesivos regímenes políticos, muchos cambios de orientación ideológica, clausuras, refundaciones, cambios de denominación y algunos avatares arquitectónicos entre los que se encuentra la demolición del edificio colonial y la construcción del actual; el colegio persiste en la búsqueda de la excelencia y se enorgullece de haber sido el semillero de personalidades ilustres galardonadas con el premio Nobel, de ex presidentes, y otros. Fue en parte responsable de que al lugar donde está emplazado, a solo 50 metros de la Plaza de Mayo, en 1821 se lo denomine "La Manzana de las Luces", por sus instituciones vinculadas al desarrollo cultural, educativo y religioso. Con más de 400 años de historia, el conjunto arquitectónico de "La Manzana de las Luces", es un testimonio de la Buenos Aires colonial, de la influencia jesuítica, de la organización nacional y de la diversidad cultural y educativa que forjó a la Argentina.

Lindante con la iglesia de San Ignacio de Loyola, la más antigua que se conserva en Buenos Aires, el edificio del Colegio Nacional de Buenos Aires tiene un estilo en el que predomina el academicismo francés de la École des Beaux-Arts parisina; en una versión monumentalista dada por: la escala de las columnas y los arcos de entrada en el frente principal; el techo a la mansarda; la imponente fachada con galería y escalinata de mármol rodeada de bustos de antiguos rectores; y los amplios claustros de techos altos en el interior.

Mientras espera a su hija parado al pie de la escalinata de la puerta de entrada, José Pulicier siente nostalgia del tiempo en que él estudiaba allí.

En el rellano de la escalinata aparece su hija ladeando la cadera, con los nudillos apoyados en ella y el codo echado hacia adelante, y con una sonrisa en los labios que insinúa a los compañeros que la anteceden: «Mira que tengo prisa y me estás cortando el paso»

Es una adolescente con carácter, alta y esbelta. Lleva su cabello negro con la raya al medio, que le cae en una recta cascada antes tocarle los hombros y fracturarse en grandes ondas espumosas. Tiene ojos aguamarina, labios finos, nariz erguida y, barbilla enhiesta y desafiante. Sus jóvenes pechos se mecen con ondulaciones de medusa dentro del holgado vestido blanco que acaba a medio muslo, que acentúa la perfección de sus piernas que tienen un bronceado que perdura más allá del verano, y que se alargan lujuriosamente hacia el cielo por encima de sus zapatos.

No sólo es atractiva, además tiene estilo y es elegante. Irradia una indiferente libertad de gata que no pasa desapercibida, todos la observaban y eso le agrada.

Es una fiel réplica de la belleza, carácter e inteligencia de su madre, que tanto a él lo atrajo, lo atrapó y enamoró, pero que no fue suficiente para conservar la relación. En los primeros años de matrimonio, José Pulicier se iluminaba por dentro cuando estaban juntos. El sexo era maravilloso y fueron bendecidos con la llegada de una hija. Pero el trabajo en el multimedio lo absorbía cada vez más y el tiempo para compartir comenzó a escasear, y a la larga, la pasión inicial fue decreciendo hasta que seis años atrás y de común acuerdo, decidieron separarse en buenos términos. Su mujer aún llama la atención y atrae a los hombres, pero eso a él ya no le mueve ningún músculo, lo único que le importa es su hija.

«José Pulicier, vuelve a la cruel realidad»—manda su voz interior, y él se adelanta y abraza a su hija.

—Hola, Pá —. Ella responde con un beso en la mejilla y acorta el abrazo. Se siente un tanto incómoda de que su padre la abrace delante de sus compañeros.

—Pareces preocupada, ¿Qué te sucede?

«Ya empezamos», piensa su hija.

—Nada, recibí tu mensaje. ¿Qué pasa?—pregunta inquieta. Su padre no suele solicitar su compañía los días laborables, a menos que tenga un fuerte motivo, y que ahora ella desconoce. ¿Cuál será?, ansía saberlo.

—Hija, te amo —responde sin responder, y comienzan a caminar codo a codo protegiéndose de la llovizna como pueden.

Al desembocar en la Plaza de Mayo aparece de frente la imponente fachada de la Catedral Metropolitana de Buenos Aires, con sus 12 columnas helénicas que representan a los 12 apóstoles, y sobre las cuales luce el mural tallado que representa la reunión de José con sus hermanos y su padre, Jacob.

Enfilan hacia la izquierda, y para entrar en la Avenida de Mayo, cruzan hacia la vereda de lo queda del emblemático edificio colonial del Cabildo de Buenos Aires, que se reinauguró en 1940, luego de que en una dolorosa restauración perdiera 3 arcos de cada uno de sus lados, y que le fuera plantada una nueva torre que nada tiene que ver con la original, ¡todo vale en pos de la supuesta modernización!

Se dirigen al elegante Café Tortoni inaugurado en 1858 por un inmigrante francés, y que está en la Avenida de Mayo, una de las calles más famosas de Buenos Aires, y a unas pocas cuadras de la Plaza de Mayo. Desde sus inicios, fue hacedor de la vibrante "cultura del café" que se vive en Buenos Aires. Es el más antiguo y uno de los más emblemáticos cafés de la ciudad. Es un lugar de reunión de intelectuales, y también frecuentado por cantantes de tango y literatos; es un tesoro en lo que respecta al arte, y sin dudas, es una porción de la historia de Buenos Aires. Es ideal para tomar una bebida caliente y para admirar sus obras de arte y muebles antiguos.

José Pulicier abre las elegantes puertas con manijas de bronce del Café Tortoni, y se sumergen en el encanto de los paneles de madera de sus paredes, de sus mesas de mármol, sus candelabros y su vitral. Respiran el toque sofisticado y bohemio de su ambiente, y al tomar asiento, sienten el aura del legendario cantante de tango Carlos Gardel y del escritor argentino Jorge Luis Borges, entre las auras de varios famosos que frecuentaban este lugar. Observan las obras de arte del salón principal, la sala de billar y de juegos, y las angostas escaleras que bajan al teatro acogedor donde se puede presenciar espectáculos de tango, y cuyas paredes están adornadas con pinturas que le rinden homenaje a esta composición musical con acompañamiento de bandoneón, y que en pareja enlazada, se baila con movimientos sensuales.

Ella ordena su predilección, un sabroso chocolate caliente no muy dulce y los sencillos, aunque especiales, churros con chocolate para mójalos dentro de él. Su padre en cambio ordena un tradicional cortado (expreso con leche), y para compartir con su hija, medialunas (pequeños croissants) y tostados (sándwiches tostados de jamón y quesos).

Tras ponerse brevemente al día, José Pulicier da un sorbo a su caliente café para entonarse, se anima y aborda el tema que tanto le interesa.

—¿Y bien? ¿Qué tal te van las cosas?

—Ocupada en terminar mi último año de estudio secundario para poder ingresar a la Universidad —responde rápido y agrega: ¡Qué lio armaste con tu nota!

—Bah, no hablemos de ello —ni bien termina de decirlo, José Pulicier se da cuenta de que ha metido la pata, se arrepiente e inclina la cabeza.

—¿Pero acaso no me invitaste justamente para hablar y festejar por ello?

—Sí, pero no (...) —José Pulicier se detiene y la mira estudiándola con detención.

Su hija siente que parte de sus defensas se funden bajo la mirada de su padre. Maldice el poder de sus ojos de miel y suelta un suspiro de fastidio.

—¡Pero Pá! (...) —se queja y adrede hace silencio, esperando con ansias la necesaria aclaración que la haga comprender.

—La verdad es que preferí contarte personalmente que (...)

Mientras su padre le cuenta, ella siente que la cabeza le da vueltas y las balas le silban, y que se le anuda el estómago. ¡Por qué no termina de una vez por todas!

Varias veces estuvo tentada a replicarle en la cara, pero se aguantó y guardó estricto silencio, asumiendo el papel de mujer adulta que tiene la suficiente fortaleza para afrontar la situación y que se enorgullece de poder demostrárselo a su padre. Pero cuando su padre concluye, no aguanta y sus ojos aguamarina nadan en lágrimas. Su padre la contiene con una dulce caricia, sus ojos salen a flote, se despejan y ambos abren la ventana que conecta a sus almas, y se llena de confianza y seguridad.

—¡Hija!, escúchame bien, ¡cuídate! (...) —se detuvo ni bien puso el acento en el "cuídate", al advertir que sonó de la misma manera que había criticado—, pero que esta mierda no perturbe tu normalidad. No al miedo y sí al respeto. Sé que es difícil, pero peor es que te paralice el pánico. Hagas lo que hagas, estés donde estés, siempre mantente en contacto conmigo. Confía en mí, ¿de acuerdo?

«Todo es cuestión de confianza», ella aprendió de tanto que su padre se lo repitió durante su adolescencia, y más allá de ello, siempre confió en él y él nunca la defraudó.

—Lo intentaré—responde y cambian de tema de conversación.

Ninguno de los dos tocó las medialunas y los tostados, y después del chocolate, ella prefiere beberse un café y su padre ordena otro cortado.

José Pulicier acompaña y deja a su hija en el colegio, y de regreso a su oficina, al cruzar la Plaza de Mayo el cielo se le cae encima. Se para en el centro de la plaza justo donde está la pirámide que es símbolo de la libertad, y mirando de frente a la Casa Rosada, abre los brazos y los agita. La cortina de agua no le impide mirar al pulpo gigante directo a los ojos, y adrede lo enfrenta en su medio acuoso generado por la copiosa lluvia.

—Aquí estoy, me entrego si dejas en paz a mi hija—. El ruido de la lluvia apaga su grito que nadie escucha.

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