5. (Por editar)
Había cogido un taxi. De ese modo, si él se ofrecía a llevarla a casa, podría sucederse una de aquellas interesantes escenas de terminar en casa del otro, enredados entre las sábanas. ¿Y por qué no? No estaría nada mal darse una alegría con el chispitas, después de unos meses de sequía, tras otros de una intensa tormenta con granizo.
Se había puesto su perfume favorito. Y llevaba detrás un frasco pequeño en el bolso, réplica del mismo. Por si acaso.
El estómago le daba volteretas en un cosquilleo. Como cuando tienes una primera cita en la adolescencia. Solo que, en este caso, ella ya era veterana con esto de las citas. Solo que acaban en desastre, por desgracia. La mala suerte la acompañaba. Por eso era mejor estar sola que mal acompañada.
Mientras el taxi recorría la ciudad en una carrera frenética y arriesgada de cambios constantes de carril, y esquivado laborioso de vehículos, alcanzaron la ubicación en la que ella y el tipo se habían citado. El taxista detuvo el coche un poco antes de la entrada al bar. Pagó la carrera. Empezó a andar rumbo hacia la puerta de entrada al bar. Sus pasos se frenaron en cuanto vio, aún un poco alejada, al tipo que había visto en el colegio. Al chico sexy del mono de trabajo. Al guapísimo electricista. Se abofeteó mentalmente.
Ojito con lo que haces, monina. «¡Déjame en paz, vocecilla fastidiosa!».
Cuando él dio con ella levantó el brazo sacudiéndolo, esbozando una sonrisa ladina que le quedaba increíble, según Clara. Ella trató de reaccionar, haciendo lo mismo que él, pero con menos énfasis. ¡No lo asustes, loca! «No te preocupes, Pepito Grillo latoso. Que no va a echar a correr. Eso te lo aseguro yo».
Llegó hasta él. Y lo saludó con una cordial sonrisa, no sin antes fijarse, mientras se acercaba, que el atuendo que llevaba le quedaba increíble. Aunque, a ese hombre, le quedaba todo increíble, a su parecer.
—Hola.
—¿Qué tal? —respondió él en un levantar de mentón ligero.
—Bien. ¿Entramos?
—Un segundo. ¿Eres...? —La señaló esperando escuchar su nombre. Siquiera se habían presentado formalmente. Y no estaría nada mal para empezar.
—Clara. Me llamo Clara.
—Alfonso —Se dieron un par de besos cordiales, protocolo de dicha presentación.
—Encantada de conocerte —pronunció con tanta emoción que lo hizo sonreír por su rubor. La estaba delatando.
—Encantado —repitió—. Bien. Entremos —se adelantó esta vez él.
Ella asintió.
Cuando entraron, Carlos levantó la mano, efusivo, al ver a su colega entrar. Su gesto mudó de inmediato a otro de sorpresa en cuanto se fijó en su acompañante. ¿De qué se conocían? ¿Por qué no le había hablado de su nuevo rollete, o lo que fuera?
Cuando Alfonso alcanzó la barra, junto a Clara, se chocaron la mano en uno de esos modernos saludos ensayados hasta el mínimo detalle.
—Hola, Clara —la saludó, acto seguido, Carlos, haciendo que Alfonso se sorprendiera.
—¿Os conocéis? —preguntó, curioso, desconcertado, elevando una ceja de manera graciosa.
—¡Por casualidad! Por casualidad —repitió Clara, nerviosa, observando de reojo a su acompañante. Tampoco es que le tuviera que contar sus vidas y hazañas a todo el mundo. Luego miró a uno y a otro con la misma extrañeza que a la inversa—. ¿Y vosotros? ¿De qué os conocéis?
—Somos colegas de pandilla. Desde hace muchos años —respondió Carlos a su pregunta.
—De pandilla, de juergas, de copas... —lo apoyó Alfonso con una risilla burlona.
—También, también.
—Vale. Ya me hago una idea —asintió ella levantando una mano para que parasen. Bueno, Alma estaba al tanto de esto. Así que, aunque Carlos se fuera de la lengua, no iba a pasar nada si Timoteo se fuera de la lengua.
—Entonces ¿Qué os pongo? —cambió de tema Carlos, advirtiendo que había clientes esperando a ser atendidos, en la barra.
—Ponme una birra –pidió él—. ¿Tú qué vas a querer? —se dirigió a Clara.
—Un zumo de piña.
Alfonso abrió la boca, incrédulo.
—¿No bebes ni pizca de alcohol?
—Hoy no. Quiero saber lo que hago.
El chico se llevó la mano al pecho.
—Juro que no soy peligroso. No lo hagas por mí.
Clara se giró hacia Carlos.
—Un zumo de piña, por favor.
—Métele un poco de ron —susurró Alfonso, ahuecando una mano, bromeando.
—¡Ni se te ocurra! —lo amenazó ella, señalándolo.
Carlos alzó las manos en un gesto defensivo.
—Tranquila. Te pondré solo el zumo.
—Genial.
Mientras Carlos se iba a prepararlo, Alfonso aprovechó el momento. Se inclinó hacia ella para que la conversación fuera algo más privada.
—Una cosa, ¿esto no será una apuesta con tu amiga, la profesora del otro curso? Porque me mirabais el culo con gran interés. —Ella fue a abrir la boca para protestar. Él estalló en una carcajada—. Ya veo que sí.
—¡Pues claro que no! —acabó gritando ella.
—Se nota a leguas. No quieras ahora arreglarlo.
Carlos regresó con las bebidas.
—Aquí tenéis.
—Gracias. Cóbrate las bebidas de aquí —pidió Alfonso, sacando su tarjeta de crédito.
—¡De eso nada! Yo pagaré la mía.
—¡Pero quiero invitarte!
—No nos conocemos de nada. No te tomes esas libertades —lo regañó.
—Liber... ¿Pero a ti qué te pasa? Solo intento ser un caballero.
—No hace falta. —Clara puso un billete sobre la barra—. Carlos, cóbrate mi bebida de aquí —insistió, vigilando de reojo a Alfonso para que no intercediera.
Este sacudió la cabeza, decepcionado.
—¡Pero qué cabezona!
Carlos se lo cobró por separado. Cogieron las bebidas y se marcharon hasta una mesa. Se sentaron.
—Clara, de verdad que quería invitarte —le recordó.
—No hace falta.
—Sigo pensando que estás aquí, conmigo, por esa apuesta.
Clara apartó el vaso a un lado para inclinarse sobre la mesa, buscando aclarar algo.
—Estoy aquí, contigo, porque me pareciste sexy. Y, de repente, me pareces tonto.
—¿Perdona?
Clara se retiró hacia atrás. Luego le dio un sorbo a su vaso.
—Olvídalo.
—No. Has dicho que te parezco sexy.
—¡Como si fuera la primera en decírtelo! —lo acusó—. Bueno, en realidad necesito un «novio de alquiler», para Navidad.
—¿Qué? ¡Sabía que había un trasfondo oscuro en todo esto! —ironizó él, tratando de aguantarse la risilla burlona. Porque, es que, la veía venir a leguas. Y la situación se estaba convirtiendo en divertida e interesante. Un poquito extraña, sí. Pero divertida e interesante.
Clara volvió a inclinarse, con cuidado de no reducir demasiado la distancia. Ni demasiado cerca. Ni demasiadas confianzas... todavía. Quizá.
—Mi familia está cabezona en que encuentre a mi príncipe azul. A ver, no necesito príncipes. El último me sacó un látigo al estilo de Christian Grey. Y te juro que no me dio nada de morbo. Sino, una ganas tremendas de correr. —Él alzó las cejas con pasmo, burlón—. Así que paso de rollos raritos para estas fechas, pero, al menos, hacer acallar un poco la voz de las Supertacañonas, que ya está bien el asunto.
—Entiendo... —asintió él, con un fingido interés, como quien negocia. En realidad, estaban negociando—. ¿No tienes amigos que puedan aceptar el papel? —preguntó, curioso.
—No. Mis padres conocen a la mayoría de ellos. Y, por supuesto, necesito a un buen actor.
—¿Y qué gano yo a cambio?
Ella se encogió de hombros.
—Nunca se sabe...
—Nunca se sabe.
—Eso es.
Alfonso se apoyó en la silla, serio, cruzándose de brazos.
—Pues no me interesa.
—¿Cómo? ¿En serio?
Volvió a doblarse hacia ella.
—Reconoce que es una apuesta —la azuzó.
—No. Es por voluntad propia. Estás muy bien, muchacho —confesó sin tapujos.
Hubo un molesto silencio. Miradas sin pestañear. Él acabó asintiendo.
—Muy bien. Acepto —dijo con calma.
—¿Lo dices en serio?
Volvió a asentir.
—Me vendrá bien tener compañía en Navidad. Tampoco me apetecía la cena en familia. Iba huyendo de ella. Aunque mi madre no deja de llamarme para insistir.
—Yo podría ejercer de tu «novia de alquiler», en una comida con tu familia... Te devolvería el favor, así.
Alzó la palma de la mano para que se detuviera.
—No es necesario. Ya pensaré en cómo cobrármelo —respondió, con un mohín chistoso.
—Eso será negociable —puso límites Clara. Sin conocerlo, a saber qué rondaba por aquella cabecita. Quizá, e incluso, podría haber abierto la caja de los vientos, pagándolo, más tarde, muy caro. ¡En qué momento se le había ocurrido entrarle a saco, y mentirle con el plan del novio de alquiler! Aunque bien podría matar dos pájaros de un tiro. No sería ni tan mala idea. Porque Alfonso era irresistible. Un bombón. Su hermana iba a elogiarla por atrapar a un adonis así. Aunque iba a durarle lo que un suspiro, como cuñado. ¡Lástima que tuviera que decepcionarla de ese modo! Pero, ¿qué le tenemos que hacer? La vida no suele ser justa.
—Está bien. El tiempo es breve. Necesito saber cómo nos conocimos, dónde y quién se enamoró de quién
¡Pues sí! Si querían parecer reales, debían de estudiarse con prisas. El tiempo apremiaba.
Tras la primera cerveza y el zumo de piña, hubo una segunda ronda de algo que contenía alcohol. Porque Clara sí que se había preocupado esta vez, que había desatado la ira de Zeus. Tenía en sus manos una historia falsa para llevárselo al huerto, para no estar sola en aquellas fechas, que puede que acabase en graves problemas.
Ensayos y rondas de vasos con un contenido que se iban vaciando rápidamente, de mezclas variadas. Cócteles explosivos. «¡Y no querías emborracharte!». ¡Cállate, por favor! La culpa me está matando. Es por eso que bebo. «Que se te nuble la mente no significa que vaya a desaparecer el problema». Por lo menos, lo oculta durante un ratito. «Eso sí».
Acabaron pillando un ciego. Alfonso no tanto. A Clara ya se le pesaban los ojos.
—Te acom... acompañaré a casa —propuso Alfonso, acercándose a la barra como podía, cargando con ella, con el bar ya vacío.
—¿Os llevo a cada cual a su casita? —propuso Carlos.
—Déjarn... nos en mi casa. Mañan... mañana será otro día.
Carlos se dio una palmada en la frente.
—Por Dios, Alfonso, ¿qué coño has hecho? ¡A ver cómo trabajas mañana!
—Es Noch... Nochebuena. Puedo pas... pasar del curro.
—Ya. Como si pudieras.
—LLev... llévanos... oh, ups. Creo que ella... ella ya se ha quedado frita.
Los ronquidos eran obvios.
—De acuerdo. Deja que eche el cierre y os llevo a tu casa. Pero —elevó un dedo acusador—, ¡como le hagas algo, te la cargas! Me juego el cuello.
—Dormi... dormiremos. No te preo... preocupes.
Carlos rodó los ojos.
—Claro. Claro. —Carlos se dio otra palmada—. La mujer de Timoteo me va a matar. ¡Todas sus amigas me van a matar! —gruñó, señalando hacia Clara.
Alfonso se llevó el dedo a los labios y lo chistó torpemente.
—Porfaaa, no despiertes a la Bella Durmiente.
Carlos bufó, indignado.
—A ti te voy a dar yo Bella Durmiente, «atontao».
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