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8.

 Había recibido el documento, en formato PDF. Por curioso que pareciera, había tenido tiempo de escribir su información deprisa y mandárselo para que lo estudiara para esta misma noche. Había prisa. Obviamente la había. «¡Ahí tienes la facilidad con la que aceptó tu disparatada idea! Él tenía, también, un plan». ¡Claro! Claro. Cómo no. Ambos se estaban moviendo por puro interés. En el fondo, eran tal para cual. Bien culpable, ambos. Para colmo, con estos planes tan fuera de lugar iban a llevarse por delante a una anciana. ¿Cómo podían ser tan crueles como para engañarla? ¿Cómo hacerlo y no sentirse culpables? ¿Ella se atrevería a mentir como una bellaca sin que se le notara? ¡Pobre mujer! «¡Tú iniciaste el juego! ¿Recuerdas?». Si tenían que ser sinceros, ambos se había arrastrado, a última hora, juntos, hacia el abismo. «¿En serio vas a ser así de cruel con alguien que, de seguro, es bueno de corazón?». La pregunta de la vocecilla dio paso al sonido de unos grillos cantando en mitad del silencio. Clara estaba ignorando a su conciencia para no sentirse peor. «¡Fantástico! Estamos los dos muy locos», acabó replicándose, sintiéndose cada vez más culpable.

    Bien. Ahora le tocaba a ella mandarle la información. Pero no iba a ser tan abierta como él. A ver, no es que Alfonso le hubiera contado su vida y obras. Pero ella iba a ser mucho más escueta. ¿Qué se habrían contado en mitad de aquella no planeada borrachera? ¡Qué más daba! Ninguno de los dos se iba a acordar cuando, entonces, tenían un nubarrón lindo en mitad de sus descerebrados cerebros.

    Mientras se preparaba algo rápido para comer, abrió el Word de Alfonso en el teléfono. Tenía que estudiárselo, aunque fuese por encima. Ya había guardado en la habitación todo lo que había comprado en el centro comercial, y había probado y apartado lo que se pondría para la cena de esa noche: algo formal que no había hecho falta comprar, ya que tenía un conjunto nuevo que no había estrenado todavía. Le serviría para verse bien. Al menos, tener buena presencia, aunque fuera todo puro teatro. ¿Cómo sería la familia de Alfonso? La que no se le iba de la cabeza era la abuela. ¡Pobre señora! Esperaba que no se hiciera demasiadas ilusiones con ella. Aunque, con el papel que representaba ella, y que no sabía comportarse con frialdad, sino al contrario, solía ser toda dulzura, porque Clara era así, iba a tener muchos problemas.

    Empezó a leer, controlando a la vez el horno. Según ponía allí, tenía una cicatriz porque se cayó, de pequeño, de un árbol y tuvieron que remendarlo. ¡Vaya con Alfonso! Se ve que fue un trasto de armas tomar. Vale, lo del momento, hilo-puerta-diente de leche, le dio arcadas. ¡Pero qué bruto! Se llevó la mano a la boca cuando leyó su caída en la alberca de riego en pleno invierno, y cómo su abuelo tuvo que lanzarse a salvarlo, y secarlo con rapidez, dentro de la finca, para que ni pillase una pulmonía. Bueno, quizá, y hasta podría imaginárselo como el mismo Pedrito. «¡Pobres de los que tuvieron que cargar con él en sus momentos más ocurrentes!». La lagrimilla empezó a asomarse cuando llegó al momento del fallecimiento de su abuelo. De cuánto le afectó. El tatoo que se había hecho en el tobillo izquierdo. Se trataba de una ramita de olivo. Él lo ayudaba en la recolección de las aceitunas de su finca. Disfrutaba ayudándolo en sus tareas, sobre todo, en esto. Porque luego se pringaba el aceite bien embadurnado en sus bocadillos, porque aquel aceite sabía a gloria. Sabía a hogar. Al cariño puesto en la cosecha. Y lloró como una boba. Lloró porque la frase resumen que él había puesto de cómo se sintió en el momento en que su abuelo se fue al cielo, le llegó al corazón. Gimoteó, sollozó, sorbió el moco a base de bien, sonándose exageradamente, hasta que el sonido de la cuenta atrás que había puesto en el horno sonó.

Abrió el resumen que ella le había hecho de sus momentos «importantes a recordar». No se había abierto a él ni la mitad. Pero serviría. No se quería involucrar mucho más. Que le hubiera parecido un adonis de aquellos perfectos, Dios del deseo y la lujuria personificado, no significaba que tuviera que entregarle toda su confianza de un soplido, de buenas a primeras.

Dejó el teléfono sobre la encimera para sacar la comida del horno. Se aseguró bien los manguitos. No querían tener otra marca más por arriesgada. Con aquella, de su niñez, ya era más que suficiente. Se lo sirvió en un plato. Preparó la mesa. Sacó el plato y se llevó consigo el teléfono. Bueno, no sería ni tan difícil recordar la información que le había dado, ya que se había explayado en cada dato llenado una hoja de pocas situaciones. No, si al final, él tampoco es que se hubiera abierto demasiado, ahora que ya había leído de principio a final el documento. ¡Y ella temiendo que todos aquellos párrafos fueran demasiadas situaciones para memorizar! Había tenido suerte, por ese lado. Aunque también le hubiera gustado conocer otros datos de él. ¿Por qué no? Tampoco pasaba nada. Esto se iría conforme vino. El plan ocurriría en fechas Navideñas. Y así como la Navidad viene, luego se aleja. Así sería esto. Era un poco triste, en el fondo. Pero fingir significaba: breve.

Puso la televisión. Solo se hablaba de las compras, las cenas en familia... todos parecían felices en las escenas. Pero, ¿cuántas familias sienten la necesidad de fingir porque no se soportan? «¿Ves como fingir no es tan despiadado si, en el fondo, al final se hace por una buena causa? Todos ellos fingen». Por eso no le gustaban estas fechas. No se cansaba de decirlo. Todo es como ese parque que oculta algo grave, pero, que con el parche, parece superficial.

    Después de terminar las tareas que le quedaba pendientes, se dio una ducha, se hizo una limpieza de cutis... quería estar preciosa. Al menos, eso. Dejar un buen recuerdo de esto. Que él la encontrase hermosa. Porque no podía competir con la belleza de él. Sería como ir junto a un modelo de Calvin Klein.

    Sonó el teléfono. Eran como las siete y media. Ya había memorizado su número de teléfono, por lo que se emocionó al ver su nombre en la pantalla.

    —Hola. ¿Qué ocurre?

    —¿Qué te ha parecido mi informe?

    —¿Qué te ha parecido el mío? —respondió con otra pregunta.

    —Muy pobre. No sé qué voy a decir de ti.

    —Dice el que ha llenado la hoja con la explicación de cuatro cosas de nada —lo regañó.

    —Voy de camino a casa. Me aseo y nos vemos. Te puedo contar más cosas.

    —Alfonso, creo que esto es suficiente. Total, es para salir del paso. No necesito más.

    —Mi abuela Josefa no es tonta. Y si le cuentas lo básico que sabes de mí, dirá que algo falla.

    —Son cosas personales: el tatoo, la cicatriz de tu rodilla, la caída en la alberca de riego, la muerte de tu abuelo... —al llegar a este punto la garganta se le atoró. Tenía ganas de llorar de nuevo.

    —No sé qué opinas tú. Pero todo esto es una locura. Jamás habría pensado meterme en un meollo como este.

    —Pues ya somos dos.

    —Jamás pensé en decirle a una chica: finge por mí, ante mi familia. Ni siquiera con Natalia, a quien dejé claro, desde un primer momento, que lo nuestro no iba bien.

    —Alfonso, no necesito saber de esto. Es muy personal y...

    —Solo quiero que lo sepas. Todo esto me repatea el trasero tanto como a ti. Porque mis padres no me van a dejar en paz, incluso cuando les diga que he vuelto a cortar con otra de mis supuestas novias, o sea, tú.

    —Imagino...

    Lo escuchó carraspear, nervioso, al otro lado del teléfono.

    —¿En serio quieres seguir adelante con esto?

    —Necesito que ejerzas de mi novio de alquiler. No me dejes tirada ahora. Por favor.

    —Estamos a tiempo de volvernos atrás —le recordó él.

     —Me importa un rábano. Tú necesitas tanto como yo que nuestras familias se queden satisfechas con lo que ven y dejarnos en paz. Luego podemos decir que nos hemos dado un tiempo, y que seguimos como amigos y tal. No resulta un mazazo tan grande como si decimos que hemos cortado porque la cosa nos fue mal.

    —En eso te doy la razón.

    —Tenemos que seguir adelante. Lo vamos a hacer fenomenal —lo animó, aunque estuviera igual de desanimado que él.

    —Bien. Me aseo y me dejo caer por ahí. ¿Puedes mandarme tu ubicación? Iré a por ti.

    —¿Y si quedamos en la tuya? Ya conozco tu dirección. Iré a tu casa.

    —Bueno. Vale... Claro. Ven en taxi. Te llevaré de regreso a casa, con el coche.

    —Puedo ir y volver en taxi. Por eso no te preocupes —se adelantó, manteniendo las distancias necesarias para seguir al margen, pero sintiendo, a la vez, un atisbo de complicidad. Ojalá fuera real esta relación. Pero no lo era. De haber sido real, seguramente no habría ido ni tan bien. Porque, a tener mala suerte, no le ganaba nadie—. Te aviso cuando esté de camino. ¿A qué hora hay que estar en casa de tus padres?

    —A las nueve y media.

    —Muy bien. Me daré prisa en acercarme a tu casa. Supongo que querrás ensayar nuestras más importantes escenas antes de dejarnos caer en tan extraño escenario.

    Lo escuchó reír.

    —Por supuesto. —Hubo una pausa que hasta le pareció sexy a Clara, aunque no pudiese ver su hermoso rostro—. Nos vemos luego.

    —Pues hasta luego.

    Suspiró profundamente nada más colgar la llamada.

    «¡Pero qué tonta y exagerada!».

    Pero qué bonito si fuese verdad.

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