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13.

 Llamaron al timbre del telefonillo. Se escuchó la voz de una mujer, y, de inmediato, una gran algarabía, además de una voz infantil de fondo. Un nudo se instaló en la garganta de Clara. Tiró del brazo de Alfonso con preocupación.

    —Prométeme que lo harás bien.

    —Tan bien como lo hiciste ayer conmigo —respondió él, entornando la mirada. Porque, veamos, ella no había sido nada fiel a su papel conmovida por el carácter dulce de la abuela.

    —Esto es distinto.

    —Nada es distinto. Créeme —subrayó él.

    —Quiero que crean que es verdad. Que, por unas horas, me vean contenta y feliz. Solo así dejarán de darme la brasa.

   —Eso dije yo, y pasaste de mí hasta el culo.

    —Alfonso... Por favor.

    —Y sin favor —continuó ignorándola.

    Tiró de nuevo, de él, frenándolo.

    —De acuerdo. Hasta aquí llegamos. Voy a dar marcha atrás.

    —Ah... ah —negó él—. De eso nada.

    —Buscas vengarte, ¿verdad?

    —Tú qué crees...

    —¡No te atreverás!

    Le dedicó un guiño travieso.

    —Dame tiempo.

    Tiró de ella arrastrándola hacia el interior del portal, subiéndola al ascensor, entre reproches. Ahora le tocaba pasárselo bien a él. ¿Habría una abuela en esta cena? Ella no dijo nada.

    El ting del sonido de término de ascenso revolvió el estómago de Clara. Ya estaban arriba. Iba a suceder. Iba a ocurrir la escena más desastrosa del siglo. Su hermana se lo recordaría durante toda su vida, decepcionada con su fracaso.

    Salieron del ascensor. En el umbral de una puerta abierta estaba una mujer de unos cincuenta largos, con una sonrisa amplia en su boca. Se adelantó unos pasos para salir al encuentro de Clara.

    —¡Hola, cielo! Qué bien que decidiste definitivamente venir a comer —la felicitó su madre con un abrazo. La apartó un poco para fijarse en su acompañante—. Veo que no mentías cuando dijiste que vendrías acompañada, de hacerlo.

    Clara sonrió como pudo porque su estómago le estaba produciendo unas punzadas mortales.

    —Él es Alfonso —se lo presentó.

    —¿He oído que mi hermanita llega acompañada? —salió a todo correr Cristina, la hermana de Clara, casi celebrando ya la buena nueva del momento. Anakin salió tras ella, gritando como si se tratara de la sirena de un coche de policía.

    —¡Tíaaaa! —chilló, agarrándose de sus piernas—. Estás aquí —gritó, aún más alto.

    —Deja a tu tía un ratito que me tiene que presentar a su novio —celebró Cristina, con el rostro iluminado, aplaudiendo de entusiasmo. Clara la observó, bloqueada—. ¡Venga! ¿A qué esperas, mocosa?

    —¡No soy ninguna mocosa! —pudo escupir Clara con molestia, porque, cuando a su hermana le daba por ser molesta, era la mejor.

    —Preséntamelo tú, o me auto presento yo.

    Clara tiró de Alfonso apretujándole el brazo como quien tiene miedo a que le roben algo.

    —Alfonso, esta es mi hermana Cristina, la pelmaza.

    Esta arrugó la nariz en un mohín dirigido a su hermana. Luego se echó encima de Alfonso para darle los dos besos de rigor para su presentación.

    —Encantada. —Bajó un poco la voz, dándole igual que este estuviera delante y lo escuchara. Murmuró—; madre mía, cómo está el chispas.

    —¡Cristina, por favor! —le suplicó Clara rogándole que se cortara.

    Cristina cogió de la manita a Anakin y se lo puso delante de ella para que se detuviera un segundo.

    —Este es mi hijo Anakin, el pequeño de la familia. —Voceó un nombre. Un chico de una edad similar a la de Cristina apareció—. Y este es mi marido Ramiro.

    Este le estrechó la mano.

    —Alfonso —repitió este, para informar al allegado.

    —¿Entramos al salón? Papá estará encantado de conocer al nuevo miembro de la familia —largó Cristina con diversión.

    —¡Pasa, pasa, muchacho! —lo invitó María, la madre de Clara.

    —Gracias —respondió él en un tono cortés.

    En el salón, Germán, el padre de Clara, estaba sentado en un sillón orejero de color tabaco claro. Se puso en pie en cuanto vio al nuevo muchacho acompañando a su hija.

    —¡Hola, papá!

    —Hola, hija —miró con interés al nuevo.

    —Este es Alfonso.

   Germán lo analizó un poco antes de estrecharle la mano.

    —Encantado.

    —Igualmente —respondió Alfonso, tembloroso. Al menos era una familia mucho más normal que la suya. Y no había una abuela adorable. Lástima que eso le quitara la diversión de lo que tenía pensado hacer. Eso sí, había una hermana a la que podría darle mucho juego. Notó que tiraban de la pernera del pantalón. Agachó la mirada.

    —¿Juegas conmigo a la pista de coches?

    —Cariño. Más tarde. Vamos a comer —le pidió Cristina, sin quitarle ojo a Alfonso, con una sonrisa picarona. ¡Menudo cuñado le habían adjudicado! Lo que iba a fardar con ello. Haría muchas fotos de la comida para alardear de ello. Suerte que, incluso, se trajo el palo selfie—. Hermanita, ayudemos a mamá en la cocina.

    Alfonso le dedicó a Clara una mirada súplica. Se negaba a que lo dejase solo. Ella simplemente elevó los hombros y suspiró.

    ¡Muy bien! Si quería guerra, iba a tenerla.

    Su madre se metió en la cocina junto a sus dos hijas. Alfonso se quedó con el supuesto suegro. Hubo un incómodo silencio. Germán lo observaba atentamente. Alfonso repiqueteaba con sus dedos sobre su pierna, nervioso.

    —¿Puedo decirte algo? —rompió Germán el silencio finalmente.

    —Claro. Por supuesto —asintió.

    —Mi hija es un poco cabeza loca. Ha tenido muchos novios, y poca cabeza amueblada. Ya no sabemos qué hacer con ella. Pero la queremos. Y si vas a ser uno de esos que la recoge por lástima, te advierto que cojas la puerta y te marches.

    ¡Fantástico! Eso no lo esperaba. «Señor, es todo fingido. No se preocupe». Como se le ocurriera confesarle eso, seguro que sacaba la escopeta y lo echaba del piso a tiros.

    —Entiendo.

    —No quiero que entiendas. Quiero que te quede claro que tengo que proteger a mi hija porque ella no ve más allá de lo que imagina que es bueno para ella.

    —Creo que es lo suficientemente adulta para elegir y errar. No sé —discutió, temblando la voz.

    —Sí. Eso no lo discuto. Pero me niego a ver cómo llora por los rincones porque es demasiado enamoradiza y descuidada. Incluso para su edad.

   —Entiendo.

    Alfonso golpeó en el suelo repetidas veces con su pie, buscando desalojar de su cuerpo la implacable ansiedad que lo estaba invadiendo.

    Es todo mentira. No se preocupe. Lo estamos pasando muy bien los dos. Y nadie saldrá dañado. Echa a correr antes de que saque la escopeta, amigo.

    Las chicas salieron con los primeros platos, cubiertos y demás. Alfonso se puso en pie buscando huir de Germán.

    —¿Puedo ayudar? No me gusta estar quieto mientras el resto trabaja —argumentó, con unas prisas que lo delataron como cobarde.

    —¡Claro, cuñado! Será un placer —se apuntó Cristina.

    ¡Bien!, gritó para sí su lado miedica. Por fin podía escaparse durante un ratito del radio de acción del supuesto suegro, el señor Germán.

    Alfonso entró varias veces en la cocina hasta que, entre los tres, sacaron todo a la mesa.

    Se sentaron en la mesa. Cristina hizo lo posible por sentarse al lado de su supuesto cuñado. Todo el tiempo, con esa sonrisa de estar pensando una próxima travesura. Eso lo ponía de los nervios. Eso y que el padre de Clara lo vigilara tan de cerca.

    Todavía no habían empezado a comer cuando Cristina inició su ronda de preguntas e intimidación.

    —¿Y cuándo os conocisteis? ¿Desde cuándo estáis juntos?

    —Hace sobre un año —respondió Clara con prisas, casi atropellada. Antes de que Alfonso respondiera y metiera la pata.

    —Un año y no dices nada... —Cristina chasqueó la lengua—. No tienes vergüenza, hermana.

    —No tengo por qué notificarte todo.

    —Vale chicas —pidió paz María—. No empecéis con vuestra particular pelea.

    —Porque Cris no deja de meterse conmigo.

    —¡Solo intento ser hospitalaria!

    —¡Claro! Claro...

    —¿Vivís juntos?

    —¿Para qué quieres saber tanto, Cris?

    —Para saber cuán consolidada está vuestra relación.

    —Ese no es asunto tuyo.

    —Por favor, hija —pidió María a Clara para que dejara de pelearse con su hermana—. Ya basta.

    —Lo suficiente para saber que quiero estar con él. Aunque ya sabéis de sobra que nada es duradero. Nunca se sabe hasta dónde pueda durar cualquier relación, ¿no?

    —Mira la mía con Ramiro.

    —Porque sois tal para cual, Cris —gruñó Clara entre dientes. El chico le dedicó una ácida mirada. Tampoco era para que se metiera con él—. A ver, cuñado, no me malinterpretes, me refiero a que estáis hechos el uno para el otro, es a lo que me refiero.

    —Porque debes escoger bien, hermanita.

    Clara entrelazó los dedos de Alfonso por debajo de la mesa y levantó ambas manos hacia arriba.

    —Sé que he acertado. Y ya está —lo soltó, regresando a la comida de la mesa.

    Cristina analizó cuidadosamente a Alfonso con la mirada.

    —¿Qué tanto sabes de mi hermana? —desconfió. No lo veía tan entusiasmado y eso era sospechoso.

    —Es una profesora extraordinaria, y una mujer maravillosa. ¿Qué quieres que te diga más de ella? —discurseó, sin quitarle la vista al padre de Clara, que estudiaba cada frase que salía de su boca.

    —Eso no te lo discuto, porque es mi hermana. Aunque sea un poco tonta.

    —¡Cris! —gritó Clara. Esta elevó los hombros alegando que así era, y qué podía hacer si era cierto.

    Alfonso miró a todos antes de hacer lo siguiente: la abrazó hacia él, estrujándola con amor.

    —Ella es magnífica, solo puedo decir. Y estoy feliz de haberla elegido.

    Los ojos de Clara iban hacia unos y hacia otros esperando que no les pareciera aquello demasiado exagerado y se descubriese el pastel.

    —Mi hija es un amor. Así que cuídala mucho, por favor —pidió María.

    Anakin se levantó de la mesa y Cristina lo reprendió.

    —¡Aún no hemos terminado de comer! Así que regresa a tu silla.

    —¡Pero quiero jugar con la pista de coches!

    —Luego.

    —No.

    —¡Anakin!

    En la mente de Alfonso le pasó la idea de que, de repente, sacaría una espada láser para defenderse de quien fuera. Se carcajeó mentalmente.

    —He dicho que regreses a la mesa.

    —Si regresas a la mesa y te portas bien, luego jugaré contigo a la pista de coches —sugirió Alfonso, dejando a Clara boquiabierta, incluso a Cristina.

    Anakin se lo pensó un poco. Acabó aceptando.

    —Vale.

    María hizo un barrido a los miembros presente de la mesa. Le pareció una Navidad especial estando la familia al completo. Viendo que Clara por fin había encontrado a alguien que parecía educado, y preocupado por el resto, por cómo había visto comportarse con Anakin.

    Se contaron anécdotas de días pasados. Unas más divertidas. Otras, un poco vergonzosas.

    —¡Haced el favor de no avergonzarme! —protestó Clara.

    —Eras una niña precoz, hermanita. Ya, desde muy pequeña, tenías preferencias por ser profesora. Llevabas a los críos de la vecindad, al retortero.

    —Trataba de cuidar de los más pequeños.

    —Cuando tú tan solo eras un mini tapón.

    —¡No te pases!

    —Pobre mía se le desgarró el traje en plena graduación. Suerte que llevaba la toga. Pudo ir a casa, cambiarse de ropa, y regresar a la comida entre universitarios. Aunque, durante el tiempo que tuvo que estar allí presente, estaba tan avergonzada como si de verdad estuviera mostrando sus vergüenzas.

    —Aquella silla tenía una tachuela que sobresalía y no la vi. ¿Qué querías que hiciera? Además, el desgarro era importante. Y aquel traje lo compré porque me pareció espectacular. Luego no tuvo arreglo adecuado y tuve que desecharlo.

    —No lo tiraste. Forma parte de tu colección de almohadones para la cama. Hiciste un par de almohadones con él.

    —Quería guardar un bonito recuerdo.

    —Por eso. Y dime, Alfonso, ¿tienes alguna anécdota original que contar a tu familia política?

    Anécdota, la de estar montando una historia irreal, y hacerlos creer a todos que era verídica.

    —Supongo que alguna hay. Pero es más personal.

    Cristina se carcajeó.

    —Tranquilo. No te obligaré a contarla. Pero, en tu trabajo... ¿Ha habido alguna de esas absurdas?

    —Bueno, todos tenemos nuestros días. Una vez fui a cambiar unas luces a una tienda y, cuando les llegó la hora de encenderlas, estas no iban. Suerte que aún no había tirado nada. En el jaleo que llevábamos, compaginándonos con los de las obras, no había conectado los cables adecuadamente. Naturalmente, fui al momento para solucionar el problema. Ellos ya habían abonado la factura. Entonces era un novato, y un poco despistado.

    La situación así de humorística sacó una sonrisa a todos, excepto a Germán, que seguía estudiándolo con atención, con una seriedad que resultaba molesta.

    —A todos nos pasa. Recuerdo que, en una hornada, se nos olvidó la levadura. Nada levó, y tuvimos que apechugar para hacer una nueva, en horario de público. Esa mañana se había vendido mucho y tuvimos que reponer con velocidad.

    —Yo recuerdo haberme perdido por unas callejuelas de Arganda del Rey, de las que casi se me queda el vehículo empotrado. Trabajo como comercial, y fue una de las experiencias más espantosas. ¡Imagina si me quedo sin coche! A ver, habría alquilado otro. Pero llevando el de la empresa, si me lo cargo, me toca pagar.

    —Ahí tienes toda la razón para darte un canguelo —lo apoyó Alfonso.

    Fueron surgiendo más anécdotas divertidas. Incluso el padre de Clara, el cabeza de familia, relajó su tensión y contó alguna relacionada con su trabajo. El ambiente fue mejorando, terminando por incluir al nuevo comensal en el pequeño círculo. Llegó el postre. Y el café. Anakin le recordó a Alfonso, su trato.

    —¡Claro que sí, pequeño! Enseguida voy.

    Cristina le dio un codazo a Clara.

    —Parece que le gustan mucho los niños. Así que espero que pronto me hagas tía.

   Clara le dedicó una mirada molesta.

    —Ese es asunto mío.

    —Y suyo —señaló Cristina a Alfonso.

    —Lo primero es funcionar.

    —Bueno, eso sobre todo —le dio la razón.

    Clara ayudó a recoger la mesa mientras Alfonso jugaba con su sobrino. Era como un niño más al lado de Anakin. Por lo que se lo pasó genial.

    —¿Vendrás a la comida de Año Nuevo? —consultó María.

    A Alfonso casi se le cae el coche que intentaba tirar por la rampa.

    —No lo sé. Celebraré la Nochevieja y estaré demasiado cansado. Me acostaré muy de madrugada. Y... ya sabe.

    —Yo tampoco, mamá. Esa noche es la que salimos todas las chicas. Ya sabes que es mi noche sagrada y, para Año Nuevo, estaré durmiendo la mona.

    —¿Y para Reyes?

    —Eso. Dime si vais para Reyes y compraros un regalo —sugirió Cristina.

    Se suponía que pronto vencería el contrato navideño de novios falsos. Lo habían acordado para fingir en las celebraciones más importantes, y verían si para algún rato más. Pero poco más.

    —Seguramente no. Estoy un poco liado.

    —¿Liado? ¿En Reyes? Dile a tu familia que vais el día de la Cabalgata, y nos dejáis el día siguiente para nosotros. La agenda, así, se vería fenomenal.

    Alfonso negó.

    —No sé si podré. Lo siento.

    —Pues nada... —lamentó Cristina—. Otro domingo o festivo será.

    —Supongo —mintió él. A largo plazo se podía ir excusando. Planear cuanto antes la historia de la ruptura.

    Clara salió un par de veces durante la conversación. Era cierto que los estaba poniendo en un buen compromiso. Así era su familia. Cualquier familia que busca reunir a los suyos sin alargar mucho la espera entre medias.

    —¿Vas a tirar el coche o no? —lo interrumpió Anakin, con autoridad.

    Alfonso sonrió, aun temblando las manos con la incómoda situación.

    —Claro. Disculpa.

    Fue todo un éxito la interpretación, sin demasiados sobresaltos, y sin ser descubiertos. Alfonso se despidió de la familia de Clara, sintiéndose uno más con su increíble hospitalidad. Hasta el padre de Clara terminó siendo amable y más confiado, aunque, claro, no del todo, por si acaso.

    —Ha sido un placer tenerte aquí. Ven cuando quieras. Venid cuando queráis —los invitó María, despidiéndose de ellos en el recibidor.

    —Todo ha estado genial. Y la cena, deliciosa. Cocina usted de maravilla.

    —Gracias, hijo. Suelo cocinar con mucho amor para los míos —alegó María con modestia.

    —¡Cuñado! ¡Espera un segundo! —pidió Cristina, saliendo acompañada de Anakin.

    El niño se adelantó. Llevaba uno de los coches con los que habían jugado.

    —Este es para ti. Quiero que lo traigas de nuevo cuando regreses para jugar conmigo.

    O el niño era listo, o era cosa de la hermana de Clara, un plan bien urdido para volverlo a ver. Lástima que no iba a ser así.

    Él dudó en cogerlo, al principio. Tuvo que aceptarlo para no defraudarlo. Aunque la decepción no tardaría en llegar con su ausencia, y este enorme embuste.

    —¡Gracias, pequeño!

    —Eres un tío molón —y cuando dijo tío, se notaba que se refería como parentesco, y que seguía siendo cosa de su madre, que asentía a cada cosa que hacía bien. Clara le dedicó una mirada ácida a su hermana. ¿Cómo podía hacerle aquello? Si ella supiera.


    Hubo un silencio triste durante el descenso. A Alfonso le parecía una familia extraordinaria como para no volverla a ver. Y, al igual que a Clara le pasó con su abuela Josefa, engañarles así le había dolido tanto, como si se hubiera caído dentro de un zarzal.

    —Tu familia es maravillosa —murmuró, y el pitido de llegada al bajo sonó.

    —He estado en casa más cómoda que nunca.

   Salieron del ascensor mientras conversaban.

    —Dudo que lo haya sido todo el tiempo porque tu hermana no dejaba de mandarte misiles balísticos con mala leche.

    —Aunque sea una incorregible capulla, la quiero un montón.

    —Lo sé. Yo también quiero a mi hermano cuando no se comporta como un mierda.

    La hizo reír, aunque más bien era una risa un poco amarga.

    —Siento que no paso demasiado tiempo con ellos porque siempre estoy ocupada. Porque no dejo de excusarme dado mi escaso tiempo, y, los fines de semana, los utilizo para la casa. Para los preparativos de las próximas clases, para todo cuanto tengo pendiente... Siento que tengo a todos abandonados cuando no me sé organizar. Incluso a mis amigas. Ni siquiera le he mandado a Eva ni un mísero mensaje desde el último que le mandé, contándole cuanto me está ocurriendo de buena vibra. Porque hoy ha sido... —los ojos se le humedecieron—, por primera vez sentí que encajaba bien, y que tú estabas allí como una parte importante de mí. Y mi familia estaba feliz.

    Alfonso suspiró con fuerza. Salieron del portal. Él se quedó parado. Reflexivo.

    —Yo Siento recordarte que todo esto no es real. Y que tendremos que parar en algún momento —aunque, mientras lo decía, se sintió tan mal como para sentir una extraña angustia. Porque ella tenía razón. Por un momento se había sentido parte de una familia importante. De alguien significativo que estaba a su lado, sin exigencias, ni discusiones. Sin un tercero en discordia. Hacía mucho que no se había sentido así. Siquiera en casa de sus padres había podido sentirse parte de una armonía familiar necesaria. Y ella... ella era cálida, cercana, sin miedo a plantarle cara a lo que fuera, a lo duro que viniera, incluso siendo sensata, como sucedió con Josefa. Ese era el lado bueno que tiraba de él hacia ella, a pesar del poco tiempo que llevaban unidos con el dichoso trato.    

    —Lo sé. No te preocupes. No lo olvido.

    Alfonso miró el reloj. Luego la miró a ella.

    —¿Tomamos algo y nos relajamos?

    Clara suspiró hondo.

   —Deja que antes hable con Eva. Y mande un mensaje al grupo informando de los últimos acontecimientos.  

  —Por supuesto. Es solo que aquí fuera hace frío. Será mejor que nos acerquemos al pub, y ya allí, te dejo unos minutos sola. Solo que no vas a congelarte —se preocupó por ella.

     Y ella lo agradeció. Era atento, divertido, y estaba cañón. «¡Que no te emociones, tía! Es solo un rollo pasajero y para de contar». ¡Cómo le encantaría tenerlo claro!

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