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3.

 —¿Qué ocurre? ¿A qué se debe tanta prisa? ¿Se acaba el mundo y no me he enterado? ¿Voy a ser la afortunada en recibir tu último abrazo?

    —Más quisieras. Pero no. No es eso. Necesito desahogarme con alguien.

    —¡Oh! Oh. Se avecina tormenta —masculló Eva con socarronería, esforzándose por no reírse para no ofenderla.

    Clara blanqueó la mirada. Señaló hacia la entrada del bar donde habían quedado para charlar. Estaban justo frente a la puerta.

    —Anda. Pasa. Estoy hambrienta —rogó Clara, llevándose la mano al estómago.

    El Bar Nómadas pertenecía a Carlos, un buen amigo del marido de Alma. Había hecho mucha amistad a la vez con las chicas. Era otro lugar de aquellos preferidos a visitar.

    —¿Qué os pongo?

    —Unas tapas y un buen vinito de esos que tengan muchos grados.

    Eva elevó una ceja. Luego asintió como quien acaba descubriendo la respuesta a una cuestión de aquellas más espinosas.

    —Ahora entiendo la parte de venir hasta aquí en taxi. —Chasqueó la lengua—. Algo gordo debe de haberte pasado.

    —Que estoy hasta el moño de que no me ocurran cosas buenas.

    Eva le acarició el brazo en un gesto de consuelo.

    —Paciencia, cariño. Te llegará. Como nos ha llegado a todas.

    —Como si eso fuera a consolarme. Que me encuentro a cada pieza...

    Carlos se marchó para dar intimidad a las chicas. No era de aquellos más cotillas.

    —Hoy ha venido al colegio un electricista que estaba buenorro.

    —¡Espera! Para... para. ¿No habrás tenido el valor de trajinártelo en algún rinconcillo del colegio?

    —¡Claro que no! No soy de esas. Parece mentira que me lo preguntes tú.

    —Por un momento pensé que habías tenido una aventura de un polvo rápido y arriesgado, y que ahora te estabas arrepintiendo. O, quizá y hasta te habían pillado.

    —No sería el primer polvo que me diera así. Pero jamás, en el trabajo. No es lugar, ni correcto hacer algo así. Hay niños. Y me juego el empleo.

    Carlos trajo el vino. No tardó en comenzar a poner platos sobre la mesa a la que le habían indicado que iban a sentarse.

    Clara suspiró como si no tuviera el oxígeno suficiente para sus pulmones.

    —No me lo quito de la cabeza. —Gruñó con molestia, para luego clavar su mirada color café en la de Eva.

    —Vamos a ver... si estaba tan macizo, es normal.

    —Seguro que tiene pareja, esposa, no sé...

    Se había llenado la copa. Se la bebió hasta la mitad. Eva tiró de su brazo para que no bebiera tan deprisa.

    —Come algo. Con el estómago vacío, el vino sube mucho más deprisa. Y paso de arrastrarte por todo Madrid para llevarte a casa. Mañana trabajo. Así que...

    —Mañana tenemos la obra de teatro. Y estoy amedrentada. Jamás podrías imaginarte el caos que se ha producido durante los ensayos.

    —Pedro...

    —Uno de tantos problemas. Vale. El más gordo de los problemas. —Le contó cómo había llegado de armado hasta las orejas y el tira y afloja que tuvo con él—. Pasado mañana tenemos chocolate con magdalenas. Y por la tarde, la visita del paje real. Dos días me quedan. Dos... hasta la comida familiar. Y porque en Nochebuena dije que nanay. Encima, con la tesitura de ver a quién voy a llevar. Porque, a ver, no lo dicen. Pero mi hermana no deja de bombardearme con: vas a envejecer y te vas a quedar sin pareja, ni hijos. ¿De verdad que no hay nadie, que esté en sus cabales, al que le gustes?

    —¿A qué viene tanta tontería? No es que no quieras, joder. Es que no aparece el tipo adecuado. Te topas con los más capullos. —Eva se dio unos golpecillos en la sien—. Y si tu hermana te va a llamar vieja, pues ella misma se está llamando carcamal. Ya tiene 30. Así que...

    —Quiere ser tía abuela de mis hijos. Hijos... —masculló, rodando los ojos. Otro sorbo largo de vino. Y vuelta a llenar la copa.

        —Mejor sola que mal acompañada.

        —No me gusta la soledad.

        Eva tocó su mano.

       —No estás sola. Estamos tus amigas —argumentó, esperando mejorar su estado de ánimo.

        —Ya. Lo sé. Pero hay momentos del día en los que mi casa se siente vacía.

        Eva le adelantó el plato de los calamares.

        —Zampa y olvida. Que les den a los tostones. Llegarán mejores tiempos. Ya te lo he dicho.

    La conversación, con el cambio de tema, tomó un tono más intrascendente y relajado.

    —Sigue en pie cenar en casa de Laura para Nochevieja, ¿no?

    —Siempre que dejemos todo limpio antes de abandonar el pisito. Fran estará con los amigos. La peque se queda en casa de los padres de Fran. Es lo que hay cuando tienes niños. Tienes que ir pringando a los demás.

    —Pero es bonito. Sentirlo dentro. Que te llame mamá...

    —Que le den los rebotes hasta el punto de volverte loca con sus berrinches. Que termines por ponerle la maleta en la puerta por su rebeldía en la pubertad.

    Clara sacudió la cabeza.

    —Está claro que lo tuyo no es tener hijos.

    —Pues no. —Resopló—. Menos mal que alguien me entiende.

    A medida que los grados extra del vino iban haciendo su efecto, la conversación iba subiendo de tono. Se escucharon cosas como «menudo culito respingón tenía el chispitas», o, tendría que apuntarme a Tinder, e ir a saco con lo que sea que se me ponga por delante, porque lo llevo fatal.

    —Lo dicho. tu lo que tienes es que estás muy salida.

    A Carlos le entraba de vez en cuando la risa, desde donde estaba, viendo los gritos y las risas que tenían tras una botella de vino ya prácticamente vacía. Se acercó a ellas en cuanto sus platos se habían vaciado del todo y podrían querer algo de postre.

    —¿Vais a tomar postre?

    Eva alzó el brazo, más el dedo índice, con una mueca de contentilla total.

    —Yo quiero esa tarta de chocolate que os sale tan buena —acertó a decir con la lengua un poco acartonada, arrastrando alguna que otra letra.

    —Yo prefiero la de queso. ¡Joder, os sale de muerte!

    Carlos asintió.

    —Por supuesto. Enseguida.

    —Y una botellita de agua —gritó Eva a continuación—. Me niego a salir a la calle con esta cogorza —agregó, como si la sensatez hubiera acudido a ella a todo correr.

    —Agua que aclara la vista —bromeó Clara, con los ojos brillantes por el alcohol y el cansancio.

    Eva la señaló torpemente, asintiendo.

    —¡Eso es! Ahí le has dad... dado —trastabilló la otra con sus palabras mientras las pronunciaba.

    Terminaron la velada, abandonando poco a poco el líquido rojo, por ese otro más incoloro, insípido, mucho más sano. Al fin y al cabo tampoco estarían acertadas si ambas estaban tan beodas que no supieran llegar hasta un taxi, ni dar correctamente su dirección. Tenían que ir bajando poco a poco el listón, que se habían venido muy arriba. Es más, tampoco podían acostarse muy enfermas, ni levantarse con una resaca de aquí te espero.

    Poco a poco, la claridad fue introduciéndose en sus cabezas, pero el cansancio era un traidor y fue el sustituto de la juerga.

    —Vale, tía. Hoy pago yo...

    —¡No! No. Ni de coña.

    —¡Que pago yo, Clarita! —Resopló haciendo un ruidito muy gracioso con el aire que se escapaba por entre sus labios—. Hay que espabilar. Porque, de lo contrario, y como no llegue puntual al trabajo mañana, mi jefa me va a matar. —Señaló a su amiga con un dedo tembloroso—. Y a ti mañana también te espera un día movidito. Así que...

    —No me lo recuerdes. Ojalá pudiera escaquearme.

    Eva frunció el ceño.

    —¡Que eres la profesora! —Chasqueó la lengua—. ¡Ay, por Dios, Clarita! No me seas tan perezosona —se burló, con una risilla que salía torpe con el gesto de sueño que mostraba.

    —Tropezándose bastante por la falta de equilibrio, todavía tocadas por el vino, consiguieron llegar hasta la barra. Eva pagó, y, acto seguido, salieron a la calle en busca de un taxi. Suerte que vieron uno acercarse y lo detuvieron. Suerte, además, que, a pesar de tener las mentes nubladas, consiguieron acertar con sus direcciones. Eva juró —cruzando sus dedos en la espalda, por supuesto—, que no volvería a beber tanto si al día siguiente trabajaba. Clara se rio de su supuesta promesa, que rompería a las primeras de cambio.

    El taxi dejó a Clara cerca de su edificio. Se encaminó torpemente hasta el portón, sacó las llaves tras caerle consecutivamente varias cosas del bolso al buscarlas, lo recogió todo, hizo otro intento por acertar en la cerradura y por fin lo consiguió. Suerte que había ascensor. Si bien es cierto que tuvo que rectificar el número de piso cuando se dio cuenta de lo mucho que tardaba en llegar a su rellano. Obviamente, había puesto un piso superior.

    No le dio tiempo para mucho. Solo de quitarse la ropa y oponerse el pijama, quitarse el maquillaje con unos discos de algodón y desmaquillante acertando como bien podía, dejándose más de la mitad en el intento, lavarse los dientes y meterse en la cama con prisas. Hacía frío. Estaba siendo un invierno gélido en la capital. Y su pequeño pisito de Chamartín parecía un congelador. No había caldera, por lo que no había calefacción. Si quería librarse del frío, para ello tenía una de aquellas estufas baratas que su papel hacía. O el pequeño radiador portátil para el baño. O la bolsa de agua calentita para la cama. Hoy no era capaz de calentar agua. Se enroscó en la mantita del sofá que se había llevado consigo, de camino, sabiendo que la iba a utilizar. Aunque la muy cabrona estaba tan fría como el resto de las estancias, farfulló sin volumen, ni voz, prácticamente de manera mental, en cuanto se la enroscó, como el gusano que se mete dentro de su crisálida.

    Tuvo uno de aquellos sueños calientes. Entre el dolor de cabeza de la media resaca, y la humedad de un despertar tan tórrido, en una fría y polar mañana, se sentía más que destemplada. Corrió a darse una ducha bien calentita. En invierno solía utilizar el agua a tantos grados, que el interior del baño parecía el mismo Londres. «Teatro, paje real, chocolate y descontrol infantil causado por la emoción de tanto acto navideño junto». La frase la escupió a la realidad después de mascarla. «Para eso te hiciste profesora. ¿Recuerdas?». ¡Pues sí! No sabía a qué venía tanto comportamiento tiquismiquis, últimamente. Será que su inestabilidad emocional le estaba pasando factura. Alejandro, el director, les acababa de pasar información sobre qué harían. Los horarios. Lo planeado para que todo fuese correlativo. Sofía le mandó otro recordándole qué tenían que preparar para la obra, para que no se le olvidara. Era una mujer que le gustaba programar todo antes de pisar el aula. En ocasiones, la abrumaba. Pero, en el fondo, era una tía guay, en su opinión, y se lo perdonaba todo. ¿Cómo habría quedado el muñeco que había ofrecido «a la ciencia»? ¿Habría resistido el envite de toda aquella prole sin miramiento? Sentía curiosidad. Se lo preguntaría en cuanto la viera, ya que luego no tuvieron la ocasión de comentarlo. Todo estaba programado. Y, durante la hora del recreo, el trabajo continuó amontonándose si querían que las decoraciones de las aulas se terminasen de colocar, incluso los dibujos navideños que los niños habían pintado a última hora, expuestos en los pasillos de cada aula. Respondió al mensaje, terminó de arreglarse, desayunó a la velocidad del relámpago, y salió de casa con tiempo a sabiendas de que, el tráfico, en horarios de colegio, es puro caos en cualquier ciudad que se tercie. Mientras estaba detenida en un semáforo le vino a la mente el sueño. Apretó sus piernas avergonzada. «¿De qué te avergüenzas? ¡Como si no hubieras hecho eso cuando alguien te ha gustado mucho!». Esto era muy distinto. Podría estar deseando al marido de otra. No era lo correcto. No estaba nada, nada, pero nada, bien. ¡Esto ha sido amor a primera vista! «¡Que dejes de hacer eso, loba!». «¡Auuuuh!», se burló de ella misma para sus adentros, ignorando la censura de su propio criterio.



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