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MALDITOS CORRUPTOS ASESINOS - CAPÍTULO 3

3

La cabeza me late, mi estómago está revuelto y el cansancio me abruma – José Pulicier suspira y se deja caer sobre la cama. Cierra los ojos y los cubre con la flexura de la unión del brazo con el antebrazo; y con el codo apuntando al cielorraso, se sumerge en la oscuridad para sosegar los rápidos latidos y para estimular a su capacidad de periodista de investigación. Lo intenta, pero los fuertes latidos persisten y no encuentra en su nota editorial ni una mínima pista que le indique qué pudo haber encendido la llama, y menos de quién es el culo que arde y que lo lleva a gritar semejante amenaza. La resaca que arrastra no colabora, ni tampoco lo hace su sana costumbre de dejar atrás toda consideración sobre una nota a la que le ha puesto el punto final.

De esta amenaza emana una furia distinta a las atroces que estoy acostumbrado a recibir —. José Pulicier resalta la diferencia al releer el mensaje. —No se dirige solo a mi persona, involucra a mi hija y eso es un golpe bajo bien dirigido y con toda intensión. Quién la envió me conoce, sabe que a mí no me importa si me da puñetazos en la cara, me tortura, o me mata. Si le sería patéticamente fácil hacerlo, ¿por qué no lo hace? —se pregunta.

Habito en un antiguo caserón refaccionado de dos plantas. La planta baja la ocupa un comercio de antigüedades, y por una puerta que da a la calle, se asciende por la escalera hasta un pasillo al que dan tres departamentos. Uno es el mío, otro es un atelier que comparten dos artistas y al que a diario concurren aprendices y potenciales clientes, y el tercero, lo ocupan dos mujeres fiesteras que durante la noche bajan y suben por la escalera. Van y vienen por el pasillo con vestidos transparentes y dejan a su paso estelas de perfumes ácidos que atraen a las "ratas". El mismo día que se mudé, me presenté ante ellas protestando porque sus ruidos no me dejaban descansar; y las mujeres se rieron en mi cara. Eso fue suficiente para que concilie el sueño, y desde entonces, nos llevamos bien. A ellas tampoco les importa los ruidos que hacemos cuando traigo a mis amantes pasajeras al departamento.

No diría que es la amistad lo que nos une, pero entre vecinos nos cuidamos. Aunque suelo cruzarme en el pasillo con gente desconocida, es tal la confianza que tengo, que a veces se me olvida cerrar la puerta con llave.

Soy un blanco demasiado fácil. Voy y vuelvo del trabajo casi siempre por la misma ruta e incluso los fines de semana soy de lo más predecible. Asecharme y matarme no supone ningún desafío, y en realidad no me importa que así sea, pero me aterra que amenacen a mi hija.

No hay ni un minuto que perder, debo averiguar quién es ese hijo de puta y neutralizarlo antes que le haga daño a mi amorosa niña; ofuscado por su impotencia, José Pulicier se levanta de la cama y camina inquieto de un lado a otro.

El tenue hilo de luz que se cuela desde afuera por entre las cortinas, pone en evidencia a las partículas de polvo que flotan en la habitación; y les agradezco que me acompañen en este momento en el que siento una clase de soledad que nunca experimenté. Con tristeza recuerdo la grata soledad perdida, la que no me desanima a comer solo, ni a presenciar un espectáculo de la avenida Corrientes sin compañía.

¿Por qué no se la agarra conmigo y deja tranquila a mi hija?, me repito sin parar, como si con eso pudiera cambiar algo.

El olor a encierro me ahoga, y mi ansiedad por respirar aire puro me empuja a abrir la ventana de par en par y a exhibir mi torso desnudo. No me importa exponerme a quien quiera hacerme daño; ojalá lo haga y deje en paz a mi hija.

Transportados por la brisa otoñal que augura tormenta, los sonidos de la ciudad irrumpen en la aparente calma de la habitación. Buenos Aires vive de noche, y sus sonidos nocturnos se van apagando en un extraño silencio que durará hasta que la ciudad empiece a sacudirse las telarañas y entre suavemente en la mañana.

Inspiro buscando alivio a la bronca que me embarga, y mientras se aleja el aullido agudo de una sirena de policía, empiezo a oír los nuevos sonidos de la ciudad que se despierta.

Observando la tenue luz del día en que supuestamente he incendiado a la cúpula del poder, me bebo el resto del café recalentado junto con el despojo de mi pesadilla, y aunque todo me parezca sub realista, ya más despierto concluyo que tan real fue la llamada urgente del Director, como lo son el mensaje que veo, y que mi nota editorial que no seguirá el rápido camino hacia el olvido.

José Pulicier, esto recién comienza —piensa resignado.

Mientras se alista para ir a la reunión con el Director, enciende la computadora y el televisor.

¡Mierda! —. Maldice al hacer zapping por los canales de noticias y confirmar sus peores temores. —No tendré un día fácil —concluye.

José Pulicier hace tiempo que ha mutado su aspecto de elegante joven intelectual liberal, al de uno más despreocupado. Se lava la cara para despabilarse, pero sus ojos color miel siguen irritados y su cara persiste en mostrar los restos de la fuerte resaca. No fuma, pero necesita alcohol por la noche para mejor conciliar el sueño. No se afeita, y no por una cuestión de tiempo, es que solo lo hace cuando empieza a escocerle la cara, y cuando hace más frío, prefiere dejar que la barba crezca. Arremanga la camisa leñadora que luce abierta por sobre la remera blanca y cae suelta por sobre el pantalón de gabardina de algodón. Sin calcetines, se calza el par de zapatillas y se mira en el espejo.

No soy lo que se diría espectacular, físicamente hablando, pero tengo lo mío —presume José Pulicier ante su imagen.

Con sus cuarenta y tres años, sigue delgado y su ensortijado cabello castaño claro disimula bien sus incipientes canas. Con gafas oscuras reflectantes podría pasar por treinta y pocos, aunque a él le importa un comino la edad que aparenta. Considera que tanto su cuerpo como su mente, están en excelentes condiciones y, se siente enérgico y mucho más joven de lo que es.

Quién se dejara llevar por las apariencias, no podría detectar que José Pulicier en el fondo es un hombre rutinario y ordenado; y que está convencido de que es gracias su férrea disciplina, minuciosidad y formalidad que rozan la obsesión, que puede sobrellevar el desconcierto y el caos que su labor periodística le imprime a su vida cotidiana.

Tengo un problema, pero desconozco cuán grave puede ser —. Resopla José Pulicier frente al espejo. —Me involucré en un juego desagradable que no quiero jugar, y menos que lo haga mi hija.

Mi experiencia y algo desde lo más profundo de mí, me sugieren que continúe mi vida con total normalidad, ya que existe una gran diferencia entre hacer una cobarde amenaza desde el anonimato, y pasar a los hechos.

Replicando su rutina, José Pulicier cierra la puerta del departamento, pero esta vez se asegura de que sea con llave, y baja la escalera de prisa. Con el mismo ímpetu con el que baja, abre la puerta de calle y al trasponerla, tropieza con un hombre tendido. Sorprendido observa al desconocido y a sus posesiones: un almohadón destripado, ropa húmeda, frazadas ruinosas, tiras de espuma de goma, y cartones desplegados delante de la puerta que marcan su espacio con un sentido férreo de propiedad.

Él es un testimonio más del drama que viven los "sin techo"—piensa José Pulicier al ver al pobre hombre.

Debido a la situación económica, en la Ciudad de Buenos Aires no dejan de crecer las personas que perdieron el trabajo y que entran en situación de calle al no poder pagar el alquiler de una vivienda. Familias enteras viven en precarias "carpas" improvisadas al costado o debajo de los puentes de la autopista; o en las plazas a la intemperie. Algunos eventualmente duermen en paradores nocturnos, y los más, bajo los aleros o entradas de edificios, o directamente en las veredas. Cuando en invierno el frío apremia, y siempre y cuando haya espacio, un camión municipal los recoge y los lleva a los refugios, o hay voluntariosa que les acercan un plato de comida caliente, pero en esta época del año no hace suficiente frío.

—Perdón, me da permiso para salir, ¡por favor! —le pide de buena manera José Pulicier. Desde la profundidad de su nido el hombre abre sus ojos lagañosos y los vuelve a cerrar sin prestarle la menor atención. —Disculpe, necesito salir —insiste José Pulicier, y es interrumpido por una voz áspera que no parece nacer de una garganta, sino del panal obstruido de los pulmones.

—Viviendo en la calle aprendí que nadie en realidad pide disculpas, eso sí, lo hacen por buenos modales pero no porque lo sientan, así que en vez de pedir disculpas, debería ocuparse de no hacer cagadas —le sugiere el hombre en tono irónico.

—No me he explicado bien. Lo que quería decir es...—intenta José Pulicier hacerle entender pero el hombre lo interrumpe.

—La vida de la calle me enseño que a veces es mejor callar, antes que opinar. Todo iría mucho mejor si gente lo practicase y pensara antes de opinar, ¿no le parece? —le pregunta con una sonrisa irónica, como si el solo hecho de estar en la calle le hubiese dado sabiduría.

—Si me lo permite, volveré a empezar — con brusquedad insiste José Pulicier, y el hombre negando con la cabeza lo vuelve a interrumpir.

—En la vida, nadie puede volver a empezar. Sería genial si pudiéramos borrar el pasado, pero la vida no funciona así. Una vez que se ha hecho una cagada, lo mejor es que uno la limpie para que otros no se ensucien ni tengan que olerla, y una vez hecho, mejor olvidar. Quizá sea lo mejor, ¿cierto? —le pregunta con tono de advertencia, y se corre para dejarlo salir.

Al dejarlo atrás, José Pulicier que aún sigue con su mente aletargada por la falta de sueño, recién nota que la apariencia del hombre y su actitud, desentonan con el desamparo que muestra.

Es un joven saludable, con brazos fuertes, mirada rebelde y cobradora, y sus ojos...—de pronto José Pulicier siente miedo y apura el paso.

El barrio de San Telmo es uno de los más antiguos y tradicionales de la ciudad de Buenos Aires. Como sede del Casco Histórico, ha sido un testigo impasible de gran parte de los hechos trascendentes de la historia de la ciudad. Es un barrio bohemio con un acogedor ambiente, que otrora lo atrajo y ahora no aprecia.

A esta hora, la luz diurna aún no se hace notar. Las galerías de arte temporales, los bares y restaurantes nocturnos, están cerrados y con sus luces apagadas.

José Pulicier cruza la plaza Dorrego, donde los fines de semana se agrupan puestos de venta de antigüedades que le dan un aire de mercado de pulgas sofisticado, y los artistas callejeros atraen a los turistas. Se encamina por la angosta y empedrada calle Defensa, donde los comercios de venta de antigüedades son más importantes. El recorrido que suele estar colmado de gente, ahora solo lo transitan él y dos hombres que caminan a unos cincuenta metros detrás de él. Hace seis años que José Pulicier vive en el barrio y ha transitado miles de veces por este lugar, lo conoce muy bien; pero al verlo con los ojos cargados del reciente acontecimiento y en una hora de la mañana tan inusual para él, de pronto siente que hay en el ambiente algo raro y desconocido, y un eléctrico escalofrío le corre la espalda.

En la fresca y húmeda mañana que le traspasa la ropa, las nubes comienzan a ocultar la luz de la madrugada y de a poco van cubriendo los techos de la ciudad, empañan las formas y convierten al mundo que lo rodea en una gris fotografía desenfocada.

José Pulicier ve su reflejo en el cristal oscuro del frente un restaurante de lujo, y observa que su imagen distorsionada y pálida, se asemeja a la de un fantasma que huye de las sombras de dos hombres. Su cuerpo mortal no lo duda, reacciona y sigue al fantasma corriendo sobre los adoquines hasta devorar los pocos metros que lo separan de la Plaza de Mayo. Cruza la plaza corriendo en dirección al bajo y sin mirar a la Casa de Gobierno que está a su derecha, teme que los grandes ojos del pulpo lo descubran y estire alguno de sus tentáculos para atraparlo. Sin detenerse y al abrigo de la galería de la Avenida Leandro N. Alem, continúa corriendo con la urgencia que le imprime el miedo. El aire le quema los pulmones y su cuerpo afloja. Le falta tan solo una cuadra para llegar a la oficina del multimedio de la Avenida Corrientes, y por más que su mente le ordena que siga corriendo, sus pies se niegan y comienzan a lamer el piso.

—No doy más. Me entrego.


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